LA CONFESIÓN – LÁGRIMAS – UN MECENAS DE LAS BELLAS ARTES
LA CONFESIÓN
Aquella noche Priam estaba muy nervioso, y no parecía que le preocupara mucho disimular aquel nerviosismo. La verdad era que no habría podido disimularlo aunque hubiera querido. La fiebre de la creación artística se había apoderado de él, con todas sus antiguas angustias y todas sus viejas y agotadoras alegrías. Su genio había permanecido ocioso, como un león en la espesura de la selva, y resurgía ahora fuerte y vigoroso. Llevaba meses sin tocar un pincel; habían transcurrido meses en los que su espíritu había evitado deliberadamente la cuestión de la pintura, contentándose solo con la contemplación de la belleza. Apenas una semana antes, si se hubiera preguntado a sí mismo si sería capaz de volver a pintar, podría haberse respondido: «Tal vez no». Tal es la ignorancia que el hombre tiene respecto a su propio carácter. Pero ahora el león de su genio se había plantado delante de él, dándole un zarpazo en el pecho y rugiendo furioso.
Comprendió entonces claramente que aquellos últimos meses solo habían sido un simple intermedio, que se veía forzado a pintar o se volvería loco; y que todo lo demás no tenía ninguna importancia. Comprendió también que únicamente podía pintar de una manera: como Priam Farll. Y si se descubría que Priam Farll no estaba enterrado en la abadía de Westminster, si estallaba el escándalo y se producían embrollos legales… ¡Bueno, eso sería horrible! Pero él no tenía más remedio que pintar.
No por dinero, ¡entiéndase! Tangencialmente, claro, ganaría dinero. Pero ya casi había olvidado que la vida tiene una faceta económica.
Así pues, andaba nervioso de un lado para otro en el salón de aquella casita de Werter Road, confinado entre la mesa y el aparador, y acercándose de cuando en cuando a la chimenea, donde se sentaba Alice con su bastidor de zurcir sobre las rodillas y las gafas puestas… (Usaba gafas cuando tenía que mirar fijamente objetos muy oscuros). La estancia era bastante fea, en el agradable estilo de Putney, con un par de láminas de B. W. Leader[33], de la Royal Academy, un papel pintado demasiado realista, muebles de color castaño oscuro con patas torneadas, una alfombra con las características de una institutriz retirada que se ha dado a la bebida, y una nube negra en el techo, encima de los quemadores de gas. Afortunadamente, todas aquellas cosas no le molestaban. No le molestaban porque no las veía. Cuando sus ojos no se detenían sobre las cosas bellas, su mirada no se ocupaba del mundo real en absoluto. Su única idea acerca del mobiliario de una casa era una butaca cómoda.
—Henry —le dijo su mujer—, ¿no te parece que estarías mejor sentado?
La voz sosegada del sentido común consiguió detener sus vueltas y revueltas. Miró a Alice, y ella, quitándose las gafas, lo miró a él. El prendedor de la cadena del reloj colgaba del bolsillo. Priam tenía que hablar con alguien, y allí estaba su mujer: no solo era la persona más accesible, sino también la más idónea. Sintió unos tremendos deseos de contárselo todo; ella lo comprendería, porque siempre lo comprendía todo; y nunca se sorprendía. Los acontecimientos más extraordinarios, al pasar por ella, se transformaban de algún modo en sucesos vulgares, comunes y corrientes. ¡Eso fue lo que ocurrió con el desastre de la compañía cervecera! Lo había aceptado como si la bancarrota de las cervecerías fuese un espectáculo que pudiera presenciarse en cada esquina de la ciudad.
Sí, se lo contaría a Alice. Tres minutos antes no tenía intención de decirle nada, ni a ella ni a nadie. Lo decidió de repente. Contarle su secreto conduciría, naturalmente, a hablar del cuadro que acababa de pintar.
—Oye, Alice —dijo—, tengo que hablar contigo.
—Bueno —contestó Alice—, pero me gustaría que hablaras conmigo sentado. ¡Yo no sé qué te pasa desde hace uno o dos días!
