CAPÍTULO VI

UNA MAÑANA EN PUTNEY – LOS SENCILLOS PLACERES DE LA VIDA – EL SISTEMA DE FILOSOFÍA DE PUTNEY SE DERRUMBA

UNA MAÑANA EN PUTNEY

Salvo porque se había casado y hacía vida matrimonial, para Priam todo era como si se hubiera muerto y hubiese ido al cielo. El cielo es la ausencia de preocupaciones y de ambiciones. El cielo es el lugar donde no se necesita nada que no se tenga. El cielo es un fin en sí mismo. Y la vida de Priam era un fin en sí mismo.

Una mañana de septiembre, pasada la luna de miel e instalado en su casa, se levantó tranquilamente, bastante tiempo después que su mujer, y con su bata color pulga (que Alice admiraba mucho), abrió de par en par la ventana y observó con detenimiento aquella parte del universo comprendida entre Werter Road y el firmamento azul del cielo. Una mujer vieja y gorda bajaba por la calle con una gran cesta de flores variopintas. La visión de aquella mujer le produjo un enorme placer. ¿Por qué? Bueno, no había ninguna razón concreta, como no fuese que la vieja parecía extraordinariamente viva, como una parte del magnífico planeta Tierra. Cualquier signo de vida le alegraba; cualquier signo de vida le parecía hermoso. Disfrutó de su baño caliente: el cuarto de baño no era el último grito de la modernidad, pero Alice era capaz de conseguir que un carro viejo resultara cómodo. Mientras iba de un lado a otro en el primer piso, podía oír la eficiente actividad que reinaba en la planta baja. Alice siempre estaba muy ocupada por las mañanas; sus ojos parecían decirle: «Mira, desde que me levanto hasta la hora de almorzar, haz el favor de no contar conmigo para ningún asunto intelectual o moral. Estoy en la casa, pero estoy a mis cosas, y no quiero que me molesten».

Luego Priam bajó, alegre como un muchacho, aunque se apreciaba que la curva que le impedía la visión directa de sus pies había aumentado de un modo considerable. El salón principal, con vistas a la calle, era un verdadero santuario para su desayuno. Ella se lo sirvió, con su delantal blanco, ¡en cuanto se presentó allí! ¡Huevos! ¡Tostadas! ¡Café! Aquel desayuno no era nada, y sin embargo lo era todo. Ningún desayuno podía ser mejor. Probablemente había desayunado quince mil veces en los hoteles antes de que Alice le enseñase lo que era un verdadero desayuno. Después de servírselo, Alice se quedó allí un momento con él, y luego le pasó el Daily Telegraph, que estaba en una silla.

—Aquí está tu Telegraph —dijo ella alegremente, renunciando tácitamente a cualquier interés en el periódico. Para ella los diarios eran como los juguetes de los hombres. Alice nunca abrió un periódico, nunca quiso saber lo que ocurría por el mundo. Siempre procuró ocuparse tan solo de sus propios asuntos. La política y todos aquellos asuntos de la maquinaria social… ¡los ignoraba por completo! Vivía. Y no se dedicaba a otra cosa, más que a vivir. Vivía cada instante. A Priam le pareció, verdaderamente, que al fin había encontrado la firme roca en la que asentar su existencia.

El Daily Telegraph contiene en sus veinte páginas más texto del que un hombre puede leer en un día, aunque no haga más que leer y leer, y no pare ni a comer ni a dormir. ¡Y es todo tan relajante… con esa exuberante variedad! Uno se adormece delicadamente en sus páginas; es el compañero ideal de un huevo pasado por agua; apoyado contra la cafetera, el Daily Telegraph defiende la imperturbable firmeza de Inglaterra allende los mares.

Priam lo dobló por la mitad y leyó todos los artículos hasta el doblez; luego volvió el periódico, y terminó la lectura. Después de comulgar con el Daily Telegraph, comulgó con su propia y secreta personalidad, y deambuló por la casa mientras liaba un cigarrillo. ¡Ah! ¡El primer cigarrillo del día! Sus vagabundeos domésticos le llevaron hasta la cocina, o, por lo menos, hasta el umbral de la puerta de la cocina. Su mujer estaba trabajando allí. Sobre cada objeto o producto que pudiera ensuciarse había puesto un pedazo de papel de estraza; además, llevaba casi siempre guantes, así que sus manos se conservaban inmaculadas; y durante las primeras horas del día, la casa, especialmente en la región de los fogones, parecía estar preparada à la papillote.

—Creo que voy a salir, Alice —dijo Priam, después de ponerse las botas, cuidadosamente abrillantadas.

—Muy bien, cariño —contestó su mujer, más preocupada por su trabajo—. Ya sabes: el almuerzo, a la hora de siempre.

