CAPÍTULO IX

UN FLAMANTE CABALLERO – EL «CONNOISSEUR» – PARFITTS’ GALLERIES – EN EL CLUB

UN FLAMANTE CABALLERO

La máquina era uno de esos artefactos eléctricos que funcionan sin ruido y eficazmente, como el garrote y la guillotina. Ni pestilencias, ni rechinar de dientes por culpa del ruido estridente de los engranajes, ni rugidos desapacibles: ¡nada había de desagradable en aquella máquina! Llegó y se detuvo delante de la verja del jardincillo delantero de la casa tan calladamente que Alice, que estaba limpiando el polvo de la sala con vistas a la calle, ni siquiera se percató de su presencia. No oyó ruido alguno hasta que el timbre sonó con discreto pudor. Creyendo, justificadamente, que quien llamaba era el chico del carnicero, salió a abrir la puerta con el delantal puesto y con el plumero en la mano. Un caballero elegantísimo, guapo y de porte distinguido estaba a dos pasos del umbral, con aquel carruaje eléctrico a sus espaldas. Era un hombre moreno, con el pelo negro y ensortijado, bigote y ojos negros. El sombrero de copa, nuevo y reluciente hasta lo increíble, brillaba más aún que su lustrosa cabellera y sus ojos. Llevaba un abrigo forrado de astracán, y este dato importante se revelaba casualmente en las solapas y en los puños de la prenda. Llevaba también una corbata de seda negra, con un alfiler de perla colocado en el centro matemático del romboide formado por el nudo marinero de la prenda. Los guantes eran de color pizarra. Lo más llamativo de sus pantalones, a rayas apenas perceptibles, era un pliegue central, hecho con tal delicadeza que parecía sobrenatural. Sus botas eran de piel glacé, tan suaves y tan pálidas como el cutis de sus mejillas. Sus mejillas ostentaban un color y una frescura juveniles, y entre ellas y sobre las dos sartas de dientes de admirable blancura se proyectaba la aguileña clave de su carácter y su raza. Es posible que Alice, por pura ingenuidad, participase del vulgar prejuicio contra los judíos; pero con toda seguridad no lo sintió en aquel momento. El encanto personal de aquel hombre, su extraordinaria elegancia, habrían disipado tal prejuicio si se hubiera presentado. Además, parecía que solo tenía unos treinta y cinco años, y ante el umbral de la casa de Alice nunca se había presentado un hombre tan guapo, tan apuesto, tan elegante como aquel.

Alice, en su imaginación, lo comparó enseguida con los eclesiásticos de la semana anterior, en lo cual salió perdiendo notablemente la Iglesia Anglicana. No sabía que aquel hombre era más peligroso que mil vicarios.

—¿Vive aquí el señor Leek? —preguntó sonriendo y se quitó el sombrero.

—Sí, señor —respondió ella sonriendo también.

—¿Está en casa?

—Bueno —dijo Alice—; está muy ocupado con su trabajo. Verá, con este tiempo… no puede salir mucho… para trabajar… Así que…

—¿Puedo verle en su estudio? —preguntó aquel hombre tan elegante, con el mismo aire que si dijera: «¿Puede usted concederme tan supremo favor?».

Era la primera vez que Alice oía llamar «estudio» a la buhardilla. Permaneció un momento en silencio.

—Es por las pinturas —explicó el visitante.

—¡Ah…! —exclamó Alice—. ¿Quiere usted pasar?

—He venido expresamente para ver al señor Leek —dijo el hombre con énfasis.

La opinión de Alice acerca del talento de su marido para pintar había cambiado mucho en los últimos dos años. A un hombre que ganaba doscientas o trescientas libras anuales pintando de colorines un lienzo, sin ningún criterio, pintando supuestos cuadros que, a juicio de Alice, solo ofrecían un cómico parecido con lo que querían representar, había que considerarlo como un artista en su buhardilla. Es verdad que Alice consideraba que el precio que le pagaban por la clase de trabajo que hacía era milagrosamente alto; pero con aquel agradable judío en el portal y el coupé junto a la puerta, de repente imaginó la posibilidad de milagros aún mayores en cuestión de precios. Imaginó la posibilidad de que el precio habitual de diez libras pudiera elevarse a quince e incluso a veinte libras… siempre que a su marido no le diese por arruinar el negocio con su absurda y huidiza timidez.

—¿Quiere usted venir por aquí? —insinuó con presteza.

