POSFACIO

LA EXTRAORDINARIA VIDA COMÚN

por José C. Vales

REALIDADES NÍTIDAS Y EVANESCENTES

«En primer término, una novela debería parecer verdad. Y no puede parecer verdad si los personajes no parecen reales. El estilo cuenta; el argumento cuenta; la invención cuenta; la originalidad de la perspectiva cuenta; la amplitud de la documentación cuenta; la capacidad de identificación cuenta. Pero nada de ello tiene tanta relevancia como la verosimilitud de los personajes. Si los personajes son reales, la novela tendrá alguna posibilidad; en caso contrario, estará condenada al olvido».

Arnold Bennett publicó el artículo «Is the novel decaying?» en 1923, pero no era la primera ni la última vez que el afrancesado escritor de Staffordshire declaraba, por un lado, su pertenencia a la tradición novelística británica y, por otro, se reafirmaba en el modelo literario en el que había crecido: el modelo de «lo real y lo verosímil».

La herencia de Bennett no era desdeñable: la tradición novelística que arrancaba en Jane Austen y alcanzaba a Henry James. El hallazgo de Austen fue dar con un relato de costumbres de la vida burguesa que, precisamente, interesaba a la burguesía decimonónica. Con distintos tonos románticos, la novela burguesa británica avanzó en el siglo XIX con una fuerza imparable. Las previsibles reacciones contra los excesos románticos —que se dieron en toda Europa— exigían una construcción metódica de la novela, una estructura impecable de la trama, un diseño del argumento y los personajes… El realismo y el naturalismo decimonónico proponían retablos de la existencia, monografías de la vida, radiografías de los personajes, cuadros precisos y científicos del mundo real. ¡Se acabaron los héroes románticos y los malvados de cartón piedra! ¡Se acabaron los cementerios y las ruinas, los amores desatados y los arrebatos de dolor adolescente! La novela se había convertido, ya a mediados del siglo XIX, en un retrato fiel de la cotidianidad, de situaciones vulgares, de sucesos triviales, de vidas grises y anodinas. Desde luego, casi huelga decirlo, los autores abrazaron las teorías del realismo en distintas medidas, y fueron limando sus voces literarias con el análisis psicológico, con la crítica social, los aspectos más «sensacionales» de la vida, etcétera. George Meredith (1828-1909), por ejemplo, era implacable en su elaboración lógica de la trama, y advertía que su método consistía en una descripción analítica y psicológica de personajes y situaciones. Thomas Hardy (1840-1928), en palabras de José María Valverde, es el novelista de «las labores agrícolas y las nubes grises», pero fue capaz de percibir el cambio de tendencia a finales del siglo XIX y con la magnífica Jude el oscuro (1895) cerró su carrera como novelista y en lo sucesivo se dedicó únicamente a la poesía. En otro sentido, Henry James se esforzó en mostrar la vida de los elegantes con la metodología de los Turguénev, Zola y Maupassant.

De los autores de la generación anterior había aprendido Bennett el arte de crear un tapiz real y natural en sus novelas. Lo mejor de Bennett, sin duda, está en esa capacidad para ofrecer una imagen nítida de salones, habitaciones, cocinas, calles, hoteles, iglesias o buhardillas; esa misma imagen la obtenemos en una mujer que sube una escalera, en los gestos de una mantenida en un salón parisino, en los temores de un hombre con un nimio problema que resolver. En el suplemento literario de The Times (1914) incluso Henry James admitía que las narraciones de Arnold Bennett estaban cubiertas «de forma tan profusa y tan vívidamente abigarrada por una serie de aspectos y hechos pequeños que constituye un monumento exacto a la cuasirrealidad».

Pero volvamos a aquella columna periodística aparentemente inofensiva de 1923. Arnold Bennett, avanzando en su discurso sobre la verosimilitud, reitera que cualquier omisión de verdad en la novela resta «poder emocional» a la obra: el lector podrá decir que es un trabajo original, o inteligente, o ingenioso, o intrigante, pero al final tendrá que admitir que «no tiene verdad». Casi inmediatamente, al describir lo que él considera defectos de la novela moderna, recuerda la fulgurante aparición de la tercera novela de Virginia Woolf: Jacob’s Room (El cuarto de Jacob, 1922). Señalaba que Virginia Woolf había tenido «un gran éxito en un mundo pequeño», y advertía que estaba exquisitamente escrito, aunque sus personajes se quedaban en nada porque la autora había estado más ocupada de demostrar su originalidad y su inteligencia que de delinear correctamente los personajes.

