INVASIÓN – LA DESPEDIDA – EN EL BAÑO
INVASIÓN
Una tarde de diciembre estaban Priam y Alice juntos en el comedor de su casa y Alice iba a preparar el té. El mantel bordado estaba extendido diagonalmente sobre la mesa (porque Alice había visto que colocaban así los manteles en las modernas mesas de té de los modernos salones Waring). De acuerdo con los designios de una brújula, la compota de fresa ocupaba el extremo norte y la mermelada estaba en el océano Antártico, mientras que los hojaldres y los bizcochos representaban el occidente y el oriente, respectivamente. El pan y la mantequilla ocupaban, como Dios manda, el centro del universo. El servicio de plata ornaba la mesa, y dos teteras (pues Alice no permitía nunca que el té, aunque fuera de China, permaneciese más de cinco minutos en infusión), más la jarra del agua con su tapadera de balanza automática patentada ocupaban una bandeja situada en los márgenes del mantel. Un poco más lejos, pero también sobre la mesa, el recipiente metálico donde hervía el agua gemía sobre una lamparita de alcohol. Alice estaba cortando rebanaditas de pan para las tostadas. El fuego en la chimenea estaba al rojo vivo, en el tono más apropiado para tostarlas, y el largo tenedor de tostar ya estaba preparado. Conforme avanzaba el invierno, los tés de Alice adquirieron una tendencia a ser más elegantes, y también más lujosos y más ceremoniosos. Y para evitarse la molestia y el peligro de ir a la cocina cruzando un frío pasillo, había dispuesto las cosas de modo que toda la operación del té podía llevarse a cabo en el mismo salón, con toda comodidad y boato.
Priam estaba liando cigarrillos, muchos, y los iba colocando en orden, conforme terminaba de hacerlos, en la repisa de la chimenea. ¡Una pareja feliz y dichosa! Y una pareja que, a juzgar por la abundancia y ornato del servicio del té, no se encontraba precisamente en apuros económicos. Habían transcurrido dos años desde la catástrofe de la cervecera Cohoon, y Cohoon aún no se había recuperado económicamente desde entonces. A pesar de ello, la pareja había encontrado con regularidad los fondos necesarios para el mantenimiento de la casa. La manera de procurarse estos fondos alcanzó enseguida gran importancia en las vidas de Priam y de Alice. Pero llegó un momento en que les ocurrió algo asombroso y verdaderamente extraordinario. Cualquiera podría haber afirmado que, al menos en la vida de Priam Farll, ya habían ocurrido todos los asombros imaginables. Sin embargo, todo lo que le había sucedido hasta entonces era tan común y vulgar como cerrar sobres, en comparación con este nuevo acontecimiento.
Este nuevo acontecimiento comenzó a precipitarse la tarde en que Alice pinchaba una rebanada de pan en el largo tenedor con la intención de tostarla. En aquel momento llamaron a la puerta de la calle: fue un aldabonazo formidable y retumbante… El aldabonazo del Destino, tal vez, pero del Destino disfrazado de carbonero.
Alice salió a ver quién era. Siempre era ella la que iba a abrir la puerta; Priam, nunca. Ella le protegía contra todo contacto brusco e inesperado con otras personas, igual que su criado antaño. No estaba encendido el gas en el vestíbulo, y como el anochecer se había echado encima, se detuvo a encenderlo. Después abrió la puerta y distinguió en la penumbra, de pie, a dos pasos del umbral, a una mujer baja y delgada, de mediana edad, vestida pobremente, aunque con cierta limpieza. Parecía imposible que un ser tan delicado e insignificante hubiese hecho tanto ruido en la puerta.
—¿Es esta la casa del señor Henry Leek? —preguntó la mujer, en un tono enojado y bastante brusco.
—Sí —dijo Alice, aunque no era exactamente la verdad. Desde luego, «esta casa» era suya, y no de su marido.
—¡Oh! —exclamó la mujer, lanzando una mirada a su espalda y adentrándose enseguida en el vestíbulo, muy nerviosa y sin esperar invitación.