Priam se sentó. En aquel momento le pareció que entre ellos no existía una verdadera complicidad. Y su matrimonio le pareció en cierto modo artificial, un tanto extraño. No sabía que se precisan algunos años para establecer una verdadera relación de confianza entre marido y mujer.
—¿Sabes? —dijo—, Henry Leek no es mi verdadero nombre…
—Ah, ¿no? —exclamó ella—. ¿Y eso qué más da?
Alice no pareció sorprenderse lo más mínimo al oír que Henry Leek no era su verdadero nombre. Era una mujer muy lista y sabía que en este mundo suceden cosas extrañas. Y ella se había casado con él, sencillamente, porque él era él, por su modo de ser a cada instante, aunque Priam no estaba seguro de poder concretar los encantos que tenía para ella.
—Mientras no hayas cometido un asesinato o algo así… —añadió Alice con una apacible sonrisa.
—Mi verdadero nombre es Priam Farll —dijo él bruscamente. Aquella brusquedad se debía a su timidez.
—Yo creía que el nombre de Priam Farll era el del caballero a quien servías.
—A decir verdad —dijo él, abrumado por el nerviosismo—, ahí es donde estuvo la equivocación. El retrato que te enviaron era mi propio retrato.
—Sí —dijo Alice—, ya lo sé. ¿Y qué?
—Lo que quiero decir —añadió Priam a trompicones— es que fue mi criado el que murió, no yo. Verás: lo que ocurrió fue que cuando vino el médico, creyó que Leek era yo, y yo no le dije la verdad porque me dieron miedo todos los embrollos que tendría que solucionar… Así que lo dejé pasar… y también había otras razones. Ya sabes cómo soy…
—¡No sé de qué me estás hablando! —dijo Alice.
—¿No lo entiendes? Pues es muy sencillo. Yo soy Priam Farll, y tenía un criado que se llamaba Henry Leek; él se murió, y todos creyeron que el muerto era yo. Solo que no fue así.
Priam vio que el rostro de Alice cambió de expresión; pero inmediatamente se recompuso.
—Entonces, ¿es Henry Leek el que está enterrado en la abadía de Westminster, en tu lugar?
La voz de Alice era muy suave y amable. Y aquella asombrosa mujer volvió a ponerse las gafas y a coger su larga aguja.
—Así es, exactamente.
Y entonces él soltó toda la historia, empezando por la mitad, llegando hasta el final, y volviendo a los detalles del principio. No se dejó nada, ni a nadie, excepto a lady Sophia Entwistle.
—¡Entiendo! —observó Alice—. ¿Y nunca le has dicho a nadie ni una palabra de todo esto?
—Ni una palabra.
—Si yo fuera tú, seguiría completamente en silencio al respecto —casi susurraba con un tono muy persuasivo—. Eso sería lo mejor. Yo que tú, no me preocuparía. Comprendo ahora perfectamente cómo ha sucedido todo, y me alegro de que me lo hayas contado. Pero no te preocupes. Has estado muy nervioso los últimos dos o tres días. Yo creía que era por la cuestión de mi dinero, pero ya veo que no. Al fin y al cabo, podría haber sido por eso. Ahora, lo mejor que puedes hacer es olvidarte de todo.
¡Alice no le había creído! Simplemente, toda aquella historia le pareció increíble; y, efectivamente, narrada allí, en Werter Road, la historia resultaba una pura fantasía; parecía algo muy semejante a un cuento. Alice siempre había notado ciertas rarezas en su marido. Sus repentinas risas por un matiz en el color del cielo o ante la postura de un caballo en la calle, por ejemplo, eran verdaderamente extraordinarias. Y tenía distracciones peculiares que ella no sabía explicarse. Estaba segura de que debía de haber sido muy mal criado. De todos modos, no se había casado con él para tener un criado, sino un marido; y estaba más que contenta con la ganga que le había tocado. ¿Qué más daba si sufría alguna pequeña locura? La manifestación de esa locura no hacía más que confirmar ciertas vagas sospechas que había tenido Alice acerca de la salud mental de su marido. Además, solo era un delirio, una manía inofensiva. Y explicaba muchas cosas. Explicaba, por ejemplo, que se hubiera quedado en el Grand Hotel Babylon. Aquello debió de ser el principio de los delirios de grandeza. Alice se alegró de conocer por fin la parte mala.