Obviamente, el pobre señor Bennett, a sus cincuenta y cinco años, con una educación tradicional en instituciones de segunda categoría y con una necesidad perentoria de escribir para poder cobrar de sus editores, no había entendido nada de lo que rodeaba a Virginia Woolf. Al señor Bennett le hubiera ido mucho mejor en la historia literaria si no se hubiera dejado llevar por su sinceridad crítica: enfrentarse al todopoderoso y turbulento círculo de Bloomsbury, dominado por las hermanas Stephen (Virginia Woolf y Vanessa Bell), Leonard Woolf, Clive Bell, Lytton Strachey, Roger Fry, E. M. Forster, T. S. Eliot, etcétera, no fue una buena idea. De este modo se inició una controversia que duró casi una década, prácticamente hasta la muerte del escritor y que se conoce como «la querella con los modernos».

Virginia Woolf, herida por la crítica, dedicó toda una conferencia, «Mr. Bennett y Mrs. Brown», a demostrar la equivocación de Arnold Bennett. Sin embargo, antes de que Bennett criticara a Woolf, esta había elogiado y recomendado sus libros en distintas cartas desde 1914. Poco después empieza a mostrar sus dudas respecto al realismo, e incluso coincide con Bennett en el aprecio a algunos novelistas rusos, como Dostoievski. Pero cuando Bennett comienza a teorizar sobre los métodos creativos, Virginia Woolf se muestra como una joven con ideas totalmente antagónicas. En 1914 Bennett publicó «The Author’s Craft» y en este opúsculo señalaba, de un modo un tanto vago, que las dos características del escritor eran el sense of beauty y la fineness of mind, combinados con lo que los británicos denominan common sense. Con todo, lo más interesante para el estudio de la teoría literaria se añadía después, cuando Bennett señalaba que «vivimos en un mundo humano» y que es ese mundo el que debe mostrarse en el acto literario. Además, hacía hincapié en lo que denominaba design of construction: la técnica y la forma. Una buena trama es esencial, con un control del interés argumental, sostenido y constante. Naturalmente, esta metodología será la que los nuevos novelistas van a considerar procedimientos anticuados, engorrosos e irrelevantes.

«Me deprime el astuto realismo del señor Bennett», comentaba en una carta privada Virginia Woolf a su amiga lady Cecil. Pero la respuesta precisa a los planteamientos bennettianos aparecerá en el primer ensayo de la serie «Mr. Bennett y Mrs. Brown», titulado «Modern Novels» (1919). Por vez primera, Woolf lanza una diatriba formal contra los «materialistas eduardianos» (Wells, Galsworthy y el propio Bennett). Lo que irritaba profundamente a la autora, que por aquellos días publicaba su segunda novela (Night and Day), era aquel modo de concentrarse en los aspectos exteriores de los personajes: el vestido, las propiedades, el modo de viajar, la casa donde viven… Sí, dice Woolf, sus personajes tienen una vida llena de acontecimientos (incluso inesperados o increíbles), pero no sabemos ni por qué ni para qué viven. La antagonista intelectual de Arnold Bennett especifica dónde está la realidad: en el espíritu humano, en la mente humana. Y añade: «No hay un método para la ficción; el único método para la ficción es la honestidad y huir de lo fingido». James Joyce sería el modelo cuya literatura más se acerca a la vida, porque su obra se había constituido como verdadera esencia del autor, no sometida al convencionalismo novelístico.

La historia literaria ha demostrado que la concentración en la obra, el alejamiento de la tradición, el modo de prescindir del lector y la distorsión intelectual del corpus lingüístico —eminentemente tradicional— condujo a un cierto desmoronamiento de la novela (y de la poesía), ahora aislada en su torre de marfil. La vanguardia modernista creaba objetos de arte irrepetibles, ajenos a la tradición y a lo que se llamaba entonces convention, y exclusivamente vinculados a la intelectualidad única del autor, y por eso los objetos de arte acababan resultando inaprensibles y lejanos.