En aquel mismo momento tres hombres surgieron en el jardincillo delantero de la casa y se apresuraron a seguir a la mujer, entrando tras ella en el vestíbulo, empujando a Alice y jadeando. Uno de aquellos tres individuos era un hombre fuerte, de rostro abultado, manos grandes, gesto amenazador y como de unos treinta años de edad (probablemente fue él quien golpeó la puerta), y los otros dos eran curas con los atributos físicos propios de su condición; es decir, con la vestimenta ascética correspondiente, la cara cuidadosamente afeitada y mirada cándida.
El vestíbulo parecía entonces la antecámara de una asamblea sindicalista, y como Alice no lo había visto nunca tan lleno, naturalmente, lanzó una exclamación de sorpresa.
—Sí —dijo uno de los curas, furibundo—; desde luego que puede usted exclamar «¡Dios mío!». Pero nosotros estábamos decididos a entrar, y hemos entrado. ¡John, cierra la puerta! ¡Madre, no se ponga usted en medio!
John, el hombre fornido de gesto amenazador, cerró la puerta.
—¿Dónde está el señor Henry Leek? —preguntó el otro cura.
Priam, cuya curiosidad se había despertado naturalmente por los desacostumbrados ruidos del vestíbulo, estaba en aquel momento fisgoneando por una rendija de la puerta del comedor. La intrusa descubrió en aquella abertura el brillo de unos ojos. Empujó la puerta y después de mirarlo de arriba abajo, dijo:
—¡Así que aquí estás, Henry! ¡Henry! ¡Después de treinta años…! ¡Quién iba a pensarlo!
Priam estaba completamente confuso.
—Yo soy su esposa, señora —continuó aquella mujer, dirigiéndose quejumbrosa a Alice—. Siento mucho tener que decírselo a usted. Pero soy su mujer. Yo soy la legítima señora de Henry Leek, y estos son mis hijos, que vienen conmigo para que se me haga justicia.
Alice se repuso enseguida del estupor que le había producido aquel asombro. No era una mujer que se desconcertara fácilmente por las debilidades de la naturaleza humana. Había oído hablar con frecuencia de la bigamia y no iba a desmayarse porque su marido al final resultara ser un bígamo. Inmediata y mentalmente comenzó a buscar excusas para disculparlo. Tras observar detenidamente a la verdadera señora Leek, Alice se dijo a sí misma que la tal señora Leek tenía ciertamente el tipo de temperamento que favorece la bigamia generalizada. Comprendió entonces por qué una persona puede caer en la bigamia. ¡Y al cabo de treinta años…! Ella nunca consideró la bigamia como un verdadero crimen, y no se le pasó por la cabeza echar a correr o avergonzarse por no estar legalmente unida a Priam.
No. Hay que decir, en favor de Alice, que invariablemente asumía las cosas tal y como venían.
—Creo que lo mejor sería que pasaran ustedes y se sentaran tranquilamente.
—¿Eh? Es muy amable por su parte —dijo la madre de los curas sin mucho entusiasmo.
Lo último que querían aquellos curas era sentarse allí tranquilamente. Pero tuvieron que sentarse. Alice consiguió que se sentaran en el sofá, uno al lado del otro. El hermano más robusto, el mayor, que no había dicho ni una palabra, se sentó en una silla entre el aparador y la puerta. La madre ocupó otra silla junto a la mesa. Priam se desplomó en su butaca junto a la chimenea. Respecto a Alice, ella permaneció de pie; no dejó traslucir nerviosismo alguno, salvo en el modo de utilizar el largo tenedor de tostar el pan, que aún llevaba en la mano.
Era una situación fabulosa. Pero desgraciadamente, las gentes vulgares están tan poco acostumbradas a las situaciones fabulosas, que cuando se producen se sienten incapaces de afrontarlas. Una persona que estuviera mirando por la ventana del comedor de Alice y no estuviera al tanto de lo que había ocurrido, podría suponer que no era más que un té doméstico, al cual habían llegado los invitados un poco antes de lo previsto, y que ninguno de los presentes era especialmente hábil en el arte de la conversación ocasional.
En todo caso, los curas estaban decididos a cumplir con su misión.