Y toda aquella elegancia subió tras ella hasta la buhardilla. La puerta estaba entornada y Alice la abrió, diciendo simplemente:

—Henry, aquí hay un caballero que desea verte por tus cuadros.

EL «CONNOISSEUR»

Priam se repuso de la primera impresión antes de lo que podría esperarse. Su primer pensamiento fue que las mujeres eran unas criaturas poco previsoras, cuando no imprevisibles, y que cualquiera de ellas era capaz de llevar a cabo cosas imposibles, cosas inconcebibles… hasta que ellas las hacían. ¿Cómo imaginar que Alice iba a llevar directamente a la buhardilla a un extraño sin previo aviso? Sin embargo, cuando Priam levantó la mirada y vio la nariz del visitante (cuyas fosas se dilataban y contraían con delicadeza ante los humos de la estufa de petróleo), se tranquilizó enseguida. Comprendió que al menos no tendría que enfrentarse a ordinarieces ni groserías, ni falta de imaginación ni carencias emocionales. Además, el visitante, con la seguridad del hombre experimentado, impuso de inmediato el tono de la conversación.

—¡Buenos días, maître! —dijo en cuanto entró—. Tengo que pedirle mil perdones por interrumpirle de este modo. Pero vengo a ver si tiene usted alguna obra que vender. Me llamo Oxford y trabajo para un coleccionista.

Dijo todo aquello con una mezcla muy agradable de sinceridad, de consideración y práctica mercantil, y acompañado de una sonrisa brillante y admirable. No manifestó extrañeza ni asombro alguno al ver el desbarajuste de la buhardilla.

¡Maître!

Bueno, naturalmente, sería inútil fingir que los grandes artistas no se sienten halagados cuando los llaman maîtres. Maestro significa exactamente lo mismo y, sin embargo, es una cosa totalmente distinta. Hacía mucho tiempo que a Priam no lo llamaban maître. En realidad, a causa de sus tímidas costumbres, muy pocas veces lo habían llamado así. Un cuadro que acababa de pintar descansaba en el caballete, cerca de la ventana; representaba una de las escenas más soberbias de Londres: la High Street de Putney, de noche. Dos caballos de ómnibus avanzaban vigorosos y arrogantes saliendo del lado oscuro de la calle, y al entrar por la parte iluminada de la avenida principal, presentaban el aspecto una escultura ecuestre. Los juegos de luces eran complicadísimos. Priam comprendió inmediatamente, por la manera tranquila y sosegada con que el visitante miraba el lienzo y la posición que instintivamente ocupó para examinarlo, que era un hombre acostumbrado a ver cuadros. Nada de echarse bruscamente hacia atrás o hacia adelante; nada de movimientos histéricos ni de gestos o exclamaciones, como si se encontrara frente al fantasma de un asesinado. Simplemente miró el cuadro, y contuvo sus nervios y su lengua. Y, sin embargo, no era un cuadro fácil de analizar. Era una pintura de un experimentalismo muy avanzado y que no habría despertado más que risas en una persona que no fuera un verdadero connoisseur.

—¿Vender? —exclamó Priam. Como todos los hombres tímidos, procuraba ocultar su timidez tras una familiaridad exagerada—. ¿Qué me daría usted por esto? —dijo, apuntando al cuadro.

No hubo más preliminares.

—¡Vaya! ¡Es extraordinariamente bueno! —murmuró el señor Oxford con el tono del experto que sabe apreciar lo que ve—. ¡Extraordinariamente bueno! ¿Puedo preguntarle cuánto vale?

—Eso es lo que yo le estaba preguntando a usted —dijo Priam jugueteando con un trapo sucio de pintura.

—¡Hum…! —murmuró el señor Oxford, y miró otra vez el cuadro en silencio. Al cabo de breves instantes, dijo—: ¿Doscientas cincuenta?

Priam había prometido entregar el cuadro al día siguiente al fabricante de marcos, y no esperaba recibir por él más de veinte libras. Pero los artistas son seres muy extraños.

Dijo que no con la cabeza. Aunque doscientas cincuenta libras equivalían a lo que había ganado en los doce meses precedentes, aquella cabeza gris continuó negándose a la oferta.

—¿No? —dijo el señor Oxford con afabilidad y respeto, entrelazando las manos a la espalda—. Por cierto… —añadió, volviéndose con cierta precipitación hacia Priam—: Supongo que habrá usted visto el retrato de Ariosto que hizo Tiziano: lo han comprado para la National Gallery. ¿Qué le parece a usted, maître?