Cuando Arnold Bennett publica «Is the novel decaying?» en marzo de 1923, en el Cassell Weekly, la respuesta de Woolf no se hace esperar. Escribe su segundo ensayo de la serie «Mr. Bennett y Mrs. Brown» y, directamente, se pregunta: «What is reality?». ¿Y quién puede juzgar lo que es real o no?, añade. «Un personaje puede ser real para el señor Bennett y ser completamente irreal para mí». Virginia Woolf insiste en la existencia de algo más relevante que el mundo material a la hora de describir la realidad del mundo. «Nos han ofrecido una casa con la esperanza de que seamos capaces de deducir cómo son los seres humanos que viven dentro». La realidad woolfiana era una angustiosa aventura por «la selva interior»; la apariencia caótica de los trabajos de los nuevos novelistas tenía mucho que ver con la dificultad de organizar lógicamente el mundo interior, naturalmente caótico. Kafka, Proust, Joyce o la propia Virginia Woolf pertenecían a esta estirpe en la que la realidad ya no era «lo que nos habían contado». «Cuando miras hacia el interior, la vida parece estar muy lejos de ser así». El mundo no era para ellos sino una turbulencia de «impresiones», destellos evanescentes, ensoñaciones, vaguedad y confusión…, «el titileo de la llama que existe en la interioridad más profunda», y, en fin, un ejercicio de autoexploración de un yo turbulento y problemático, «con la menor presencia posible de lo ajeno y lo externo».

Resulta muy interesante descubrir que los «retratos interiores» que exigió la generación de entreguerras ya estaban casi perfectamente delineados en los realistas y naturalistas, implacables indagadores de la conciencia de sus personajes. El realismo y el naturalismo abrieron en su momento una vía decididamente psicologista; su interés por la realidad era también un interés por las enfermedades anímicas y emocionales. El éxito de los trabajos freudianos (y su progenie jungiana y adleriana) en las dos primeras décadas del siglo XX reflejó el interés de la sociedad europea por la psicología; los desequilibrios emocionales, la histeria, las neurosis y otras dolencias psicológicas y psiquiátricas (individuales o colectivas) se convirtieron en una moda social y en un fundamento literario y artístico —y también en motivo de burla, a veces—: el psicologismo fue uno de los pilares de las vanguardias. El círculo de Bloomsbury («un grupo reducido, decadente, con privilegios heredados, ingresos privados, vidas resguardadas, sensibilidades protegidas y gustos exquisitos») no inventó la exploración del yo, pero fue decisivo a la hora de difundir una corriente literaria de los «flujos de conciencia» de la que habían participado Tolstói, Dostoievski, Kafka, Proust o Whitman. El culmen (o el colmo) de esa renovación literaria es, como se sabe, el Ulises de James Joyce: su parole intérieure pura, y por lo tanto absurda, enloquecida, genial, brillante, necia y caótica, asombró al mundo. El propio Joyce se encargó de recordar que solo había ido un paso más allá en una técnica que había descubierto al parecer Édouard Dujardin en una novela titulada Les lauriers son coupés. Sin embargo, Dujardin también negó su paternidad, citando obras de Tolstói, y los investigadores han encontrado referencias abundantes en las décadas anteriores.

Este mínimo esbozo de historia literaria de la segunda década del siglo XX, trazado a vuela pluma sobre la controversia Bennett–Woolf no es más que un ejemplo de las gravísimas tensiones conceptuales que tuvieron lugar en esas fechas. Hoy, un siglo después, los lectores pueden disfrutar del «materialismo» de Bennett en la misma medida que pueden zambullirse con placer en el inconsciente nebuloso y caótico que propone Woolf. Para el lector actual ambos modelos coexisten sin mayores contratiempos, pues a lo largo de un siglo los caudales de ambas corrientes se han mezclado provechosamente en innumerables ocasiones.