—¡Vamos, madre! —la apremió uno de ellos.
La madre, como si le hubieran tocado un resorte, empezó a hablar:
—Me casé con él hace treinta años justos, señora; y cuatro meses después de haber nacido mi hijo mayor, que es aquel, John —y señaló al que estaba junto a la puerta—, mi marido se marchó de casa y me dejó. Siento mucho tener que decirlo. Sí, ¡ya lo creo que lo siento! Pero así fue. ¡Y nunca le dije nada para que hiciera aquello! Ocho meses después nacieron mis dos gemelos, Harry y Matthew —y señaló a los dos curas del sofá—. A Harry le puse ese nombre por su padre, porque pensé que se le parecía y para demostrar, además, que no le tenía rencor, ¡y porque esperaba que volviera! ¡Y así me quedé con mis hijitos! Y no recibí nunca ni la menor explicación. Supe de él cinco años después, cuando Johnnie tenía cerca de cinco años, pero estaba en el continente y yo no podía pasar el canal y andar dando tumbos por el mundo con mis tres pequeños. Además, si hubiera ido… Siento decirlo, señora, pero me ha pegado muchas veces: ¡sí, me ha pegado, con las manos y los puños! Me ha maltratado de muy mala manera. Y yo nunca le dije ni pío. Era mi marido, para bien o para mal, así que le perdonaba, y todavía le perdono. Olvida y perdona, es lo que yo digo. Al final supimos de él porque Matthew es segundo vicario en San Pablo, y es el encargado del economato de caridad. El hombre que le trae a usted la leche fue el que le dijo a Matthew que tenía un cliente con el mismo apellido. Y ya sabe, que una cosa lleva a la otra y… Bueno, ¡y aquí estamos!
—¡Yo no he visto a esta señora en mi vida! —dijo Priam con gran nerviosismo—. Y estoy absolutamente seguro de que nunca me he casado con ella. ¡Yo no me he casado con nadie! Bueno, excepto contigo, Alice.
—Entonces, ¿cómo explica usted esto, señor mío? —exclamó Matthew, el gemelo más joven, dando un brinco y sacando un papel azul del bolsillo.
—Hágame el favor de entregarle esto a mi padre —dijo, dándole el papel a Alice.
Alice inspeccionó el documento. Era un certificado del matrimonio de Henry Leek, criado, con Sarah Featherstone, soltera, en la oficina del Registro Civil de Paddington. Priam lo examinó también. ¡Era una de las fechorías de Leek! Ya no le sorprendía ninguna revelación del pasado de Henry Leek. Priam no podía hacer otra cosa que no fuera negar con toda firmeza su identidad y persistir en su negativa. Era completamente inútil intentar convencer por las buenas a aquella mujer que era la viuda de un señor al que habían enterrado en la abadía de Westminster.
—¡Yo no sé nada de esto! —exclamó Priam con firmeza, devolviendo el documento.
—Supongo que no negará usted que su nombre es Henry Leek… —dijo el cura Henry, levantándose también y permaneciendo de pie junto a Matthew.
—¡Lo niego todo! —dijo Priam con la misma firmeza que antes. Pero ¿qué explicación podría dar? Si no había sido capaz de convencer a Alice de que él no era Henry Leek, ¿cómo iba a convencer a aquellas personas desconocidas?
—Supongo, señora —continuó diciendo el cura Henry, dirigiéndose a Alice en tono solemne, como si estuviese hablando delante de una numerosa feligresía—, que, de todos modos, usted y mi padre… eeeh… viven juntos con los nombres de señor y señora Leek.
Alice se limitó a levantar las cejas.
—¡Todo esto es una espantosa equivocación! —exclamó Priam con impaciencia. Y entonces tuvo una brillante idea—. ¡Como si solo hubiera un Henry Leek en el mundo!
—¿De veras conoce usted a mi marido? —preguntó Alice.
—¿Su marido, señora? —protestó Matthew, ofendido.