Alice nunca le exigió lujos de ningún tipo. Lo tenía a él. Estaba segura de él. Eso le bastaba. Algunas veces, igual que una mujer sencilla que de repente se topa con un collar de perlas, lo sacaba de su estuche, como si dijéramos, lo contemplaba y volvía a guardarlo.

Cuando llegó a la cancela del jardín, Priam dudó si girar a la izquierda, hacia High Street, o a la derecha, en dirección a Oxford Road. Eligió la derecha, pero habría disfrutado lo mismo yendo hacia la izquierda. Las calles por donde pasaba estaban repletas de criados y de chicos de los recados. Vio muchachas con cofias blancas en la cabeza limpiando picaportes y ventanas, o corriendo por la calle, como monjas a la fuga, o mirando con aire melancólico desde las ventanas de los dormitorios. Los muchachos de los tenderos andaban continuamente subiendo y bajando de los carritos o de los triciclos, muy atareados, repartiendo a domicilio los encargos, alimentos y bebidas, como si Putney fuese una ciudad sitiada. Todo resultaba extraordinariamente interesante y misterioso: y lo que conseguía que aquello resultara tan extraordinariamente misterioso era que la oligarquía de entidades superiores para quienes tan afanosamente trabajaban aquellos muchachos y muchachas permanecía invisible. Pasó por delante del quiosco de periódicos, deleitándose, como de costumbre, en la lectura de los carteles anunciadores. Aquella mañana el Daily Illustrated no anunciaba más que una «Fotografía de un chico de doce años que pesa setenta y cinco kilos». Y el Record murmuraba en letras rojas: «Conversaciones de Alemania con el Rey. Especial». El Journal exclamaba: «Final glorioso de Surrey». Y el Courier gritaba: «La ley no escrita en los Estados Unidos. Otro escándalo».

Ni por todo el oro del mundo habría pasado Priam de la lectura de aquellos carteles a la de los periódicos correspondientes. Lo único que quería era saber por aquellos carteles qué maravillas del día anterior se le habían escapado a su excelente y sobrio Daily Telegraph. Pero en el Financial Times vio: «Junta anual de la compañía Cohoon. Escenas borrascosas». Así que compró el Financial Times y se lo guardó en el bolsillo, para su mujer, pues sabía que Alice tenía interés en la empresa de cerveza de Cohoon, y concibió la posibilidad de que a Alice le interesara echar un vistazo al reportaje del periódico.

LOS SENCILLOS PLACERES DE LA VIDA

Después de cruzar las vías del South-Western Railway, Priam entró en la Upper Richmond Road, una calle que siempre le había entretenido y divertido mucho. Era una calle de grandes contrastes. Cualquiera podía ver que, no muchos años antes, había sido una calle sagrada, transitada solamente por pies privilegiados, compuesta de variopintas casas, cada una de las cuales estaba bautizada con su propio nombre y edificada dentro de su propio jardín. Después, gentes activas y enérgicas habían levantado varias iglesias, enormes edificios de ladrillo rojo con campanas gigantescas, y habían instalado grandes tiendas de telas, con blusas de señora de a seis con once, y gabinetes de fotógrafos, bancos, expendedurías de tabaco y casas de subastas. Ómnibus de todas clases pasaban por allí. Sin embargo, había otra cosa que le resultaba más interesante y excitaba su imaginación. Por todas partes se veían gigantescos carteles de vistosos colores y llamativos dibujos. Todos ellos hacían referencia a comidas o a diversiones. Allí se veían jamones de York de ocho pies de altura, que ni un regimiento podría comerse en un mes; bueyes feroces y greñudos saltando dentro de fuentes monstruosas, en su ansiedad por ser consumidos; botellas de cerveza rebosando en líquido burbujeante, en cuya espuma podrían flotar los buques de vapor representados en el cartel de al lado; cuarenta ungüentos diferentes para adquirir fuerza y vigor… Algunas yardas más allá de las invitaciones a la gula había un anuncio de remedios contra la indigestión —he aquí la admirable y característica sensatez inglesa—, remedios tan eficaces que podrían administrarse a un mastodonte que sin darse cuenta se hubiera tragado un elefante. Luego venían los anuncios de los divertimentos. ¡Era asombrosa la cantidad de teatros que ofrecían exactamente las mismas funciones dos veces cada noche! ¡Asombroso el número de representaciones que había alcanzado cada espectáculo! Declaraciones juradas de que cierto artista había hecho cierta cosa de cierto modo peculiar mil y una veces sin interrupción, y se anunciaba por toda la Upper Richmond Road, indudablemente, con la esperanza de que quien leyera el anuncio correría a ver la representación mil dos. Todas aquellas funciones eran elegantes, novedosísimas y originales. El espacio que quedaba libre en los muros lo ocupaban anuncios de filántropos que estaban dispuestos a proporcionar cigarrillos al precio de un penique por paquete.