¿Cómo podía saber Arnold Bennett que Virginia Woolf se convertiría en la sacerdotisa de la literatura impresionista, inconsciente y emocional: «el principal deseo de un novelista es ser lo más inconsciente posible» («Professions for Woman», 1931); y además en mito intelectual del feminismo histórico y de la homosexualidad, entre otras cosas? Bennett tampoco podía imaginar la trascendencia cultural del círculo de Bloomsbury y desde luego jamás sospecharía que los escasos cuatro mil ejemplares que Woolf vendió de Al faro, se convertirían en millones en las décadas siguientes, mientras que las decenas de miles de ejemplares que el propio Bennett vendió de The Old Wives’ Tale o de Clayhanger o de Anna of the Five Towns comenzaron a languidecer casi inmediatamente tras la Gran Guerra. El resultado de este peregrino devenir de los acontecimientos es que Virginia Woolf es hoy una figura clave de la literatura universal y Arnold Bennett, un escritor apenas conocido.

EL ESCRITOR FRENÉTICO

«En el otoño de 1907 me puse a escribir de verdad…» Arnold Bennett expresaba de este modo su decisión de dar forma final a su The Old Wives’ Tale, que vería la luz al año siguiente.

Cuando un autor como Arnold Bennett hablaba de ponerse a escribir de verdad, los editores encargaban un pedido extra de papel a los almacenes. Su producción literaria fue asombrosa, en una sucesión interminable de historias cortas, novelas, series, relatos, artículos periodísticos, crítica literaria, recomendaciones para la vida común, adaptaciones teatrales… Es famosa la caricatura del dibujante y humorista Oliver Herford (1863-1936), en la que aparece Arnold Bennett escribiendo en cuatro máquinas mecanográficas con las manos y los pies. En sus Confessions of a Caricaturist (1917), Herford incluía, junto a dicho dibujo, una suerte de epigrama que decía: «Es muy agradable saber / que casi todos los días al final / un libro de Bennett ha de aparecer / para enamorar al hemisferio occidental. / Puedo verlo ahí, con celo sublime, / tecleando desde el amanecer a la cena / cuatro máquinas de escribir, con las manos y los pies. / Cuando las cuatro novelas haya terminado, / empaquetará y enviará à grand vittesse [a toda prisa] / su cuadrumanuscrito a la imprenta». Y añadía un post scriptum a mano diciendo: «¡Imagínate lo que tendríamos que leer si Bennett fuera cuadrúmano!». Bennett consideraba la escritura una profesión, no una misión, y no dudó en burlarse siempre que pudo (incluso en esta misma Enterrado en vida) de la teoría idealista del arte por el arte. «Si alguien piensa que mi objetivo es el arte por el arte siento decirle que está tremendamente equivocado». Desde el punto de vista teórico, el lector era el objetivo de su obra; por el contrario, las corrientes modernistas y vanguardistas de la época concentraban la atención en el texto e incluso en el autor, despreciando tanto la opinión como los gustos del lector, aunque seguramente no su dinero.