Esperó la respuesta mirando al pintor con curiosidad.

—Salvo por el hecho de que el retrato no es de Ariosto y que seguramente no es de Tiziano, no deja de ser una obra de primera clase —dijo Priam.

El señor Oxford, sonriendo con satisfacción, asintió con un gesto.

—Suponía que me diría eso —señaló, y luego rápidamente empezó a hablar de Segantini, después de J. W. Morrice, y a continuación de Bonnard[35], pidiéndole la opinión al maître. Pocos minutos después estaban los dos hablando de los grandes maestros de la pintura. Hacía años que Priam no había oído la voz del sentido común unido a la competencia hablando del arte pictórico. Hacía años que no había oído más que puerilidades en relación con la pintura. En realidad, se había acostumbrado a no oír. Había excavado un túnel de un oído al otro para no tener que escuchar lo que decían a su alrededor. Ahora apuraba la conversación del señor Oxford, y advertía que estaba sediento de ese tipo de conversación desde hacía mucho tiempo. No tardó en poner de manifiesto sus sentimientos. A medida que hablaba, se mostraba más ardiente, más entusiasta, más apasionado. El señor Oxford le escuchaba embelesado; pero parecía la discreción personificada. Consideró a Priam simplemente como lo que era, como un gran pintor; pero no hizo la menor referencia al enigma que suponía encontrarse a un gran pintor trabajando… ¡en una buhardilla de Werter Road, en el barrio de Putney! Nada de inconvenientes alusiones a la historia del artista ni a sus obras precedentes. Solo la franca y absoluta aceptación de su genio. Era extraño, pero, para Priam, muy agradable.

—¿Así que no acepta usted las doscientas cincuenta libras? —preguntó el señor Oxford, volviendo a hablar de negocios.

—No —dijo Priam muy resuelto—. La verdad es que me gustaría quedarme con este cuadro —añadió.

—¿Aceptaría usted quinientas, maître?

—Sí, supongo que sí —dijo Priam suspirando. Un suspiro sincero, porque realmente le habría gustado conservar aquel cuadro. Sabía que nunca había pintado nada mejor.

—¿Y puedo llevármelo ahora? —preguntó el señor Oxford.

—Claro —dijo Priam.

—Me pregunto si debería atreverme a pedirle a usted que viniera conmigo a la ciudad —añadió el señor Oxford con gentil cortesía—. Tengo dos o tres cuadros que me gustaría que viera, y creo que podrían interesarle mucho. Y así podríamos hablar de negocios futuros. Si le fuese posible disponer de una o dos horas… Se lo agradecería…

Un fuerte deseo se acunó en el pecho de Priam y luchó contra su timidez. El tono con que el señor Oxford le había dicho «Creo que podrían interesarle mucho» parecía indicar que se trataba de algo fuera de lo común. Y Priam apenas podía recordar la última vez que sus ojos vieron un cuadro que al mismo tiempo fuera una gran obra y no la conociera.

PARFITTS’ GALLERIES

Ya he indicado que el automóvil era algo fuera de lo común. Era, en realidad, algo muy fuera de lo común. Era mucho mayor de lo que suelen ser los coches eléctricos[36]; era lo que los reporteros de «artículos del motor» en los periódicos de ricos y para los ricos llaman una limousine. Por fuera y por dentro estaba maravillosamente nuevo e inmaculado. Los marfileños picaportes de las portezuelas, la suave tapicería de piel amarilla, el salpicadero de madera de cedro, los parasoles de las ventanillas, los accesorios plateados, las luces, los escabeles, los cinturones de seguridad de seda… ¡todo parecía recién estrenado!

El automóvil del señor Oxford parecía sugerir que su dueño no usaba un coche dos veces, es decir, que se compraba uno nuevo cada mañana, como hacen los corredores de bolsa de la City con sus sombreros y el duque de Selsea con sus pantalones. En el interior del vehículo se podía armar una mesilla para escribir, había archivadores convenientemente distribuidos para documentos, dos butacas y un aparato colgado que indicaba la hora, la temperatura y las fluctuaciones barométricas. Tenía también su correspondiente tubo acústico para comunicarse con el conductor. Cualquiera diría que si aquella máquina pudiera estar conectada por radiotelégrafo con la Bolsa de Londres, con los estudios de los principales artistas y con el Parlamento, y si, además, se hubiera instalado en la parte trasera un pequeño restaurante, el señor Oxford no habría tenido nunca necesidad de bajar del coche y podría pasar en él días enteros.