—Yo no diría que está igual que como era… —dijo la auténtica señora Leek—, lo mismo que él no me reconoce a mí. ¡Después de treinta años…! La última vez que lo vi tendría solo veintidós o veintitrés años… Pero es el mismo tipo de hombre y tiene los mismos ojos. Vea usted los ojos de mi hijo Henry. Además, hemos sabido que había entrado al servicio de un tal señor Priam Farll, que era pintor o algo así, y al que han enterrado en la abadía de Westminster. Y todo el mundo en Putney sabe que este caballero…
—¡Caballero! —murmuró Matthew con enojo.
—… que este caballero fue criado del señor Priam Farll. Esto es lo que dice todo el mundo.
—¡Y supongo —dijo el cura Henry— que no dirá usted que Priam Farll tenía dos criados llamados Henry Leek!
Atrapado en las redes de este argumento socrático, Priam guardó silencio, frotándose las rodillas y con la vista clavada en el fuego de la chimenea.
Alice se acercó al aparador donde guardaba su mejor vajilla de porcelana, y sacó tres tazas con sus platillos correspondientes; después cogió la tetera y puso en ella siete cucharaditas de té.
—Creo que lo mejor es que tomemos una taza de té —dijo con gran calma.
—Es usted muy amable, eso es verdad… —murmuró la auténtica señora Leek.
—¡Eh, madre, no se rinda usted ahora…! —exclamaron a un tiempo los dos curas en tono recriminatorio.
—¿No recuerdas, Henry —prosiguió la mujer entre lamentos, y dirigiéndose a Priam—, que me dijiste que por nada en el mundo te casarías por la Iglesia? ¿No te acuerdas que cedí en eso, como siempre? ¿No te acuerdas que no permitiste que bautizáramos al pobre Johnnie? Bueno, espero que hayas cambiado de opinión. En fin… Es raro, muy raro, que dos de tus hijos, y precisamente los dos que no has visto hasta hoy, hayan decidido entrar en la Iglesia. Y gracias a Johnnie, ahí lo tienes, han podido conseguirlo. Si fuera a contar todas las penalidades que hemos padecido, no me creerías. Han sido pasantes en una oficina, y pasantes seguirían siendo si no hubiera sido por Johnnie. Johnnie siempre ha ganado su dinero. ¡Ingeniería! Matthew es ahora segundo vicario de San Pablo y gana cincuenta libras al año, y Henry tendrá también un vicariato en Bermondsey el mes que viene. Se lo han prometido. ¡Y todo gracias a Johnnie…! —dijo llorando.
Johnnie, en un rincón (hasta entonces no había hecho más que dar el aldabonazo, al parecer) mantuvo su decisión de no interferir en la conversación.
Priam Farll, iracundo, ofendido y bastante poco conmovido por el espectáculo, se encogió de hombros. El único deseo que le animaba era el de largarse de allí y perder de vista a la viuda y a la progenie de su difunto criado. Pero no podía. El hercúleo John estaba demasiado cerca de la puerta. Así que se limitó a encogerse de hombros por segunda vez.
—Sí, señor —dijo entonces Matthew—, puede usted encogerse de hombros si quiere; pero no puede impedir que existamos. Aquí estamos, y no puede usted librarse de nosotros. Usted es nuestro padre y supongo que deberíamos guardarle algún respeto. Sin embargo, ¿cómo puede usted esperar que lo respetemos? ¿Cuándo se ha hecho usted acreedor de nuestro respeto? ¿Cuando maltrataba a nuestra pobre madre? ¿Cuando la dejó, de aquel modo tan cruel e inhumano, sola frente al mundo? ¿Tal vez ha merecido usted nuestro respeto cuando abandonó a sus hijos, al que ya tenía y a los que aún estaban por nacer? ¡Es usted un bígamo, señor mío! ¡Un embaucador de mujeres! ¡Dios sabrá…!
—¿Le importaría hacerme el favor de tostar este pan…? —dijo Alice, interrumpiendo su virulento discurso al tiempo que ponía en sus manos un tenedor largo con una rebanada. Y enseguida añadió—: Solo mientras yo hago el té.
Era un nuevo procedimiento para detener un caballo salvaje de las estepas corriendo a todo galope; pero tuvo éxito.