En la biografía más conocida de Arnold Bennett (Margaret Drabble: Arnold Bennett. A Biography, 1974), su autora —también novelista prolífica— inicia su retrato cronológico con una broma muy «bennettiana»: dice que Arnold Bennett nació un 27 de mayo de 1867 en Hope Street, «seguramente la calle más desesperanzadora de la ciudad de Hanley». («Me encantan los chistes malos de Bennett y me hacen mucha gracia», admite la biógrafa). Hanley era una de las seis ciudades que formaban la mancomunidad de The Potteries (junto a Tunstall, Burslem, Stoke y Longton, más Fenton), una zona cuya industria se basaba en la manufacturación de piezas de alfarería y porcelana. Con un oportuno cambio de nombres, The Potteries de Staffordshire serán las Five Towns de Bennett, el escenario en el que se desarrollarán algunas de sus novelas y cuentos más populares. Cuando Arnold Bennett pinta esas ciudades provincianas, conservadoras, estoicas, poco dadas a los afectos y cariños, y un tanto bruscas, está reflejando un mundo que conocía bien, de comerciantes y artesanos ocupados en sus pequeñas vidas. («Nada podía ser más prosaico que aquellas calles bulliciosas y embarradas; nada que resultara más ajeno a la emoción y la aventura…», Anna of the Five Towns). Sobrevolaba seguramente sobre ese mundo la presión de metodismo westleyano, al cual pertenecía el círculo familiar de los Bennett. No pertenecían estos, en absoluto, a los estratos más bajos de la sociedad de Staffordshire: su padre fue también alfarero, prestamista y maestro, y después abogado. Al parecer se distinguían del vecindario común por sus raros intereses artísticos, musicales y literarios. Sus compatriotas aseguran que en los colegios a los que asistió adquirió conocimientos sólidos de francés y latín, y que ya por entonces consiguió publicar alguna pequeña pieza en los periódicos locales. La intención de su padre, al parecer, era que Arnold Bennett estudiara Derecho en la Universidad de Londres, pero nunca consiguió superar los exámenes de ingreso. Un biógrafo perspicaz advierte: «De todos modos, él no era estudiante, sino un observador de la vida y de la naturaleza humana». Tras aquel fracaso (que algunos suponen incluso intencionado), el joven provinciano inicia su vida en la capital, trabajando de pasante y, de tanto en tanto, escribiendo colaboraciones para distintos diarios y revistas. Para las revistas femeninas solía firmar como «Barbara» o con el magnífico seudónimo «Sarah Volatile». En la década de los noventa intensifica su actividad periodística, y en 1893 consigue la subdirección del semanario Woman. Tres años después, ocupando ya la dirección de dicha revista, comienza su carrera literaria con dos producciones dubitativas: un cuento en la famosa revista The Yellow Book («A Letter Home», 1895) y su primera novela titulada A Man from the North (1898). Muy pronto, sin embargo, se embarca en su obra más ambiciosa hasta el momento: Anna of the Five Towns. Aunque sigue leyendo y escribiendo frenéticamente, redactando centenares de artículos, reseñas, críticas y opiniones para todos los gustos, decide abandonar su trabajo de editor en la revista en 1900 y dedicarse exclusivamente a su obra. La contrapartida es que debe escribir aún más para subsistir: al tiempo que sigue con Anna de las Cinco Villas, se permite el lujo de redactar una novela de las que se llamaban entonces «sensacionalistas» (sensational, el género que Wilkie Collins dominó por encima de todos sus contemporáneos). Grand Hotel Babylon sale a la venta al mismo tiempo que Anna of the Five Towns, en 1902. En su retiro de Bedfordshire concibe la idea de dedicarse por entero a la literatura, y elabora un plan en el que se solaparán las novelas realistas (digamos, las novelas intelectualmente más ambiciosas y literarias), las novelas sensacionalistas (de misterio y emociones truculentas) y los relatos humorísticos.

En un estudio sobre la obra de Arnold Bennett, John Lucas (Arnold Bennett: A Study of His Fiction, 1974) se hace eco de las críticas que suscitó su actitud literaria casi inmediatamente después de su muerte. Hubo quien afirmó que Bennett era «un caso flagrante de capitalismo literario». Ya en su tiempo, y precisamente por esta concepción utilitarista de la literatura se le llamó writing machine y se le reprochó que agotara innecesariamente su vitalidad literaria al convertirse, por voluntad propia, en una «máquina de escribir».

Y es en este punto donde el puritanismo literario más estricto hace su aparición. A muchas obras de Arnold Bennett, alejado de las exquisiteces intelectuales de Bloomsbury y sus alrededores clasistas y esnobs, no tardó en aplicárseles el distintivo potboilers. La palabra deriva de la expresión boil the pot, literalmente «hacer hervir la olla» y figuradamente «buscarse la vida». «¿Es que voy a quedarme ahí mirando cómo algunos se embolsan dos guineas por historias que yo puedo hacer mucho mejor? Por supuesto que no. Si alguien piensa que mi único objetivo es el arte por el arte, siento decirle que está lamentablemente equivocado». En definitiva, se acusó a Arnold Bennett de escribir para ganarse la vida, de ser un mercenario de la sintaxis, un mercader del párrafo y un fariseo de la literatura. Lillian (1912) y The Regent (1913) son algunos de los pecados literarios más graves de Arnold Bennett.