La modernidad del vehículo, y la indumentaria y la lozanía del señor Oxford contrastaban con el aspecto de Priam, que parecía en comparación bastante andrajoso. En realidad, estaba entonces bastante andrajoso. El descuido en el vestir se había ido apoderando de él poco a poco en Putney. En otros tiempos había sido un dandy; pero eso fue cuando tenía al sinvergüenza de Leek a su servicio. Y conforme el coche avanzaba, sin despedir pestilencias gaseosas y sin hacer ruido alguno, por las concurridas avenidas de Londres hacia el centro de la ciudad, ya a toda velocidad cual centella, ya deteniéndose con suave prontitud, ya adelantando en veloz parábola a un vehículo pesado, Priam iba sintiéndose cada vez más y más incómodo. En Putney se había asilvestrado. En los dos últimos años no había salido de Putney —salvo en muy contadas ocasiones, para ir a buscar inspiración en la National Gallery—, y siempre iba en tren y en metro (porque el metro siempre le recordaba momentos maravillosamente románticos), y siempre salía de las profundidades de la tierra en la esquina de Trafalgar Square, con un extraño entusiasmo emocional. Así que hacía mucho tiempo que no había visto las principales calles de Londres. Había olvidado la riqueza y el lujo de Londres, y las tiendas de cigarrillos orientales, cuyos propietarios tenían nombres terminados en -opoulos, y la altivez de las clases altas y la soberbia, aún más envarada, de sus lacayos. Había dejado a Alice en Putney. Y un demonio misterioso se apoderaba de él, le clavaba sus garras y pugnaba por arrastrarle de nuevo hacia la sencillez de Putney; aquel demonio luchaba ferozmente con él, y consiguió acobardarlo y amilanarlo ante el brillante espectáculo del centro de Londres, y a punto estuvo de sacarlo del coche a la fuerza y obligarlo a volver corriendo a Putney tan rápidamente como pudieran sus piernas. Era el demonio que llamamos «costumbre». Priam hubiera dado su mejor cuadro por estar en Putney, en lugar de pasar a toda velocidad por la esquina de Hyde Park en compañía del señor Oxford, a pesar de su amigable, respetuosa e inteligente conversación.

En cualquier caso, su otro demonio, la timidez, impidió que se atreviera siquiera a sugerir que deseaba bajarse del vehículo.

El coche se detuvo en Bond Street, delante de un edificio con una amplia arcada y con el símbolo del Imperio colgando en lo más alto, en el tejado. Unos carteles señalaban que la entrada costaba un chelín; pero el señor Oxford, llevando el lienzo de Priam con el mismo cuidado que si le hubiese costado cincuenta mil libras esterlinas en lugar de quinientas, entró sin detenerse y sin pagar, y Priam le siguió, atendiendo a su resuelta invitación. Soldados veteranos, con las pecheras cubiertas de cruces y medallas, saludaron al señor Oxford al entrar en el patio, y dentro ya del edificio, unos individuos con sombreros de copa tan impecables como el del señor Oxford se quitaron sus sombreros a modo de saludo, pero el señor Oxford no se quitó el suyo. Simplemente les hizo una leve reverencia con la cabeza… ¡napoleónicamente! Su comportamiento había cambiado de un modo muy llamativo. Ahora podía verse en él al hombre de voluntad indomable, acostumbrado a utilizar a otros hombres como peones de ajedrez en una complicada partida. Por fin llegaron a su despacho particular, donde el señor Oxford, con la ayuda de un criado, se despojó del sombrero, de los guantes y de las pieles y ordenó de inmediato que fueran a buscar a un individuo que en el acto llevó un marco ajustado al lienzo de Priam.

—¿Quiere usted un puro? —dijo el señor Oxford al pintor, regresando con un rápido gesto a sus primeros modales y ofreciendo a Priam una caja en la que cada cigarro iba envuelto en una hoja dorada. Eran cigarros de los que cuestan una corona en un restaurante, media corona en el estanco y dos peniques en Ámsterdam. Era un puro principesco, con aroma paradisíaco y ceniza tan blanca como la nieve. Pero Priam no estaba en disposición de apreciarlo. En una magnífica placa de cobre bajo la arcada había leído estas palabras: «Parfitts’ Galleries». Se encontraba en la famosa galería de sus antiguos clientes, a los cuales nunca había llegado a ver personalmente. Tuvo miedo. Una aprensión mortal se apoderó de él y tuvo una sensación de mareo en el estómago.