Mientras sostenía sin mucha pasión el largo tenedor con la rebanada de pan cerca del fuego, Matthew lanzaba furiosas miradas a Priam para dar a entender su legítimo enojo y otros sentimientos.
—¡Por favor, no lo queme! —dijo Alice amablemente—. Mejor será que se siente usted en este taburete.
Después vertió agua hirviendo en la tetera, la tapó y miró el reloj para saber el momento exacto en que había comenzado el proceso de infusión.
—Por supuesto —exclamó entonces Henry, el hermano gemelo de Matthew—, no necesito decir, señora, que puede contar usted con toda nuestra compasión. Usted está en…
—¿Se refiere usted a mí? —preguntó Alice.
Por debajo, podía oírse a Priam repetir obstinadamente a media voz:
—¡Yo no he visto a esa mujer en toda mi vida! ¡Yo no he visto jamás a esa mujer!
—Sí, señora, me refiero a usted —dijo Henry, decidido a que nadie interrumpiera ni desviara su discurso—. Y hablo en nombre de todos nosotros. Cuenta usted con toda nuestra compasión. No podía usted conocer el carácter del hombre con quien se casó, o, mejor dicho, con quien celebró la ceremonia del matrimonio. Sin embargo, nosotros hemos sabido, por investigaciones que hemos llevado a cabo, que lo conoció usted por medio de una agencia matrimonial; y cuando una persona hace ese tipo de cosas, corre ciertos riesgos. Su posición es muy delicada; pero creo que no me extralimito al decir que usted misma se la ha buscado. En mi trabajo me he encontrado con frecuencia con lamentables ejemplos de las consecuencias de la relajación de los principios morales; pero estaba muy lejos de imaginarme que iba a encontrar el más triste y lamentable de todos en mi propia familia. Saber todo esto ha sido para nosotros un golpe tan duro como para usted. Nosotros hemos sufrido, mi madre ha sufrido, y ahora me temo que le tocará sufrir a usted. Usted no es la esposa de ese hombre; nada hay que pueda hacerla su legítima esposa. Sin embargo, está usted viviendo con él, bajo el mismo techo y… en circunstancias… digamos… sin una chaperona que vigile el comportamiento moral en la casa. Me cuesta trabajo definir su situación en palabras lisas y llanas. Tampoco resultaría muy adecuado que lo hiciera, dada mi posición. Pero…, en realidad, difícilmente podría encontrarse una señora en una situación más comprometida de… me temo que no haya otro modo de decirlo… de abierta inmoralidad, y… en fin… Y solo hay una cosa que pueda devolverla a usted a la sociedad decente, y solo una… eeeh… bueno… yo… yo hablo en nombre de la familia…
—¿Azúcar? —preguntó Alice a la madre de los curas.
—Sí, por favor.
—¿Un terrón o dos?
—Dos, por favor.
—Que conste que hablo en nombre de toda la familia… —insistió Henry.
—¿Tiene usted la bondad de darle esta taza a su madre? —le sugirió Alice.
Henry se vio obligado a coger la taza. Excitado por la fiebre de la elocuencia, desafortunadamente derramó el té antes de poner la taza en manos de su madre.
—¡Oh, Henry! —murmuró la mujer, avergonzada y espantada—. ¡Siempre fuiste tan torpe…! ¡Y con un mantel tan limpio…!
—¡Oh, no se preocupen, no tiene importancia, por favor! —dijo Alice; y después, dirigiéndose a su Henry, añadió—: Querido, corre a la cocina y tráeme algo para secar todo esto… Detrás de la puerta hay colgado… Mira a ver…
Priam saltó de su asiento con pasmosa celeridad. Y como el caso no admitía dilación, el guardián de la puerta del comedor no tuvo más remedio que dejarlo pasar. Un instante después se oyó cómo la puerta de la calle se cerraba con estrépito. Priam no volvió al salón. Y Alice tuvo que secar el té vertido con una servilleta limpia y planchada que cogió de un cajón del aparador.