Priam Farll no se cansaba nunca de contemplar aquella fantasmagoría de Upper Richmond Road. La interminable e intermitente visión de materias alimenticias muertas y vivas, de artistas representando las mismas funciones por los siglos de los siglos, de millones y millones de cigarrillos en los labios de jóvenes elegantes elevando su humo como incienso hacia el cielo: aquella extraña visión, diferente de cuanto había visto en sus viajes, tenía el singular efecto de sumir su espíritu en un estado de profunda alegría. ¡Ni una sola vez llegó al final de la visión! Cuando llegaba a la estación de Barnes, observaba que la visión seguía prolongándose más y más hasta perderse de vista en la lejanía; pero, embriagado con ella, regresaba en ómnibus. El ómnibus despertaba en él otras ideas, era un antídoto. En el vehículo la limpieza se acercaba a la asepsia. En un cristal se anunciaba un jabón, y en el otro se profería el exordio: «Esta es la santa verdad, y sin duda hay que creerla», seguido de un dogma religioso; mientras, en otro cristal se leía un anuncio con la recomendación de que no se hiciera en el ómnibus lo que no se haría en el salón de la casa de uno. Sí, Priam Farll había visto mundo, pero nunca había visto una ciudad tan increíblemente extraña, tan repleta de curiosidades y rarezas psicológicas como Londres. Y, pensando en su larga vida en pos de la aventura, lamentó no haber descubierto Londres mucho antes.

Al llegar a la esquina de High Street bajó del ómnibus y se detuvo a charlar un momento con su proveedor de tabaco. Su estanquero era un hombre robusto, siempre ataviado con su delantal blanco, que se pasaba la vida tras el mostrador, vendiendo tabaco a los más respetables residentes de Putney. Todas sus ideas estaban relacionadas con el tabaco o con Putney. Un asesinato en el Strand tenía para él menos importancia que la avería de un autobús frente a la estación de Putney; y un cambio de gobierno, menos interés que una variación en el programa del teatro Putney Empire. Era un estanquero bastante pesimista, poco inclinado a creer en la Causa Primera de todas las cosas, hasta que un día un borracho hizo añicos una de las ventanas del almacén de Salmon & Gluckstein en High Street, un poco más abajo, y entonces creyó en la Providencia durante algunos días. A Priam le entretenía hablar con él, aunque el estanquero era completamente refractario a la asunción de nuevas ideas, y por su parte, jamás proporcionaba ninguna. Aquella mañana el estanquero estaba a la puerta de su tienda. En la otra esquina estaba la vieja gorda que Priam había visto desde su ventana. Estaba vendiendo las flores.

—¡Qué anciana tan estupenda, aquella! —dijo Priam con vehemencia, después de haber convenido con el expendedor de tabaco en que hacía una mañana estupenda.

—Antaño solía ponerse en la esquina frente a la estación, hasta el mes de mayo del año pasado, cuando la policía la echó de allí.

—¿Y por qué la echó de allí la policía? —preguntó Priam.

—No sabría decirle —dijo el estanquero—. Pero recuerdo que llevaba allí doce años.

—Yo no he reparado en ella hasta esta mañana —dijo Priam—. La vi desde la ventana de mi habitación, bajando por Werter Road, y me dije: «¡Es la anciana más espléndida que he visto en mi vida!».

—¿Pero qué dice? —exclamó el estanquero—. ¡Es vulgar y sucia!

—Me gusta que sea sucia —dijo Priam con firmeza—. Debe ser sucia; no sería la misma mujer si fuera limpia.

—No puedo soportar la suciedad —dijo el otro tranquilamente—. Mejor haría si se diera un baño los sábados por la noche como los demás.

—Bueno —murmuró Priam—. Quiero una onza del de siempre.

—Gracias, señor —dijo el estanquero, devolviéndole tres peniques como cambio a medio chelín mientras Priam le daba las gracias por el paquete.