Después de contemplar con aire asombrado el lienzo de Priam, entre las nubes de aquel incienso, el señor Oxford extendió y firmó un cheque por quinientas libras esterlinas y, con el cigarro en la boca, se lo entregó a Priam, que intentó cogerlo sin darle al hecho mayor importancia, pero no lo consiguió. El cheque llevaba la firma «Parfitts».

—Supongo que sabrá usted que ahora soy el único propietario de esta galería —dijo el señor Oxford entre dientes y sin dejar el cigarro.

—¿Ah, sí? —exclamó Priam, sintiéndose tan nervioso como un ingenuo jovenzuelo.

El señor Oxford condujo a Priam, sobrevolando tupidas alfombras, hasta un salón donde, mediante reflectores, se proyectaba luz eléctrica sobre una pequeña pero asombrosa fila de cuadros. El señor Oxford no había exagerado. Priam disfrutó mucho contemplando aquellos cuadros. No eran de esas pinturas que uno ve todos los días, ni siquiera de las que uno ve una vez al año. Allí estaba el Delacroix más hermoso que había visto en su vida, y un Vermeer que hacía innecesaria la visita al Rijksmuseum. Luego, en una pared más alejada, hacia la cual se dirigió el señor Oxford, y en un lugar de honor, había un paisaje nocturno de Volterra, una ciudad italiana situada en la montaña. El espíritu de Priam se estremeció hasta lo más profundo de su ser cuando sus ojos vieron aquel lienzo. En el borde inferior del fastuoso marco había dos palabras con caracteres negros: «Priam Farll». ¡Recordaba perfectamente el momento en que lo pintó! ¡Qué magistralmente hermoso era aquel cuadro!

—Y este —dijo el señor Oxford—, en mi humilde opinión, es uno de los mejores Farll existentes. ¿Qué opina usted, señor Leek?

Priam guardó silencio durante unos instantes.

—Estoy de acuerdo con usted —dijo al final.

—Farll es tal vez el único pintor moderno que puede presentarse junto al resto de las obras de esta sala, ¿verdad? —añadió el señor Oxford.

Priam se sonrojó.

—Sí —dijo.

Había una diferencia considerable, en varios sentidos, entre la obra de Putney y el cuadro de Volterra; pero tanto el paisaje de Volterra como la High Street de Putney eran obvia, sorprendente e incontestablemente del mismo autor; nadie podría dejar de darse cuenta de que ambos cuadros tenían el mismo pulso en la pincelada, las mismas mezclas, la misma mirada y la misma plasmación… En una palabra, la misma asombrosa y austera traslación de la Naturaleza misma al lienzo. La semejanza saltaba enseguida a la vista del observador avisado. No le pasaría desapercibido ni a un vulgar subastero. Sin embargo, el señor Oxford ni siquiera lo mencionó de pasada. Parecía que no se había dado cuenta. Lo único que dijo, cuando ya abandonaban el salón y Priam terminó su monosilábico juicio, fue:

—Sí; esta es la pequeña colección que he conseguido reunir, y estoy muy orgulloso de habérsela mostrado a usted. Ahora quiero que venga a almorzar conmigo a mi club. Por favor, venga conmigo. Me disgustaría enormemente que rechazara mi invitación.

A Priam le importaba un bledo el disgusto del señor Oxford, y con toda sinceridad habría rechazado la invitación a comer con él en el club. Sin embargo, dijo que sí, porque era lo más fácil de decir, dada su timidez y dada la resolución y firmeza del señor Oxford. Priam temía marcharse. Estaba preocupado, asustado, aterrorizado por el misterioso silencio del señor Oxford.

Fueron al club en el coche.

EN EL CLUB

Priam nunca había estado en un club. Esta afirmación puede resultar asombrosa, puede que incluso sea recibida con incredulidad, pero es cierta. Priam salió del país de los clubes cuando aún era muy joven. Y respecto a los clubes ingleses en las ciudades europeas, conocía el aspecto que tenían por fuera y el amigable parloteo de sus defensores en las table d’hôte, pero nunca había tenido mayor interés por conocer esos lugares. Así que prácticamente no sabía nada de lo que ocurría en los clubes.