Ahora lo quería más que nunca.
Se produjo un silencio.
—Nada, nada —repitió, en un tono de firme convencimiento—; yo, en tu lugar, no diría nada. Lo olvidaría.
—¿Sí? —preguntó Priam, jugueteando nerviosamente con los dedos sobre la mesa.
—¡Claro que sí! Y, sobre todo, hagas lo que hagas, no te preocupes.
Su voz tenía el tono zalamero que emplea una enfermera con un niño… o con un lunático.
Priam percibió entonces con una increíble claridad que su mujer no se había creído ni una sola palabra de cuanto le había dicho, y que, con magnánima y tranquila sagacidad, Alice solo le estaba llevando la corriente. Priam pensó que aquella historia perturbaría el espíritu de Alice hasta lo más profundo; pensó que probablemente se pasarían toda la noche allí sentados discutiendo la situación. Y en vez de eso… Aquel maternal «Yo en tu lugar lo olvidaría todo…», mientras seguía con sus zurcidos.
Priam tenía que meditar, y meditó profundamente.
LÁGRIMAS
—¡Henry! —exclamó Alice a la mañana siguiente, mientras Priam subía escaleras apresuradamente—, ¿qué estás haciendo ahí arriba?
Ella se había comportado exactamente como si no hubiera pasado nada; era una de esas mujeres cuya prudente actitud consiste en dejar en paz a sus maridos hasta que parecen a punto de agotar su paciencia. Pero también tenía su carácter, y su paciencia comenzaba a resentirse. Durante los últimos tres días Henry se había comportado de un modo extraño y misterioso.
Al oír la voz de Alice, Priam se detuvo, y asomando la cabeza por encima de la barandilla de la escalera, le contestó con una voz rara:
—¡Sube y lo verás!
Tarde o temprano tendría que verlo. Tarde o temprano aquella situación, ya tirante de por sí, llegaría a tal grado de tirantez que estallaría con estrépito. Así que Priam decidió que lo que tuviera que suceder sucediera cuanto antes.
Alice subió y vio.
Antes de terminar de subir las escaleras que conducían al desván, empezó a husmear y a arrugar el hocico, y cuando Priam abrió la puerta de la estancia para que ella entrase, comenzó a decir:
—¡Qué olor a pintura! Ya ayer me pareció…
Si hubiera sido suficientemente experta, habría dicho: «¡Qué olor a obras maestras!», pero su inteligencia se ceñía a otros campos de la actividad humana.
—¡Espero que no hayas estropeado esa silla del cuarto de baño! ¡Oh…!
Esta exclamación se le escapó a Alice cuando, al entrar en el desván, vio el envés del cuadro que Priam había colocado efectivamente en la silla del cuarto de baño: la había subido allí el día anterior. Alice se dirigió después hacia la ventana y desde allí pudo ver perfectamente el cuadro. Brillaba resplandeciente con la luz matutina. Era magnífica. Podía colocarse perfectamente junto a otras obras del mismo autor que se encontraban dispersas por todos los museos de Europa. Tenía aquella calidad de valor incalculable, al mismo tiempo noble y sugerente, que distinguía toda la obra de Priam. Aquel cuadro transformaba el desván; y miles de aficionados y de estudiantes, desde San Petersburgo a San Francisco, habrían acudido a aquella buhardilla con el fin de contemplar aquella maravilla, y se habrían quitado el sombrero devotamente con un escalofrío recorriéndoles la espalda, si hubieran sabido que estaba en aquella buhardilla y se les hubiera permitido la entrada. Priam estaba satisfecho; estaba encantado; estaba entusiasmado. Permanecía en pie junto al cuadro, mirando alternativamente a su obra y a Alice, nervioso, como una madre cuando su cuñada viene a ver al niño recién nacido. Alice, por su parte, no decía nada. Lo primero que tenía que asumir era que su marido no había sido lo suficientemente sincero con ella, puesto que la había tenido en la más completa ignorancia respecto a aquellas actividades secretas. Luego tuvo que centrarse en el cuadro que tenía delante.