En 1903, Arnold Bennett se traslada a París. Sus biógrafos aseguran que fue tras las huellas de Balzac, Maupassant y Zola, aunque por aquellos años París hervía ya con las propuestas de Turguénev, Maurice Ravel y André Gide, a quienes nuestro autor conoció personalmente. En la capital francesa (o en la cercana Fontainebleau) Bennett busca un tema para su opera magna. Su decisión es, a todas luces, más británica que francesa: «Yo sabía que tenía que elegir una clase de mujer que pasara inadvertida en una muchedumbre». Sus referencias eran La tía Anne, de la escritora Lucy Clifford, y —solo en cierta medida— Una vida, de Maupassant. Bennett estudió su «gran proyecto» durante algunos años, «pero luego me apartaba para escribir novelas de menor porte, de las cuales produje cinco o seis. [Este modo de hablar no favorecía su reputación como productor de literatura alimenticia.] Pero no podía estar siempre tomándolo y dejándolo, y en el otoño de 1907 me puse a escribir de verdad…».

Así nació The Old Wives’ Tale (Cuento de viejas). Unánimemente, esta novela no solo es la mejor de Arnold Bennett, también es una obra maestra de la literatura. Y su gestación es muy relevante a la hora de abordar la novela que el lector tiene ahora entre manos: Enterrado en vida. «Escribí la primera parte de la novela en seis semanas […] Después fui a Londres de visita. Traté de continuar el libro en un hotel londinense, pero Londres me distraía demasiado y lo dejé; entre enero y febrero de 1908 escribí Enterrado en vida». Pero dejemos este asunto para más adelante y continuemos con el proceso creativo en la factoría Bennett.

Su gran obra comenzó una andadura dubitativa, pero poco a poco se fue asentando, y aunque a Bennett nunca se le consideró a la altura de Dickens, Thackeray o Meredith, su historia de Constance y Sophia consiguió hacerse con un lugar en la historia de la literatura británica. «Fue elogiado y ensalzado», dice uno de sus biógrafos, «y a partir de entonces toda la obra de Bennett se juzgó respecto a Cuento de viejas». Y era difícil superarlo.

Aquel mismo año de 1908 publicó, además de The Old Wives’ Tale y Buried Alive, otros cuatro trabajos: The Human Machine, The Statue, el magnífico opúsculo How to Live 24 Hours a Day y Things That Have Interested Me (Third Series). Relatos, cuentos, artículos, piezas teatrales, seriales y una turbamulta de frolics o juguetes literarios que le proporcionaban sustento en la misma medida que le restaban prestigio. Sacred and Profane Love (1905), según la traductora española de Cuento de viejas, es «una de las peores obras escritas por un gran novelista». Pero justo es reconocer que Arnold Bennett era plenamente consciente de lo que hacía: en cierta ocasión admitió que aunque había escrito alrededor de ochenta libros, en realidad no había escrito más que cuatro: Cuento de viejas, The Card (1911), la primera novela de la saga Clayhanger (1910-1918) y la fantástica Riceyman Steps (1923), otro de sus grandes hallazgos, donde narra la historia de un miserable avaro, propietario de una librería de viejo que vendía «only cheap editions of popular modern novels» y que mira avieso a quien le pregunta por otra cosa («¿Qué tipo de libro de Shakespeare quiere? ¿Ilustrado? Ah, uno para leer…»). Por esta novela recibió el Premio James Tait Black Memorial de la Universidad de Edimburgo. (Al año siguiente E. M. Forster lo conseguiría por Pasaje a la India).

La Gran Guerra fue para Arnold Bennett, como para todo el mundo literario, la gran prueba y la gran quiebra, el gran seísmo que hizo temblar los cimientos de la mentalidad decimonónica e incluso los pilares modernistas de las alegrías vanguardistas. Pero Bennett conoció de primera mano los horrores de la guerra (en calidad de delegado gubernamental británico en Francia) y también, como periodista y escritor que era, redactó novelas y siguió colaborando en el Daily News y en el Evening Standard durante aquellos años.

A pesar de algunos desagradables avatares domésticos (como la traumática separación de su esposa francesa, Marguerite Soulié), Arnold Bennett continuó escribiendo en sus tres niveles (los estudios realistas de hombres y mujeres, las fantasías extravagantes, y los relatos humorísticos). Su actividad fue frenética hasta el final de sus días: murió muy joven, con apenas sesenta y cinco años, tras unas fiebres tifoideas después de una visita a Francia.

