Silenciosos como espectros, el ladrón alto y el grueso pasaron junto al leopardo guardián muerto, estrangulado con un lazo, tras salir por la puerta descerrajada de Jengao, el mercader de gemas, y se dirigieron al este, por la calle del Dinero, a través de la leve niebla oscura de Lankhmar, la Ciudad de los Ciento cuarenta mil Humos.
Hacia el este, por la calle del Dinero, tenía que ser, pues al oeste, en el cruce de Dinero y Plata, había un puesto de policía con guardias sin sobornar, con corazas y yelmos metálicos, que afilaban sin descanso sus picas, mientras que la casa de Jengao carecía de pasadizo de entrada e incluso de ventanas en sus muros de piedra con tres palmos de grosor y el tejado y el suelo casi igual de gruesos y sin escotillones.
Pero el alto Slevyas, de labios tensos, candidato a maestro ladrón, y el gordo Fissif, de ojos vivaces, jefe de segunda clase, al que habían conferido la categoría de primera clase para aquella operación, considerado como un talento en perfidias, no estaban preocupados en lo más mínimo. Todo salía de acuerdo con lo planeado. Cada uno llevaba en su bolsa atada con un bramante una bolsita mucho más pequeña con joyas sólo de la mejor clase, pues a Jengao, que ahora respiraba estertóreamente en el interior, sin sentido a causa de los golpes recibidos, había que permitirle, más aún, había que cuidarle y alentarle para que levantara de nuevo su negocio y que volviera a estar maduro para otro atraco. Casi podía considerarse como la primera ley del Gremio de los Ladrones no matar nunca a la gallina que ponía huevos marrones con un rubí en la yema, o huevos blancos con un diamante en la clara.
Los dos ladrones tenían también el alivio de saber que, con la satisfacción de un trabajo bien hecho, ahora se dirigían directamente a casa, no para encontrarse con sus esposas —¡que Aarth no lo quisiera!—, padres e hijos —¡que todos los dioses lo evitaran!— sino a la Casa de los Ladrones, sede y cuartel del todopoderoso Gremio que era para ellos padre y madre a la vez, aunque a ninguna mujer se le permitía cruzar el portal siempre abierto de la calle de la Pacotilla.
Tenían además el consolador conocimiento de que aunque cada uno estaba armado solamente con su reglamentario cuchillo de ladrón con empuñadura de plata, un arma que no solía usarse salvo en los escasos duelos y pendencias intramuros y que, de hecho, era más una insignia de su condición de miembros que un arma, tenían no obstante el poderoso acompañamiento de tres matones de toda confianza alquilados para aquella noche a la Hermandad de Asesinos, uno de ellos avanzando bastante por delante de ellos como explorador y los otros dos bastante detrás a modo de retaguardia y principal fuerza de choque, de hecho casi fuera de la vista, pues nunca es prudente que tal acompañamiento sea evidente, o así lo creía Krovas, gran maestre del Gremio de los Ladrones.
Y si todo ello no bastara para que Slevyas y Fissif se sintieran seguros y serenos, andaba junto a ellos en silencio, a la sombra del bordillo norte, malformada o, en todo caso, con una cabeza demasiado grande, una forma que podría haber sido un perrillo, un gato de tamaño menor que el normal o una rata muy grande. En ocasiones corría a toda prisa hacia sus pies enfundados en fieltro, aunque siempre volvía a escabullirse con rapidez hacia la oscuridad. Eran unas pequeñas escapadas familiares e incluso alentadoras.
Desde luego, aquella última guardia no constituía una tranquilidad carente de impurezas. En aquel mismo momento, y cuando apenas se habían alejado cuarenta pasos de la casa de Jengao, Fissif caminó un trecho de puntillas y alzó sus labios gordezuelos para susurrar junto al largo lóbulo de la oreja de Slevyas:
—Que me aspen si me gusta que nos siga los pasos ese familiar de Hristomilo, por mucha seguridad que nos ofrezca. Ya es bastante malo que Krovas emplee o se deje engatusar para emplear a un brujo de la más dudosa, aunque atroz, reputación y no mejor aspecto, pero...
—¡Cierra el pico! —susurró Slevyas en tono aún más bajo.
Fissif obedeció encogiéndose de hombros y se dedicó con más intensidad y precisión de lo que quería a dirigir su mirada a uno y otro lado, pero sobre todo adelante.
A cierta distancia en aquella dirección, de hecho poco antes del cruce con la calle del Oro, había un puente sobre la calle del Dinero, un pasaje cerrado a la altura del segundo piso que conectaba los dos edificios que constituían los locales de los famosos albañiles y escultores Rokkermas y Slaarg. Los edificios de la firma tenían pórticos muy poco profundos apoyados innecesariamente por grandes columnas de forma y decoración variadas y que servían de anuncios más que de elementos estructurales.
Por debajo del puente salieron dos silbidos bajos y breves, señal lanzada por el matón explorador indicativa de que había inspeccionado aquella zona por si les tendían una emboscada, sin descubrir nada sospechoso, y que la calle del Oro estaba expedita.
Fissif no quedó en modo alguno totalmente satisfecho con la señal de seguridad. A decir verdad, el ladrón gordo casi gozaba siendo aprensivo e incluso temeroso, hasta cierto punto. Una sensación de pánico estridente, a la que se sobreponía una tensa calma le hacía sentirse más excitado y vivo que la mujer de la que gozaba en ocasiones. Así pues, exploró más atentamente a través de la leve niebla negruzca los frontones y colgaduras de Rokkermas y Slaarg mientras su paso y el de Slevyas, que parecían pausados pero no lentos, les acercaban más y más.
En aquel punto el puente estaba agujereado por cuatro pequeñas ventanas, entre las cuales había tres grandes hornacinas que contenían—otro anuncio—tres estatuas de yeso de tamaño natural, algo erosionadas por los años a la intemperie y a las que otros tantos años de niebla habían dotado de tonos diversos de gris oscuro. Cuando se acercaban a casa de Jengao, antes del robo, Fissif las había observado con una mirada rápida pero completa por encima del hombro. Ahora le parecía que la estatua a la derecha había sufrido un cambio indefinible. Era la de un hombre de mediana altura que vestía manto y capucha y que miraba abajo con los brazos cruzados y expresión meditativa. No, no del todo indefinible... Le pareció que ahora la estatua era de un gris oscuro más uniforme, el manto, la capucha y el rostro; le parecía de facciones algo más agudas, menos erosionadas. ¡Y asta juraría que su talla era algo menor!
Además, al pie de la hornacina, había un montón de escombros grises y blanco crudo que no recordaba haber visto allí antes. Hizo un esfuerzo para recordar si durante la excitación del atraco, mientras se entregaba a las animadas tareas de matar al leopardo y zurrar al propietario de la casa, el rincón siempre alerta de su mente había grabado un estruendo distante, y ahora le pareció que así había sido. Su rápida imaginación representó la posibilidad de que hubiera un agujero o incluso una puerta detrás de cada estatua, a través de la cual pudiera darse a ésta un fuerte empujón y derribarla sobre los transeúntes, él y Slevyas en concreto, y que el derrumbe de la estatua a mano derecha había servido para probar el dispositivo, sustituyéndola luego por otra casi igual.
Decidió vigilar las tres estatuas cuando él y Slevyas pasaran por debajo. Sería fácil esquivarla si veía que una empezaba aoscilar. ¿Debería apartar a Slevyas del peligro en caso de que sucediera? Era algo en lo que debía pensar.
Sin pausa, su atención inquieta se fijó entonces en los pórticos y columnas. Estas últimas, gruesas y casi de tres metros de altura, estaban situadas a intervalos regulares, mientras que su forma y sus estrías eran irregulares, pues Rokkermas y Slaarg eran muy modernos y recalcaban el aspecto inacabado, el azar y lo inesperado.
No obstante, a Fissif le pareció —ahora su cautela del todo despierta— que había una intensidad de lo inesperado, en concreto que había una columna más bajo los pórticos de las que había cuando pasaron antes por allí. No podía estar seguro de qué columna era la nueva, pero casi estaba seguro de que había una.
¿Debía compartir sus sospechas con Slevyas? Sí, y obtener otro susurro de reprobación y otra mirada despectiva de los ojos pequeños y aparentemente apagados.
Ahora el puente cerrado estaba cerca. Fissif echó un vistazo a la estatua de la derecha y observó sus diferencias con la que recordaba. Aunque era más corta, parecía sostenerse más erecta, mientras que la línea del ceño tallada en el rostro gris no era tanto de reflexión filosófica como de desprecio burlón, inteligencia pagada de sí misma y presunción.
Ninguna de las tres estatuas cayó mientras él y Slevyas pasaban bajo el puente, pero algo le ocurrió a Fissif en aquel momento.
Una de las columnas le guiñó un ojo.
El Ratonero Gris —pues tal era el nombre que ahora el Ratón se daba a sí mismo y le daba también Ivrian—, se volvió en la hornacina de la derecha, dio un salto hacia arriba, se cogió de la cornisa, dio una silenciosa voltereta que le depositó en el tejado y lo cruzó en el momento oportuno para ver a los ladrones que pasaban debajo.
Sin titubear saltó adelante y abajo, su cuerpo recto como una flecha de ballesta, las suelas de sus botas de piel de ratón dirigidas a los omóplatos ocultos en grasa del ladrón más bajo, aunque un poco más allá de él, a fin de compensar el metro que andaría mientras el Ratonero descendía en su dirección.
En el instante en que saltó, el ladrón alto miró arriba por encima del hombro y desenfundó un cuchillo, aunque sin hacer ningún movimiento para apartar a Fissif de la trayectoria del proyectil humano que se precipitaba hacia él. El Ratonero se encogió de hombros en pleno vuelo. Tendría que ocuparse con rapidez del ladrón alto tras haber derribado al gordo.
Con más rapidez de lo que podía esperarse, Fissif giró entonces sobre sus talones y gritó débilmente:
—¡Slivikin!
Las botas de piel de ratón le alcanzaron en el vientre. Fue como aterrizar sobre un gran cojín. Rodando a un lado para esquivar el primer golpe de Slevyas, el Ratonero dio un vuelco y, mientras el cráneo del ladrón grueso golpeaba contra los adoquines produciendo un ruido sordo, se puso en pie, cuchillo en mano, dispuesto a ocuparse del ladrón alto.
Pero no tuvo necesidad. Slevyas, con sus pequeños ojos vidriosos, también se derrumbaba.
Una de las columnas había saltado hacia adelante, arrastrando una túnica voluminosa. Una gran capucha se había deslizado hacia atrás, mostrando un rostro juvenil y una cabeza enmarcada por larga cabellera. Unos brazos fornidos habían emergido de las mangas largas y holgadas que habían constituido la sección superior de la columna, mientras que el gran puño en que finalizaba uno de los brazos había propinado a Slevyas un fuerte puñetazo en el mentón que le había dejado fuera de combate.
Fafhrd y el Ratonero Gris se miraron, por encima de los dos ladrones tendidos sin sentido. Estaban colocados en posición de ataque, pero de momento ninguno se movía.
Cada uno percibía algo inexplicablemente familiar en el otro.
—Nuestros motivos para estar aquí parecen idénticos —dijo Fafhrd.
—¿Sólo lo «parecen»? ¡Claro que lo son! —respondió fríamente el Ratonero, mirando con fiereza a aquel enorme enemigo potencial, cuya altura rebasaba en una cabeza al ladrón alto.
—¿Cómo has dicho?
—He dicho: «¿Sólo lo "parecen"? ¡Claro que lo son!»
—¡Muy civilizado por tu parte! —comentó Fafhrd en tono complacido.
—¿Civilizado? —le preguntó con suspicacia el Ratonero, apretando más su cuchillo.
—Preocuparse, en plena acción, de las palabras exactas que uno ha dicho —explicó Fafhrd. Sin perder de vista al Ratonero, miró abajo. Su mirada pasó del cinto y la bolsa de uno de los ladrones caídos al otro. Entonces miró al Ratonero con una ancha y franca sonrisa—. ¿Al sesenta por ciento? —le sugirió.
El Ratonero vaciló, enfundó su cuchillo y dijo con voz ronca:
—¡Trato hecho! —Se arrodilló con brusquedad, y sus dedos manipularon los cordones de la bolsa de Fissif—. Saquea a tu Slivikin —instruyó al otro.
Era natural suponer que el ladrón gordo había gritado el nombre de su compañero al final.
Sin alzar la vista de donde estaba arrodillado, Fafhrd observó:
—Ese.. ese hurón que iba con ellos. ¿Adónde ha ido?
—¿Hurón? —replicó el Ratonero—. ¡Era un tití!
—Tití —musitó Fafhrd—. Eso es un pequeño mono tropical, ¿verdad? Bueno, es posible que lo fuera, pero he tenido la extraña impresión de que...
La doble acometida silenciosa que se abatió sobre ellos en aquel momento no les sorprendió en realidad; los dos la habían estado esperando, pero el sobresalto de su encuentro había apartado de su conciencia aquella expectativa.
Los tres matones, abalanzándose contra ellos en ataque concertado, dos por el oeste y uno por el este, todos con las espadas preparadas para atacar, habían supuesto que los dos atracadores estarían armados como mucho con cuchillos y que serían tan temerosos, o al menos se mostrarían cautos, con las armas de combate, como lo eran en general los ladrones y quienes atacaban a éstos. Por eso fueron ellos los sorprendidos y confusos cuando con la celeridad de la juventud el Ratonero y Fafhrd se levantaron de un salto, desenvainaron temibles espadas y se les enfrentaron espalda contra espalda.
El Ratonero hizo un quite muy pequeño en cuarta posición, de modo que la acometida del matón por el lado este pasó casi rozándole por la izquierda. Al instante lanzó un contragolpe. Su adversario, echándose desesperadamente atrás, paró a su vez en cuarta. Apenas deteniéndose, la punta de la larga y estrecha espada del Ratonero se deslizó por debajo de aquella parada con la delicadeza de una princesa que hace una reverencia, y entonces saltó adelante y un poco hacia arriba; el Ratonero lanzó una estocada larga que parecía imposible para un ser tan pequeño, y que penetró entre dos mallas del jubón acorazado, pasó entre las costillas, atravesó el corazón y salió por la espalda, como si todo ello fuese un pastel de bizcocho.
Entretanto, Fafhrd, de cara a los dos matones procedentes del oeste, desvió sus estocadas bajas con paradas algo mayores y amplias, en segunda posición y primera baja, y luego dio un golpe rápido hacia arriba con su espada más larga pero más pesada que la del Ratonero, la cual cortó el cuello del adversario que tenía a la derecha, decapitándole a medias. A continuación, ando un rápido paso atrás, se dispuso a embestir al otro.
Pero no había necesidad. Una estrecha cinta de acero ensangrentado, seguida por un guante y un brazo grises, pasaron por su lado desde atrás y transfiguraron al último matón con la misma estocada que el Ratonero había empleado con el primero.
Los dos jóvenes limpiaron y envainaron sus espadas. Fafhrd se pasó la palma de su mano derecha abierta por la túnica y la tendió. El Ratonero se quitó el guante gris de la mano derecha y estrechó la gran mano que el otro le ofrecía con la suya nervuda. Sin intercambiar palabra, se arrodillaron y terminaron de desvalijar a los dos ladrones inconscientes, asegurando las bolsitas con las joyas. Con una toalla aceitosa y luego otra seca, el Ratonero se limpió de un modo incompleto la mezcla grasienta de cenizas y hollín que le había ennegrecido el rostro, y luego enrolló con rapidez ambas toallas y las guardó de nuevo en su bolsa. A continuación, con sólo un inquisitivo movimiento de los ojos hacia el este por parte del Ratonero y un gesto de asentimiento por la de Fafhrd, se pusieron rápidamente en marcha en la dirección que habían tomado Slevyas, Fissif y su escolta.
Tras un reconocimiento de la calle del Oro, la cruzaron y, a propuesta de Fafhrd, efectuada con un gesto, continuaron hacia el este por la calle del Dinero.
—Mi mujer está en la Lamprea Dorada —le explicó.
—Vamos a por ella y la llevaremos a mi casa para que conozca a mi chica —sugirió el Ratonero.
—¿Tu casa? —inquirió cortésmente Fafhrd, con el más leve tono interrogativo en su voz.
—En el Camino Sombrío —le informó el Ratonero.
—¿La Anguila de Plata?
—Detrás. Tomaremos unos tragos.
—Yo iré primero a tomar un jarro. Nunca puedo beber lo suficiente.
—Como quieras.
Un poco más adelante, Fafhrd, tras mirar varias veces de reojo a su nuevo camarada, le dijo con convicción:
—Nos hemos visto antes.
El Ratonero le sonrió.
—¿En la playa junto a la Montaña del Hambre?
—¡Cierto! Cuando era grumete de un barco pirata.
—Y yo era aprendiz de brujo.
Fafhrd se detuvo, volvió a limpiarse la mano en la túnica y la tendió.
—Me llamo Fafhrd. Efe a efe hache erre de.
El Ratonero la estrechó de nuevo.
—Soy el Ratonero Gris —dijo con cierto desafío, como si retara a alguien a reírse del mote—. Perdona, pero, ¿cómo pronuncias exactamente eso? ¿Faf-hrud?
—Simplemente Faf-erd.
—Gracias.
Prosiguieron su camino.
—Ratonero Gris, ¿eh? —observó Fafhrd—. Bueno, esta noche has matado dos ratas.
—Así es. —El pecho del Ratonero se hinchó y echó atrás la cabeza. Luego, torciendo cómicamente la nariz y con una media sonrisa oblicua, admitió:
—Habrías acabado muy fácilmente con tu segundo hombre.
Te lo quité para demostrarte mi velocidad. Además, estaba excitado.
Fafhrd rió entre dientes.
—¿A mí me lo dices? ¿Qué crees que sentía?
Más tarde, cuando cruzaban la calle de los Alcahuetes, le preguntó:
—¿Aprendes mucha magia de tu mago?
Una vez más, el Ratonero echó la cabeza atrás. Hinchó las aletas de la nariz y bajó las comisuras de los labios, preparando su boca para un discurso jactancioso y desconcertante. Pero una vez más se limitó a torcer la nariz y sonreír a medias. ¿Qué diablos tenía aquel tipo grandullón que le impedía comportarse como de ordinario?
—La suficiente para decirme que es algo muy peligroso. Aunque todavía juego con ella de vez en cuando.
Fafhrd se hacía una pregunta similar. Toda su vida había desconfiado de los hombres pequeños, sabiendo que su altura despertaba en ellos unos celos instantáneos. Pero de algún modo, aquel individuo pequeño era una excepción. Y también era sin discusión un pensador rápido y un brillante espadachín. Rogó a Kos que le gustara a Vlana.
En el ángulo noreste de las calles del Dinero y de las Rameras, una antorcha que ardía lentamente protegida por un ancho aro dorado, proyectaba un cono de luz en la negra niebla que iba espesándose, y otro cono en los adoquines ante la puerta de la taberna. De las sombras salió Vlana y la luz del segundo cono reveló su hermosura. Llevaba un estrecho vestido de terciopelo negro y medias rojas, y sus únicos adornos eran una daga con funda y empuñadura de plata y una bolsa negra con bordados de plata, ambas pendientes de un cinto negro.
Fafhrd le presentó al Ratonero Gris, el cual se comportó con una cortesía casi aduladora, servilmente galante. Vlana le examinó con descaro y luego le ofreció una sonrisa, a modo de tanteo.
Bajo la luz de la antorcha, Fafhrd abrió la pequeña bolsa que le había quitado al ladrón alto. Vlana miró el interior. Luego abrazó a Fafhrd y le dio un sonoro beso. Finalmente se guardó las joyas en la bolsa que le colgaba del cinto.