LA DESPEDIDA
La familia del difunto Henry Leek, cada uno con una taza en la mano, encontró cierta dificultad para mantener la conversación en el tono que habían iniciado Matthew y Henry. La señora Leek, su madre, dio rienda suelta a sus lágrimas, a la par que engullía pan con mantequilla, mermelada y tostadas listadas como el pelaje de una cebra. John aceptaba todo lo que Alice le ofrecía, guardando un sombrío y tremendo silencio.
—¿Es que no piensa volver? —dijo Matthew al final y se levantó del taburete donde estaba sentado junto al fuego.
—¿Quién? —preguntó Alice.
Matthew se detuvo un momento, y después dijo violentamente y con decidida intención:
—¡Mi padre!
Alice sonrió.
—Me temo que no. Me temo que se ha ido. Verán, es un hombre bastante peculiar. Me ha sido absolutamente imposible manejarlo. No he tenido más remedio que dejarlo por imposible. Tiene algunas cosas buenas… Ahora que no está aquí puedo hablar con franqueza: tiene algunas cosas buenas. Cuando la señora Leek, pues supongo que su madre se hace llamar así, hablaba de la crueldad de Henry para con ella… Bueno, la comprendía perfectamente. Desde luego yo no voy decir una palabra contra él: siempre ha sido muy bueno conmigo; pero… ¿otra taza, señor John?
John se acercó a la mesa sin decir una palabra y con la taza en la mano.
—¿No querrá usted decir, señora, que…? —sugirió la señora Leek.
Alice asintió con pesar.
La madre volvió a llorar.
—Cuando Johnnie apenas tenía cinco semanas —dijo— me retorció el brazo. Y nunca me daba dinero. Una vez me encerró en el sótano. Y una mañana, cuando yo estaba planchando, me quitó la plancha caliente de la mano y…
—¡No…! ¡No…! ¡No siga…! —gritó Alice—. Ya lo sé. Sé todo lo que pueda usted decirme. Lo sé… porque he pasado por ello…
—No querrá decir que la amenazó a usted con la plancha caliente…
—¡Si solo hubiera sido una amenaza…! —exclamó Alice con voz de mártir.
—¡Entonces… no ha cambiado nada en todos estos años! —dijo sollozando la madre de los clérigos.
—Y si ha cambiado, ha sido a peor —dijo Alice; y volviéndose hacia los mellizos, añadió—: ¿Quién lo iba a decir? ¿Cómo iba a saberlo yo? Y, sin embargo, nadie es tan bueno como él…, a veces.
—¡Es verdad, es verdad! —gritó la verdadera señora Leek—. ¡Siempre fue tan voluble…! ¡Tan raro!
—¡Raro! —dijo Alice, aceptando aquella palabra—. ¡Eso es, raro! Es un raro. Creo que no está completamente bien de la cabeza, no muy bien. A veces tiene manías extrañísimas. Yo hago como que no me entero, pero las tiene. Muchas mañanas me levanto pensando: «Bueno, tal vez hoy haya que llevarlo…».
—¿Llevarlo?
—Sí, a Hanwell[34] o adonde sea. Y deben tenerlo ustedes presente —añadió, mirando fijamente a los curas—. Ustedes llevan la misma sangre en sus venas. No lo olviden. Supongo que lo que quieren es obligarle a que vuelva con usted, señora Leek, como debe ser.
—Sí… Bueno… Sí… —murmuró débilmente la señora Leek.
—Bueno, si pueden persuadirle para que se vaya con ustedes —dijo Alice—, si pueden conseguir que cumpla con su deber, yo me alegraré mucho y no pondré el menor inconveniente. Pero lo siento por ustedes. Debo decirles que esta casa y estos muebles son míos. Él no tiene absolutamente nada. Y me imagino que no tiene ahorros. Muchos golpes me ha dado en sus momentos de ira; pero, de todos modos, le tengo lástima. Sí, le tengo lástima, y no quisiera dejarlo abandonado a su suerte. Tal vez estos tres jóvenes puedan hacer algo con él. Pero no estoy segura. Es muy terco. ¡Y tiene una manera tan violenta de hacer las cosas…!
La madre negaba con la cabeza conforme los recuerdos del pasado acudían a su memoria.
—El hecho es que debería ser juzgado por bigamia —dijo Matthew con dureza—. Eso es lo que debería hacerse.