¡Nada hubo de particular en aquella conversación! Y sin embargo, Priam salió de la tienda con la firme sensación de que la vida era maravillosa. Al avanzar por High Street se perdió entre la multitud de cochecitos de niños y de bonitas mujeres muy femeninas que se afanaban honestamente en busca de alimentos o vestidos. Muchas de ellas llevaban pequeñas libretitas rojas llenas de largas listas de cosas que ellas y sus adoradores y los frutos de su mutuo afecto habían comido o no tardarían en comer. En High Street todo era lujo: nada faltaba en aquella calle. Hasta las panaderías estaban llenas de bizcochos y tartas de pasas y de panecillos de Berlín. Calendarios ilustrados, gramófonos, corsés, retratos, puros de Manila, chocolate, frutas exóticas, ábacos para el bridge, fastuosas mansiones… Tales eran al parecer los principales objetos que se vendían en High Street. Priam compró por cuatro peniques y medio un ejemplar de la edición de seis peniques de los Ensayos, de Herbert Spencer y cruzó el puente de Putney, cuyos nobles arcos separan el primer piso, con carros y ómnibus, de la planta baja, donde transitan las barcas y canoas remeras. Contempló el ancho río y sus jardines colgantes, como en una ensoñación. Despertó de su ensueño con el estrépito de un tren eléctrico que cruzaba el río por un puente rojo que había unas cuantas yardas más abajo. Y a algunas millas de distancia pudo distinguir las torres gemelas del Crystal Palace, más maravillosas que las de algunas mezquitas.

—¡Asombroso! —murmuró alegremente.

No tenía ninguna preocupación en la vida; y Putney era tal y como Alice se lo había pintado. A su debido tiempo, cuando las campanas doblaron a su derecha y a su izquierda, emprendió el camino a casa para reunirse con Alice.

EL SISTEMA DE FILOSOFÍA DE PUTNEY SE DERRUMBA

Pues bien, al final del almuerzo, en lugar de quedarse sentada un buen rato de sobremesa como tenían por costumbre, Alice se levantó rápidamente antes de acabar su Stilton[30], y, acercándose a la repisa de la chimenea, cogió una carta que tenía allí.

—Me gustaría que vieras esto, Henry —dijo, entregándole la carta—. La trajeron esta mañana, pero, por supuesto, yo no puedo distraerme por las mañanas con esas cosas. Así que la dejé ahí.

Priam cogió la carta y la desdobló con el aire de profesional suficiencia que cualquier hombre, hasta el más torpe, acierta a poner en presencia de una mujer que le consulta ciertos asuntos de negocios. Cuando terminó de desdoblar la carta —que estaba escrita a máquina, en papel caro, fuerte y rígido, en cuarto mayor—, procedió a leerla. En la existencia de seres como Priam Farll y Alice, una carta como aquella era un acontecimiento terrible, insólito, capaz de detener el movimiento de la Tierra; los destinatarios normales, al recibir una carta semejante, se imaginan que ha llegado el fin de la era cristiana. Pero todos los días salen del distrito financiero londinense cientos de miles de cartas parecidas, y en ese distrito financiero no se preocupan ni lo más mínimo por ello.

La carta se refería a la fábrica de cerveza de la Cohoon’s Brewery Company, y estaba firmada por un bufete de abogados. Hacía referencia a un informe preciso que, según indicaba, podía leerse en todos los periódicos financieros y que versaba sobre la junta anual de accionistas celebrada en el Cannon Street Hotel, el día anterior, y las increíblemente poco satisfactorias explicaciones que había ofrecido el presidente del Consejo de Administración. En la carta lamentaban la ausencia de la señora Alice Challice (su cambio de estado civil no había llegado a conocimiento de los directores de la compañía), y se le preguntaba si estaría dispuesta a apoyar la acción de un comité que se había formado para expulsar al consejo existente; dicho comité ya había obtenido la adhesión de 385 000 votos. Terminaba el documento manifestando que, a menos que tal comité no fuese investido inmediatamente de poderes absolutos, la compañía podría arruinarse por completo.

Priam leyó la carta de nuevo, y esta vez en voz alta.

—¿Y eso qué significa? —preguntó Alice tranquilamente.

—Bueno… —murmuró Priam—. Pues significa… lo que dice…

—¿Y lo que quiere decir es…? —comenzó ella.

—¡Por Júpiter…! —exclamó—. ¡Se me había olvidado! Esta mañana vi en un anuncio de los periódicos algo acerca de la compañía Cohoon, y pensé que podía interesarte, así que compré el Financial Times. Pero se me había olvidado por completo.

