PRIAM FARLL Y EL ANTÍDOTO PERFECTO PARA LA TIMIDEZ
por Jesús J. Pelayo
¿Quién no, amable lector —quizá tú también—, ha deseado alguna vez ser otro, cambiar de identidad, desaparecer? ¿Quién no, cansado de la rutina, de compromisos y ataduras, de ademanes y gestos, del peso de la cotidianidad, de la tiranía de tener que ser cada día siempre uno —y siempre idéntico— ante los demás…, quién no, digo, ha deseado con todas sus fuerzas ocultarse, borrarse, reinventarse? Todos hemos querido escapar, en ocasiones, de nosotros mismos. Todos —incluso tú, amigo lector— hemos imaginado ser un yo distinto al yo que somos.
En la mente de Priam Farll, el entrañable héroe de Enterrado en vida, sobrevuela esta fantasía cuando un día el azar, abruptamente, le pone en bandeja la oportunidad de hacerla realidad. Todo surge de un malentendido y de un impulso súbito de liberación. A Priam, cansado y desencantado del papel que le ha tocado en suerte representar en este mundo, se le presenta una ocasión tan tentadora para dejar de ser él, para desembarazarse de sí mismo, que no se lo piensa dos veces. Pero no creas que nuestro protagonista adopta una nueva personalidad a la manera en que Alonso Quijano se transforma en Don Quijote —por combatir el mal y la injusticia—, o del modo en que el talentoso Tom Ripley suplanta a Dickie Greenleaf —por una querencia desmedida y malsana a su nutrida cuenta corriente—. No, a Priam Farll no le mueven sentimientos altruistas o envidiosos, nada más lejos de la realidad. Sus fines son exclusivamente terapéuticos. Lo único que busca es un remedio, un antídoto para la timidez crónica —exorbitante— que padece y que le hace la vida imposible. Por eso, en un acto más que heroico, decide seguir el juego del equívoco, hacer borrón y cuenta nueva a su pasado y empezar una nueva vida. Es el típico arrojo que dicen que los tímidos son —somos— capaces de sacar en circunstancias excepcionales.
Pero, a todo esto, ¿quién es Priam Farll?
Admitido por todos es que Farll es un pintor excelente, si bien no parece haber tanto consenso cuando se trata de decidir si es el mejor pintor que ha existido desde Velázquez o simplemente el más grande de todos los tiempos. Sus cuadros son admirados en todo el planeta y se cotizan por las nubes. Más valorado en el extranjero que en su natal Inglaterra, donde la Royal Academy le ha rechazado un magistral lienzo que representa a un policía a tamaño natural, Priam pasa largas temporadas en el continente (sobre todo en Francia) y solo episódicas estancias en Londres, donde posee una incómoda casa en el 91 de Selwood Terrace, en el barrio de South Kensington. Nuestro insigne pintor, que es rico y cincuentón y goza además de una salud extraordinaria, tiene, sin embargo, un defecto, como ya hemos dicho, una pequeña imperfección cuyas consecuencias, no precisamente pequeñas, sufre en silencio. Podría decirse que la dosis de soltura con que la naturaleza le obsequió fue a parar toda —absolutamente toda— a su hábil mano de artista y nada —absolutamente nada— a su carácter. Y es que Priam es vergonzoso como un ciervo. Experimenta miedos secretos «ante la perspectiva de tener que hablar con personas desconocidas, o al inscribirnos en la recepción de un gran hotel, o al entrar en un gran edificio por primera vez, o al cruzar un salón lleno de gente, o al despedir a un criado, o al tener que discutir con una orgullosa aristócrata a través de la taquilla de una oficina de correos…». El mero hecho de llamar la atención del mundo hacia su persona le produce una angustia indescriptible. Oír hablar de relaciones sociales, auténticos escalofríos.
Con este panorama no es de extrañar que el genio de la pintura haya vivido siempre escondido tras la figura de su leal y algo tunante sirviente, Henry Leek, quien posee la impresionante cualidad de hacer «con toda normalidad las cosas normales». Leek oficia de portavoz para la prensa y permite a su amo escapar de los molestos compromisos del mundillo del arte, de modo que todos saben del nombre y renombre de Priam Farll, pero nadie lo conoce personalmente, nadie lo ha visto nunca (excepción hecha de lady Sophie Entwistle, pero este es un peculiarísimo caso). Será precisamente Leek quien le proporcione la perfecta oportunidad para desaparecer.