UN «SENSACIONAL» ENTREMÉS

Al redactar el prefacio de Cuento de viejas, Arnold Bennett recordaba que había regresado a Inglaterra tras concluir la primera parte de su gran novela. Se hospedó en un hotel de Londres y pensó que allí podría continuar con su tarea. Pero la capital inglesa era una turbamulta de distracciones y prefirió apartarla y dedicar su tiempo a un juguete literario más acorde con su estado de ánimo y sus necesidades económicas. Gracias a sus diarios sabemos que la «descabellada» idea de Enterrado en vida se le ocurrió el 10 de diciembre de 1907. Y, con matemática precisión, redactó la novela entre el día 1 de enero y el 27 de febrero. En la entrada del 29 de febrero, Arnold Bennett escribió: «Salvo por un capítulo, que yo diría que es el mejor del libro, todo él es bastante aceptable». Su agente literario consiguió que la editorial Chapman & Hall le pagara ciento cincuenta libras como adelanto. Según se recoge en el volumen Arnold Bennett: The Critical Heritage (editado por J. Hepburn, 1974), Arnold Bennett propuso que un sandwich man se paseara por delante de la Mudie’s Library, pero los propietarios mostraron algunas reticencias, así que el hombre anuncio se limitó a pasearse por Oxford Street, arriba y abajo.

Un mes después Arnold Bennett escribió a su agente diciéndole que las reseñas habían sido excelentes. Pero la verdad es que la mayoría no eran más que breves en los que se comentaba el argumento de la novela. Algún tiempo después, cuando recordaba la acogida de Enterrado en vida, el propio autor admitía que la recepción de su novela no había sido tan entusiasta como había creído en un principio: «Enterrado en vida se publicó inmediatamente y fue recibida con majestuosa indiferencia por el público inglés, una indiferencia que ha persistido hasta el día de hoy». The Times Literary Supplement lo describió como «an agreeable extravaganza» y el entusiasta reseñista del Daily Chronicle aseguraba que era el libro más divertido con el que se había topado desde hacía muchos años. Y en The Morning Post se decía: «El que esté dispuesto a reírse de los risibles excesos de la vida moderna y los eternos absurdos del carácter humano, y al mismo tiempo desee disfrutar de las sorpresas de la narrativa, debería leer este libro».

No todas las reseñas fueron tan favorables. Dos años después, cuando Buried Alive se publicó en Estados Unidos, un crítico americano, en un arrebato de furia, la catalogó como una farsa falsa y mala, y añadió a esa categoría otras novelas de Bennett. El escritor le envió una amable carta advirtiéndole que Enterrado en vida no era una farsa, sino una novela en la que se formulaba una crítica muy seria del mundo y la vida, y añadía que no tenía ninguna intención de abandonar esa senda literaria. Por otra parte, Bennett siempre consideró que Enterrado en vida era su mejor novela humorística. En la entrada del 9 de noviembre de 1909 de su diario comenta: «He empezado a leer Enterrado en vida y no puedo dejar de sonreír. Creo que jamás he leído un libro más divertido que este».

El mejor modo de analizar con precisión la historia de Priam Farll, el artista patológicamente tímido y asustadizo que protagoniza Enterrado en vida, tal vez sea remitiéndose a su gestación. El propio Bennett aseguraba que fue una especie de «descanso» en el proceso de redacción de Cuento de viejas. Desde luego, salvo en el modo particularísimo de escritura del autor, poca relación guardan ambos trabajos.

En efecto, es como si Arnold Bennett estuviera proponiendo un interludio humorístico en medio de la gran biografía de las hermanas Baines. En tanto que entremés (ha sido definido como interlude, precisamente), Enterrado en vida propone una historia breve, cómica, burlesca, enredada, urbana, de anonimatos y anagnórisis, de ocultaciones y revelaciones asombrosas. Pero del mismo modo que Cuento de viejas es un relato serio con ciertas dosis de humor, Enterrado en vida es un relato cómico con una importante carga crítica, y muy seria. Desde luego, puede leerse como un «juguete cómico» o como un entretenimiento ligero, pero quien tenga la virtud de detenerse en los volanderos comentarios a propósito del arte, del negocio del arte, de la prensa, de la justicia o de la vida urbanita londinense podrá advertir tonos más ácidos de los que se supone en un mero frolic.