—Mira, voy a tomar un jarro —dijo el muchacho—. Cuéntale lo que ha sucedido, Ratonero.
Cuando salió de la Lamprea Dorada llevaba cuatro jarros en el doblez del brazo izquierdo y se enjugaba los labios con el dorso de la mano derecha. Vlana frunció el ceño y el muchacho le sonrió. El Ratonero chascó los labios a la vista del vino. Prosiguieron su camino hacia el este, por la calle del Dinero. Fafhrd se dio cuenta de que ella estaba molesta por algo más que los jarros y la perspectiva de una estúpida juerga de hombres borrachos. Con mucho tacto, el Ratonero andaba delante de ellos, evidenciando su discreción al apartarse.
Cuando su figura fue poco más que un borrón en la espesa niebla, Vlana susurró con aspereza:
—¿Habéis dejado fuera de combate a dos miembros del Gremio de los Ladrones y no los habéis degollado?
—Acabamos con tres matones —protestó Fafhrd a modo de excusa.
—Mi pleito no es con la Hermandad de Asesinos sino con ese abominable Gremio. Me juraste que siempre que tuvieras ocasión...
—¡Vlana! No podía dejar que el Ratonero Gris pensara que soy un aficionado a atacar ladrones consumido por una furia asesina y el ansia de sangre.
—Ya le aprecias mucho, ¿verdad?
—Es muy posible que me haya salvado la vida esta noche.
—Pues bien, me ha dicho que él les habría degollado en un abrir y cerrar de ojos, de haber sabido que ése era mi deseo.
—Te seguía la corriente por cortesía.
—Puede que sí, puede que no. Pero tú lo sabías y no...
—¡Cállate, Vlana!
Bajo el ceño fruncido de la mujer apareció una furiosa mirada, pero de súbito se echó a reír frenéticamente, sus labios dibujaron una sonrisa crispada, como si estuviera a punto de llorar, se dominó y sonrió con más dulzura.
—Perdóname, cariño. A veces debes pensar que me estoy volviendo loca y otras que lo estoy.
—Pues no lo estés —le dijo él con brusquedad—. Piensa en las joyas que hemos conseguido. Y pórtate bien con nuestros nuevos amigos. Toma un poco de vino y relájate. Esta noche quiero pasarlo bien. Me lo he ganado.
Ella asintió y le mostró su acuerdo cogiéndose de su brazo, al tiempo que buscaba consuelo y cordura. Se apresuraron para llegar a la altura de la difusa figura que les precedía.
El Ratonero dobló a la izquierda y les condujo media manzana al norte de la calle de la Pacotilla, hasta un estrecho camino que iba de nuevo hacia el este y en el que la negra niebla parecía sólida.
—El Camino Sombrío —les explicó el Ratonero.
Fafhrd meneó la cabeza, dando a entender que lo conocía.
—Sombrío es demasiado débil —dijo Vlana—, una palabra demasiado transparente para esta noche. —Lanzó una risa entrecortada en la que había aún trazas de nerviosismo y que finalizó con un acceso de tos. Cuando pudo hablar de nuevo, exclamó—: ¡Condenada niebla nocturna de Lankhmar! ¡Qué infierno de ciudad!
—Es por la proximidad al Gran Pantano Salado —explicó Fafhrd.
Y realmente aquello era parte de la respuesta. Extendida por una región baja entre el Pantano, el Mar Interior y el Río Hlal, y los campos de cereales sureños regados por canales alimentados por el Hlal, Lankhmar, con sus humos innumerables era presa de nieblas y neblinas negruzcas. No era de extrañar que los ciudadanos hubiesen adoptado la toga negra como su atuendo formal. Algunos aseguraban que en principio la toga había sido blanca o marrón claro, pero se ensuciaba de hollín con tanta facilidad, necesitando innumerables coladas, que un ahorrativo gobernante ratificó e hizo oficial lo que decretaban la naturaleza o las artes de la civilización.
Hacia medio camino de la calle Carter, una taberna en el lado norte del camino surgía de la oscuridad. Un objeto en forma de serpiente con la boca abierta, de metal claro ennegrecido por el hollín, colgaba a modo de muestra. Cruzaron una puerta con una cortina de cuero sucio, de la que salía ruido, la luz oscilante de las antorchas y el hedor del vino.
Más allá de la Anguila de Plata el Ratonero les condujo por su oscuro pasadizo que se abría en la pared oriental de la taberna. Tuvieron que pasar en fila india, palpando su camino a lo largo del muro de ladrillo áspero y húmedo, y manteniéndose juntos.
—Cuidado con el charco —les advirtió el Ratonero—. Es profundo como el Mar Exterior.
El pasadizo se ensanchó. La luz reflejada de las antorchas que se filtraba a través de la oscura niebla sólo les permitía distinguir la forma más general de su entorno. A la derecha había una pared más alta, sin ventanas. A la izquierda, cercano a la parte trasera de la Anguila de Plata, había un edificio lúgubre y destartalado de ladrido oscuro, renegrido, y madera antigua. A Fafhrd y Vlana les pareció totalmente vacío, hasta que alzaron sus cabezas para mirar el ático, después del cuarto piso, bajo el tejado con sus canalones mellados. Allí débiles líneas y puntos de luz amarilla brillaban alrededor y a través de tres ventanas enrejadas. Más allá, cruzando la T que formaba el espacio donde se hallaban, había un estrecho callejón.
—El callejón de los Huesos —les dijo el Ratonero en un tono algo orgulloso—. Lo llamo el bulevar de la Basura.
—Eso puedo olerlo —dijo Vlana.
Ahora ella y Fafhrd podían ver una larga y estrecha escalera exterior de madera, empinada pero combada y sin barandilla, que conducía al ático iluminado. El Ratonero le cogió las jarras a Fafhrd y subió con rapidez.
—Seguidme cuando haya llegado arriba —les dijo—. Creo que resistirá tu peso, Fafhrd, pero será mejor que subáis uno cada vez.
Suavemente Fafhrd empujó a Vlana para que subiera. Lanzando otra risa con ribetes nerviosos y deteniéndose a medio camino para dar rienda suelta a otro acceso de tos ahogada, la mujer subió hasta donde estaba ahora el Ratonero, en un umbral abierto del que salía una luz amarillenta que se extinguía en seguida en la niebla nocturna. El muchacho apoyaba ligeramente una mano en el gancho de hierro forjado, grande y sin la lámpara que estaba destinado a sostener, empotrado en una sección de piedra de la pared exterior. Se inclinó a un lado y la mujer entró.
Fafhrd le siguió, colocando los pies lo más cerca que podía de la pared, las manos prontas a sujetarse. Toda la escalera producía un funesto crujido y cada escalón cedía un poco cuando él apoyaba su peso en la madera. Cerca de la cumbre, uno de los escalones cedió con el crujido apagado de la madera medio podrida. Con el máximo cuidado, el muchacho se tendió, apoyando manos y rodillas, en tantos escalones como podía alcanzar, para distribuir su peso, maldiciendo con vehemencia.
—No temas, las jarras están a salvo —le gritó alegremente el Ratonero.
Fafhrd subió a gatas el resto del camino, con una expresión algo irritada en el rostro, y no se puso en pie hasta rebasar el umbral. Entonces casi dio un grito de sorpresa.
Era como eliminar frotando el cardenillo de un anillo de latón barato y descubrir engastado en él un diamante irisado de primera calidad. Ricas colgaduras, algunas centelleantes con bordados de plata y oro, cubrían las paredes excepto donde estaban las ventanas cerradas... cuyos postigos estaban dorados.
Telas similares pero más oscuras ocultaban el techo bajo, formando un magnífico dosel en el que los lunares de oro y plata eran como estrellas. Esparcidos a su alrededor había mullidos cojines y mesas bajas, sobre las que ardía una multitud de velas. En los estantes de las paredes se acumulaban en pulcros montones, como pequeños troncos, una vasta reserva de velas, numerosos pergaminos, jarros, botellas y cajas esmaltadas. Había un tocador con un espejo de plata pulida y lleno de joyas y cosméticos. En una gran chimenea había una pequeña estufa metálica, de un negro brillante, con una adornada marmita sobre el fuego. También al lado de la estufa había una pirámide de delgadas antorchas resinosas, escobas de mango corto y friegasuelos, troncos pequeños y cortos y carbón de un negro reluciente.
Sobre un estrado bajo al lado de la chimenea había un sofá ancho, de patas cortas y respaldo elevado, cubierto con una tela de oro. Allí estaba sentada una muchacha delgada, pálida, de delicada belleza, ataviada con un vestido de gruesa seda violeta con bordados de plata y ceñido con una cadena también de plata. Sus zapatillas eran de blanca piel de serpiente de la nieve. Unas agujas de plata con cabezas de amatista sujetaban el alto peinado en el que recogía su cabello negro. Se cubría los hombros con un chal de armiño. Se inclinaba adelante con elegancia y aparente incomodidad y extendía una mano estrecha y pequeña para estrechar la de Vlana, la cual se había arrodillado ante ella y ahora le tomaba suavemente la mano ofrecida e inclinaba la cabeza sobre ella, su propio cabello castaño oscuro brillante y lacio formando un dosel, y se llevaba la otra mano de la muchacha a los labios.
A Fafhrd le alegró ver que su mujer actuaba adecuadamente en aquella situación tan extraña pero sin duda deliciosa. Entonces, al mirar la larga pierna de Vlana enfundada en una media roja, estirada hacia atrás mientras se arrodillaba con la otra, observó que todo el suelo estaba cubierto —hasta el punto de que las superposiciones eran dobles, triples y hasta cuádruples— de gruesas alfombras tupidas y de muchos colores, de las clases más finas importadas de las tierras orientales. De pronto señaló al Ratonero Gris con el pulgar.
—¡Eres el Ladrón de Alfombras! —exclamó—. ¡Eres el Requisatapices! ¡Y también el Corsario de las Velas! ——continuó, refiriéndose a dos series de robos sin resolver que habían corrido en boca de todo Lankhmar cuando él y Vlana llegaron a la ciudad un mes atrás.
El Ratonero se encogió de hombros con expresión impasible y luego sonrió, con un fulgor en sus ojos rasgados. De improviso emprendió una danza que le llevó girando y balanceándose alrededor de la habitación y le dejó detrás de Fafhrd, donde diestramente desprendió de los hombros de ésta la enorme túnica con capucha y largas mangas, la sacudió, la dobló con todo cuidado y la depositó sobre un cojín.
Tras una larga e incierta pausa, la muchacha de violeta golpeó nerviosamente con su mano libre la tela de oro junto a ella, y Vlana se sentó allí, poniendo cuidado en no hacerlo demasiado cerca de la otra. Ambas mujeres se pusieron a hablar en voz baja, y Vlana tomó la iniciativa, aunque no de un modo demasiado evidente.
El Ratonero se quitó su propio manto gris y con capucha, lo dobló casi con remilgos y lo depositó al lado del de Fafhrd. Entonces se quitaron los cintos con las espadas y el Ratonero los colocó encima de la túnica y el manto doblados.
Sin aquellas armas y voluminosos atuendos los dos hombres parecían de improviso muy jóvenes, ambos con rostros lampiños, ambos delgados a pesar de los hinchados músculos en los brazos y las pantorrillas de Fafhrd, éste con su larga cabellera rubia cayéndole sobre la espalda y los hombros, el Ratonero con el cabello oscuro cortado en flequillo, uno vestido con túnica marrón de cuero, bordada con hilo de cobre, y el otro con un jubón de seda gris rudamente tejido.
Se sonrieron mutuamente. La sensación que ambos tenían de haberse vuelto muchachos a la vez hizo que al principio sus sonrisas parecieron un poco embarazadas. El Ratonero se aclaró la garganta e, inclinándose un poco, pero mirando todavía a Fafhrd, extendió el brazo hacia el sofá dorado y con un tartamudeo inicial, aunque por lo demás con bastante naturalidad, le dijo:
—Fafhrd, mi buen amigo, permíteme que te presente a mi princesa. Ivrian, querida mía, ten la bondad de recibir a Fafhrd amablemente, pues esta noche él y yo hemos luchado codo a codo contra tres, y hemos vencido.
Fafhrd avanzó, agachándose un poco, pues la coronilla de su cabeza dorada y rojiza rozaba el dosel estrellado, y se arrodilló ante Ivrian igual que había hecho Vlana. Ahora la fina mano tendida hacia él parecía firme, pero en cuanto la tocó descubrió que todavía temblaba. La trató como si fuera tela tejida con la más fina tela de la araña blanca, apenas rozándola con los labios, y aun así se sintió nervioso mientras musitaba unos cumplidos.
No percibió, al menos de momento, que el Ratonero estaba tan nervioso como él, e incluso más, rogando que Ivrian no exagerase en su papel de princesa y humillara a sus huéspedes, se derrumbara temblando o llorando, o corriera hacia él o a la habitación contigua, pues Fafhrd y Vlana eran literalmente los primeros seres, humanos o animales, nobles, ciudadanos libres o esclavos, a los que él había llevado o permitido entrar en el nido lujoso que había creado para su aristocrática amada... salvo la dos cotorras que gorjeaban en una jaula de plata colgada al otro lado de la chimenea, frente al estrado.
A pesar de su astucia y su cinismo de origen reciente, nunca se le ocurrió al Ratonero que era sobre todo su forma encantadora pero absurda de mimar a Ivrian lo que mantenía como una muñeca, y aumentaba incluso esta condición, a la muchacha potencialmente valiente y realista que había huido con él de la cámara de tortura de su padre cuatro lunas atrás.
Pero ahora, cuando Ivrian sonrió por fin y Fafhrd le devolvió gentilmente su mano y retrocedió con cautela, el Ratonero se relajó aliviado, fue en busca de dos copas y dos tazas de plata, las limpió sin necesidad con una toalla de seda, seleccionó con cuidado una botella de vino violeta y entonces, sonriendo a Fafhrd, descorchó uno de los jarros que el norteño había traído, llenó casi hasta el borde los cuatro recipientes destellantes y los sirvió.
Aclarándose de nuevo la garganta, pero sin rastro de tartamudeo esta vez, el muchacho brindó:
—Por mi mayor robo hasta la fecha en Lankhmar, que de buen o mal grado he de compartir al sesenta por ciento con... —no pudo resistir el súbito impulso— ¡con este patán bárbaro, grande y peludo!
Y se echó al coleto un cuarto de la taza de vino ardiente, agradablemente fortificado con aguardiente.
Fafhrd se tomó la mitad del suyo y luego brindó a su vez:
—Por el más jactancioso, cínico y pequeño individuo civilizado con el que jamás me he dignado compartir un botín.
Bebió el resto y, con un amplia sonrisa que mostró sus dientes blancos, tendió su taza vacía.
El Ratonero la llenó de nuevo, se sirvió a su vez, dejó entonces la taza y se acercó a Ivrian para volcar en su regazo las gemas de la bolsita que le había arrebatado a Fissif. Las piedras preciosas lucieron en su nuevo y envidiable lugar como un pequeño charco de mercurio con los tonos del arco iris.
Ivrian retrocedió estremecida, casi derramándolas, pero Vlana le cogió suavemente el brazo, aquietándolo, y se inclinó sobre las joyas con un gangoso grito de maravilla y admiración, dirigió lentamente una mirada de envidia a la pálida muchacha y empezó a susurrarle algo de un modo apremiante pero sonriendo. Fafhrd se dio cuenta de que ahora Vlana actuaba, pero lo hacía bien y con eficacia, ya que Ivrian pronto asintió ansiosa y no mucho después empezó a susurrarle algo a su vez. Siguiendo sus instrucciones, Vlana fue en busca de una caja esmaltada de azul con incrustaciones de plata, y las dos mujeres transfirieron las joyas del regazo de Ivrian a su interior de terciopelo azul. Entonces Ivrian dejó la caja a su lado y siguieron charlando.
Mientras daba cuenta de su segunda taza a pequeños sorbos, Fafhrd se relajó y empezó a adquirir una sensación más profunda en su entorno. La deslumbrante maravilla del primer vistazo a aquella sala del trono escondida en un fétido suburbio, su lujo pintoresco intensificado por contraste con la oscuridad, el barro y la suciedad, las escaleras podridas y el bulevar de la Basura en el exterior se desvaneció y el muchacho empezó a percibir el desvencijamiento y la podredumbre bajo la capa de grandiosidad.
Aquí y allá, entre las colgaduras, asomaba la madera carcomida, seca, agrietada, y exhalaba su olor malsano, su aroma a viejo. Todo el piso se combaba bajo las alfombras, y en el centro de la estancia llegaba a hundirse hasta un palmo. Una gran cucaracha bajaba por una colgadura bordada en oro, y otra se dirigía al sofá. Filamentos de niebla nocturna se filtraban a través de los postigos, produciendo negros arabescos evanescentes contra los dorados. Las piedras de la gran chimenea habían sido restregadas y barnizadas, pero había desaparecido la mayor parte del mortero que las cohesionaba; algunas se hundían y otras faltaban por entero.
El Ratonero había encendido el fuego en la estufa. Introdujo la leña previamente encendida, que despedía llamaradas amarillentas, cerró la portezuela negra y regresó a la estancia. Como si hubiera leído los pensamientos de Fafhrd, tomó varios conos de incienso, encendió sus extremos y los colocó en diversos puntos, en brillantes cuencos de latón, aprovechando mientras lo hacía para pisotear a una cucaracha y capturar por sorpresa a la otra y aplastarla de un uñetazo. Luego rellenó con trapos de seda las grietas más anchas de los postigos, tomó de nuevo su taza de plata y por un momento dirigió a Fafhrd una dura mirada, como desafiándole a decir una sola palabra contra la deliciosa pero algo ridícula casa de muñecas que había preparado para su princesa.
Un instante después sonreía y alzaba su taza hacia Fafhrd, el cual hacía lo mismo. La necesidad de llenar de nuevo los recipientes les acercó. Sin mover apenas los labios, el Ratonero le explicó sotto voce:
—El padre de Ivrian era duque. Yo le maté, por medio de la magia negra, según creo, mientras se disponía a darme la muerte en el potro de tortura. Era un hombre de lo más cruel, incluso para su hija, pero aun así era duque, de modo que Ivrian no está nada habituada a ganarse la vida o cuidar de sí misma. Me enorgullezco de mantenerla en un esplendor superior al que jamás le ofreció su padre con todos sus servidores y doncellas.
Fafhrd asintió, suprimiendo las críticas inmediatas que provocaban en él aquella actitud y programa, y le dijo amablemente:
—No hay duda de que has creado con tus robos un pequeño palacio encantador, digno del señor de Lankhmar, Karstak Ovartamortes, o del Rey de Reyes en Tisilinilit.
Vlana le llamó desde el sofá con su bronca voz de contralto.
—Ratonero Gris, tu princesa quiere oír el relato de la aventura de esta noche. ¿Y podríamos tomar más vino?
—Sí, por favor, Ratón —pidió Ivrian.
Estremeciéndose de un modo casi imperceptible al oír aquel apodo anterior, el Ratonero miró a Fafhrd en busca de asentimiento, lo obtuvo y se embarcó en su relato. Pero primero sirvió vino a las muchachas. No había bastante para llenar sus copas, por lo que abrió otro jarro y, tras pensarlo un momento, descorchó los tres, colocando uno junto al sofá, otro donde Fafhrd estaba ahora tendido sobre mullidas alfombras y reservándose el tercero para él. Ivrian pareció tomar con aprensión esta señal de que iban a beber en abundancia, y Vlana lo tomó con cinismo y cierto enojo, pero ninguna de las dos expresó sus críticas.