Allí estaba: una columna y un cuarto con las explicaciones del presidente del consejo, y cerca de dos columnas llenas de escenas borrascosas. El presidente era el marqués de Drumgaldy, pero al parecer, su rango no impidió que algunos asistentes se emplearan violentamente aplicándole apelativos tales como «¡Embustero!», «¡Farsante!», e incluso «¡Bribón!». El marqués había expuesto simplemente, con todas las excusas posibles, que, a causa de la depreciación extraordinaria en el valor de las licencias, los directores de la compañía consideraban que no debían autorizar dividendo alguno para los accionistas ordinarios de la empresa. Apenas hizo esta sencilla manifestación, cuando, inmediatamente, un grupo de accionistas menos razonables y más avariciosos de lo habitual convirtieron el histórico salón del Cannon Street Hotel en una casa de locos. Dado el escándalo que se formó, cualquiera diría que el único propósito de las compañías cerveceras es ganar dinero y que el patriotismo de los antiguos cerveceros —patriotismo que les impelía a suministrar honrada cerveza inglesa al honrado obrero inglés a un precio puramente simbólico— había sido desdeñado y olvidado. Sí; cualquiera se veía obligado a imaginar tal cosa. En vano el marqués hizo notar que los accionistas habían estado recibiendo durante años y años dividendos del quince por ciento y que, por una vez en la vida, debían disponerse a sacrificar una ventaja temporal en beneficio de la prosperidad futura. La simple alusión a aquellos dividendos, tan elevados y tan regulares, no despertó la gratitud en el corazón de los accionistas; al contrario, los puso, al parecer, más furiosos. Dieron rienda suelta a las más bajas pasiones en el Cannon Street Hotel. Los directores de la compañía seguramente esperaban que se desataran aquellas bajas pasiones, porque de inmediato apareció un retén de policías que estaba preparado a la puerta, y expulsaron de allí a un accionista precisamente para evitar que en el futuro pesara sobre su conciencia haber derramado la sangre del marqués. Al final, según las pintorescas expresiones del Financial Times, la junta terminó «en medio de la mayor confusión».

—¿Cuánto tenías invertido en la Cohoon? —preguntó Priam a Alice después de haber comprendido bien la información del periódico.

—Todo lo que tengo está invertido en Cohoon, excepto esta casa —dijo Alice—. Mi padre me lo dejó así. Él decía siempre que nada como una compañía cervecera. Le oí decir muchas veces que las cerveceras eran mejor que los fondos consolidados. Creo que tengo doscientas acciones de cinco libras cada una. Sí, eso es, doscientas; pero ahora valen mucho más, claro. Deben valer como unas doce libras cada una. Lo que sé es que me producen ciento cincuenta libras esterlinas al año con más regularidad que un reloj… Pero ¿qué dice el periódico después de que la junta terminara «en medio de la mayor confusión»?

Alice señaló con el dedo un párrafo y Priam leyó en voz alta las fluctuaciones de las acciones ordinarias de la compañía Cohoon durante la tarde anterior. La cotización había cerrado a seis libras y cinco chelines por acción. La señora de Henry Leek había perdido más de mil libras esterlinas en una tarde.

—Siempre me habían producido ciento cincuenta libras al año —insistió Alice con la misma seguridad que si hubiera dicho: «Siempre ha sido Navidad el 25 de diciembre y, naturalmente, este año será igual».

—Pues parece que esta vez no te van a producir nada —dijo su marido.

—Oh, pero… ¡Henry…! —protestó Alice.

¡La industria cervecera había quebrado! Esa era la verdad. ¿Quién habría podido imaginar que la industria cervecera iba a quebrar en Inglaterra? Los hombres más sabios y prudentes de Lombard Street[31] habían depositado su confianza en la cerveza como el último gran baluarte de la nación, y, sin embargo, hasta la cerveza había quebrado. Los cimientos de la grandeza de Inglaterra, si no estaban hundidos, iban camino de hundirse. Era inútil excusarse en una mala administración o en las imprudentes compras de licencias a precios muy elevados. ¡En los buenos tiempos una compañía cervecera habría resistido indefinidamente los efectos de una mala administración! Los tiempos habían cambiado. El obrero británico, arrastrado por la nueva moda de la moderación, ya no bebía. ¡Ya no podía confiarse en que el obrero bebiera! Aquello era el colmo de todas las ofensas contra la sociedad. Los sindicatos nada podían contra aquel último capricho del trabajador, que sembraba la desolación en miles de distinguidos hogares. Alice se preguntaba qué habría dicho su padre si viviera. En realidad, se alegraba de que no hubiera vivido para ver aquello. El golpe habría sido demasiado atroz para él. Parecía como que la tierra se hundiera bajo los pies de Alice, formando una especie de sima que se los tragaría, a ella y a su marido. Durante años y años, sin información precisa, simplemente por intuición, había estado notando que Inglaterra, bajo la superficie visible, ya no era la isla firme que siempre había sido: y allí estaba la terrible prueba de ello.

Miró a su marido como una mujer debe mirar siempre a su esposo en una situación de crisis. Los pensamientos de Priam eran más indefinidos que los suyos; los pensamientos de Priam en asuntos de dinero eran siempre sumamente indefinidos.

—¿Por qué no vas a la City y ves a ese señor Comosellame? —insinuó Alice, aludiendo al firmante de la carta.