—¿Has hecho tú eso? —preguntó con ingenuidad.
—Sí —respondió Priam, con toda la naturalidad que pudo—. ¿Por qué te extraña? —Y luego, hablando consigo mismo, pensó: «Esto la convencerá de que no soy un lunático. Le resultará asombroso».
—Desde luego… Es muy hermoso —dijo amablemente, pero sin el menor indicio de estar hablando con convencimiento—. ¿Qué es? ¿Es el puente de Putney?
—Sí —respondió él.
—Eso me había parecido. Pensé que debía de ser eso… Bueno, no sabía que pintaras… Es muy bonito… para ser de un aficionado.
Dijo aquello con un tono firme y sin embargo afable, y buscó con su mirada la mirada de Priam. Era su precavido método de confirmarle cariñosamente a su marido que no se había tomado muy en serio el relato de la noche anterior. Y él fue quien bajó la mirada, no ella.
Y cuando Alice se acercó un poco al lienzo, Priam exclamó con gran agitación:
—¡No, no, no! ¡No te acerques más! Estás justamente a la distancia justa.
—¡Oh! Bueno, si no quieres que lo mire más de cerca… —dijo la mujer, procurando no contrariarle—. ¡Qué lástima que no hayas puesto un ómnibus en el puente…!
—Hay uno —dijo Priam—; aquí está. —Y lo señaló en el cuadro.
—¡Ah, sí! Sí, ya lo veo. Pero… ¿sabes?, creo que parece más un furgón de Carter Paterson que un ómnibus. Deberías haber puesto algún letrero, «Union Jack» o «Vanguard», y entonces la gente sabría lo que es. Pero es muy bonito. ¿Supongo que aprendiste a pintar con tu…? —Pero no terminó la frase, y añadió—: ¿Qué es eso rojo que hay detrás?
—Es el puente del ferrocarril —murmuró Priam.
—¡Ah, claro! ¡Qué tonta soy! Aunque, claro, si hubieras puesto un tren pasando por encima… Lo malo de los trenes en los cuadros es que nunca parece que están en movimiento. Yo lo he notado en los dibujos de los camiones de mudanzas, ¿tú no? Pero si pones una señal delante del tren, la gente comprende que el tren está parado. No estoy segura de si en este puente hay una señal o no.
Priam no hizo observación alguna.
—Y ya veo la taberna The Elk, ahí, a la derecha. Has conseguido dibujarla muy bien. La he reconocido enseguida. Cualquiera la reconocería.
Priam continuó callado.
—¿Y qué vas a hacer con esto? —preguntó ella amablemente.
—Voy a venderlo, querida —respondió Priam con una mueca de duda—. Puede que te sorprenda saber que este lienzo vale como mínimo ochocientas libras. Menudo escándalo se armaría en Bond Street y en todas partes si supieran que estoy pintando aquí, en lugar de estar pudriéndome en la abadía de Westminster… No voy a firmarlo… en realidad muy rara vez firmo mis cuadros, y ya veremos qué pasa. Me han pagado mil quinientas libras por tonterías que no eran ni la mitad que esto. Lo venderé por lo que me ofrezcan. Pronto necesitaremos dinero…
Las lágrimas anegaron los ojos de Alice. Se dio cuenta de que su marido estaba mucho más loco de lo que había imaginado… ¡con aquello de las ochocientas y las mil quinientas libras esterlinas por mamarrachos pintados que no significaban nada! Porque, vaya, se podían comprar verdaderos cuadros, profesionales, con lagos y montañas, perfectamente rematados, en las tiendas de los vendedores de marcos de High Street, ¡y a tres libras cada uno…! ¡Y ahí estaba su marido, delirando y hablando de cientos y de miles de libras! Alice se percató de que aquella extraordinaria alucinación que le había llevado a imaginarse como pintor era una consecuencia natural de la patética manía de la cual había dado muestras la víspera. Y se preguntó qué vendría después. ¿Quién podría haber sospechado que en aquel hombre latían las semillas de la locura? Sí, claro, era un loco inofensivo, ¡pero loco al fin y al cabo! Recordó entonces perfectamente la leve conmoción que le causó saber que estaba viviendo en el Grand Babylon, como si fuera millonario. En aquel momento pensó que era una extravagancia, pero no lo consideró un indicio de locura. Y, sin embargo, efectivamente había sido un indicio de su locura. Y lo peor de aquella locura inofensiva era que en cualquier momento podía convertirse en una locura muy dañina.