El Ratonero contó bien el relato de su robo a los ladrones, con alguna teatralidad y con sólo el más artístico de los adornos, a saber, que el hurón—tití, antes de escapar, se le subió a la espalda y trató de arrancarle los ojos... y sólo le interrumpieron en dos ocasiones. Cuando dijo:
—Y así con un zumbido suave y un leve golpe desnudé a Escalpelo...
Fafhrd observó:
—¿De modo que también le has puesto un sobrenombre a tu espada?
El Ratonero se levantó.
—Sí, y llamo a mi daga Garra de Gato. ¿Algo que objetar? ¿Te parece infantil?
—En absoluto. También yo le he puesto un nombre a mi espada: Varita Gris. Todas las armas están vivas de algún modo, son civilizadas y dignas de recibir un nombre. Pero sigue, por favor.
Y cuando mencionó la bestezuela de naturaleza incierta que cabrioleaba al lado de los ladrones (¡y que se lanzó contra sus ojos!), Ivrian palideció, se estremeció y dijo:
—¡Ratón! ¡Podría ser un animal de compañía de una bruja!
—De un brujo—le corrigió Vlana—. Esos cobardes villanos del Gremio no tienen tratos con las mujeres, excepto para que les alimenten o como vehículos forzados de su lujuria. Pero Krovas, su rey actual, aunque supersticioso, tiene fama de tomar toda clase de precauciones, y muy bien podría tener un mago a su servicio.
—Eso parece muy probable —dijo el Ratonero, con claros signos de mal agüero en su mirada y su voz—, y eso me llena de inquietud.
En realidad no creía lo que estaba diciendo, ni lo sentía —estaba tan inquieto como una pradera virgen— en lo más mínimo, pero estaba dispuesto a aceptar cualquier refuerzo ambiental de su representación.
Cuando terminó, las muchachas, con sus ojos relucientes y llenos de afecto, brindaron por la astucia y valentía de los dos jóvenes. El Ratonero hizo una reverencia y les correspondió con una sonrisa radiante. Luego se tendió, con un suspiro de fatiga, enjugándose la frente con un paño de seda, y tomó un largo trago.
Tras pedirle permiso a Vlana, Fafhrd contó el relato de su audaz huida de Rincón Frío —él de su clan y ella de una compañía teatral— y de su avance hasta Lankhmar, donde ahora se alojaban en una casa de actores cerca de la Plaza de los Oscuros Deseos. Ivrian se abrazó a Vlana y se estremeció llena de asombro cuando Fafhrd relataba las partes en las que intervenía la brujería y que, pensó el muchacho, le producían tanto placer como temor. Fafhrd se dijo que era natural que a aquella muñeca le gustaran las historias de fantasmas, aunque no estaba seguro de que su placer fuera tan grande de haber sabido que las historias de fantasmas eran ciertas. Parecía vivir en mundos de imaginación... y estaba seguro de que, una vez más, el Ratonero tenía mucho que ver en ello.
Lo único que omitió de su relato fue el constante interés de Vlana por lograr una venganza monstruosa contra el Gremio de los Ladrones, por torturar a muerte a sus cómplices y acosarla para que se marchara de Lankhmar cuando ella trató de dedicarse a robar por su cuenta en la ciudad, utilizando la mímica como cobertura. Ni tampoco mencionó su propia promesa —que ahora le parecía estúpida— de ayudarla en aquel sangriento asunto.
Cuando terminó y obtuvo su aplauso, notó la garganta seca a pesar de su adiestramiento como bardo, pero cuando quiso humedecerla descubrió que tanto su taza como el jarro estaban vacíos, aunque no se sentía borracho ni por asomo. Se dijo que los efectos del licor se habían evaporado mientras hablaba, escapándose un poquito con cada palabra deslumbrante que había pronunciado.
El Ratonero se hallaba en una situación similar, tampoco borracho, aunque inclinado a detenerse misteriosamente y mirar al infinito antes de responder a una pregunta o hacer una observación. Esta vez, tras una mirada al infinito especialmente larga, sugirió que Fafhrd le acompañara a la Anguila para adquirir nuevas provisiones de licor.
—Pero tenemos mucho vino en nuestro jarro —protestó Ivrian—. O al menos un poco —corrigió; parecía vacío cuando Vlana lo agitó—. Además, aquí tenéis toda clase de vinos.
—No de esta clase, querida, y la primera regla es no mezclarlos nunca —le explicó el Ratonero, agitando un dedo ante ella—. La mezcla es lo que provoca la enfermedad y la locura.
Vlana, comprensiva, dio unas palmaditas en la muñeca de Ivrian.
—Mira, querida, hay un momento en toda buena fiesta en el que los hombres que lo son de veras tienen que salir. Es algo estúpido en extremo, pero así es su naturaleza y no hay nada qué hacer, créeme.
—Pero, Ratón, estoy asustada. El relato de Fafhrd me ha infundido temor. Y también el tuyo... Oiré el ruido de ese bicho cabezón y negro raspando los postigos en cuanto te vayas. ¡Lo sé!
A Fafhrd le pareció que no tenía ningún miedo, sino que tan sólo le complacía hacerse la asustada y demostrar el poder que tenía sobre su amado.
—Querida mía —le dijo el Ratonero con un leve hipo—, está todo el Mar Interior, toda la Tierra de las Ocho Ciudades y, para postre, todas las Montañas de los Duendes en su inmensidad entre tú y los frígidos espectros de Fafhrd o —perdóname, camarada, pero podría ser— alucinaciones mezcladas con coincidencias. En cuanto a los animales de los brujos, ¡psé! Nunca ha habido en el mundo otra cosa que los repugnantes y muy naturales animales domésticos de las viejas hediondas y los viejos afeminados.
—La Anguila está a un paso, señora Ivrian —dijo Fafhrd—, y a vuestro lado está mi querida Vlana, la cual mató a mi principal enemigo arrojando esa daga que ahora lleva colgada al cinto.
Con una furibunda mirada a Fafhrd que no duró más que un abrir y cerrar los ojos, pero que decía: «¡Qué manera de tranquilizar a una muchacha asustada!», Vlana dijo alegremente:
—Deja que marchen los muy tontos, querida. Eso nos dará oportunidad para tener una conversación privada, durante la cual los despedazaremos, comentando desde su tendencia a embrutecerse con la bebida hasta esa inquietud que les impide quedarse tranquilamente en casa.
Así pues, Ivrian se dejó persuadir y el Ratonero y Fafhrd se escabulleron, cerrando en seguida la puerta tras ellos para evitar que entrara la negra niebla. Sus pasos más bien rápidos por las escaleras podían oírse desde el interior. Hubo débiles crujidos y gemidos de la antigua madera, pero ningún sonido que indicara otra rotura o paso en falso.
Mientras aguardaban que les subieran de la bodega los cuatro jarros, los dos nuevos camaradas pidieron una taza cada uno del mismo vino reforzado, u otro bastante parecido, y se metieron en el extremo menos ruidoso del largo mostrador, en la tumultuosa taberna. Diestramente, el Ratonero pateó a una rata que sacó su negra cabeza y su cuarto delantero por el agujero de su guarida.
Después de que se intercambiaran entusiastas cumplidos por sus respectivas mujeres, Fafhrd dijo tímidamente:
—Entre nosotros, crees que podría haber algo de verdad en la idea de tu dulce Ivrian de que la pequeña criatura oscura que acompañaba a Slivikin y el otro ladrón del Gremio era el animal de compañía de un brujo, o en cualquier caso el astuto animal doméstico de un hechicero, adiestrado para actuar como mensajero e informar de los desastres a su amo, a Krovas o a ambos?
El Ratonero emitió una risa ligera.
—Estás haciendo montañas de granos de arena, mi querido hermano bárbaro, espantajos carentes de lógica, si he de ser sincero. Inprimis, no sabemos con certeza que la bestezuela tuviera relación con los ladrones del Gremio. Puede que fuera un gato extraviado o una rata grande y audaz... ¡como esta condenada! —Y al decir esto dio otra patada contra el agujero—. Pero, secundas, concediendo que fuera la criatura de un mago empleado por Krovas, ¿cómo podría dar un informe útil? No creo que los animales puedan hablar... excepto los loros y esa clase de pájaros, que sólo pueden... hablar como tales loros, o los que tienen un complicado lenguaje de signos que los hombres pueden compartir. ¿O quizá imaginas a la bestezuela metiendo su garra acolchada en un entero y escribiendo su informe con grandes letras en un pergamino extendido sobre el suelo?
»¡Eh, el del mostrador! ¿Dónde están mis jarros? Las ratas se han comido al muchacho que fue a por ellos hace días? ¿O es que se ha muerto de hambre mientras los buscaba en la bodega? Bueno, dile que se dé más prisa y entretanto llena de nuevo nuestras tazas.
»No, Fafhrd, aun concediendo que la bestezuela fuese directa o indirectamente una criatura de Krovas y que corriera a la Casa de los Ladrones después de nuestra refriega, ¿qué podría decirles? Sólo que algo había salido mal en el asalto a casa de Jengao, lo cual, en cualquier caso, no tardarían en sospechar por la tardanza de los ladrones y matones en regresar.
Fafhrd frunció el ceño y musitó con testarudez:
—Pero ese animalejo peludo y furtivo podría informar de nuestra presencia a los maestros del Gremio, los cuales podrían reconocernos e ir a buscarnos y atacarnos en nuestros hogares. O bien Slivikin y su gordo compañero, recuperados de sus lesiones, podrían hacer lo mismo.
—Mi querido amigo —dijo el Ratonero en tono de condolencia—, rogando una vez más tu indulgencia, me temo que este potente vino está confundiendo tu ingenio. Si el Gremio conociera nuestro aspecto o dónde nos alojamos, hace días, semanas, qué digo, meses que nos habrían importunado con la intención de cortarnos el cuello. O quizá no sepas que la pena impuesta a los que trabajan por cuenta propia o se dedican a robos no asignados dentro de los muros de Lankhmar y para las tres ligas fuera de ellos, no es otra que la muerte, después de la tortura, si felizmente eso puede conseguirse.
—Sé todo eso y mi situación es peor incluso que la tuya —replicó Fafhrd, y tras rogar al Ratonero que guardara el secreto, le contó el relato de la venganza de Vlana contra el Gremio y sus sueños tremendamente serios de una venganza absoluta.
Mientras contaba esto llegaron los cuatro jarros de la bodega, pero el Ratonero pidió que les llenaran una vez más sus tazas de barro.
—Y así —concluyó Fafhrd—, a consecuencia de una promesa realizada por un muchacho enamorado y sin instrucción a una intrigante sureña del Yermo Frío, ahora que soy un hombre tranquilo y sobrio —bueno, en otras ocasiones— me veo aguijoneado continuamente para que luche contra un poder tan grande como el de Karstak Ovartamortes, pues como tal vez sepas el Gremio tiene delegados en todas las demás ciudades y poblaciones principales de este reino, por no mencionar los acuerdos que incluyen poderes de extradición con organizaciones de ladrones y bandidos en otros países. Quiero mucho a Vlana, no me interpretes mal, y ella misma es una experta ladrona, sin cuya guía difícilmente habría sobrevivido a mi primera semana en Lankhmar, pero en este único tema tiene una chifladura en el cerebro, un fuerte nudo que ni la lógica ni la persuasión pueden siquiera comenzar a aflojar. Y yo..., bueno, en el mes que llevo aquí he aprendido que la única manera de sobrevivir en la civilización es aceptar sus reglas no escritas, mucho más importantes que sus leyes cinceladas en piedra, y quebrarlas sólo en caso de peligro, con el más profundo secreto y tomando todas las precauciones, como he hecho esta noche... que por cierto no ha sido mi primer asalto.
—Ciertamente sería una locura asaltar directamente al Gremio —comentó el Ratonero—. En eso tu prudencia es perfecta. Si no puedes hacer que tu bella compañera abandone esa loca idea, o lograr con paciencia que la olvide —y puedo ver que es una mujer intrépida y porfiada— entonces debes negarte con firmeza a su más mínima solicitud en esa dirección.
—Desde luego ——convino Fafhrd, y añadió en un tono algo acusador—:aunque parece que le dijiste que habrías degollado de buen grado a los dos que dejamos sin sentido.
—¡Por mera cortesía, hombre! ¿Habrías preferido que no me mostrara amable con ella? Esto da la medida del valor que adjudicaba ya a tu benevolencia. Pero sólo el hombre de una mujer puede volverse contra ella, como debes hacer en este caso.
—Desde luego —repitió Fafhrd con gran intensidad y convicción. Sería un idiota si me enfrentara al Gremio. Naturalmente, si me capturan me matarán de todos modos por actuar por mi cuenta y dedicarme al asalto. Pero atacar caprichosamente al Gremio, matar sin necesidad a uno de sus ladrones... ¡eso es una locura!
—No sólo serías un idiota borracho y babeante, sino que sin duda alguna, al cabo de tres noches como mucho hederías a esa emperatriz de las enfermedades, la Muerte. Malignos ataques contra su persona, golpes dirigidos a la organización... el Gremio se venga haciendo a quienes le atacan diez veces lo que han hecho. Se cancelarían todos los robos planeados y otros delitos, y todo el poder del Gremio y sus aliados sería movilizado contra ti. Creo que tendrías más posibilidades enfrentándote solo a las huestes del Rey de Reyes que a los sutiles esbirros del Gremio de Ladrones. Por tu tamaño, fuerza e ingenio vales por un pelotón, o quizá por una compañía, pero no por todo un ejército. Por eso no debes asentir a lo que te diga Vlana sobre este asunto.
—¡De acuerdo! —dijo sonoramente Fafhrd, estrechando con una fuerza casi aplastante la mano nervuda del Ratonero.
—Y ahora debemos volver con las mujeres —dijo éste.
—Después de otro trago mientras nos hacen la cuenta. ¡Eh, muchacho!
—Me complace.
El Ratonero abrió su bolsa para pagar, pero Fafhrd protestó con vehemencia. Al final se jugaron a cara o cruz quién habría de pagar, ganó Fafhrd y con gran satisfacción hizo tintinear sus smerduks de plata sobre el sucio y abollado mostrador, marcado además por infinidad de círculos dejados por las tazas, como si en algún tiempo hubiera sido el escritorio de un geómetra loco. Se pusieron en pie y el Ratonero dio un último puntapié al agujero de la rata.
Entonces volvieron a presentarse los pensamientos de Fafhrd.
—De acuerdo en que la bestezuela no puede escribir con las garras o hablar con la boca o por medio de signos, pero aun así podría habernos seguido a distancia, observado nuestro alojamiento y luego regresado a la Casa de los Ladrones para dirigir a sus amos hacia nosotros, como un sabueso.
—Ahora vuelves a hablar con sensatez —dijo el Ratonero—. ¡Eh, chico, una jarra pequeña de cerveza para llevar! ¡En seguida! —Al ver la mirada de incomprensión de Fafhrd, le explicó—: La derramaré fuera de la Anguila para eliminar nuestro olor, y en todo el pasadizo. Sí, y también salpicaré con ella la parte superior de las paredes.
Fafhrd hizo un gesto de asentimiento.
—Creí que había bebido hasta volverme tonto.
Vlana e Ivrian estaban enfrascadas en una animada charla, y se sobresaltaron al oír las precipitadas pisadas escaleras arriba. Unos behemots al galope no habrían hecho más ruido. Los crujidos y gemidos de la madera eran prodigiosos, y se oyeron los ruidos de dos escalones rotos, pero las fuertes pisadas no se alteraron por ello. Se abrió la puerta y los dos hombres penetraron a través de la sombrilla de un gran hongo de niebla nocturna que quedó pulcramente separada de su negro tallo al cerrarse la puerta.
—Te dije que regresaríamos en seguida —gritó alegremente el Ratonero a Ivrian, mientras Fafhrd se adelantaba, sin hacer caso del suelo crujiente, y decía:
—Corazón mío, cuánto te he echado de menos.
Y alzó en brazos a Vlana a pesar de sus protestas y movimientos para liberarse, besándola y abrazándola con brío antes á de depositarla de nuevo sobre el sofá.
Curiosamente, era Ivrian la que parecía enfadada con Fafhrd, y no Vlana, la cual sonreía con afecto aunque algo aturdido.
—Fafhrd, señor—dijo con audacia, sus pequeños puños sobre las estrechas caderas, el mentón alto, los ojos relucientes—, mi querida Vlana me ha contado las cosas horrendas que le hizo el Gremio de los Ladrones, a ella y a sus mejores amigos. Perdona que hable con tanta franqueza a alguien que acabo de conocer, pero creo muy poco viril por tu parte que le niegues la justa venganza que desea y que merece plenamente. Y eso también va por ti, Ratón, que te jactaste ante Vlana de lo que habrías hecho de haberlo sabido. ¡Tú, que en un caso parecido no tuviste escrúpulo en matar a mi propio padre —o por tal reputado— a causa de sus crueldades!
Fafhrd comprendió con claridad que mientras había estado bebiendo ociosamente con el Ratonero Gris en la Anguila, Vlana había ofrecido a Ivrian una versión sin duda embellecida de sus agravios contra el Gremio y jugando sin piedad con las simpatías románticas e ingenuas de la muchacha y su alto concepto del amor caballeresco. También estaba claro que Ivrian se hallaba algo más que un poco borracha. Un frasco casi vacío de vino violeta de la lejana Kiraay permanecía en la mesa junto a ellas.
Sin embargo, no se le ocurrió nada que hacer salvo extender sus grandes manos en un gesto de impotencia y agachar la cabeza, más de lo que el techo bajo hacía necesario, bajo la mirada feroz de Ivrian, reforzada ahora por la de Vlana. Después de todo, tenían razón. Él había hecho aquella promesa.
Así pues, fue el Ratonero quien trató de contradecirla primero.
—Vamos, pequeña —exclamó mientras recorría la estancia, rellenando con seda más grietas para impedir la entrada de la espesa niebla, agitando y alimentando el fuego de la estufa—, y también vos, bella señora Vlana. Durante el mes pasado Fafhrd ha atacado a los ladrones del Gremio allá donde más les duele, en las bolsas que les cuelgan entre las piernas. Sus asaltos a los botines de sus robos han sido como otras tantas patadas en sus ingles. Duele más, créeme, que quitarles la vida con un rápido tajo de espada, casi indoloro, o una estocada. Y esta noche le he ayudado en su respetable propósito, y volvería a hacerlo de buen grado. Así que bebamos todos.
Con un diestro movimiento descorchó uno de los jarros, y se apresuró a llenar tazas y copas de plata.
—¡Una venganza de mercader! —replicó Ivrian con desdén, ni un ápice apaciguada, sino más bien enojada de nuevo—. Sé que los dos sois caballeros fieles y gentiles, a pesar de vuestra negligencia presente. ¡Como mínimo debéis traerle a Vlana la cabeza de Krovas!
—¿Y qué haría con ella? ¿De qué le serviría excepto para manchar las alfombras?