El del señor Oxford le asustó y le intimidó. Era un edificio muy grande y muy negro. Por fuera parecía el ayuntamiento de alguna gran ciudad industrial. Cuando uno ponía el pie en la acera, al final de las gigantescas escaleras que conducían al primer par de puertas batientes de cristal, la cabeza del visitante estaba con toda seguridad en un plano inferior a los pies de un individuo que lo observara con suspicacia desde el otro lado de los cristales. La cabeza del visitante también quedaba mucho más abajo que los alféizares de las colosales ventanas de la planta baja. Sobre la planta principal se levantaban dos pisos más, y por encima de ellos se proyectaba un alero de piedra tallada que advertía de su presencia amenazante a quien dirigiese su vista hacia arriba. La décima parte de una teja, el fragmento de una esquina que se desprendiera desde lo alto de aquella mole, podría matar a un elefante. Y toda la fachada era negra, negra por las partículas de carbón allí depositadas a lo largo de milenios. La idea de que el edificio era un ayuntamiento situado donde no debía se iba desvaneciendo gradualmente a medida que se examinaba. Entonces se percibía el error. Uno se daba cuenta de que el club del señor Oxford era un monumento, una reliquia del tiempo en que había gigantes en la Tierra, y que había pasado a manos de una raza de pigmeos que procuraban utilizarla lo mejor posible. El único descendiente de los gigantes vivo era el centinela de la puerta. Cuando el señor Oxford y Priam subieron por la escalinata de la entrada, aquel gigante abrió la gigantesca puerta con una fuerza gigantesca y el señor Oxford y Priam entraron sigilosamente; la puerta se cerró de nuevo con una tremenda conmoción de vientos. Priam se encontró entonces en un vestíbulo inmenso, bajo un techo tallado allá en las alturas, lejos, muy lejos, como si fuera el Cielo. Observó al señor Oxford escribir su nombre en un gigantesco libro en folio, bajo un gigantesco reloj. Cumplimentada esta formalidad, el señor Oxford lo condujo a través de vastos territorios hasta una estancia enorme, en cuyas inmensas paredes había interminables hileras de miles y miles de ganchos macizos, y de tanto en tanto, en alguno de aquellos ganchos, se veía un sombrero o un abrigo. El señor Oxford eligió un par de aquellos ganchos y, después de que él y Priam dejaran allí sus prendas de abrigo, pasaron a otra gran cámara, que, evidentemente, pretendía evocar las termas de Caracalla. En gigantescas pilas talladas en sólido granito, Priam se frotó las uñas con un cepillo de dimensiones colosales, de un tamaño que no había visto jamás, ni siquiera en sus pesadillas, y un criado le cepilló el traje con un utensilio que recordaba un arma ofensiva de los tiempos de Anak.

—¿Pasamos directamente al comedor o prefiere usted tomar antes una ginebra con angostura? —preguntó el señor Oxford.

Priam no quiso tomar ningún aperitivo, así que subieron por una imponente escalinata de sombrío mármol, y después de cruzar por diversas estancias, entraron en el comedor, que muy bien hubiera podido servir, por sus dimensiones, para una excelente escuela de equitación. Allí se abrían en hilera seis de las gigantescas ventanas, cada una de las cuales tenía cortinas que descendían, formando amplios pliegues, desde las regiones superiores invisibles a los territorios visibles. Probablemente había techo. En todas las paredes había cuadros gigantescos con marcos macizos y muy recargados, y, sobre las ventanas, heroicos bustos de mármol sobre columnas de basalto. Las sillas, por su tamaño y su peso, habrían resultado inamovibles, de no ser porque todas ellas contaban con ruedas capaces de resistir el peso de enormes roquedales; sin embargo, al lado de las mesas, parecían juguetes insignificantes. En uno de los extremos del salón había un aparador que no habría crujido ni se habría resentido en lo más mínimo bajo el peso de un buey entero; y en el extremo opuesto se veía una chimenea en cuyo fuego se podría haber asado dicho buey entero, de una pieza, y en cuya repisa el gigante Goliat no habría alcanzado a poner el codo.