No había más que un camino, y uno solo: intentar que estuviera tranquilo, apartarlo de toda clase de problemas y temores. Aquellos trastornos mentales eran la consecuencia segura de un desorden emocional. La muerte de su señor lo había trastornado. Y ahora se había descompuesto por completo por culpa de la desgraciada ruina de la compañía cervecera.
Alice dio un paso hacia él y luego se detuvo, vacilando. Tenía que improvisar un buen plan de actuación, ¡ya! ¡Tenía que hacer acopio de todo su ingenio y actuar sin falta! ¿Cómo podría inspirarle confianza acerca de aquel ridículo cuadro? Ella había notado ya aquella ingenua expresión que a veces tenía la mirada de su marido, una expresión infantil que contradecía su barba gris y sus generosas proporciones.
Priam se echó a reír, hasta que, al acercarse su mujer, se dio cuenta de que las lágrimas anegaban sus ojos. Entonces dejó de reírse. Ella comenzó a jugar con las solapas de la chaqueta de su marido, diciéndole cariñosamente:
—¡Es un cuadro muy bonito! —le repetía una y otra vez—. Y si quieres…, miraré a ver si yo lo puedo vender. Pero Henry…
—¿Sí?
—Por favor, por favor, tú no te preocupes por el dinero. Tendremos un montón de dinero. No hay motivo alguno para que te preocupes, y yo no quiero verte preocupado.
—¿Por qué estás llorando? —preguntó él en un susurro.
—Es solo… Es solo porque creo que eres muy bueno al tratar de ganar dinero así… —dijo, mintiendo—. ¡En realidad ni estoy llorando ni nada…!
Después bajó corriendo las escaleras, llorando realmente.
Aquello le pareció a Priam muy gracioso, pero lo mejor sería no seguirla, a menos que él también bajara llorando…
UN MECENAS DE LAS BELLAS ARTES
A aquella crisis siguió un período de calma en el número 29 de Werter Road. Priam continuó pintando, pero ya no había necesidad de hacerlo en secreto. Sus cuadros no eran motivo de conversación. Tanto Priam como Alice evitaban tocar el asunto: ella por tacto, y él porque le daba la impresión de que las ideas de su mujer respecto al arte carecían de sutileza. En todo matrimonio hay siempre algún asunto (habitualmente varios) que el marido no quiere tratar con su mujer, precisamente por respeto hacia ella. Priam ni siquiera podía imaginar que Alice pensaba que estaba loco o a punto de estarlo. Él pensaba que su mujer simplemente le tenía por un hombre un poco raro, pero es que, para quienes no son artistas, todos los artistas son raros. Ya estaba acostumbrado a eso. El mismo Henry Leek siempre pensó que era un raro. Y en cuanto a la actitud de incredulidad de Alice respecto a la revelación de su identidad, en ningún momento se le ocurrió acusarla de tratarlo como a un mentiroso o a un loco. Reflexionando sobre ello, se persuadió de que Alice consideraba todo el relato como una broma pesada, como uno de sus impulsivos y caprichosos arrebatos o incursiones en el campo de lo absurdo.