—¡Desde luego! —asintió su hermano Henry.
—¡Están ustedes en lo cierto! ¡Tienen perfecto derecho! —dijo Alice—. Eso es lo justo, desde luego. Por supuesto, él negará que es el Henry Leek de quien ustedes hablan. Seguramente lo negará todo. Pero al final no dudo de que lograrán ustedes probarlo. Lo malo de estos casos legales es que son muy caros. Se necesitan detectives privados y no sé cuántas otras cosas, me parece. Naturalmente será un escándalo. ¡Pero por mí no se preocupen! Yo soy inocente. Todo el mundo me conoce en Putney, desde hace más de veinte años. No sé si les convendría a ustedes, señor Matthew y señor Henry, sacerdotes como son, tener a su propio padre en presidio. Pero así debe ser. La justicia es la justicia, y son muchos los hombres que andan por ahí engañando a mujeres sencillas y confiadas. Había oído hablar con frecuencia de cosas así. Ahora ya sé que es verdad. Gracias a Dios que mi pobre madre no ha vivido para ver en qué situación me encuentro ahora. En cuanto a mi padre, aunque era viejo, si hubiera vivido, estoy segura de que me habría dado unos buenos latigazos…
Después de algunas vagas e incoherentes observaciones de los curas, se oyeron unos carraspeos junto a la puerta. Era John, que tosía.
—¡Lo mejor será olvidarnos de todo esto…! —exclamó. Aquella fue su primera y última contribución oral a la escena.
EN EL BAÑO
Priam Farll anduvo deambulando por las escondidas arboledas comunales de Wimbledon, manteniendo soliloquios en un lenguaje no especialmente delicado. En su precipitación por escapar, tan apresuradamente, había salido sin gabán, y el tiempo era desagradablemente ventoso. Pero no sentía el frío; solo sentía el penetrante viento de las circunstancias.
Poco tiempo después de que el propietario loco del hotel adquiriera el cuadro, Priam había averiguado que el fabricante de marcos de High Street conocía a un hombre dispuesto a comprar todos los cuadros que pudiera pintar, y las transacciones artísticas entre él y el marquista se resolvieron en un comercio habitual. El precio normal de cada cuadro era de diez libras, al contado. De este modo, Priam había ganado unas doscientas libras al año. Ninguna de las partes se metió en más averiguaciones. Las pinturas se entregaban de tanto en tanto, e inmediatamente se recibía el dinero; y Priam no sabía nada más. Durante muchas semanas vivió con el constante temor de que se armara un lío, un tremendo escándalo en el mundo del arte, visitas de la policía y otras molestias, porque resultaba muy difícil suponer que todos aquellos cuadros pasarían desapercibidos por delante de la nariz de los especialistas. Pero nada había ocurrido, y poco a poco Priam fue tranquilizándose y adquiriendo cierta confianza. Era feliz: feliz en el libre ejercicio del don que le había concedido la Naturaleza; feliz por tener todo el dinero que requerían sus necesidades y las de Alice; más feliz que durante sus errabundos días de gloria y de riqueza. Alice se había asombrado de su capacidad para ganar dinero y, además, parecía que insensiblemente se habían ido desvaneciendo sus sospechas respecto a su estado mental y a su sinceridad. En una palabra: la ruleta del destino parecía haberse detenido, y él puso especial cuidado en que siguiese inmóvil. Priam se encontraba en esa especie de refugio que es absolutamente esencial para la dicha de un artista tímido y nervioso, por grande y famoso que sea.