Todo era silencio y solemnidad: el suelo estaba cubierto con pesadas alfombras que apagaban todos los ecos. No se oía el más leve ruido. El ruido, en realidad, parecía que estaba prohibido. Priam ya se había dado cuenta de ello cuando cruzó la ciclópea entrada a un salón sin confines cuyas paredes estaban cubiertas con advertencias que en letras gigantescas decían: «SILENCIO». Y se había dado cuenta también de que todas las sillas y divanes estaban acolchados y forrados con cuero suave y flexible, de manera que era imposible producir el más leve crujido. A primera vista, parecía que el comedor estaba vacío; pero una inspección más detenida revelaba la existencia de ciertos insectos deambulando por allí, o sentados en cómodas butacas que desde luego parecían diseñadas para acoger a dos o tres de ellos. Aquellos insectos eran los miembros del club, encogidos y convertidos en muñecos gracias a las tremendas dimensiones del salón y de su mobiliario. ¡Qué gente tan rara y siniestra! Parecía que estuvieran en las fases finales de su descomposición, y dondequiera que descansaran sus cabezas, extendían un lienzo blanco para que no tocase el sitio santificado por la cabeza de los antecesores fallecidos. Rara vez hablaban unos con otros; pero intercambiaban miradas de mutuo recelo y desprecio; y si por casualidad conversaban, lo hacían con palabras sueltas y en un tono de fastidio y aburrimiento. Allí podían espiarse perfectamente los unos a los otros en medio de aquellas sombras universales: unas sombras sobre las cuales no producían impresión alguna las bombillas eléctricas que lanzaban débiles destellos amarillos a través de los grandes globos donde estaban encerradas. Todo el edificio parecía sepultado en el pasado, como en una ensoñación del tiempo de los titanes, cuando sin duda habría gigantes que podrían llenar con sus cuerpos aquellas butacas y poner los codos en las repisas de las chimeneas.

A semejante lugar llevó el señor Oxford a comer a Priam, en platos que no tenían nada del tamaño corriente y lejos de los ordinarios vasitos de juguete. En el almuerzo, excelente y extraordinariamente moderno, no se percibió la menor alusión a la inmemorial historia del club, salvo en el queso Stilton, que parecía manufacturado en los gloriosos días de los tiempos homéricos: un queso que perfectamente pudo haber catado el propio Ulises. Casi no es necesario decir que el efecto de todo aquello en el temperamento de Priam fue desastroso. (¿Pero cómo podría haber imaginado el diplomático señor Oxford que Priam no había estado jamás en un club?). La situación lo dejó mudo y angustiado, y habría dado una suma de dinero tan grande como el club —el mismísimo cheque que llevaba en el bolsillo habría entregado— por no haber conocido al señor Oxford. Priam era un hombre demasiado sensible para pertenecer a un club, y su aspecto y sus gestos lo revelaban bien a las claras. El señor Oxford no había calculado el efecto que el club tendría en el temperamento de Priam. No tardó en reconocer su error.

—¿Vamos a tomar el café al salón de fumar? —dijo.

El abarrotado salón de fumar era el único sitio del club donde hablar en tono normal no se consideraba un crimen. El señor Oxford encontró un rincón libre de insectos, y se acomodaron allí, y acompañaron el café con licores y puros. Podía oírse reír a los insectos en medio del humo; la charla general distaba muy poco de ser una verdadera algarabía; y de tanto en tanto un minúsculo muchacho entraba en el salón y berreaba el nombre de un insecto a voz en grito. Cuando ocurría, Priam saltaba de repente en su asiento, como si recibiera una descarga eléctrica, y el señor Oxford, muy atento, notó esas electrocuciones.

El señor Oxford apuró su café con cierta premura, y después se inclinó un poco sobre la mesa, acercando su cara de luna llena a la de Priam; colocó sus piernas en una posición cómoda bajo la mesa, y lanzó al aire gran cantidad de humo de su puro. Estos eran claramente los preliminares de una escena en la que se revelaría algo decisivo, la aproximación a la crisis que durante algunas horas había estado difiriéndose.

El corazón de Priam tembló.

—¿Qué piensa usted, maître, de los cuadros de Priam Farll?

Priam estaba sufriendo una agonía. La actitud del señor Oxford era respetuosa, amable, expectante. Pero Priam no sabía qué decir. Solo sabía lo que habría hecho si hubiera tenido valor: echar a correr inmediatamente, sin ceremonias, y largarse a toda prisa del club.

—Yo… Yo no sé… —contestó, visiblemente pálido.