Si yo fuera el lector del prólogo a esta novela, no me gustaría que me desvelaran más de su argumento, repleto de giros inesperados y situaciones extremadamente divertidas. Así que no lo haré. Solamente cabe decir que a nuestro héroe le casa como a nadie aquello que decía Mark Twain de «es más fácil engañar a la gente que convencerlos de que han sido engañados». Pobre Priam, todo lo que pedía al mundo era un poco de paz y tranquilidad, y sin embargo…
Enoch Arnold Bennett, el autor de Enterrado en vida, tiene mucho de Priam Farll. O al revés. Como Farll, Bennett vivió mucho tiempo fuera de Inglaterra (se instaló en París, se casó con una francesa y visitó los Estados Unidos, donde ningún otro escritor británico logró tener tanto predicamento desde Dickens) y, como Farll, también Bennett concibió el arte como un modo de ganarse la vida, un modo de vida como otro cualquiera, desprovisto absolutamente de las poses y solemnidades con que los creadores y críticos de la literatura suelen revestirlo. «En arte, nada vale ni cuenta, sino la obra misma, y (…) no hay verborrea inútil, por mucha que sea, que pueda afectar positiva o negativamente al valor de una obra de arte, cualquiera que sea, ante el mundo», reflexiona Farll en un momento de nuestra novela. Ese Farll es indudablemente Bennett. Y vuelve a ser Bennett cuando, audaz y juguetón, pinta un lienzo inmenso con el retrato de un policía y, más tarde, otro donde aparecen unos pingüinos. Con esa diversión e intrascendencia —algo no opuesto a la seriedad— se aplicó nuestro escritor a su profesión.
Menos exuberante que Dickens, mucho menos ácido que Thackeray, menos brillante que Meredith y menos pesimista que Hardy, ninguno de estos autores, sin embargo, supera a Bennett en calidez y amabilidad, ninguno de ellos usa el humor de un modo tan verosímil y natural. Jorge Luis Borges, que admiraba al escritor, dijo de él que poseía «un estilo sereno, que pasa inadvertido como el cristal». No cabe mejor definición para su literatura, desde luego. Y probablemente gran parte de su eficacia como escritor proceda precisamente de ese «no hacerse notar» en la narración. No en balde él mismo se declaraba un discípulo de Flaubert y de los maestros naturalistas franceses, aunque más bien habría que reivindicarlo, por el tono e ímpetu de su prosa, como un digno heredero de Dickens (el comienzo de Enterrado en vida, sin ir más lejos, es absolutamente dickensiano).
Enterrado en vida es una de las mejores comedias domésticas de Bennett. Escrita en solo dos meses (enero y febrero de 1908) y en los intermedios de la redacción de Cuento de viejas, publicada en ese mismo año, la obra es una deliciosa sátira tragicómica sobre la identidad y la inhibición, el significado y el valor del arte, el amor y el derecho a la intimidad. Pero, por encima de todo, Enterrado en vida es un divertimento, un genial divertimento cuya lectura nos procura una felicidad auténtica y continuada. La caracterización de Priam Farll, entrañable y desamparado, con su formidable carga de cobardía a cuestas, cómico a su pesar, tiene probablemente mucho que ver con este aserto. Bennett es un gran creador de personajes. Él mismo afirmaba que la perdurabilidad de una novela dependía de la consistencia y verosimilitud de los personajes: «Si los personajes son reales, la novela tendrá una oportunidad; si no lo son, su destino será el olvido». A mí me congratula esta forma de pensar, porque si hay algo que busco y admiro en la literatura son los grandes personajes. Grandes en el sentido de auténticos, de cómplices, de próximos. Grandes, también, por su capacidad —no forzada, no premeditada— para inspirar ternura. Seres que no entienden el mundo. O, al revés, que el mundo no los entiende a ellos. El hipertímido pintor que abduce la personalidad de su sirviente para escapar de sí mismo cumple con creces esas premisas. Es por eso que forma parte hace tiempo —junto a Betteredge y Torquemada, Micawber y Oblómov, Candide e Ignatius— de mi particular galería de antihéroes literarios preferidos.
Y ahora, afortunado lector, te dejo ya con mi querido e inolvidable Priam. Te va a recibir en su casa del 91 de Selwood Terrace, South Kensington. Está sentado en un sillón, embutido en una bata color pulga, pensando, tal vez, en la posibilidad de ser otro…
JESÚS J. PELAYO