Como en los entremeses clásicos, la historia de Priam Farll es un enredo de personalidades (suplantación y confusión) que, tras una serie de cuadros humorísticos, entra en un proceso de resolución y —también como en los entremeses clásicos—, el embrollo se resuelve en una escena judicial.

La suplantación, el disfraz, la doblez, la anagnórisis, y, en general, los argumentos en los que un personaje no es realmente quien dice ser forman parte de los topoi literarios desde que la narración es narración. Personajes que se disfrazan para observar la conducta de su amada, personajes que suplantan vilmente a reyes y príncipes, príncipes que andan los caminos como mendigos, o que incluso ignoran que son príncipes, criados que se hacen pasar por señores, y señores que se hacen pasar por criados (como en el caso de Priam Farll)… no son sino variaciones de argumentos en los que se produce un error o una suplantación en la identidad de un personaje. Aunque este tipo de argumentos son abundantísimos desde la mitología y la literatura clásica («Te voy a hacer irreconocible para todos: arrugaré la hermosa piel de tus ágiles miembros y haré desaparecer de tu cabeza los rubios cabellos; te cubriré de harapos…», le dice Palas Atenea al astuto Odiseo) hasta nuestros días (también los periodistas Clark Kent y Peter B. Parker ocultan su verdadera personalidad), son especialmente abundantes en el teatro barroco y en el romanticismo. La referencia ineludible del siglo XIX en este aspecto es la novelística «sensacionalista» de Wilkie Collins, algunas de cuyas grandes obras se basan precisamente en estos conflictos de identidad. Sin nombre y, sobre todo, Armadale podrían considerarse referencias inmediatas (y serias) de Enterrado en vida. Armadale es la historia de dos hombres con el mismo nombre que buscan su lugar en un mundo atestado de confusiones y asechanzas.

Por otro lado, en Enterrado en vida hay también referencias reales —citadas expresamente en la novela de Bennett—: el caso Tichborne, que mantuvo en vilo a la curiosa sociedad británica en los años sesenta y setenta del siglo XIX. En 1854 sir Roger Tichborne desapareció en un naufragio en el mar. Su madre, lady Tichborne, se resistió a creer que su hijo hubiera podido perecer ahogado en el mar, y pensó que tal vez estuviera perdido o no pudiera regresar a casa por cualquier razón, así que puso anuncios en distintos periódicos solicitando información. Una década después apareció un carnicero llamado Arthur Orton o Thomas Castro que decía ser el verdadero Roger Tichborne y reclamó la herencia. El caso entró en los tribunales y se alargó durante décadas, convirtiéndose en realidad en un serial judicial con todas las características de criminalidad, impostura, tragedia y emocionados sentimientos que encantan a los ingleses.

Desde luego, en Enterrado en vida la peripecia de suplantación e identificación tiene mucho de sensation novel y adopta buena parte del argumentario del género: cartas que llegan a destinatarios equivocados, personajes fingidos, bigamia, villanos aristocráticos, heroínas en peligro… Sin embargo, todo el entramado adquiere en la novela de Bennett un carácter especialísimo, porque está teñido de un fantástico sentido del humor y porque mantiene todas las claves de la ideología estética del autor: los personajes grises, las ciudades anodinas, las casas vulgares, las vidas apacibles, el anonimato… Y, sobre todo, esa capacidad para describir de un modo único lo cotidiano y lo vulgar, y convertirlo en asuntos extraordinarios. La literatura de Arnold Bennett se distingue, muy especialmente, por esa habilidad para mostrar cómo lo cotidiano es una aventura y lo común, un prodigio; un club londinense es un gran mausoleo y una calle comercial una imponente feria con atracciones inverosímiles. Nadie ha formulado de este modo la realidad y ese es sin duda el gran hallazgo de Arnold Bennett.

Esta combinación de novela sensacionalista y novela bennettiana se resuelve de un modo magistral en Enterrado en vida. Los lectores familiarizados con la tradición de las novelas «sensacionales» decimonónicas disfrutarán de todos los guiños humorísticos que propone Bennett; y quienes se acerquen a Enterrado en vida por vez primera o tras leer el imponente Cuento de viejas reconocerán en la primera los mejores rasgos de un escritor condenado injustamente al ostracismo por los caprichos de la historia literaria y sus imprevisibles vaivenes.

JOSÉ C. VALES