El Ratonero hizo estas preguntas en tono quejumbroso, mientras Fafhrd, que había recuperado el buen sentido, se arrodillaba y decía lentamente:
—Muy respetada señora Ivrian, es cierto que solemnemente prometí a mi amada Vlana que le ayudaría en su venganza, pero eso fue cuando me hallaba aún en el bárbaro Rincón Frío, donde la enemistad entre clanes es un lugar común, sancionado por la costumbre y aceptado por todos los clanes, tribus y hermandades de los salvajes nórdicos del Yermo Frío. En mi ingenuidad pensé en la venganza de Vlana como algo parecido. Pero aquí, en medio de la civilización, descubro que todo es diferente y que las reglas y costumbres están al revés. Sin embargo, tanto en Lankhmar como en el Rincón Frío, uno ha de aparentar que observa las reglas y las costumbres para sobrevivir. Aquí el dinero es todopoderoso, el ídolo situado en más alto lugar, tanto si uno suda, roba, aplasta a otros o practica toda clase de estratagemas para conseguirlo. Aquí la enemistad y la venganza están fuera de todas las reglas y se castigan peor que la locura violenta. Pensad, señora Ivrian, que si el Ratón y yo tuviéramos que traerle a Vlana la cabeza de Krovas, tendríamos que huir de Lankhmar al instante, perseguidos por todos sus hombres, mientras que vos perderíais con toda certeza este país de hadas que el Ratón ha creado por amor a vos y os veríais obligada a hacer lo mismo, a ser con él una mendiga en continua fuga durante el resto de vuestras vidas naturales.
Era un razonamiento elegantemente expresado... pero que no sirvió de nada. Mientras Fafhrd hablaba, Ivrian tomó su copa que acababan de llenarle otra vez y la apuró. Ahora estaba en pie, firme como un soldado, su rostro pálido ruborizado, y le dijo acerbamente a Fafhrd, arrodillado ante ella—
—¡Cuentas el coste! Me hablas de cosas —señaló el esplendor multicolor que la rodeaba— de simple propiedad, por costosa que sea, cuando lo que está en juego es el honor. Le diste a Vlana tu palabra. Oh, ¿es que ha muerto del todo la caballerosidad? Y eso se aplica también a ti, Ratón, pues has jurado que seccionarías las miserables gargantas de dos dañinos ladrones del gremio.
—No lo he jurado —objetó débilmente el Ratonero, tornando un trago largo—. Me limité a decir que lo habría hecho.
Fafhrd no pudo hacer más que volver a encogerse de hombros, mientras sentía que se le retorcían las entrañas, y procuró calmarse bebiendo de su taza de plata, pues Ivrian hablaba con los mismos tonos que le hacían sentirse culpable y utilizaba los mismos argumentos femeninos injustos pero que partían el corazón que podrían haber utilizado Mor, su madre, o Mara, su amor abandonado del Clan de la Nieve y esposa reconocida, que ahora tendría la panza hinchada con el hijo engendrado por él.
Vlana hizo un amable intento para sentar de nuevo a Ivrian en el sofá dorado.
—No te excites, querida —le rogó—. Has hablado con nobleza por mí y mi causa, y créeme, te estoy muy agradecida. Tus palabras han revivido en mí fuertes y magníficos sentimientos extinguidos durante muchos años. Pero de los aquí presentes, sólo tú eres una verdadera aristócrata a tono con las más altas propiedades. Nosotros tres no somos más que ladrones. ¿Es de extrañar que alguno considere la seguridad por encima del honor y el mantenimiento de la palabra dada y ente con la mayor prudencia arriesgar nuestras vidas? Sí, somos ladrones y tengo la mayoría de votos en contra. Así que, por favor, no hables más de honor y temeraria e intrépida valentía, sino que siéntate y...
—Quieres decir que temen desafiar al Gremio de los Ladrones, ¿verdad? —dijo Ivrian, con una expresión de odio en su rostro—. Siempre creí que mi Ratón era primero un hombre noble y en segundo lugar un ladrón. Robar no es nada. Mi padre vivía de los robos crueles perpetrados a ricos viajeros y vecinos menos poderosos que él, y sin embargo era un aristócrata.
¡Oh, qué cobardes sois los dos! ¡Miedosos! —terminó con una mirada de frío desprecio primero al Ratonero y luego a Fafhrd.
Este último no pudo soportarlo más. Se puso en pie, sonrojado, los puños apretados a cada lado, sin hacer caso de. su taza derribada ni el amenazante crujido que su súbita acción produjo en el suelo hundido.
—¡No soy un cobarde! —gritó—. Me arriesgaré a ir a la Casa de los Ladrones, cortaré la cabeza de tu Krovas y la arrojaré ensangrentada a los pies de Vlana. ¡Lo juro ante Kos, el dios de las condenas, por los huesos marrones de Nalgron, mi padre, y por su espada Varita Gris, que está aquí a mi lado!
Se dio una palmada en la cadera izquierda, no encontró nada allí salvo su túnica, y hubo de contentarse indicando con brazo tembloroso su cinto y espada envainada sobre su manto bien doblado. Entonces recogió su taza, volvió a llenarla y la apuró de un largo trago.
El Ratonero Gris empezó a reírse con grandes carcajadas.
Todos le miraron. Se acercó brincando a Fafhrd y, todavía sonriendo, le preguntó:
—¿Por qué no? ¿Quién habla de temer a los ladrones del Gremio? ¿A quién le trastorna la perspectiva de esta hazaña ridículamente fácil, cuando todos sabemos que esa gente, incluso Krovas y su camarilla no son más que pigmeos en mentalidad y destreza comparados conmigo o Fafhrd? Se me acaba de ocurrir una treta de maravillosa sencillez y totalmente segura para penetrar en la Casa de los Ladrones. El fuerte Fafhrd y yo la pondremos en efecto de inmediato. ¿Estás conmigo, norteño?
—Claro que lo estoy —respondió Fafhrd con rudeza, al tiempo que se preguntaba perplejo qué locura se había apoderado del pequeño individuo.
—¡Dame algunos latidos de corazón para recoger ciertas cosas imprescindibles y nos vamos! —exclamó el Ratonero.
De un estante cogió y desplegó un recio saco, y luego emprendió una actividad febril, reuniendo y guardando en el saco cuerdas enrolladas, vendas, trapos, frascos de ungüento, unturas y otras cosas curiosas.
—Pero no podéis ir esta noche —protestó Ivrian, pálida de repente y con la voz insegura—. No estáis... en condiciones para ir.
—Estáis borrachos —dijo Vlana ásperamente—, y de esa manera lo único que lograréis en la Casa de los Ladrones es que os maten. Fafhrd, ¿dónde está aquella maravillosa razón que empleaste para matar, o contemplar a sangre fría cómo morían un puñado de poderosos rivales y me conseguiste en Rincón Frío y en las heladas y embrujadas profundidades del cañón de los Duendes? ¡Recuérdalo! E infunde un poco en tu brincador amigo gris.
—Oh, no —le dijo Fafhrd mientras se abrochaba el cinto con la espada—. Querías la cabeza de Krovas a tus pies en un gran charco de sangre, y eso es lo que vas a tener, quieras o no!
—Tranquilízate, Fafhrd —intervino el Ratonero, el cual se detuvo de súbito y ató fuertemente el saco con sus cuerdas—. Y calmaos también, señora Vlana y mi querida princesa. Esta noche sólo pretendo realizar una expedición de reconocimiento, sin correr riesgos, en busca tan sólo de la información necesaria para planear nuestro golpe fatal mañana o pasado. Así que esta noche no habrá cortes de cabeza, ¿me oyes, Fafhrd? Pase lo que pase, chitón. Y ponte el manto con capucha.
Fafhrd se encogió de hombros, asintió y le obedeció.
Ivrian pareció algo aliviada. Y Vlana también, aunque dijo:
—De todos modos estáis borrachos.
—¡Tanto mejor! —le aseguró el Ratonero con una sonrisa desbordante—. La bebida puede hacer más lento el brazo del espadachín y suavizar un poco sus golpes, pero enciende su ingenio y su imaginación, y éstas son las cualidades que necesitaremos esta noche. Además —se apresuró a añadir, impidiéndole a Ivrian expresar alguna duda que estaba a punto de ofrecer—, ¡los hombres borrachos tienen una cautela suprema! ¿No habéis visto nunca a un beodo tambaleante erguirse y andar derecho de repente a la vista de un guardia?
—Sí, y caerse de bruces en cuanto lo ha dejado atrás —dijo Vlana.
—¡Bah! —se limitó a replicar el Ratonero, y echando atrás la cabeza se dirigió hacia ella a lo largo de una imaginaria línea recta, pero tropezó al instante y habría caído al suelo si no hubiera dado un increíble salto adelante y una voltereta, aterrizando suavemente —los dedos, tobillos y rodillas doblados en el momento preciso para absorber el impacto— delante de las mujeres. El suelo apenas se quejó.
—¿Lo veis? —les dijo, enderezándose; de pronto empezó a oscilar hacia atrás, tropezó con el cojín sobre el que estaba su manto y espada, pero con ágiles movimientos logró permanecer en pie y empezó a ataviarse rápidamente.
Escudándose en esta acción, Fafhrd, con disimulo pero también con rapidez, llenó una vez más su taza y la del Ratonero, pero Vlana lo observó y le dirigió una mirada tan furibunda que el muchacho dejó las tazas y el jarro descorchado, y luego, con gesto resignado, se apartó de las bebidas e hizo a Vlana una mueca de aceptación.
El Ratonero se echó el saco al hombro y abrió la puerta. Fafhrd se despidió de las mujeres agitando una mano pero sin decir palabra, y salió al porche diminuto. La niebla nocturna era tan espesa que casi se perdió de vista. El Ratonero agitó cuatro dedos en dirección a Ivrian y le dijo en voz baja: «Adiós, Ratilla». Entonces siguió a Fafhrd.
—Que tengáis buena suerte —gritó con vehemencia Vlana.
—Oh, Ratón, ten cuidado —dijo Ivrian, compungida.
El Ratonero, su figura ligera contra el fondo oscuro de la de Fafhrd, cerró en silencio la puerta.
Las muchachas se abrazaron al instante, esperando el inevitable crujido y gemido de las escaleras, pero no se producía. La niebla nocturna que había entrado en la estancia se disipó y aún no se había roto el silencio.
—¿Qué pueden estar haciendo ahí afuera? —susurró Ivrian—. ¿Planeando su acción?
Vlana frunció el ceño, meneó con impaciencia la cabeza y luego se separó de su compañera y se dirigió de puntillas a la puerta, la abrió, bajó en silencio algunos escalones, que crujieron lastimeramente, y regresó, cerrando la puerta tras ella.
—Se han ido —dijo en tono de asombro, los ojos muy abiertos, las manos un poco extendidas a cada lado, con las palmas hacia arriba.
—¡Estoy asustada! —susurró Ivrian y cruzó corriendo la estancia para abrazar a la muchacha más alta.
Vlana la abrazó con fuerza y luego liberó un brazo para echar los tres pesados cerrojos de la puerta.
En el Callejón de los Huesos, el Ratonero guardó en su bolsa la cuerda de nudos con la que había descendido desde el gancho de la lámpara.
—¿Qué te parece si pasamos un rato en la Anguila? —sugirió.
—¿Quieres decir que hagamos eso y les digamos a las chicas que hemos estado en la Casa de los Ladrones? —preguntó Fafhrd, no demasiado indignado.
—Oh, no —protestó el Ratonero—, pero te has dejado arriba la copa del estribo, y yo también.
Al pronunciar la palabra «estribo» miró sus botas de piel de rata y, agachándose, emprendió un breve galope circular, las suelas de sus botas golpeando suavemente en los adoquines. Agitó unas riendas imaginarias —«¡Hia, hia!»— y aceleró su galope, pero echándose hacia atrás tiró de las riendas para detenerse —«¡Sooo!»— cuando Fafhrd, con una sonrisa taimada sacó de su manto dos jarros llenos.
—Los escamoteé, por así decirlo, cuando dejé las tazas. Vlana ve mucho, pero no todo.
—Eres un individuo prudente y muy previsor, además detener cierta habilidad en el manejo de la espada —le dijo admirado el Ratonero—. Me enorgullezco de llamarte camarada.
Cada uno descorchó un jarro y bebió un buen trago. Luego el Ratonero tomó la delantera para ir hacia el oeste, y caminaron tambaleándose sólo un poco. Pero no llegaron a la calle de la Pacotilla, sino que giraron al norte y entraron en un callejón aún más estrecho y ruidoso.
—El patio de la Peste —dijo el Ratonero, y Fafhrd asintió.
Tras escudriñar el entorno, cruzaron la ancha y vacía calle de los Oficios y salieron de nuevo al patio de la Peste. Era extraño, pero la atmósfera estaba un poco más despejada. Al mirar hacia arriba vieron estrellas. Sin embargo, ningún viento soplaba del norte. El aire estaba totalmente inmóvil.
Preocupados como estaban por el proyecto que tenían entre manos y por la mera locomoción, algo difícil a causa de su borrachera, no miraron hacia atrás. Allí la niebla nocturna era más espesa que nunca. Un balcón que hubiera volado en círculo, muy alto, habría visto aquella negra niebla convergiendo de todas las partes de Lankhmar, de todos los puntos cardinales, del Mar Interior, del Gran Pantano Salado, de los campos de cereales surcados de acequias, del río Hlal... formando rápidos ríos y riachuelos negros, amontonándose, girando, arremolinándose, oscura y hedionda esencia de Lankhmar procedente de sus hierros de marcar, sus braseros, hogueras, fogatas, fuegos de cocina y calefacción, hornos, forjas, fábricas de cerveza, destilerías, innumerables fuegos consumidores de desperdicios y basuras, cubiles de alquimistas y brujos, crematorios, quemadores de carbón en montículos de turba, todos estos y muchos más... convergiendo en el Sendero Sombrío, en la Anguila de Plata y en la casa desvencijada que se alzaba tras ella, vacía excepto en el ático. Cuanto más se acercaba a aquel centro más densa se hacía la niebla, y de ella se desgajaban hebras arremolinadas y giratorios jirones que se aferraban a los ásperos cantos de piedra y cubrían los ladrillos como telarañas negras.
Pero el Ratonero y Fafhrd se limitaban a mirar asombrados las estrellas, preguntándose hasta qué punto la visibilidad mejorada aumentaría el riesgo de su indagación, y cautamente cruzaron la calle de los Pensadores, a la que los moralistas llamaban calle de los Ateos, siguiendo por el patio de la Peste hasta su bifurcación.
El Ratonero eligió el ramal izquierdo, que iba hacia el noroeste.
—El callejón de la Muerte.
Fafhrd asintió.
Tras una curva y un tramo en sentido opuesto, la calle de la Pacotilla apareció a unos treinta pasos de distancia. El Ratonero se detuvo en seguida y aplicó suavemente el brazo contra el pecho de Fafhrd.
Al otro lado de la calle de la Pacotilla se veía claramente un umbral ancho, bajo y abierto, enmarcado por mugrientos bloques de piedra. Conducían a él dos escalones ahuecados por siglos de pisadas. Una luz anaranjada amarillenta surgía de las antorchas agrupadas en el interior. No podían ver mucho de éste a causa del ángulo que hacía el callejón de la Muerte. Pero por lo que podían ver, no había portero o guardián alguno a la vista, nadie en absoluto, ni siquiera un perro atado con una cadena. El efecto era amedrentador.
—¿Ahora cómo entramos en ese condenado sitio? —preguntó Fafhrd con un áspero susurro—. Explora el callejón del Asesinato en busca de una ventana trasera que podamos forzar. Supongo que tienes palancas en ese saco. ¿O lo intentamos por el tejado? Ya sé que eres hombre de tejados. Enséñame ese arte. Yo conozco los árboles y las montañas, la nieve, el hielo y la roca desnuda. ¿Ves aquella pared?
Retrocedió unos pasos, a fin de tomar impulso para subir por la pared.
—Tranquilízate, Fafhrd —le dijo el Ratonero, manteniendo la mano contra el corpulento pecho del joven—. Tendremos el tejado en reserva, y también todas las paredes. Confío en que eres un maestro de la escalada. En cuando a la manera de entrar, caminaremos directamente a través de ese portal. —Frunció el ceño y añadió—: Más bien cojeando y con un bastón. Haré los preparativos. Vamos.
Mientras conducía al escéptico Fafhrd por el callejón de la Muerte hasta que toda la calle de la Pacotilla quedó fuera de su vista, la explicó:
—Fingiremos que somos mendigos, miembros de su gremio, que no es más que una filial del Gremio de los Ladrones y se alberga en la misma casa, o en cualquier caso informa a los Maestros Mendigos en la Casa de los Ladrones. Seremos nuevos miembros, que han salido de día, por lo que no es de esperar que el Maestro Mendigo de noche, como ningún vigilante nocturno conozcan nuestro aspecto.
—Pero no parecemos mendigos —protestó Fafhrd—. Los mendigos tienen lesiones horribles y miembros torcidos o que les faltan del todo.
—De eso precisamente voy a ocuparme ahora —dijo el Ratonero, riendo entre dientes, y desenvainó a Escalpelo.
Fafhrd dio un paso atrás y miró al Ratonero con alarma, pero éste contempló atentamente la larga cinta de acero y en seguida, con un gesto de satisfacción, desprendió del cinto la vaina de Escalpelo, forrada de piel de rata, envainó la espada y la envolvió, con empuñadura y todo, utilizando un rollo de venda ancha que extrajo del saco.
—¡Ya está! —dijo mientras ataba los extremos de la venda—. Ahora tengo un bastón.
—¿Qué es eso? —le preguntó Fafhrd—. ¿Y para qué?
—Para convertirme en ciego. —Dio unos cuantos pasos, golpeando los adoquines con la espada envuelta, cogiéndola por los arriaces o gavilanes, de modo que el puño y el pomo quedaban ocultos por la manga, y tanteando delante él con la otra mano—. ¿Te parece bien? —le preguntó a Fafhrd cuando se volvió.
—Me parece perfecto. Ciego como un murciélago, ¿eh?
—Oh, no te preocupes, Fafhrd... el trapo es de gasa y puedo ver a su través bastante bien. Además, no tengo que convencer a nadie dentro de la Casa de los Ladrones de que soy realmente ciego. La mayoría de los mendigos del Gremio se hacen pasar por tales, como debes saber. Pero ahora, ¿qué hacemos contigo? No puedes fingir también que eres ciego... Eso sería demasiado obvio y levantaría sospechas.
Descorchó el jarro y bebió en busca de inspiración. Fafhrd le imitó, por principio.
—¡Ya lo tengo! —exclamó el Ratonero, y chascó los labios—. Fafhrd, apóyate en la pierna derecha y dobla la izquierda por la rodilla hacia atrás. ¡Aguanta! ¡No te me caigas encima! ¡Largo de aquí! Pero sujétate en mi hombro. Está bien. Ahora levanta más el pie izquierdo. Disimularemos tu espada como la mía, a guisa de muleta... es más gruesa y parece adecuada. También puedes apoyarte con la otra mano sobre mi hombro, a medida que avanzas a saltos... ¡el cojo llevando al ciego, eso es siempre conmovedor, muy teatral! No, no sale bien... Tendré que atarla. Pero primero quítate la vaina.
Pronto el Ratonero hizo con Varita Gris y su vaina lo mismo que había hecho con Escalpelo, y ataba el tobillo izquierdo de Fafhrd al muslo, apretando cruelmente la cuerda, aunque los nervios de Fafhrd, anestesiados por el vino, apenas lo notaron. Equilibrándose con su muleta de acero, bebió de su jarro y reflexionó profundamente. Desde que se unió a Vlana le había interesado el teatro, y la atmósfera de la Casa de los Actores había incrementado aquel interés, por lo que le encantaba la perspectiva de representar un papel en la vida real. Pero por brillante que sin duda fuera el plan del Ratonero, parecía tener inconvenientes. Trató de formularlos.
—Ratonero, no acaba de gustarme esto de tener las espadas atadas, de modo que no podremos utilizarlas en caso de emergencia.