Así pues, el desarrollo de los acontecimientos quedó aparentemente en suspenso en Werter Road durante tres días. Y luego ocurrió una cosa singular que reanudó el curso de los hechos. Priam había salido por la mañana temprano y había ido a la orilla del río, a tomar apuntes, y había llegado hasta Barnes, y desde este pueblo regresó por el campo y por Upper Richmond Road desembocó en High Street. Estaba en una acera de la calle, mientras que su proveedor de tabaco estaba en la otra, cerca de la esquina. Algo extraño que observó en el estanco le obligó a cruzar la calle, pues no necesitaba tabaco. Fue algo que había en el escaparate lo que llamó su atención. Se detuvo en la isleta para peatones del centro de la calle. No era necesario avanzar más. Su cuadro del puente de Putney estaba en aquel escaparate. Se quedó allí plantado, mirándolo fijamente. Priam creía lo que veían sus ojos, pues sus ojos eran la parte mejor calibrada de su organismo, y nunca le habían engañado; pero si hubiera sido un hombre dotado de vista común y vulgar, difícilmente hubiera dado crédito a lo que tenía delante. El lienzo sin ninguna duda estaba en el escaparate. Le habían puesto un marco barato, de los que se usan para los carteles de los anuncios de barcos, de sopas y de tabaco. Priam estaba casi seguro de que había visto aquel mismo marco en la tienda, adornando el anuncio ilustrado de Rapé de Taddy. El estanquero probablemente le había quitado el marco al aristócrata dieciochesco que se llevaba los dedos a la nariz, y en su lugar había colocado el puente de Putney. De todos modos, el marco era como media pulgada más largo que el lienzo, si bien el hueco era apenas perceptible. Sobre el marco había un gran letrero que decía: «Se vende», y alrededor del cuadro había cigarros de los dos hemisferios, desde los Syak Whiffs, de a penique la unidad, hasta los carísimos Murias; cigarrillos de todas las clases y marcas imaginables; multitud de muestras del tabaco que se anunciaba; boquillas y pipas de ámbar, de espuma de mar y de otras materias, patentadas y con los esquemas de su mecanismo secreto; petacas y pitilleras de todas suertes, y tabaqueras de bolsillo fabricadas con aluminio y otros metales.
En medio de todo aquello, el cuadro de Priam no podía tener un aspecto más incongruente. Se avergonzó mientras permanecía allí plantado, en la isleta, en medio de la calle. Le dio la impresión de que la misma incongruencia de aquel espectáculo atraería inevitablemente la atención de la multitud, que poco a poco bloquearían la calle, y que cuando alguien que supiera algo de arte se percatara de la calidad de la obra… Bueno, entonces se desataría la curiosidad pública y comenzarían las indagaciones periodísticas, con todas las molestias consiguientes. Se maravilló entonces de haber sido capaz de imaginar siquiera que su identidad artística podría quedar en el anonimato a la vista del lienzo. Cada pulgada del cuadro gritaba «Esto es de Priam Farll». En cualquier exposición de Londres, París, Roma, Milán, Múnich, Nueva York o Boston aquel cuadro habría sido el blanco de todas las miradas, el objetivo de admiraciones extáticas. Era una obra muy parecida a su celebrado Pont d’Austerlitz, que se había expuesto en el Luxemburgo. Y ni el marco de imitación de oro, ni la increíble y colorista variedad de mercancías que lo rodeaban ocultarían su mérito.
Sin embargo, no había indicios de que se estuviera reuniendo una multitud frente al estanco. La gente pasaba por delante como si no hubiera una obra de arte tan magistral a diez mil millas a la redonda. En una ocasión, una criada joven, con una hogaza de pan en sus brazos colorados, se detuvo ante el escaparate y le echó un vistazo, pero enseguida se fue, a toda prisa.
El primer impulso de Priam fue precipitarse dentro de la tienda y pedirle al comerciante una explicación de todo aquello. Pero, claro, enseguida se contuvo. Por supuesto, sabía que la presencia del cuadro en aquel escaparate solo podía deberse a las gestiones de Alice.
Regresó lentamente a casa.
Con el ruido de la llave al girar en la cerradura, su mujer acudió al vestíbulo, justo en el mismo momento en que él abría la puerta.