—Lo digo porque compré algunos Farll bastante buenos en su momento —continuó el señor Oxford—, y debo confesar que los vendí muy bien. Solo me quedé el que le he enseñado esta mañana, y he estado pensando si sería mejor conservarlo y esperar una posible alza en el precio, o venderlo enseguida.

—¿Por cuánto puede usted venderlo? —masculló Priam.

—No me importa decírselo a usted… —dijo el señor Oxford—. Creo que podría venderlo por unas dos mil libras. Es bastante pequeño, pero es uno de los mejores.

—Yo lo vendería —farfulló Priam en un tono apenas audible.

—¿Ah, sí? Bueno, tal vez tenga usted razón. En mi opinión, la cuestión es si cualquier día de estos aparece otro pintor que haga un trabajo tan bueno como el de Farll, e incluso mejor. Puedo imaginarme la posibilidad de que surja un hombre tan hábil que venga y que imite a Farll tan perfectamente que solo personas como usted, maître, y quizá yo, puedan apreciar la diferencia. Es justamente el tipo de obras que pueden imitarse de un modo brillante si el imitador tiene la habilidad suficiente, ¿no le parece?

—Pero… ¿qué quiere usted decir? —preguntó Priam, mientras notaba cómo el sudor corría por su espalda.

—Bueno —dijo el señor Oxford sin mucho interés—, nunca se sabe. El estilo puede imitarse, y el mercado puede llenarse de lienzos tan buenos prácticamente como los de Farll. Nadie podría averiguarlo durante un tiempo, y luego todo se confundiría en la mente del público, seguido de un brusco bajón en los precios. Lo bueno del caso es que el público, en realidad, no saldría perdiendo, porque una imitación que nadie puede distinguir del original, naturalmente, es tan buena como el original. ¿Entiende lo que le digo? Así que lo que tenemos aquí es una magnífica oportunidad para un hombre que pueda aprovecharla, y por eso me inclino a aceptar el consejo que usted me ha dado y a vender el único Farll que me queda.

Sonreía de un modo cada vez más cómplice. Su mirada ocultaba secretas intenciones: parecía que estaba sugiriendo a Priam ideas impronunciables. Aquel rostro radiante tenía la expresión que suelen tener esos rostros en ocasiones semejantes: una expresión que alegremente insinúa que, después de todo, no hay nada bueno ni malo…, o que, como mínimo, muchas cosas que consideramos malas según las normas de la esclavitud convencional en que vivimos pueden en realidad ser buenas. Así leyó y tradujo Priam la expresión del señor Oxford.

«¡Este maldito canalla quiere que yo le haga imitaciones de mí mismo!», pensó Priam, preso de un ataque de furia. «Sabe perfectamente que no hay ninguna diferencia entre el lienzo que le he vendido y el que tenía. Quiere hacer negocios. ¡Este es el juego que se trae conmigo!».

Y luego dijo en voz alta:

—No creo que le haya aconsejado nada a usted. No soy un marchante de cuadros, señor Oxford.

Dijo esto en un tono tan hostil que debería haber hecho callar al señor Oxford para siempre, pero no fue así. El señor Oxford se escabulló, como un patinador cuando hace una figura nueva, y comenzó a explayarse con prolija verborrea acerca de los méritos del cuadro de Volterra. Lo analizó con tanto detalle y lo alabó con tanta precisión, que parecía que tenían el lienzo delante. Priam se asombró de la exactitud de las apreciaciones de aquel hombre. «¡Ah, sinvergüenza! ¡Anda que no sabe…!», pensó con una mueca de horror.

—No creerá usted que estoy alabando demasiado esa obra, ¿verdad, cher maître? —concluyó el señor Oxford, aún sonriendo.

—Un poco —dijo Priam.

¡Si hubiera podido echar a correr…! ¡Pero no podía! El señor Oxford lo tenía arrinconado. ¡No había modo de liberarse! Además, estaba gordo y tenía más de cincuenta años.

—¡Ah…! Suponía que me diría eso. ¿Le importaría decirme cuándo lo pintó? —preguntó entonces el señor Oxford muy dulcemente, aunque con las manos cerradas y apretadas con tal tensión, que la sangre huyó de la zona de los nudillos.

¡Aquel era el punto crítico que el señor Oxford había estado preparando! Durante todo el tiempo, la dentada sonrisa del señor Oxford había estado ocultando la verdad: ¡sabía que él no era otro que Priam Farll!