—¿Yo?

Era la exclamación de un espíritu aterrado, un grito que dejó escapar con un tono agudo, fruto del más auténtico terror pánico. ¡Él! ¡Ir a la City a hablar con un abogado! ¡Vamos! ¡Aquella pobre mujer debía de estar loca! No podría hacerlo ni por un millón de libras. La sola idea lo ponía enfermo, le entraban mareos y la comida ascendía por su esófago, como si fuera el resultado de un hechizo siniestro.

Ella vio la expresión de su rostro y la tradujo enseguida. Era una expresión de horror. Inmediatamente buscó excusas para disculparle; inmediatamente se dijo a sí misma que era inútil fingir que su Henry era como los demás hombres. No lo era. Era un soñador. Era, de cuando en cuando, extraordinariamente peculiar. Pero era su Henry. En otro hombre cualquiera que no fuera su Henry aquellas dudas a la hora de hacerse cargo de los asuntos financieros de su mujer habría resultado ridícula; habría resultado afeminado. Pero Henry era Henry. Ella iba asumiendo gradualmente aquella verdad. Era adorable; pero era Henry. Con una soberbia fuerza de voluntad, Alice se dio cuenta de la situación.

—No… —dijo alegremente—; como las acciones son mías, lo mejor será que vaya yo. ¡A no ser que vayamos los dos! —Pero su mirada se topó otra vez con la de su marido, y añadió calladamente—: No, mejor iré yo sola.

Priam suspiró de alivio. No pudo evitar suspirar de alivio.

Y después de fregar y arreglarse pulcramente, Alice se marchó, y Priam se quedó solo con sus ideas acerca de la vida marital y las cuestiones económicas.

Alice era la mismísima imagen de la discreción. Nunca, desde aquella observación acerca del ahorro masculino en el Grand Hotel Babylon, observación que por cierto quedó sin respuesta, había sometido a su marido a ninguna cuestión referente al dinero. Nunca le había hablado de los recursos económicos de que disponía, salvo alguna frase suelta de vez en cuando, y solo para asegurarle que tenían suficiente. Alice había rechazado siempre los billetes que él le había ofrecido, diciéndole que los guardase para cuando surgiera alguna necesidad. Nunca había hablado de su vida pasada, ni le había insinuado a él que le contase la suya. Era una de esas mujeres para las cuales parece que no existe ni el pasado ni el futuro: solo están ocupadas con la importancia del presente. Tanto él como ella confiaban respectivamente en el juicio que cada uno tenía formado del valor y de la formalidad del otro. Y él, por su parte, era el último hombre en el mundo capaz de ser Ministro de Hacienda. Para Priam, el dinero era un bien sin importancia ninguna que forzosamente tenía que pasar por sus manos. Siempre le había sobrado el dinero. Incluso en Putney tenía más del que necesitaba. La mayor parte de las doscientas libras esterlinas de Henry Leek permanecían en su bolsillo, y en virtud de su propio testamento tenía una libra a la semana, de la cual solo gastaba unos pocos chelines. Sus distracciones eran el tabaco (que le costaba unos dos peniques diarios), dar paseos, recreándose en las luces y extravagancias de las calles (lo cual apenas le costaba nada), y la lectura: en Putney había tres librerías, en las que se podía comprar cualquier obra maestra de la literatura a razón de cuatro peniques y medio por volumen. Aunque le dedicara a la lectura todo su tiempo, nunca podía leer más de nueve peniques semanales. Así pues, estaba en realidad ahorrando dinero. Podría pensarse que debería haber obligado a Alice a que aceptase algún dinero. No se le había pasado por la imaginación esa idea. En su concepción del mundo, el dinero no había sido nunca una cuestión importante ni había tenido la transcendencia suficiente como para que tuviera que discutirlo con su esposa. Todo cuanto tenía estaba siempre a disposición de Alice.

Y ahora, de repente, el dinero había adquirido cierta trascendencia. Resultaba verdaderamente engorroso. No estaba asustado; simplemente resultaba engorroso. Si hubiera conocido alguna vez la sensación de necesitar dinero, y no hubiese sido capaz de conseguirlo, probablemente se habría asustado. Pero aquella sensación era desconocida para él. Ni una sola vez en toda su vida había temido gastar dinero por temor a que el dinero se acabase.

Ahora le acechaban una infinidad de problemas.