Y entonces fue cuando se produjo aquella desastrosa irrupción, ¡la resurrección de los antiguos pecados del verdadero Leek! Priam se sintió dolido, aterrado, furioso. Pero no sorprendido. Lo asombroso era que las antiguas canalladas de Henry Leek no le hubieran acarreado problemas mucho antes. ¿Y qué podía hacer? No podía hacer nada. Eso era lo trágico: que no podía hacer nada. No podía sino confiar en Alice. Alice era admirable. Cuanto más lo pensaba, más le asombraba su maestría a la hora de tratar a aquellos absurdos eclesiásticos. ¿Y le iban a privar de aquella incomparable mujer por unos ridículos procedimientos legales relacionados con una acusación de bigamia? Priam sabía que en Inglaterra la bigamia acarreaba penas de prisión. La injusticia era monstruosa. ¡Veía a aquellos curas, y a su hermano mudo, y a la ofendida madre de los tres arrastrándolo al presidio o al lecho de muerte! ¿Y cómo iba a explicárselo a Alice? ¡Era imposible explicarle nada! Sin embargo, también era posible que Alice no deseara explicación alguna. Alice, en realidad, nunca había exigido ninguna explicación de nada. Siempre decía: «Comprendo perfectamente», y se iba a preparar la comida. Alice era la criatura más acogedora que había producido la evolución del universo.
Por fin cesó el viento racheado y comenzó a llover. A Priam le daba igual. Pero la lluvia de diciembre tiene la rara y horrible cualidad de ser considerablemente fría. Es capaz de llamar la atención por encima de las preocupaciones más pertinaces y serias, y al final consiguió llamar la atención de Priam. Le forzó a admitir que su atormentado espíritu tenía una envoltura de carne, y que esa envoltura carnal estaba calada hasta los tuétanos. Al final, su espíritu se rindió poco a poco ante el ataque de lluvia, y regresó a casa.
Metió la llave en la cerradura con extremadas precauciones para no hacer ruido, se adentró en la casa como un ladrón, y cerró la puerta con mucho cuidado. Ya en el vestíbulo, procuró escuchar con atención. ¡Ni el menor ruido! Esto es, salvo el ruido de las gotas de su sombrero al caer sobre el sintasol del piso. La puerta del comedor estaba entornada. La empujó tímidamente y entró. Alice estaba zurciendo medias.
—¡Henry! —exclamó—. ¡Vaya! ¡Pero si vienes calado! —dijo, levantándose.
—¿Se han marchado ya? —preguntó Priam.
—¡Y has andado por ahí sin gabán…! Henry, ¿cómo has hecho eso? En fin, tendré que meterte en la cama inmediatamente… ¡Ahora mismo, o, si no, mañana amanecerás con pulmonía o algo peor!
—¿Se han marchado? —repitió Priam.
—Sí, naturalmente —respondió Alice.
—¿Cuándo van a volver? —preguntó su marido.
—No creo que vuelvan —contestó Alice—. Creo que han ido servidos. Creo que les he hecho comprender que lo mejor que pueden hacer es dejar correr el asunto. ¿Has visto en tu vida una tostada más espantosa que la que hizo ese cura?
—Alice, te aseguro… —dijo Priam después, dándose un baño de agua hirviendo—, te aseguro que todo es un error: yo no he visto a esa mujer en mi vida.
—Pues claro que no —dijo ella muy tranquilamente—. Por supuesto que no. Además, aunque la hubieras visto, se lo tendría bien merecido. Cualquiera puede ver que es una mujer insoportable. Y no parece que les vaya tan mal. Son unos histéricos, eso es lo que les pasa. Todos menos el mayor, el que no hablaba. Me ha caído muy simpático.
—¡Pero es que no la he visto en mi vida! —reiteró Priam, al tiempo que daba golpes sobre el agua.
—¡Querido, ya sé que no!
Priam sospechó que Alice le estaba dando la razón por no contrariarlo. Sospechó que estaba dispuesta a quedarse con él a toda costa. Y tuvo también la desconcertante y terrible sospecha de que el espíritu de una mujer buena y cariñosa podría desvelar los sentimientos más profundos de su conciencia, desaprensivos y faltos de escrúpulos.
—Lo único que deseo es que no aparezca más gente como esta —añadió Alice secamente.
¡Ah! ¡Esa era la cuestión! Priam concibió la posibilidad de que el canalla de Leek hubiese cometido montones de fechorías, y de que todas pudieran recaer sobre él ahora. Su atribulada imaginación vio regiones enteras pobladas de desconsoladas viudas de Henry Leek y su descendencia, eclesiástica y civil. Ya sabía lo que había sido Leek. La abadía de Westminster era un extraño final para lo que aquel hombre se merecía.