—Pero podemos usarlas como garrotes —replicó el Ratonero, el aliento silbando entre sus dientes mientras hacía el último nudo—. Además, tenemos los cuchillos. Mira, gira el cinto hasta que el cuchillo te quede a la espalda, bien oculto por el manto. Yo haré lo mismo con Garra de Gato. Los mendigos no llevan armas, por lo menos a la vista, y hemos de mantener la teatralidad en todos los detalles. Ahora deja de beber, que ya es suficiente. Yo sólo necesito un par de tragos más para llegar a mi mejor grado de excitación.
—Y tampoco estoy seguro de que me guste entrar cojeando en la guarida de los matones. Puedo saltar con una rapidez sorprendente, es cierto, pero no tan rápido como cuando corro. ¿Crees que es realmente prudente?
—Puedes soltarte en un instante —dijo el Ratonero con un atisbo de impaciencia y enojo—. ¿No estás dispuesto a hacer el menor sacrificio por el arte?
—Oh, muy bien —dijo Fafhrd, apurando su jarro y echándolo a un lado—. Sí, claro que lo estoy.
El Ratonero le inspeccionó críticamente.
—Tu aspecto es demasiado saludable. —Dio unos toques al rostro y las manos de Fafhrd con grasienta pintura gris y añadió unas arrugas oscuras—. Y tus ropas están demasiado limpias.
Recogió tierra mugrienta de entre los adoquines y manchó con ella la túnica de Fafhrd. Luego trató de hacerle algún desgarrón, pero el tejido resistió. Entonces se encogió de hombros y se metió el saco aligerado bajo el cinto.
—También tu aspecto es demasiado pulido —observó Fafhrd, y se agachó sobre la pierna derecha para recoger un buen puñado de basura, que contenía excrementos a juzgar por su tacto y olor. Irguiéndose con un potente esfuerzo, restregó la basura sobre el manto del Ratonero y también su jubón de seda gris.
El hombrecillo notó el olor y soltó una maldición, pero Fafhrd le recordó la «teatralidad».
—Es bueno que hedamos. Los mendigos huelen mal... esa es otra razón por la que la gente les da monedas: para librarse de ellos. Y nadie en la Casa de los Ladrones sentirá deseos de inspeccionarnos de cerca. Vayamos ahora, mientras siguen ardiendo nuestras hogueras interiores.
Y cogiendo al Ratonero por el hombro, se impulsó rápidamente hacia la calle de la Pacotilla, colocando la espada vendada entre adoquines, a buena distancia por delante de él, y dando saltos poderosos.
—Más despacio, idiota —le susurró el Ratonero, deslizándose junto a él casi con la velocidad de un patinador para mantenerse a su altura, mientras golpeaba el suelo con su bastón espada como un loco—. Se supone que un lisiado ha de ser débil... Eso es lo que provoca la compasión.
Fafhrd asintió prudentemente y redujo un poco su velocidad. El amenazante umbral desierto apareció de nuevo a la vista. El Ratonero inclinó su jarro para apurar el vino, bebió un poco y se atragantó. Fafhrd le arrebató el jarro, lo vació y lo arrojó por encima de su hombro. El recipiente se estrelló ruidosamente contra el suelo.
Saltando y arrastrando los pies, entraron en la calle de la Pacotilla, pero se detuvieron en seguida al ver a un hombre y una mujer ricamente ataviados. La riqueza del atuendo del hombre era sobria, y el individuo grueso y algo viejo, aunque de facciones fuertes. Sin duda era un mercader que pagaba dinero al Gremio de los Ladrones —una cuota de protección por lo menos— para circular por allí a aquellas horas.
La riqueza de la vestimenta femenina era llamativa, aunque no chillona; era bella y joven, y parecía aún más joven de lo que era. Casi con seguridad se trataba de una competente cortesana.
El hombre empezó a desviarse para pasar lejos de la ruidosa y sucia pareja, volviendo el rostro, pero la mujer se dirigió al Ratonero, la preocupación creciendo en sus ojos con la rapidez de una planta de invernadero.
—¡Oh, pobre muchacho! Ciego. Qué tragedia. Démosle algo, querido.
—Aléjate de esos hediondos, Misra, y sigue tu camino —replicó él, sus últimas palabras vibrantemente apagadas, pues se pinzaba la nariz.
Ella no replicó, pero introdujo una mano en su bolso blanco de armiño y depositó una moneda en la palma del Ratonero, cerrándole los dedos sobre ella. Luego le cogió la cabeza entre sus manos y le dio un rápido beso en los labios, antes de que su acompañante la arrastrara.
—Cuida bien del chiquillo, anciano —le dijo la mujer a Fafhrd, mientras su compañero gruñía apagados reproches, de los cuales sonó de modo inteligible «zorra pervertida».
El Ratonero miró la moneda que tenía en la palma y luego dirigió una larga mirada a su benefactora. En tono de asombro le susurró a Fafhrd:
—Mira. Oro. Una moneda de oro y la simpatía de una mujer bella. ¿Crees que deberíamos abandonar este aventurado proyecto y tomar la mendicidad como profesión?
—¡Y hasta la sodomía! —respondió Fafhrd con aspereza, molesto porque la bella le había llamado «anciano»—. ¡Sigamos adelante!
Subieron los dos escalones desgastados y cruzaron el umbral, sin que les pasara desapercibido el excepcional grosor de la pared. Delante había un corredor alto, recto, de techo alto, que finalizaba en una escalera y cuyas puertas derramaban luz a intervalos, a la que se añadía la iluminación de las antorchas colocadas en la pared.
Apenas habían cruzado el umbral cuando el frío acero heló el cuello y punzó un hombro de cada uno de ellos. Desde arriba, dos voces ordenaron al unísono:
—¡Alto!
Aunque enardecidos —y embriagados— por el vino fortificado, los dos tuvieron el buen sentido de detenerse y, con mucha cautela, alzaron la vista. Dos rostros enjutos, con cicatrices, de fealdad excepcional, ambos con un pañuelo chillón que les recogía el cabello hacia atrás, les miraban desde una hornacina grande y profunda, por encima del umbral, lo cual explicaba que fuera tan bajo. Dos brazos nervudos bajaron las espadas que todavía les rozaban.
—Salisteis con la hornada de mendigos del mediodía, ¿eh? —observó uno de ellos—. Bueno, será mejor que tengáis buenos ingresos para justificar tan gran retraso. El Maestro Mendigo nocturno está de permiso en la calle de las Prostitutas.
Informaréis a Krovas. ¡Dioses, qué mal oléis! Será mejor que os lavéis primero, o Krovas hará que os bañen con agua hirviendo. ¡Marchaos!
El Ratonero y Fafhrd avanzaron arrastrando los pies y cojeando, poniendo el máximo cuidado en parecer auténticos mendigos lisiados. Uno de los centinelas oculto en una hornacina les gritó cuando pasaron por debajo:
—¡Tranquilos, chicos! Aquí no tenéis que seguir fingiendo.
—La práctica le hace a uno perfecto —replicó el Ratonero con voz temblorosa, y los dedos de Fafhrd se hundieron en su hombro para advertirle.
Siguieron avanzando con un poco más de naturalidad, tanto como lo permitía la pierna atada de Fafhrd.
—Dioses, qué vida tan fácil tienen los mendigos del Gremio —observó el otro guardián a su compañero—. ¡Qué falta de disciplina y poca habilidad! ¡Perfecto! ¡No te fastidia! Hasta un niño podría ver lo que hay debajo de esos disfraces.
—Sin duda algunos niños pueden verlo —dijo su compañero—, pero sus queridos papás dejan caer una lágrima y una moneda o les dan una patada. Los adultos, embebidos por su trabajo y sus sueños, se vuelven ciegos, a menos que tengan una profesión como la de robar, que les permite ver las cosas tal como realmente son.
Resistiendo el impulso de reflexionar en esta sabia filosofía, y contentos por no haber tenido que pasar la inspección del astuto Maestro Mendigo —Fafhrd pensó que, en verdad, el Kos de la Condenación parecía llevarles directamente a Krovas y quizá la decapitación sería la orden de la noche— siguió andando vigilante y cautelosamente junto con el Ratonero. Entonces empezaron a oír voces, sobre todo breves y entrecortadas, y otros ruidos.
Pasaron por algunas puertas en las que hubieran querido detenerse, a fin de estudiar las actividades que se desarrollaban en el interior, pero sólo se atrevieron a avanzar un poco más despacio. Por suerte la mayor parte de los umbrales eran anchos y permitían una visión bastante completa.
Algunas de aquellas actividades eran muy interesantes. En una habitación adiestraban a muchachos para arrebatar bolsos y rajar monederos. Se acercaban por detrás a un instructor, y si éste oía ruido de pisadas o notaba el movimiento de la mano —o, peor, oía el tintineo de una falsa moneda al caer— les castigaba con unos azotes. Otros parecían entrenarse en tácticas de grupo: dar empellones, arrebatar por detrás, y pase rápido de los objetos robados a un compañero.
En otra estancia, de la que salían densos olores de metal y aceite, unos estudiantes de más edad realizaban prácticas de laboratorio en descerrajamiento de cerraduras. Un hombre de barba gris y manos pringosas, que ilustraba sus explicaciones desmontando pieza a pieza una complicada cerradura, les daba la lección. Otros parecían estar sometiendo a prueba su habilidad, velocidad y capacidad para trabajar sin hacer ruido... Sondeaban con finas ganzúas los ojos de las cerraduras en media docena de puertas, colocadas unas al lado de las otras en un tabique que no tenía más finalidad que aquella, mientras un supervisor que sostenía un reloj de arena les observaba atentamente.
En una tercera estancia, los ladrones comían ante largas mesas. Los aromas eran tentadores, hasta para hombres llenos de alcohol. El Gremio trataba bien a sus miembros.
En una cuarta habitación, el suelo estaba acolchado en parte, y se instruía a los alumnos en deslizamiento, esquivar, agacharse, caer, tropezar y otras formas de hacer inútil la persecución. Estos estudiantes también eran mayores. Una voz como la de un sargento gruñía:
—¡No, no, no! Así no os podríais escabullir de vuestra abuela paralítica. He dicho que os agachéis, no que hagáis una genuflexión al sagrado Aarth. A ver esta vez...
—Grif ha usado grasa —gritó un inspector.
—¿Ah, sí? ¡Un paso al frente, Grif! —replicó la voz gruñona, mientras el Ratonero y Fafhrd se apartaban con cierto pesar para que no pudieran verles, pues se dieron cuenta de que allí podrían aprender muchas cosas: trucos que podrían mantenerles útiles incluso en una noche como aquella—. ¡Escuchad todos vosotros! —siguió diciendo la voz imperiosa, tan fuerte que podían oírla aunque ya se habían alejado un buen trecho de allí—. La grasa puede ir muy bien para un trabajo nocturno, pero de día su brillo grita la profesión de quien la usa a todo Nehwon. Y, en cualquier caso, hace que el ladrón tenga un exceso de confianza en sí mismo. Se hace dependiente del pringue y luego, en un apuro, descubre que ha olvidado aplicársela. Además, su aroma puede traicionarle. Aquí trabajamos siempre con la piel seca... ¡salvo por el sudor natural!, como os dijimos a todos la primera noche. Agáchate, Grif. Cógete los tobillos. Endereza las rodillas.
Más azotes, seguidos por gritos de dolor, distantes ahora, puesto que el Ratonero y Fafhrd se hallaban ya a mitad de las escaleras, el último ascendiendo trabajosamente, aferrado a la barandilla y la espada vendada.
El segundo piso era una réplica del primero, pero mientras éste estaba vacío, el otro era lujoso. A lo largo del corredor alternaban las lámparas y los afiligranados recipientes de incienso colgantes del techo, difundiendo una luz suave y un olor aromático. Las paredes tenían ricos tapices y el suelo mullida alfombra. Pero aquel corredor también estaba desierto y, además, totalmente silencioso. Los dos amigos se miraron y avanzaron con resolución.
La primera puerta, abierta de par en par, mostraba una habitación desocupada, llena de percheros de los que colgaban ropas, ricas y sencillas, inmaculadas y sucias, así como pelucas en sus soportes, estantes con barbas y otros adminículos pilosos, así como varios espejos ante los que se alineaban unas mesitas llenas de cosméticos y con taburetes junto a ellas. Era claramente una sala para disfrazarse.
Tras mirar y escuchar a cada lado, el Ratonero entró corriendo para coger un gran frasco verde de la mesa más próxima, y salió con la misma celeridad. Lo destapó y olisqueó su contenido. Un olor rancio y dulzón a gardenia luchó con los acres vapores del vino. El Ratonero salpicó su pecho y el de Fafhrd con aquel dudoso perfume.
—Antídoto contra la mierda —le explicó con la seriedad de un médico, cerrando el frasco—. No vamos a permitir que Krovas nos despelleje con agua hirviendo. No, no, no.
Dos figuras aparecieron en el extremo del corredor y se dirigieron a ellos. El Ratonero ocultó el frasco bajo su manto, sujetándolo entre el codo y el costado, y luego él y Fafhrd siguieron adelante... Volverse levantaría sospechas.
Las tres puertas siguientes ante las que pasaron estaban cerradas por pesadas puertas. Cuando se acercaban a la quinta, las dos figuras que se aproximaban, cogidas del brazo, pero a grandes zancadas, moviéndose con más rapidez de lo que permitía la cojera y el arrastrar de pies, se hicieron claras. Vestían ropas de nobles, pero sus rostros eran de ladrones. Fruncían el ceño con indignación y suspicacia, a la vista del Ratonero y Fafhrd.
En aquel momento —procedente de algún lugar entre las dos pareas de hombres— una voz empezó a pronunciar palabras en una lengua extraña, utilizando el ritmo monótono y rápido de los sacerdotes en un servicio rutinario, de algunos brujos en sus encantamientos.
Los dos ladrones ricamente ataviados redujeron la rapidez de sus pasos al llegar a la séptima puerta y miraron adentro. Se detuvieron en seco. Sus cuellos se tensaron y sus ojos se abrieron con desmesura. Palidecieron visiblemente. Entonces, de súbito, siguieron su camino apresuradamente, casi corriendo, y pasaron por el lado de Fafhrd y el Ratonero como si éstos fuesen unos muebles. La monótona voz siguió martilleando su encantamiento.
La quinta puerta estaba cerrada, pero la sexta abierta. El Ratonero aplicó un ojo al resquicio, su mejilla rozando la jamba. Luego se asomó más y miró fascinado, subiéndose el trapo negro a la frente para poder ver mejor. Fafhrd se reunió con él.
Era una gran sala, vacía, hasta donde podía ver, de vida animal y humana, pero llena de cosas interesantes. Desde la altura de la rodilla hasta el techo, toda la pared del fondo era una mapa de la ciudad de Lankhmar y su entorno inmediato. Parecía que estaban pintados allí todos los edificios y calles, hasta el cuchitril más pequeño y el patio más estrecho. En muchos lugares había signo de recientes borraduras y nuevo dibujo, y aquí y allá había pequeños jeroglíficos coloreados de misterioso significado.
El suelo era de mármol, el techo azul como lapislázuli. De las paredes laterales colgaban innumerables cosas, mediante anillas y candados. Una estaba cubierta con toda suerte de herramientas de ladrón, desde una enorme y gruesa palanqueta que parecía como si pudiera desarzonar el universo, o al menos la puerta de la cámara del tesoro del señor supremo, hasta una varilla tan fina que podría ser la varita mágica de una reina de los duendes y designada al parecer para desplegarse y pescar desde lejos preciosos objetos de los zanquilargos tocadores con tablero de marfil pertenecientes a las señoras de alcurnia. De la otra pared colgaba toda clase de objetos pintorescos, con destellos de oro y joyas, sin duda escogidos por su extravagancia entre las piezas defectuosas de robos memorables, desde una máscara femenina de fino oro, de rasgos y contornos tan bellos que cortaba el aliento, pero con incrustaciones de rubíes que simulaban las erupciones de la viruela en su etapa febril, hasta un anillo cuya hoja estaba formada por diamantes en forma de cuña colocados unos al lado de otros y el filo diamantino parecía el de una navaja de afeitar.
Alrededor de la estancia había mesas con maquetas de viviendas y otros edificios, exactos hasta el último detalle, según parecía, pues tenían incluso los agujeros de ventilación bajo los canalones del tejado, el agujero de desagüe al nivel del suelo y las grietas de las paredes. Muchas estaban cortadas en sección parcial o total para mostrar la disposición de habitaciones, gabinetes, bóvedas de seguridad, puertas, corredores, pasadizos secretos, salidas de humos y ventilaciones con igual detalle.
En el centro de la estancia había una mesa redonda de ébano y cuadrados de marfil, alrededor de la cual había siete sillas de respaldo recto pero bien acolchado, una de ellas de cara al mapa y alejada del Ratonero y Fafhrd, con el respaldo más alto y brazos más anchos que las otras... una silla de jefe, probablemente la de Krovas.
El Ratonero avanzó de puntillas, irresistiblemente atraído, pero la mano izquierda de Fafhrd se cerró sobre su hombro como el mitón de hierro de una armadura mingola, obligándole a retroceder.
Mostrando su desaprobación con un fruncimiento de ceño, el norteño volvió a colocar el trapo negro sobre los ojos del Ratonero, y con la mano que sostenía la muleta le indicó que siguiera adelante; luego se puso en marcha con los saltos más cuidadosamente calculados y silenciosos. El Ratonero le siguió, encogiéndose de hombros, decepcionado.
En cuanto se alejaron de la puerta, pero antes de que se hubieran perdido de vista, una cabeza provista de una barba negra bien cuidada y con el pelo muy corto, apareció como la de una serpiente por un lado de la silla de respaldo más alto y miró las espaldas de los dos jóvenes con ojos profundamente hundidos pero brillantes. Luego, una mano larga y flexible como una serpiente siguió a la cabeza, cruzó los delgados labios con un dedo ofídico, haciendo una señal de silencio, y luego llamó con otro gesto a las dos parejas de hombres vestidos con túnicas oscuras que estaban a cada lado de la puerta, de espaldas a la pared del corredor, cada uno sujetando un cuchillo curvo en una mano y una porra de cuero oscuro, con punta de plomo en la otra.
Cuando Fafhrd estaba a medio camino de la séptima puerta, de la que seguía saliendo la monótona pero siniestra recitación, salió por ella un joven delgado de rostro blanco como la leche, las manos en la boca y una expresión de terror en los ojos, como si estuviera a punto de prorrumpir en gritos o vomitar, y con una escoba sujeta bajo un brazo, por lo que parecía un joven brujo a punto de emprender el vuelo. Pasó corriendo por el lado de Fafhrd y el Ratonero y se alejó. Sus rápidas pisadas sonaron amortiguadas en la alfombra y agudas y huecas en los escalones, antes de extinguirse.
Fafhrd miró al Ratonero con una mueca y se encogió de hombros. Luego se puso en cuclillas sobre una sola pierna hasta que la rodilla de su pierna atada tocó el suelo, y avanzó medio rostro por la jamba de la puerta. Al cabo de un rato, sin cambiar de posición, hizo una sena al Ratonero para que se aproximara. Este último asomó lentamente el rostro por la jamba, por encima del de Fafhrd.
Lo que vieron era una habitación algo más pequeña que la del gran mapa e iluminada por lámparas centrales que producían una luz azul blanca en vez del amarillo habitual. El suelo era de mármol, de colores oscuros y decorado con complejas espirales. De los muros colgaban cartas astrológicas y antropománticas e instrumentos de magia, y sobre unos estantes había jarros de porcelana con inscripciones crípticas, frascos de vidrio y tubos de cristal de las formas más extrañas, algunos llenos de fluidos coloreados, pero muchos de ellos vacíos y relucientes. Al pie de las paredes, donde las sombras eran más espesas, había materiales rotos y desechados, formando un montón irregular, como si los hubieran apartado para que no molestaran, y en algunos lugares se abrían grandes agujeros de ratas.