—¡Oh, Henry! —dijo Alice. Estaba muy nerviosa—. Tengo que contarte una cosa. Pasaba esta mañana por delante de la tienda del señor Aylmer, precisamente cuando estaba arreglando el escaparate, y se me ocurrió que podría exponer allí tu cuadro. Así que entré y se lo pregunté. Me dijo que con mucho gusto, si se lo daba cuanto antes. De modo que vine a casa corriendo y se lo llevé. Él encontró un marco, escribió el cartel de venta y preguntó por ti. No podría haber sido más amable. Tienes que ir y ver cómo ha quedado el cuadro. No me extrañaría que acabara vendiéndose.
Priam no dijo nada por el momento, no pudo.
—¿Qué dijo el señor Aylmer del cuadro? —preguntó después.
—¡Oh! —exclamó su mujer con presteza—. No puedes esperar que el señor Aylmer entienda de estas cosas. No son cosas de su ramo. Pero ha expuesto el cuadro con mucho gusto. Comprobé que lo colocara perfectamente.
—Bien —dijo Priam discretamente—. Muy bien. ¿Almorzamos?
Curiosas…, las relaciones de su mujer con el señor Aylmer. Fue ella quien le recomendó la tienda del señor Aylmer cuando, la primera mañana que llegó a Putney, Priam preguntó: «¿Hay algún estanquero decente en esta feliz región?». Priam sospechó que si no hubiera existido la esposa del señor Aylmer, postrada en cama e incurable, tal vez el apellido de Alice fuese Aylmer. Sospechaba que Aylmer sentía una pasión sin esperanza por Alice. Pero se alegró mucho de que Alice no hubiera caído en los brazos de Aylmer. Priam ya no podía imaginarse sin Alice. A pesar de sus ideas acerca de las artes pictóricas, Alice era su aire, su atmósfera, su oxígeno; y era también su paraguas, que le protegía contra cualquier chaparrón de circunstancias desagradables. ¡Qué curioso… qué curioso el funcionamiento del amor! Porque era el poder del amor el que había llevado su cuadro al escaparate del expendedor de tabaco.
Pero cualquiera que fuese el poder que hubiera colocado allí el cuadro, parecía que no había poder lo suficientemente fuerte para sacarlo de allí. Estuvo expuesto en aquel escaparate durante semanas y semanas, y ni atrajo la atención de las multitudes ni produjo sensación de ninguna clase. ¡Ni una palabra en los periódicos! Londres, el centro mundial del arte, reconocido por todos como el lugar más artístico del orbe, continuaba tranquilamente como si nada, a sus cosas. La única consecuencia inmediata de todo aquello fue que Priam cambió de proveedor de tabaco y no volvió a pasar por allí cuando salía a pasear.
Al final ocurrió otro acontecimiento singular.
Una tarde, Alice, radiante y feliz, puso cinco soberanos en la mano de Priam.
—¡Se ha vendido por cinco guineas! —exclamó, contentísima—. El señor Aylmer no quería absolutamente nada para él, pero yo he insistido en que se quedase con los cinco chelines sobrantes. Me parece que esto es fantástico, ¡sencillamente fantástico! Desde luego, yo siempre pensé que el cuadro era muy bonito.
El hecho fue que aquella asombrosa venta, por la extraordinaria suma de cinco libras, de un cuadro pintado por su Henry en la buhardilla de su casa, modificó un poco sus ideas respecto a las habilidades artísticas de su esposo. Ya no pudo considerar sus pinturas como el capricho de un divertido lunático. Aquellos cuadros tenían algo. Y, naturalmente, trató de convencerse de que ella se había dado cuenta de ese algo desde el primer momento.
El cuadro había sido adquirido por el excéntrico y conocido propietario del hotel Elk, situado junto al río. Lo compró un domingo que estaba… no se podía decir que borracho, pero más optimista de lo que se suele considerar correcto en la sociedad inglesa. Le gustó el cuadro porque en él podía reconocerse sin ninguna duda el bar de su hotel. A tal efecto, encargó un enorme marco dorado, y colgó el cuadro en el bar de su establecimiento. Por desgracia, su carrera como mecenas de las bellas artes se cortó en seco por culpa de un certificado médico que recomendaba su internamiento en un manicomio. Hacía años que todo Putney venía diciendo que aquel hombre terminaría en una casa de locos, y en este caso al menos, todo Putney estaba en lo cierto.