Salió a dar un paseo para huir de sus problemas. Pero los problemas fueron con él. Paseó por las mismas calles en las que tanto había disfrutado por la mañana. Pero ya no le interesaban. ¡Desde luego, aquel no era el Putney ideal donde había estado unas horas antes! Debía de ser otro pueblo con el mismo nombre. La mala administración de una fábrica de cerveza situada a ciento cincuenta millas de Londres y la ocurrencia de los obreros británicos de dejar de beber sus acostumbradas pintas en multitud de tabernas diseminadas aquí y allá habían derribado del modo más inesperado los cimientos del sistema de filosofía práctica de Putney. Los carteles de Putney ahora le parecían sencillamente cursis; el comercio de Putney, basto y fútil; el expendedor de tabaco, un burgués estúpido y estrecho de miras… Y así todo.

Alice y él se encontraron a la puerta de casa, cuando se disponían a sacar las llaves.

—¡Oh…! —dijo ella en cuanto estuvieron dentro—. ¡No hay nada que hacer! No se había equivocado el periódico: ¡no hay nada que hacer! No nos van a dar ni un penique este año, ¡ni un penique! ¡Y el abogado cree que el año que viene tampoco! Y las acciones siguen bajando, según me ha dicho. ¡En mi vida había visto una cosa igual! ¿Y tú?

Priam admitió compasivamente que no, que él tampoco había visto nada igual.

Después de subir a las habitaciones del primer piso y volver a bajar, la actitud de Alice cambió de repente.

—Bueno —sonrió—, recibamos algo de dinero o no, lo cierto es que es la hora del té. Así que tomemos el té. Yo no tengo tiempo para estar preocupada. Dije que haría un bizcocho después del té, y eso será lo que haga. Ya verás, si no.

El té fue tal vez ligeramente más abundante de lo habitual.

Después del té, Priam la oyó cantar en la cocina. Decidió levantarse e ir a verla. Allí estaba Alice, con las mangas dobladas hasta los codos y un gran delantal sobre sus exuberantes pechos, amasando harina. Le habría gustado acercarse a ella y darle un beso. Pero no se atrevía a desvaríos de este tipo fuera de su tiempo reglamentario.

—¡Oh! —dijo ella riendo—. ¡Mira, mira! No estoy nada preocupada. ¡No tengo tiempo para preocuparme!

A última hora de la tarde, Priam volvió a salir; pero como una persona que tiene motivos para salir sin llamar la atención. Había tomado una decisión importante y trascendental. Bajó furtivamente por Werter Road y High Street, y se detuvo un momento ante la papelería de Stawley, que era al mismo tiempo librería y emporio de maletas de piel, y de óleos y barnices. Entró en Stawley colorado y tembloroso (¡él, un hombre de cincuenta años a quien la curva abdominal no le dejaba ver sus propios pies!), y pidió ciertos tubos de colores. Una joven muy lista y servicial, que parecía conocer al dedillo todo lo referente a las artes gráficas, intentó venderle una magnífica y compleja caja de pinturas que, al abrirse, desplegaba un caballete y un taburete, y contenía una paleta de la forma y tamaño preferidos por el difunto Edwin Long, miembro de la Royal Academy, una selección de colores recomendada por el difunto lord Leighton, presidente de la Royal Academy, y un aceite secante que, según decía la joven, había utilizado Whistler. Priam Farll salió de la tienda sin comprar aquel aparato para pintar obras maestras, pero no pudo escapar sin adquirir una caja para bocetos que no había tenido la menor intención de comprar. Aquella señorita era demasiado perspicaz para él. Temió ser en exceso cortante y lacónico con ella, no fuera a ser que se volviera hacia él y le dijera que era inútil todo aquel fingimiento, pues le había reconocido y sabía que era Priam Farll. Se sintió culpable, y le pareció que se le notaba que se sentía culpable. Mientras se apresuraba por High Street hacia el río con la caja de pinturas, le pareció que un policía lo miraba con aire hostil y se disponía a interceptarlo, como diciéndole: «¡Mira, esto no funciona así! ¡Se supone que tú deberías estar enterrado en la abadía de Westminster! ¡Tendré que encerrarte por insolente!».

Era la hora de la marea baja. Bajó hasta la orilla pedregosa, un poco más allá del muelle donde atracaban los barcos de vapor, y se escondió entre los pilotes, mirando a su alrededor como asustado, como si hubiese cometido un crimen o fuera a cometerlo. Luego se detuvo y abrió la caja de pinturas, preparó la paleta y probó en la mano la elasticidad de los pinceles. Trazó un esbozo del panorama que tenía delante. Lo hizo muy rápidamente, en menos de media hora. A lo largo de su vida había hecho miles de apuntes coloreados semejantes, y los había conservado todos. Siempre le había resultado insoportable desprenderse de sus bocetos. Sin duda alguna, su primo Duncan los habría encontrado ya, si había conseguido descubrir su domicilio de París, cosa muy probable.