En el centro de la habitación, cuya brillante iluminación contrastaba con la oscuridad de la periferia, había una larga mesa con un grueso tablero y muchas patas macizas. El Ratonero pensó por un instante en un centípedo y luego en el mostrador de la Anguila, pues la superficie del tablero estaba muy manchada y llena de muescas a causa de muchos derrames de elixires, y mostraba numerosas quemaduras profundas y negras debidas al fuego, el ácido o ambas cosas.
En medio de la mesa funcionaba un alambique. La llama de la lámpara —ésta de un azul intenso— mantenía en ebullición dentro de la gran retorta de cristal un líquido oscuro y viscoso con algunos destellos diamantinos. De la espesa materia hirviente surgían hebras de un vapor más oscuro que pasaba por la estrecha boca de la retorta, manchada la transparente cabeza —curiosamente con un brillante escarlata— y luego, de nuevo muy negro, pasaba a la estrecha tubería que salía de la cabeza y comunicaba con un receptor esférico de cristal, más grande incluso que la retorta, donde se rizaban y oscilaban como otras tantas espirales de negro cordón en movimiento... una delgada e interminable serpiente de ébano.
Tras el extremo izquierdo de la mesa se hallaba un hombre alto pero jorobado, vestido con túnica y capucha que ensombrecía más que ocultaba un rostro cuyos rasgos más prominentes eran la nariz larga, gruesa y puntiaguda y la boca sobresaliente, sin apenas mentón. Su cutis era gris cetrino, como arcilla, y una barba corta, crujiente y gris crecía en sus anchas mejillas. Bajo la frente huidiza y las pobladas cejas grises, unos ojos muy anchos miraban con atención un pergamino que el tiempo había vuelto pardo, cuyas desagradables manos, como porras pequeñas, los nudillos grandes, los dorsos grises, enrollaba y desenrollaba sin cesar. El único movimiento de sus ojos, aparte de la breve mirada de un lado a otro mientras leía las líneas que entonaba rápidamente, era en ocasiones una mirada lateral al alambique.
En el otro extremo de la mesa, los ojos pequeños, como cuentas, mirando de un modo alterno al brujo y el alambique, se agazapaba una pequeña bestia negra, cuyo primer atisbo hizo que Fafhrd hundiera dolorosamente los dedos en el hombro del Ratonero, y éste casi gritó, no de dolor. El animal era como una rata, pero tenía la frente más alta y los ojos más juntos que los de un roedor, mientras que sus patas delanteras, que se frotaba sin cesar con lo que parecía un júbilo incansable, parecían copias en miniatura de las manos macizas del brujo.
De un modo simultáneo pero independiente, Fafhrd y el Ratonero tuvieron la certeza de que se trataba de la bestia que había escoltado por el arroyo a Slivikin y su compinche y que luego huyó, y ambos recordaron lo que Ivrian había dicho acerca del animal de compañía de un brujo y la posibilidad de que Krovas empleara a uno de éstos.
La fealdad del hombre y la bestia, y entre ellos el serpenteante vapor negro que se retorcía en el gran receptor y la cabeza, como un cordón umbilical negro, constituían una visión horrenda. Y las similitudes, salvo por el tamaño, entre ambas criaturas eran aún más inquietantes en sus implicaciones.
El ritmo del encantamiento se aceleró, las llamas azules y blancas brillaron y sisearon audiblemente, el fluido en la retorta se hizo espeso como lava, se formaron grandes burbujas que se quebraron sonoramente, la cuerda negra en el receptor se retorció como un nido de serpientes; hubo una sensación creciente de presencias invisibles, la tensión sobrenatural aumentó hasta hacerse casi insoportable, y Fafhrd y el Ratonero tuvieron una gran dificultad para guardar silencio, pues no podían controlar su entrecortada respiración, y temían que los latidos de su corazón pudieran oírse a codos de distancia.
El encantamiento llegó abruptamente a su auge y se desvaneció, como un redoble muy fuerte de tambor silenciado al instante por la palma y los dedos contra el parche. Con un brillante destello y una explosión sorda, innumerables grietas aparecieron en la retorta; su cristal se volvió blanco y opaco, pero no se quebró ni dejó salir el líquido. La cabeza se elevó un palmo, permaneció un momento suspendida y cayó hacia atrás. Entretanto dos lazos negros aparecieron entre las espirales del receptor y de repente se estrecharon hasta que fueron sólo dos grandes nudos negros.
El brujo sonrió, enrollando el extremo del pergamino, y su mirada pasó del receptor a su animalillo, el cual chillaba y daba alegres saltos.
—¡Silencio, Slivikin! Ya te llega el turno de correr, esforzarte y sudar —dijo el brujo, hablando en lankhmarés macarrónico, pero con tal rapidez y una voz tan aguda que Fafhrd y el Ratonero apenas podían seguirle. No obstante, ambos se dieron cuenta de que habían confundido por completo la identidad de Slivikin. En un momento de apuro, el ladrón gordo había llamado a la bestia brujeril, en vez de a su compañero humano, para que acudiera en su ayuda.
—Sí, amo —respondió Slivikin con voz chillona y no menos claramente, haciendo que un instante el Ratonero tuviera que revisar sus opiniones acerca del habla de los animales. Y en el mismo tono aflautado y servil añadió—: Te escucho obedientemente, Hristomilo.
Ahora conocían también el nombre del hechicero. El cual, con agudos chillidos, como latigazos, ordenó:
—¡Al trabajo que te he indicado! ¡Procura convocar un número suficiente de comensales! Quiero los cuerpos descarnados hasta que queden los esqueletos, de modo que las lesiones de la niebla encantada y toda evidencia de muerte por asfixia se desvanezcan por completo. ¡Pero no olvides el botín! ¡Ahora parte para tu misión!
Slivikin, que a cada orden había inclinado la cabeza de un modo que recordaba su manera de saltar, gritó ahora:
—¡Haré que así sea!
Y como un rayo gris saltó al suelo y desapareció por un negro agujero de ratas.
Hristomilo se frotó sus repugnantes manos de un modo muy similar al de Slivikin y gritó jovialmente:
—¡Lo que Slevyas perdió, mi magia lo ha recuperado!
Fafhrd y el Ratonero se retiraron de la puerta, en parte porque pensaron que como el encantamiento, el alambique y el animalejo de Hristomilo ya no requerirían toda su atención, seguramente alzaría la vista y los descubriría; y en parte por la repugnancia que les producía lo que habían visto y oído. Sentían una viva aunque inútil piedad por Slevyas, quienquiera que fuese, y por las demás víctimas desconocidas de los mortales encantamientos del brujo de aspecto ratonil y seguramente relacionado con las ratas, pobres desconocidos ya muertos y condenados a que les separasen la carne de los huesos.
Fafhrd arrebató al Ratonero la botella verde y, casi experimentando arcadas por el hedor a flores podridas, tomó un largo trago. El Ratonero no se atrevió a hacer lo mismo, pero le confortaron los vapores de vino que inhaló durante esta escena.
Entonces vio, más allá de Fafhrd, en el umbral de la sala del mapa, a un hombre ricamente ataviado con un cuchillo de empuñadura dorada en una vaina recamada con pedrería al costado. Su rostro, de ojos hundidos, mostraba las arrugas prematuras de la responsabilidad, el exceso de trabajo y la autoridad, con el cabello negro muy corto y una pulcra barba. Sonriendo, les hizo una seña en silencio para que se aproximaran. El Ratonero y Fafhrd obedecieron, el último devolviendo la botella verde al primero, el cual la cerró de nuevo y la guardó bajo el brazo izquierdo con bien disimulada irritación.
Los dos supusieron que quien les llamaba era Krovas, el Gran Maestre del Gremio. Una vez más, mientras avanzaba desgarbadamente, tambaleándose y eructando, Fafhrd se maravilló de cómo Kos o los Hados les dirigían aquella noche a su objetivo. El Ratonero, más alerta y también más aprensivo, recordó que los guardianes de las hornacinas les habían dicho que se presentaran a Krovas, por lo que la situación, si no se desarrollaba del todo de acuerdo con sus nebulosos planes, no era todavía catastrófica.
Pero ni siquiera su agudeza ni los instintos primitivos de Fafhrd les previno mientras seguían a Krovas a la sala del mapa.
Apenas habían entrado cuando un par de rufianes cogieron por los hombros a cada uno de ellos, amenazándoles con cachiporras, a las que se añadían los cuchillos que colgaban de sus cintos.
Los dos jóvenes juzgaron que lo más prudente era no ofrecer resistencia, al menos en aquella ocasión, confirmando lo que el Ratonero había dicho sobre la suprema precaución de los borrachos.
—Todo seguro, Gran Maestre —dijo bruscamente uno de los rufianes.
Krovas hizo girar la silla de respaldo más alto y se sentó, mirándoles con frialdad pero inquisitivamente.
—¿Qué trae a dos hediondos y borrachos mendigos del Gremio al recinto prohibido del mando supremo? —les preguntó en tono sosegado.
El Ratonero sintió que un sudor de alivio perlaba su frente. Los disfraces que con tal brillantez había concebido seguían sirviendo, convenciendo incluso al jefe supremo, aunque había percibido la borrachera de Fafhrd. Reanudando sus ademanes de ciego, dijo con voz temblorosa:
—El guardián que está sobre la puerta en la calle de la Pacotilla nos instruyó para que nos presentáramos a ti en persona, gran Krovas, pues el Maestro Mendigo nocturno está de permiso por razones de higiene sexual. ¡Hoy hemos conseguido una buena ganancia!
Y manoseando en su bolsa, ignorando en la medida de lo posible la fuerte presa en sus hombros, sacó la moneda de oro que le había dado la cortesana sentimental y la mostró con mano temblorosa.
—Ahórrame tu inexperta actuación —le dijo severamente Krovas—. No soy uno de tus primos. Y quítate ese trapo de los ojos.
El Ratonero obedeció y volvió a ponerse tan firme como le permitía la manaza que le sujetaba por el hombro, sonriendo con una despreocupación más aparente a causa de despertar de sus incertidumbres. Era de suponer que no se comportaba con tanta brillantez como había creído.
Krovas se inclinó hacia adelante y le dijo con placidez, aunque perforándole con la mirada:
—De acuerdo con que os ordenaron eso... y muy mal hecho, por cierto. ¡El guardián de la puerta pagará por su estupidez! Pero, ¿por qué estabais espiando en una sala más allá de ésta cuando os descubrí?
—Vimos que unos valientes ladrones huían de esa habitación —respondió el Ratonero sin vacilar—. Temiendo que algún peligro amenazase al Gremio, mi camarada y yo investigamos, dispuestos a frustrarlo.
—Pero lo que vimos y oímos sólo nos llenó de perplejidad, gran señor —añadió Fafhrd con toda naturalidad.
—No te he preguntado a ti, idiota. Habla cuando te hablen —le espetó Krovas. Y, dirigiéndose al Ratonero—: Eres un bellaco petulante, demasiado presuntuoso para tu rango.
De súbito el Ratonero decidió que más insolencia, en lugar de servilismo, era lo que requería la situación.
—Así es, señor —dijo presumidamente—. Por ejemplo, tengo un plan maestro por medio del cual vos y vuestro Gremio podríais ganar más riqueza y poder en tres meses de lo que tus predecesores han conseguido en tres milenios.
El rostro de Krovas se ensombreció.
—¡Muchacho! —llamó. A través de las cortinas de una puerta interior, un joven con el cutis moreno de un kleshita y vestido sólo con un taparrabos negro salió en seguida y se arrodilló ante Krovas, quien le ordenó—: ¡Convoca primero a mi brujo y luego a los ladrones Slevyas y Fissif!
Dicho esto, el joven moreno se escabulló a toda prisa por el corredor.
Entonces el rostro de Krovas recuperó su palidez normal, se recostó en su gran sillón, apoyó levemente. sus brazos musculosos en los acolchados del sillón y, con una sonrisa en los labios, se dirigió al Ratonero:
—Di lo que tengas que decir. Revélanos tu plan maestro.
Obligando a su mente a no centrarse en la sorprendente noticia de que Slevyas no era víctima sino ladrón y no muerto por medio de brujería sino vivo y disponible —¿por qué le quería Krovas ahora?—, el Ratonero echó la cabeza atrás e imprimiendo a sus labios un leve ademán despectivo, empezó:
—Puedes reírte alegremente de mí, Gran Maestre, pero te garantizo que en menos de veinte latidos de corazón escucharás con toda seriedad mi última palabra. Igual que el rayo, el ingenio puede recaer en cualquier parte, y los mejores de vosotros en Lankhmar habéis considerado desde antiguo como puntos débiles, por falta de conocimientos, cosas que son evidentes para los que hemos nacido en otras tierras. Mi plan maestro no es sino éste: deja que el Gremio de los Ladrones bajo tu autocracia de hierro se haga con el poder supremo en Lankhmar, primero en la ciudad y luego en toda la región, y a continuación en todo el reino de Nehwon, después de lo cual, ¡quién sabe qué reinos no soñados conocerían tu soberanía!
El Ratonero había dicho la verdad en un aspecto: Krovas ya no sonreía. Se inclinaba un poco adelante y su rostro se había ensombrecido de nuevo, pero era demasiado pronto para saber si se debía al interés o la cólera.
El Ratonero continuó:
—Durante siglos el Gremio ha tenido más fuerza e inteligencia de las necesarias para dar un golpe de Estado cuyo éxito tendría una certeza de nueve dedos sobre diez. Hoy no existe un solo pelo de posibilidad en una hirsuta cabeza de fracaso. El mismo estado de las cosas pide que los ladrones gobiernen a los demás hombres. Toda la Naturaleza clama por ello. No es necesario matar al viejo Karstak Ovartamortes, sino simplemente sojuzgarlo, controlarlo y gobernar a través de él. Ya has colocado informadores en toda casa noble o rica. Tu guarnición es mejor que la del Rey de Reyes. Tienes una fuerza de choque mercenaria permantemente movilizada, si tuvieras necesidad de ello, en la Hermandad de los Asesinos. Nosotros, los mendigos del Gremio, somos tus forrajeadores. Oh, gran Krovas, las multitudes saben que el latrocinio rige a Nehwon, qué digo, al universo, ¡más aún, la morada de los dioses más altos! Y las multitudes aceptan esto, sólo repudian la hipocresía de la situación presente, el fingimiento de que las cosas son de otra manera. ¡Oh, gran Krovas, satisface su respetable deseo! Haz que las cosas sean abiertas, sin tapujos y sinceras, con los ladrones gobernando nominalmente tanto como de hecho.
El Ratonero habló con pasión, creyendo por el momento todo lo que decía, incluso las contradicciones. Los cuatro rufianes le miraban boquiabierto, maravillados y con no poco temor. Aflojaron sus presas tanto en él como en Fafhrd.
Pero reclinándose de nuevo en su gran sillón, con una sonrisa tenue y amenazante, Krovas dijo fríamente:
—En nuestro Gremio la intoxicación no es excusa para la locura, sino más bien la base para el castigo más extremo. Sin embargo, estoy bien al corriente de que los mendigos organizados operáis bajo una disciplina más laxa. Por ello me dignaré explicarte, diminuto soñador borracho, que los ladrones sabemos muy bien que, entre bambalinas, gobernamos ya en Lankhmar, Nehwon, toda la vida en realidad... pues, ¿qué es la vida sino codicia en acción? Pero hacer de esto algo abierto no sólo nos obligaría a cargarnos con diez mil clases de trabajos penosos que ahora otros hacen por nosotros, sino que también iría contra otra de las leyes profundas de la Naturaleza: la ilusión. ¿Acaso te muestra su cocina el buhonero de confituras? ¿Es que una ramera deja que un cliente normal la contemple mientras se disimula las arrugas con esmalte o se alza los senos caídos con astutos cabestrillos de gasa? ¿Acaso un prestidigitador te muestra sus bolsillos ocultos? La Naturaleza funciona con medios sutiles y secretos —la semilla invisible del hombre, la mordedura de la araña, las también invisibles esporas de la locura y la muerte, piedras que nacen en las desconocidas entrañas de la tierra, las estrellas silenciosas que se arrastran por el cielo— y los ladrones la imitamos.
—He ahí una poesía bastante buena, señor —respondió Fafhrd con un matiz de airado escarnio, pues le había impresionado en gran manera el plan maestro del Ratonero y le sulfuraba que Krovas insultara a su nuevo amigo rechazándolo tan a la ligera—. La monarquía de salón puede funcionar bastante bien en tiempos fáciles, pero —hizo una pausa histriónica—
¿servirá cuando el Gremio de los Ladrones se enfrente con un enemigo decidido a eliminarlos para siempre, una maquinación para borrarlo totalmente de la tierra?.
—¿Qué cháchara de borracho es ésta? —inquirió Krovas, enderezándose en su asiento—. ¿Qué maquinación?
—Una de lo más secreto —respondió Fafhrd sonriendo, encantado de pagar a aquel hombre altivo en su propia moneda y considerando muy justo que el rey de los ladrones sudara un poco antes de cortarle la cabeza para satisfacción de Vlana—. No sé nada de él, excepto que muchos ladrones maestros están señalados para caer bajo el cuchillo... ¡y tu cabeza está condenada a rodar!
Fafhrd se limitó a hacer un gesto despectivo y se cruzó de brazos, pues se lo permitió la presa todavía laxa de sus captores, su espada—muleta, que sostenía ligeramente, colgada contra su cuerpo. Luego frunció el ceño, pues de repente sintió un dolor punzante en su pierna izquierda, atada y entumecida, a la que había olvidado desde hacía cierto tiempo.
Krovas alzó un puño cerrado y él mismo se incorporó a medias, preludio de alguna orden temible... como la de que torturasen a Fafhrd, y el Ratonero intervino apresuradamente:
—Les llaman los Siete Secretos... Son sus cabecillas. Nadie en los círculos externos de la conspiración conoce sus nombres, pero se rumorea que son ladrones renegados del Gremio, y cada uno representa a una de las ciudades de Oool Hrusp, Kvarch Nar, Ilthmar, Horborixen, Tisilinilit, la lejana Kiraay y la misma Lankhmar. Se cree que reciben dinero de los mercaderes de Oriente, los sacerdotes de Wan, los brujos de las Estepas y también la mitad de los jefes mingoles, el legendario Quarmall, los Asesinos de Aarth en Sarheenmar y hasta el mismísimo Rey de Reyes.
A pesar de las observaciones despreciativas y luego enojadas de Krovas, los rufianes que sujetaban al Ratonero siguieron escuchando a su cautivo con interés y respeto, y no volvieron a apretarle los hombros. Sus pintorescas revelaciones y la forma melodramática de efectuarlas les retenía, mientras que apenas reparaban en las observaciones secas, cínicas y filosóficas de Krovas.
Entonces Hristomilo entró deslizándose en la estancia. Era de presumir que sus pies daban unos pasos rápidos pero muy cortos; en todo caso, su túnica negra colgaba inalterada por el suelo de mármol, a pesar de la velocidad con que se deslizaba.
Cuando entró se produjo una conmoción. Todas las miradas en la sala de mapas le siguieron, las respiraciones se detuvieron, y el Ratonero y Fafhrd notaron que las manos callosas que les sujetaban estaban temblando un poco. Incluso la expresión de absoluta confianza y seguridad en sí mismo de Krovas se hizo tensa y cautelosamente inquieta. Estaba claro que sentían más temor que afecto por el brujo del Gremio de los Ladrones, tanto el jefe que le empleaba como los beneficiarios de sus habilidades.
Ajeno, al menos externamente, a la reacción que provocaba su presencia, Hristomilo, sonriendo con sus delgados labios, se detuvo cerca de un lado de Krovas e inclinó su rostro de roedor ensombrecido por la capucha, con una reverencia espectral.
Krovas alzó la mano hacia el Ratonero, ordenándole silencio. Entonces, humedeciéndose los labios, le preguntó a Hristomilo con severidad pero aun así con nerviosismo:
—¿Conoces a estos dos?
El brujo asintió sin vacilar.
—Me han estado observando perplejos mientras me dedicaba a ese asunto del que hablamos. Les habría echado, informando sobre ellos, pero esa acción podría haber roto mi encantamiento, retrasar mis palabras con respecto a la acción del alambique. Uno es nórdico, los rasgos del otro tienen algo de meridional... de Tovilyis o cerca de ahí, lo más probable. Ambos son más jóvenes de lo que aparentan. Diría que son matones por cuenta propia, como los que contrata la Hermandad cuando tienen a la vez varios trabaos de custodia y escolta. Y ahora, desde luego, torpemente disfrazados de mendigos.
Fafhrd mediante bostezos y el Ratonero meneando la cabeza con una expresión de lástima, intentaron transmitir que todas estas suposiciones eran incorrectas.
—Eso es todo lo que puedo decir sin leer sus mentes —concluyó Hristomilo—. ¿Debo ir en busca de mis luces y espejos?
—Aún no. —Krovas volvió el rostro y apuntó con un dedo al Ratonero—. ¿Cómo sabes esas cosas de las que hablas... ? Los Siete Secretos y todo eso. Ahora quiero las respuestas más simples, no baladronadas.
El Ratonero replicó con la mayor desenvoltura:
—Hay una nueva cortesana que vive en la calle de los Alcahuetes... Se llama Tyarya y es alta, bella, pero jorobada, lo cual, curiosamente, deleita a muchos de sus clientes. Ahora Tyarya me quiere, porque mis ojos tullidos hacen juego con su columna torcida, o por lástima de mi ceguera —ella lo cree y mi juventud, o por una extraña comezón, como la de sus clientes por ella, que esa combinación despierta en su carne.
»Ahora uno de sus patronos, un mercader recién llegado de Klelg Nar —se llama Mourph— está impresionado por mi inteligencia, fuerza, audacia y discreto tacto, y esas mismas cualidades también en mi camarada. Mourph nos sondeó, preguntando finalmente si odiábamos al Gremio de los Ladrones por su control del Gremio de los Mendigos. Percibiendo una oportunidad de ayudar al Gremio, le seguimos la corriente, y hace una semana nos reclutó para formar una célula de tres en la franja más externa de la red conspiradora de los Siete.
—¿Te atreviste a hacer todo esto por tu propia cuenta? —preguntó Krovas en tono glacial, enderezándose y apretando los brazos del sillón.
—Oh, no —negó el Ratonero candorosamente—. Informamos de nuestras acciones al Maestro Mendigo diurno, el cual las aprobó, nos dijo que espiáramos lo mejor que pudiéramos y recogiésemos toda la información y los rumores que pudiésemos acerca de la conspiración de los Siete.
—¡Y él no me dijo ni una palabra al respecto! —exclamó bruscamente Krovas—. ¡Si es cierto, haré que la cabeza de Bannat ruede por esto! Pero estás mintiendo, ¿no es así?
Mientras el Ratonero miraba a Krovas con expresión herida, al tiempo que preparaba una virtuosa negativa, un hombre corpulento pasó cojeando por delante del umbral, con la ayuda de un bastón dorado. Se movía con silencio y aplomo. Pero Krovas le vio.
—¡Maestro Mendigo nocturno! —le llamó vivamente. El cojo se detuvo, se volvió, y cruzó majestuosamente la puerta. Krovas señaló con un dedo al Ratonero y luego a Fafhrd—. ¿Conoces a estos dos, Flim?
Sin apresurarse, el Maestro Mendigo nocturno estudió a los dos jóvenes durante un rato, y luego meneó la cabeza con su turbante de paño dorado.
—Nunca los había visto. ¿Qué son? ¿Mendigos soplones?
—Pero Flim no puede conocernos —explicó el Ratonero desesperadamente, sintiendo que todo se derrumbaba sobre él y Fafhrd—. Todos nuestros contactos eran sólo con Bannat.
—Bannat está en cama con la fiebre del pantano desde hace diez días —dijo calmosamente Flim—. Entretanto, yo he sido Maestro Mendigo diurno tanto como nocturno.
En aquel momento Slevyas y Fissif aparecieron apresuradamente detrás de Flim. El ladrón alto presentaba una hinchazón azulada en la mandíbula. El ladrón gordo tenía la cabeza vendada por encima de los ojos inquietos. Este último señaló en seguida a Fafhrd y el Ratonero y exclamó:
—Estos son los dos que nos golpearon, nos quitaron el botín de Jengao y mataron a nuestra escolta.
El Ratonero levantó el codo y la botella verde se hizo añicos a sus pies, sobre el duro mármol. Un olor a gardenia se difundió rápidamente por el aire.
Pero con más rapidez aún, el Ratonero, librándose de sus guardianes descuidados y sorprendidos, se lanzó hacia Krovas, blandiendo su espada vendada. Si pudiera vencer al Rey de los Ladrones y aplicarle Garra de Gato a la garganta, podría hacer un trato por su vida y la de Fafhrd. Esto es, a menos que los demás ladrones quisieran la muerte de su amo, lo cual no le sorprendería en absoluto.
Con asombrosa celeridad, Flim arrojó su bastón dorado, que alcanzó las piernas del Ratonero y le hizo dar una voltereta, tratando de cambiar su salto mortal involuntario por otro voluntario.
Entretanto, Fafhrd se debatió hasta zafarse de su captor de la izquierda, al tiempo que imprimía un fuerte movimiento hacia arriba a la vendada Varita Gris para golpear al captor de la derecha en la mandíbula. Recuperando su equilibrio sobre una sola pierna con una poderosa contorsión, se dirigió cojeando a la pared de la que colgaban los botines, detrás de él.
Slevyas fue a la pared donde colgaban los instrumentos de hurto, y con un esfuerzo tremendo arrancó de su anilla con candado la gran palanqueta.
Poniéndose en pie tras un mal aterrizaje ante el sillón de Krovas, el Ratonero lo encontró vacío y al Rey de los Ladrones semiagachado detrás de él, empuñando una daga de mango dorado, con una fría expresión asesina en los ojos hundidos. Giró sobre sus talones y vio a los guardianes de Fafhrd en el suelo, uno tendido sin sentido y el otro empezando a incorporarse, mientras el gran norteño, la espalda contra la pared cubierta de extrañas joyas, amenazaba a toda la sala con la Varita Gris vendada y con su largo cuchillo, que extrajo de la vaina disimulada en la espalda.
El Ratonero desenfundó también a Garra de Gato y gritó con toda la fuerza de sus pulmones:
—¡Apartaos todos! ¡Se ha vuelto loco! ¡Paralizaré su pierna sana para vosotros!
Y corriendo entre el apiñamiento y sus dos guardianes, que todavía parecían tenerle cierto temor reverencial, se arrojó blandiendo su cuchillo contra Fafhrd, rogando que el norteño, ahora borracho por la batalla tanto como por el vino y el perfume ponzoñoso, le reconociera y adivinara su estratagema.
Varita Gris golpeó muy por encima de su cabeza agachada. Su nuevo amigo no sólo había adivinado, sino que se entregaba por entero al juego... y el Ratonero confió en que no fallara sólo por accidente. Agachándose junto a la pared, cortó las ligaduras de la pierna izquierda de Fafhrd. La espada vendada y el cuchillo de éste siguieron evitándole. El Ratonero se incorporó de un salto y se dirigió al corredor, gritando por encima del hombro a Fafhrd: «¡Vamos!»
Hristomilo permanecía fuera de su camino, observando en silencio. Fissif se escabulló en busca de seguridad. Krovas siguió detrás de su sillón, gritando:
—¡Detenedlos! ¡Cortadles el paso!
Los tres guardianes restantes, que al fin empezaban a recuperar su ingenio combativo, se reunieron para enfrentarse al Ratonero. Pero éste, amenazándoles con rápidas fintas de su daga, aminoró su ímpetu, y pasó corriendo entre ellos... y en el último momento arrojó a un lado, con un golpe de la vendada Escalpelo, el bastón dorado que Flim le había vuelto a lanzar para hacerle caer.
Todo esto le dio a Slevyas tiempo para regresar de la pared con los instrumentos y dirigir al Ratonero un gran golpe con la maciza palanqueta. Pero apenas la había levantado cuando una espada vendada muy larga, impulsada por un brazo no menos largo pasó por encima del hombro del Ratonero y golpeó fuertemente a Slevyas en el pecho, derribándole hacia atrás, de modo que el arco trazado por la palanqueta fue corto y pasó silbando inocuamente.
El Ratonero salió entonces al corredor, con Fafhrd a su lado, aunque por alguna extraña razón todavía cojeaba. El Ratonero señaló las escaleras. Fafhrd asintió, pero se retrasó para estirarse cuanto pudo, todavía sobre una sola pierna, y arrancar de la pared más próxima una docena de codos de pesadas colgaduras, que arrojó al otro lado del corredor para desconcertar a sus perseguidores.
Llegaron a las escaleras, y subieron al siguiente rellano, el Ratonero delante. Se oyeron gritos detrás, algunos ahogados.
—¡Deja de cojear, Fafhrd! —le ordenó quejumbroso el Ratonero—. Vuelves a tener dos piernas.
—Sí, y la otra aún sigue insensible —se quejó Fafhrd—. ¡Ahh! Ahora vuelvo a sentirla.
Un cuchillo pasó entre ellos y tintineó al golpear con la punta la pared, arrancando polvo de piedra. Entonces doblaron la esquina.
Otros dos corredores vacíos, otros dos tramos curvos, y vieron por encima de ellos, en el último descanso, una recia escala que ascendía hasta un oscuro agujero cuadrado en el techo. Un ladrón con el pelo recogido atrás por un pañuelo multicolor —parecía ser la identificación de los centinelas— amenazó al Ratonero con la espada desenvainada, pero cuando vio que eran dos hombres, ambos atacándole decididamente con relucientes cuchillos y extrañas estacas o mazos, se volvió y echó a correr por el último corredor vacío.
El Ratonero, seguido de cerca por Fafhrd, subió rápidamente la escala y sin pausa saltó por el escotillón a la noche tachonada de estrellas.
Se encontró cerca del borde sin barandilla de un tejado de pizarra lo bastante inclinado para hacer que su aspecto le resultara temible a un individuo no acostumbrado a andar por los tejados, pero seguro como las casas para un veterano.
Agachado en el largo pico del tejado había otro ladrón con pañuelo que sostenía un linterna oscura. Se dedicaba a cubrir y descubrir, sin duda mediante algún código, la lente abombada de la linterna, dirigiendo un débil rayo verde hacia el norte, desde donde le respondía débilmente un punto de luz roja parpadeante. Parecía estar situado muy lejos, en el rompeolas, quizá, o puede que en el palo mayor de una nave que navegara por el Mar Interior. ¿Contrabando?
En cuanto vio al Ratonero, aquel hombre desenvainó de inmediato su espada y, agitando un poco la linterna con la otra mano, avanzó amenazador. El Ratonero le miró atemorizado... la linterna oscura con su metal caliente y la llama oculta, junto con el depósito de aceite, podría ser un arma fatídica.
Pero Fafhrd ya había salido por el agujero y estaba al lado de su camarada, por fin otra vez sobre sus dos pies. Su adversario retrocedió lentamente hacia el extremo norte del tejado. Por un instante el Ratonero se preguntó si habría allí otro escotillón.
Oyó un ruido y, al volverse, vio a Fafhrd que alzaba prudentemente la escala. Apenas la había extraído cuando un cuchillo lanzado desde abajo pasó cerca de él, por el hueco del escotillón. Mientras seguía su vuelo, el Ratonero frunció el ceño, admirando involuntariamente la habilidad requerida para arrojar un cuchillo hacia arriba con precisión.
El arma cayó cerca de ellos y se deslizó por el tejado. El Ratonero avanzó a paso largo hacia el sur, por las placas de pizarra, y estaba a medio camino de aquel extremo del tejado desde el escotillón cuando se oyó el débil tintineo del cuchillo al chocar con los adoquines del callejón del Asesinato.
Fafhrd le siguió más—lentamente, en parte quizá por una experiencia menor de los tejados, y en parte porque aún cojeaba un poco, favoreciendo su pierna izquierda, y también porque llevaba la pesada escala equilibrada sobre el hombro derecho.
—No necesitamos eso —le gritó el Ratonero.
Sin vacilar, Fafhrd la arrojó alegremente por encima del borde. Cuando se estrelló en el callejón del Asesinato, el Ratonero daba un salto de dos varas sobre una brecha y pasaba al siguiente tejado, de declive opuesto y menor. Fafhrd aterrizó a su lado.
Casi a la carrera, el Ratonero le precedió a través de una renegrida selva de chimeneas, guardavientos y ventiladores con colas que les obligaban a enfrentarse siempre al viento, cisternas de patas negras, cubiertas de escotillones, pajareras y trampas para palomas a lo largo de cinco tejados, cuatro gradualmente más bajos, mientras que el quinto recuperaba en una vara la altitud que habían perdido —los espacios entre los edificios eran fáciles de saltar, pues ninguno tenía más de tres varas, no era necesario hacer un puente con la escala y sólo un tejado tenía un declive algo mayor que el de la Casa de los Ladrones hasta que llegaron a la calle de los Pensadores, en un punto donde la cruzaba un pasadizo cubierto muy parecido al que había en la casa de Rokkermas y Slaarg.
Mientras lo recorrían a buen paso y agachados, algo pasó silbando cerca de ellos y tintineó más adelante. Al saltar desde el tejado del puente, otros tres objetos más silbaron sobre sus cabezas para estrellarse más allá. Uno de ellos rebotó en una chimenea cuadrada y cayó casi a los pies del Ratonero. Éste lo cogió, esperando encontrarse con una piedra, y le sorprendió el gran peso de una bola de plomo de dos dedos de diámetro.
El muchacho señaló con el pulgar por encima de su hombro.
—Esos no pierden el tiempo para subir con hondas al tejado. Cuando se les anima, son buenos.
Se dirigieron entonces al sudeste, a través de otro negro bosque de chimeneas, hasta llegar a un punto en la calle de la Pacotilla donde los pisos superiores extraplomaban la calle a cada lado, tanto que resultaba fácil saltar la brecha. Durante esta travesía de los tejados, un frente de niebla nocturna, lo bastante denso para hacerles toser y jadear, les había envuelto, y quizá durante sesenta latidos de corazón el Ratonero se vio obligado a ir más despacio y palpar el camino, con la mano de Fafhrd en su hombro. Poco antes de llegar a la calle de la Pacotilla la niebla cesó abrupta y totalmente y aparecieron de nuevo las estrellas, mientras que el negro frente se dirigía al norte, a sus espaldas.
—¿Qué demonios era eso? —preguntó Fafhrd, y el Ratonero se encogió de hombros.
Un halcón nocturno habría visto un grueso aro de negra niebla nocturna hinchándose en todas direcciones desde un centro cerca de la Anguila de Plata, aumentando más y más en diámetro y circunferencia.
Al este de la calle de la Pacotilla, los dos camaradas llegaron pronto al suelo, aterrizando en el patio de la Peste, detrás del local de Nattick Dedoságiles, el sastre.
Al fin se miraron uno al otro y sus espadas trabadas, sus rostros sucios y sus ropas, más sucios todavía por el hollín de los tejados, les hizo reír hasta desternillarse. Fafhrd reía aún cuando se inclinó para darse un masaje en la pierna izquierda, encima y debajo de la rodilla. Esta rechifla y burla totalmente natural de sí mismos continuó mientras desenvolvían sus espadas —el Ratonero como si fuera un paquete sorpresa— y se colocaron de nuevo las vainas al cinto. Sus esfuerzos hablan disipado hasta los últimos efectos del fuerte vino y todo rastro del perfume aún más hediondo, pero no sentían deseo alguno de beber más, y sólo el impulso de llegar a casa, comer copiosamente y beber gahveh caliente y amargo, mientras contaban a sus mujeres el relato de su loca aventura.
Echaron a andar a buen paso, uno junto al otro, mirándose de vez en cuando y riendo, aunque mirando con cautela delante y detrás, por si les perseguían o interceptaban, a pesar de que no esperaban ninguna de ambas cosas.
Libres de la niebla nocturna e iluminados por las estrellas, su angosto entorno parecía mucho menos hediondo y opresor que cuando se habían puesto en marcha. Hasta el bulevar de la Basura parecía dotado de cierta frescura.
Sólo una vez, y por unos breves momentos, se pusieron serios.
—Desde luego, esta noche has sido un genio idiota y borracho —dijo Fafhrd—, aunque yo he sido un patán borracho. ¡Atarme la pierna! ¡Vendar las espadas de modo que no podíamos usarlas salvo como palos!
El Ratonero se encogió de hombros.
—Sin embargo, la envoltura de las espadas sin duda nos evitó cometer una serie de asesinatos.
—Matar en combate no es asesinato —replicó Fafhrd un tanto acalorado.
El Ratonero volvió a encogerse de hombros.
—Matar es asesinato, por muchos nombres bonitos que quieras darle. De la misma manera que comer es devorar y beber empinar el codo. ¡Dioses, estoy seco, hambriento y fatigado! ¡Vamos, cojines suaves, comida y gahveh humeante!
Subieron por las largas escaleras crujientes y rotas, totalmente despreocupados, y cuando estuvieron en el porche, el Ratonero empujó la puerta para abrirla por sorpresa. Pero no se movió.
—Tiene el cerrojo echado —le dijo a Fafhrd. Observó que no se filtraba apenas luz a través de las grietas de la puerta ni las celosías... como mucho, un débil resplandor rojizo anaranjado. Entonces, con una sonrisa sentimental y un tono afectuoso en el que sólo acechaba el espectro de la inquietud, añadió—: ¡Se han ido a dormir, como si no les preocupara nuestra suerte! —Dio tres sonoros golpes en la puerta y luego, ahuecando las manos alrededor de los labios gritó suavemente a través de la rendija de la puerta—: ¡Hola, Ivrian! He vuelto sano y salvo a casa. ¡Salve, Vlana! ¡Puedes estar orgullosa de tu hombre, que ha derribado a innumerables ladrones del Gremio con un pie atado a la espalda!
No se oyó ningún sonido procedente del interior... es decir, si uno descontaba un susurro o crujido tan leve que era imposible estar seguro de su existencia.
Fafhrd arrugó la nariz.
—Huelo a humo.
El Ratonero aporreó de nuevo la puerta. Siguió sin haber respuesta.
Fafhrd le hizo una seña para que se apartara, encorvando su gran hombro para lanzarse contra la puerta.
El Ratonero meneó la cabeza y con un diestro golpe, deslizamiento y tirón extrajo un ladrillo que hasta entonces había parecido firmemente empotrado en la pared al lado de la puerta. Introdujo un brazo por el agujero; se oyó el ruido de un cerrojo al descorrerse, luego otro y finalmente un tercero. En seguida retiró el brazo y la puerta se abrió hacia adentro con un ligero empujón.