Cuando terminó, examinó detenidamente el boceto, con los ojos medio entornados y manteniendo la pintura a unos tres pies de distancia. Estaba bien. Salvo por algunos esbozos a lápiz que había hecho en momentos de aburrimiento y que había destruido rápidamente, aquel era el primer apunte que había hecho después de la muerte de Henry Leek. Pero este era muy bueno. «No hay duda acerca de quién lo ha hecho», murmuró, y añadió: «Y eso es lo malo. Cualquier experto lo reconocería en medio minuto. Solo hay un hombre capaz de hacer esto. No tengo más remedio que intentar hacerlo peor». Cerró la caja con un golpetazo al descubrir que se acercaba una pareja de cariñosos jóvenes. No había ninguna necesidad de ocultar su trabajo de aquel modo tan brusco, porque la pareja desapareció de allí enseguida, profundamente disgustada al comprobar que les habían robado su escondite entre los pilotes del muelle.

Alice estaba a punto de terminar su bizcocho cuando Priam volvió a casa, al anochecer; pudo oler la deliciosa confirmación de la labor repostera. Subiendo calladamente las escaleras, escondió las brochas en un altillo vacío, en el desván de la casa. Luego se lavó las manos con mucho cuidado para eliminar cualquier olor a pintura. A la hora de la cena procuró adoptar el gesto más inocente.

Alice estaba contenta; pero su alegría era un tanto forzada. Naturalmente, hablaron de la situación. Resultó que ella tenía algunos ahorrillos en el banco: lo suficiente para sobrevivir unos seis meses. Él le dijo entonces con cierta petulancia que nunca tendrían la menor dificultad por cuestiones de dinero; que él tenía dinero, y que siempre podría ganar más.

—Si piensas que voy a dejar que busques trabajo para ponerte a servir de nuevo, estás muy equivocado —dijo Alice—. Y se acabó la discusión. —Y sus labios dejaron entrever toda su firmeza y resolución.

Aquello le hizo titubear. Priam nunca conseguía recordar durante más de media hora seguida que era un criado en paro. Y desde luego Alice no se lo recordaba con frecuencia. Pero la idea de ponerse a trabajar como criado le parecía mitad ridícula, mitad trágica. Sería tan bueno ejerciendo de criado como dedicándose a la correduría de bolsa o como funambulista en el alambre.

—No estaba pensando en eso —tartamudeó Priam.

—Entonces, ¿en qué pensabas? —preguntó Alice.

—¡Oh! ¡No sé…! —murmuró Priam sin mucha decisión.

—Porque todas esas cosas que anuncian, lo del trabajo en casa, escribir direcciones en sobres, o vender gramófonos a comisión, y todo eso, son estafas, eso ya lo sabes —sentenció Alice.

Priam sintió un escalofrío.

A la mañana siguiente compró un lienzo de 36 x 24 pulgadas[32], y más pinceles y tubos de pintura, y subrepticiamente se lo llevó todo a la buhardilla. Por fortuna, era el día en que iba la criada, y Alice estaba muy atareada para ocuparse de él. Con una mesa vieja y la bandeja de un baúl de viaje preparó una especie de caballete, y comenzó a pintar un mal cuadro a partir del boceto del día anterior. Pero en menos de un cuarto de hora descubrió que tenía las mismas condiciones para pintar mal que para ser criado. Le resultaba imposible vulgarizar los tonos de los colores y falsear las perspectivas. Simplemente, no podía hacerlo. La sola idea de intentar hacerlo mal conseguía ponerlo enfermo. Todo el mundo es capaz de quedarse por debajo de su nivel más alto en sus trabajos habituales, y Priam Farll, en muchos sentidos, podía hacer lo mismo. ¡Pero no pintando! Como artista, solamente era capaz de dar lo mejor de sí. Solo podía representar la naturaleza como la veía. Y era una cuestión instintiva más que racional lo que le impedía quedarse por debajo de su nivel artístico habitual.

En tres días, durante los cuales consiguió que Alice no entrara en la buhardilla, utilizando mentiras o haciendo uso de una llave, terminó el cuadro; se había olvidado de todo excepto de su profesión. Era otro hombre, arrebatado por el arte.

—¡Por Júpiter! —exclamó, observando el cuadro—. ¡Aún puedo pintar!

Los artistas a veces hablan consigo mismos.

¡El cuadro era asombroso! ¡Qué atmósfera! ¡Qué poesía! ¡Y qué profunda fidelidad en la representación de la naturaleza! ¡Era un cuadro como los que vendía habitualmente por ochocientas o mil libras antes de su funeral en la abadía de Westminster!

Sin embargo, el problema era que el lienzo también llevaba la firma de Priam Farll, ¡igual que el boceto!