Pero ni él ni Fafhrd entraron en seguida, como ambos habían pretendido antes, pues el aroma indefinible del peligro y lo desconocido surgió mezclado con un creciente olor a humo y un aroma dulzón, algo mórbido que, aunque femenino, no era un decoroso perfume femenino, sino un mohoso y acre olor animal.
Podían ver débilmente la estancia gracias al resplandor naranja que salía de la pequeña abertura oblonga que dejaba la portezuela abierta de la ennegrecida estufa. Sin embargo, la abertura oblonga no estaba en posición vertical, como debería ser, sino inclinada de un modo poco natural. Era evidente que alguien había volcado la estufa, la cual se inclinaba ahora contra una pared lateral de la chimenea, su portezuela abierta en aquella dirección.
Por sí mismo, el ángulo antinatural transmitía todo el impacto de un universo volcado.
El resplandor anaranjado mostraba las alfombras extrañamente arrugadas, salpicadas aquí y allá de negros círculos dé un palmo de diámetro; las velas, que habían estado pulcramente apiladas, estaban ahora desparramadas por debajo de sus estantes, junto con algunos de los jarros y cajas esmaltadas, y, por encima de todo, dos montones, negros, bajos, irregulares y más largos, uno junto a la chimenea y el otro la mitad sobre el sofá dorado y la mitad a sus pies.
Desde cada montón miraban fijamente al Ratonero y a Fafhrd innumerables pares de ojos diminutos, bastante separados, rojos como bocas de horno.
Sobre la gruesa alfombra del suelo al otro lado de la chimenea había una telaraña plateada... una jaula de plata caída, pero ninguna cotorra cantaba en su interior.
Se oyó un leve roce metálico: Fafhrd se aseguraba de que Varita Gris se deslizaba sin obstáculos en su vaina.
Como si aquel débil ruido hubiera sido elegido de antemano como la señal de ataque, cada uno desenfundó al instante su espada y avanzaron lado a lado por la estancia, cautelosamente al principio, comprobando la solidez del suelo a cada paso.
Al oír un chirrido de las espadas desenvainadas, los ojuelos rojos parpadearon y se movieron inquietos, y ahora que los dos hombres se les acercaban con rapidez, se escabulleron, par tras par, en el extremo de un cuerpo negro, bajo, delgado, con cola sin pelos, cada uno huyendo a los círculos negros abiertos en las alfombras, donde se desvanecieron.
Sin duda los círculos negros eran agujeros de ratas recién roídos a través del suelo y las alfombras, mientras que las criaturas de ojos rojos eran ratas negras.
Fafhrd y el Ratonero dieron un salto adelante, emprendiéndola a frenéticos mandobles contra los roedores, al tiempo que soltaban toda clase de maldiciones y exabruptos.
No alcanzaron a muchas. Las ratas huían con una celeridad sobrenatural, y muchas de ellas desaparecieron por los agujeros abiertos cerca de los muros y la chimenea.
El primer tajo frenético de Fafhrd atravesó el suelo, y con un fatídico crujido y una nube de astillas, la pierna del muchacho se hundió hasta la cadera. El Ratonero pasó corriendo por su lado, sin pensar en la posibilidad de nuevos agrietamientos.
Fafhrd levantó su pierna atrapada, sin notar siquiera los rasguños producidos por las astillas, y tan indiferente como el Ratonero a los continuos crujidos de la madera. Las ratas habían desaparecido. Se lanzó en pos de su camarada, el cual había arrojado un manojo de leña a la estufa para que hubiera más luz.
Lo horroroso era que, aunque todas las ratas se habían ido, los dos montones longilíneos seguían allí, si bien considerablemente disminuidos y, como ahora mostraban claramente las llamas amarillentas que brotaban de la negra portezuela inclinada, habían cambiado de tonalidad... ya no eran los montones negros con multitud de rojas cuentecillas, sino una mezcla de negro brillante y marrón oscuro, un mórbido azul purpúreo, violeta, terciopelo negro y armiño blanco, y los rojos de las medias, la sangre, la carne y el hueso ensangrentados.
Aunque manos y pies habían sido roídos hasta dejar los huesos mondos, y los cuerpos horadados hasta la profundidad del corazón, los rostros estaban intactos. Era una pena, pues aquellas eran las partes azul púrpura a causa de la muerte por asfixia, los labios abiertos, los ojos saltones, todos los rasgos contorsionados por el sufrimiento. Sólo el cabello negro y castaño muy oscuro brillaba sin ningún cambio... eso y los dientes blanquísimos.
Mientras cada hombre miraba a su amada respectiva, incapaces de apartar la vista a pesar de las oleadas de horror, aflicción y rabia que se abatían sobre ellos, vieron una diminuta hebra negra que se desenrollaba de la negra depresión alrededor de cada garganta y fluía, disipándose, hacia la puerta abierta tras ellos... dos hebras de niebla nocturna.
Con un crescendo de crujidos, el suelo se hundió tres palmos más en el centro antes de alcanzar una nueva estabilidad temporal.
Los bordes de sus mentes torturadas en el centro observaron diversos detalles: que la daga con empuñadura de plata de Vlana había atravesado a una rata, la cual, sin duda demasiado ansiosa, se había acercado más de la cuenta antes de que la niebla mágica hubiera llevado a cabo su acción mágica; que su cinto y la bolsa habían desaparecido; que la caja azul esmaltada y con incrustaciones de plata, en la que Ivrian había guardado la parte que le correspondía al Ratonero de las joyas robadas, también había desaparecido.
El Ratonero y Fafhrd alzaron sus rostros y se miraron: estaban blancos y contraídos por el dolor, pero en ambos había idéntica expresión de entendimiento y finalidad. No era necesario comentar lo que debía de haber sucedido allí cuando los dos lazos de vapor negro se tensaron en el receptor de Hristomilo, o por qué Slivikin había saltado y chillado de júbilo, o el significado de frases como «un número suficiente de comensales» «no olvides el botín» o «ese asunto del que hablamos». Tampoco Fafhrd tenía necesidad de explicar por qué ahora se quitaba la túnica con capucha o por qué recogía la daga de Vlana, arrojaba la rata con un brusco movimiento de muñeca y se la colocaba al cinto. El Ratonero no tenía por qué explicar las razones de que buscara media docena de jarros de aceite y tras romper tres de ellos ante la estufa llameante, se detuviera, reflexionara y guardara los otros tres en el saco que le pendía de la cintura, añadiéndoles la leña restante y la marmita llena de carbones al rojo, atándolo herméticamente.
Entonces, todavía sin intercambiar una sola palabra, el Ratonero se cubrió la mano con un trapo e, introduciendo la mano en la chimenea, tiró de la estufa, de modo que cayó con la portezuela abierta sobre las alfombras empapadas de aceite. Las llamas amarillas surgieron a su alrededor.
Se volvieron y corrieron a la puerta. Con crujidos más fuertes que antes, el suelo se derrumbó. Desesperadamente, los dos jóvenes ascendieron por una empinada colma de alfombras deslizantes y llegaron a la puerta y el porche poco antes de que todo cuanto quedaba tras ellos cediera y las alfombras en llamas, la estufa, la madera, las velas, el sofá dorado y todas las mesitas, cajas y jarros —y los cuerpos increíblemente mutilados de sus primeros amores— se precipitaron a la seca, polvorienta y atestada de telarañas habitación de abajo, y las grandes llamas de la cremación limpiadora o al menos amasadora empezaron a fulgurar hacia arriba.
Se precipitaron por la escalera, que se arrancó de la pared y se derrumbó, estrellándose en el suelo con un estruendo sordo en el mismo momento en que ellos llegaban al suelo. Tuvieron que abrirse paso entre las maderas para llegar al callejón de los Huesos.
Por entonces las llamas sacaban sus brillantes lenguas de lagarto por las ventanas con los postigos cerrados del ático y las tapiadas con tablas del piso inferior. Cuando llegaron al patio de la Peste, corriendo uno junto al otro a toda velocidad, la alarma contra incendios de la Anguila de Plata difundía su campanilleo cacofónico detrás de ellos.
Todavía corrían cuando llegaron a la bifurcación del callejón de la Muerte. Entonces el Ratonero cogió a Fafhrd y le obligó a detenerse. El robusto joven se resistió, lanzando alocadas maldiciones, y sólo desistió —su pálido rostro todavía parecía el de un lunático— cuando el Ratonero gritó, jadeante:
—¡Sólo diez latidos de corazón para armarnos!
Se quitó el saco del cinto y, sujetándolo con fuerza por el cuello, lo estrelló contra los adoquines, lo bastante fuerte no sólo para romper las botellas de aceite, sino también la marmita con los carbones, pues en seguida la base del saco empezó a llamear un poco.
Entonces desenvainó a la brillante Escalpelo mientras Fafhrd hacía lo mismo con Varita Gris y siguieron corriendo, el Ratonero haciendo girar el saco en un gran círculo para avivar sus llamas. Era una auténtica pelota de fuego que le quemaba la mano izquierda mientras corrían a través de la calle de la Pacotilla y llegaban a la Casa de los Ladrones, y el Ratonero, dando un gran salto, arrojó el saco en llamas hacia la gran hornacina por encima de la puerta.
Los guardianes que estaban en la hornacina gritaron de sorpresa y dolor ante el llameante invasor de su escondite y no tuvieron tiempo de hacer nada con sus espadas, o cualesquiera armas de que dispusieran, contra los otros dos invasores.
Los estudiantes de ladrón salieron de las puertas al oír los gritos y los ruidos de pisadas, y retrocedieron al ver las fieras llamas y los dos hombres de rostro demoníaco que blandían sus largas y brillantes espadas.
Sólo un pequeño aprendiz, que apenas tendría más de diez años, se quedó demasiado tiempo. Varita Gris lo atravesó sin piedad, mientras sus grandes ojos sobresalían y su pequeña boca dibujaba un rictus de horror y súplica para que Fafhrd tuviera piedad.
Se oyó entonces por delante de ellos una llamada espectral y sollozante, hueca, que ponía los pelos de punta, y las puertas empezaron a cerrarse en vez de vomitar a los guardianes armados que los dos jóvenes casi rogaban que apareciesen para ensartarlos con sus espadas. Además, a pesar de las largas antorchas colgadas de las paredes, el corredor quedó a oscuras.
La razón de esto último apareció clara cuando se lanzaron escaleras arriba. Jirones de niebla nocturna aparecían en la caja, materializándose de súbito en el aire.
Los jirones se hacían más largos y numerosos, más tangibles. Tocaban y se aferraban repugnantemente. En el corredor de arriba formaban de pared a pared y del suelo al techo una especie de telaraña gigantesca, haciéndose tan sólidos que el Ratonero y Fafhrd tenían que cortarlos con sus aceros para avanzar, o así lo creían sus mentes maníacas. La negra red apagó un poco una repetición de la misteriosa y gimiente llamada, que procedía de la séptima puerta más adelante, y esta vez terminó en un griterío y un cloqueo tan dementes como las emociones de los dos atacantes.
También aquí las puertas se cerraron con estruendo. En un efímero instante de racionalidad, al Ratonero se le ocurrió que los ladrones no les temían a Fafhrd y a él, pues todavía no los habían visto, sino más bien a Hristomilo y su magia, aun cuando trabajara en defensa de la Casa de los Ladrones.
Incluso la sala del mapa, de donde era más probable que surgiera el contraataque, estaba cerrada por una enorme puerta de roble con incrustaciones de hierro.
De nuevo tuvieron que cortar la telaraña negra, viscosa, de filamentos gruesos como cuerdas, a cada paso que daban. A medio camino entre la sala del mapa y la de la magia, se estaba formando la negra red, espectral al principio pero que crecía con rapidez, haciéndose más sólida, una araña negra grande como un lobo.
El Ratonero cortó la espesa telaraña ante aquel monstruo, retrocedió dos pasos y se abalanzó de un salto. Escalpelo atravesó aquella cosa, golpeándole entre los negros ojos recién formados, y se derrumbó como una vejiga pinchada por una daga, soltando un olor fétido.
Entonces los dos jóvenes se encontraron ante la sala de la magia, la cámara del alquimista. Estaba casi igual que antes, salvo que algunas cosas se habían duplicado e incluso multiplicado más.
Sobre la larga mesa dos retortas llenas de un líquido azul burbujeaban y despedían otra cuerda sólida que se retorcía con más rapidez que la cobra negra de los pantanos, que puede correr más rápido que un hombre, y no iba a parar a receptores gemelos, sino a la atmósfera de la habitación para tejer una barrera entre sus espadas y Hristomilo, el cual volvía a estar, alto pero encorvado, inclinado sobre su pergamino brujeril marrón, aunque esta vez su mirada exultante se fijaba sobre todo en Fafhrd y el Ratonero, dirigiendo tan sólo de cuando en cuando una mirada breve al texto del encantamiento que entonaba monótonamente.
En el otro extremo de la mesa, en el espacio libre de telarañas, saltaban no sólo Slivikin, sino también una rata enorme igual que él en tamaño y en todos sus miembros, excepto la cabeza.
En las ratoneras al pie de las paredes, los ojillos rojos brillaban a pares.
Con un aullido de rabia, Fafhrd empezó a cortar la barrera negra, pero las bocas de las redomas las sustituían con tanta celeridad como él las cortaba, mientras que los extremos seccionados, en vez de caer y quedar inactivos, ahora se tensaban Hambrientos hacia él como serpientes constrictivas o enredaderas estranguladoras.
De repente, pasó Varita Gris a su mano izquierda, desenfundó su largo cuchillo y lo arrojó al brujo. Brillando hacia su Objetivo, el arma cortó tres jirones, se desvió, un cuarto y un quinto redujeron su velocidad, un sexto casi lo detuvo y acabó colgando inútilmente, enlazado por un séptimo jirón de niebla sólida.
Hristomilo lanzó una risa aguda y luego sonrió mostrando sus enormes incisivos superiores, mientras Slivikin chillaba extasiado y daba saltos más altos.
El Ratonero arrojó Garra de Gato sin mejor resultado..., peor, en realidad, dado que su acción dio tiempo a dos veloces jirones de niebla a enroscarse alrededor de la mano que sostenía la espada y deslizarse hacia el cuello. Unas ratas negras salieron apresuradamente de los grandes agujeros al pie de las paredes.
Entretanto, otros jirones se enrollaban alrededor de los tobillos, rodillas y brazo izquierdo de Fafhrd, casi derribándole. Pero mientras se debatía para mantener el equilibrio, cogió la daga de Vlana, que llevaba al cinto, y la alzó por encima del hombro, su empuñadura de plata centelleante, su hoja marrón con la sangre seca de la rata.
Al verlo, la sonrisa abandonó el rostro de Hristomilo. Entonces el brujo soltó un grito extraño e insistente y se apartó del pergamino que estaba sobre la mesa, alzando sus manos provistas de garras para repeler la fatalidad.
La daga de Vlana voló sin impedimento a través de la negra araña, cuyas hebras incluso parecían apartarse para dejarla pasar, y entre las manos extendidas del brujo, para hundirse hasta la empuñadura en su ojo derecho.
El brujo emitió un débil grito de atroz agonía y se llevó las manos al rostro. La negra telaraña se retorció como presa de los espasmos de la muerte.
Las retortas se quebraron a la vez, derramando su lava sobre la mesa magullada, extinguiendo las llamas azules aun cuando la gruesa madera de la mesa empezó a humear un poco en el borde de la lava. Ésta cayó pesadamente sobre el oscuro mármol del suelo.
Con un débil grito final, Hristomilo cayó hacia adelante, las manos todavía aferradas a sus ojos por encima de su nariz prominente, la empuñadura de plata de la daga sobresaliendo aún entre sus dedos.
La telaraña fue palideciendo, como tinta húmeda lavada con un chorro de agua limpia.
El Ratón echó a correr y traspasó a Slivikin y la enorme rata de una estocada de Escalpelo, antes de que las bestias supieran lo que sucedía. También ellas murieron en seguida con leves gritos, mientras todas las demás ratas daban media vuelta y huían a sus agujeros, tan velozmente como rayos negros.
Entonces se desvanecieron los últimos rastros de niebla nocturna o humo embrujado y Fafhrd y el Ratonero se encontraron solos con tres cuerpos muertos y un profundo silencio que parecía llenar no sólo aquella habitación sino toda la Casa de los Ladrones. Incluso la lava de las retortas había dejado de moverse, se estaba endureciendo, y la madera de la mesa ya no humeaba.
El furor y la rabia de los dos amigos también se habían desvanecido, saciada con creces su venganza. Ya no sentían el apremio de matar a Krovas o a cualquiera de los otros ladrones más de lo que deseaban aplastar moscas. Y entonces Fafhrd vio en su mente, horrorizado, el rostro lastimero del ladrón infantil al que había atravesado en su furor lunático.
Sólo su aflicción permaneció con ellos, sin disminuir ni un ápice, sino más bien creciendo..., aquello y la revulsión, que aumentaba todavía con más rapidez, por cuanto les rodeaba: los muertos, la desordenada sala de la magia, toda la Casa de los Ladrones y la ciudad de Lankhmar en su conjunto, hasta su último callejón hediondo y espira de niebla serpenteante.
Con un bufido de disgusto, el Ratonero extrajo a Escalpelo de los cadáveres de los roedores, la limpió con el paño más a mano y volvió a envainarla. Fafhrd, de un modo igualmente superficial, limpió y envainó a Varita Gris. Luego los dos hombres recogieron su cuchillo y daga del suelo, donde habían caído cuando se desvaneció la niebla, aunque ninguno miró la daga de Vlana donde estaba hundida. Sobre la mesa del brujo observaron el bolso de terciopelo negro con bordados de plata y el cinturón de Vlana, este último medio carcomido por la lava derramada, y la caja de Ivrian, esmaltada de azul con plata incrustada, de la que extrajeron las joyas de Jengao.
Sin más palabras de las que habían intercambiado en el nido incendiado del Ratonero detrás de la Anguila, pero con una imbatible sensación de que sus propósitos eran los mismos y de su camaradería, echaron a andar con los hombros inclinados y con pasos lentos y cautelosos, que sólo gradualmente se apresuraron al salir de la sala de la magia y por el corredor con su gruesa alfombra. Pasaron ante la sala del mapa, su ancha puerta de roble y hierro todavía cerrada, y ante las demás puertas cerradas y silenciosas. Estaba claro que todo el Gremio estaba aterrado por Hristomilo, sus hechizos y sus ratas. Sus pasos resonaron por las escaleras, y se apresuraron un poco. Recorrieron el pasillo inferior vacío, pasaron junto a sus puertas cerradas, y sus pisadas resonaban fuertemente por mucho que trataran de no hacer ruido; pasaron bajo la hornacina de los centinelas, ahora con las paredes calcinadas por el fuego y desierta, y salieron a la calle de la Pacotilla, girando a la izquierda y hacia el norte porque ése era el camino más corto para ir a la calle de los Dioses, donde doblaron a la derecha y al este —no había un alma en la ancha calle excepto un flaco y encorvado aprendiz que fregaba con semblante aburrido las losas ante una tienda de vinos, mientras una débil luz rosada empezaba a aparecer por el este, aunque había muchos bultos dormidos, roncando y soñando en los arroyos de la calle y bajo los pórticos oscuros- sí, doblando a la derecha y hacia el este por la calle de los Dioses, pues aquel era el camino de la Puerta del Pantano, que conducía a la carretera del Origen, al otro lado del Gran Pantano Salado, y la Puerta del Pantano era el camino más próximo para salir de la grande y magnífica ciudad que ahora era tan odiosa para ellos que no podían soportarla por un solo doloroso latido de corazón más de lo necesario... una ciudad de fantasmas amados y a los que no podían volver el rostro.