LA OPINIÓN DE ALICE – DIFICULTADES PARA DECIR LA VERDAD – CONSECUENCIAS DE LA LLUVIA
LA OPINIÓN DE ALICE
Llevaba las mismas rosas rojas que la última vez.
—¡Oh…! —dijo, apresuradamente, derramando un torrente de palabras que brotaban de la inagotable mina de su buen corazón—. ¡Cuánto lamento haberle perdido el sábado por la noche! ¡No sabe usted cuánto lo lamento! Fue todo por mi culpa, desde luego. No debí entrar en el vagón sin usted. Tenía que haberle esperado. Cuando ya estaba en el vagón, quise salir, pero el empleado del metro cerró enseguida y no pude. Y luego, en el andén… Bueno, ¡había tal gentío que era imposible ver a nadie! Comprendí que sería inútil intentar buscarle. ¡Y usted ni siquiera tenía mis señas! No he hecho más que darle vueltas a lo que pensaría usted de mí…
—¡Mi querida señora! —exclamó Priam—. Le aseguro que yo soy el único culpable. El viento me robó el sombrero y…
—¡Ahora lo entiendo! —exclamó la mujer de repente, dejándolo con la palabra en la boca—. Lo que quiero es que comprenda usted que yo no soy de esa clase de locas que se pierden cuando salen solas. No. Nunca me ha ocurrido cosa semejante, y en lo sucesivo ya tendré yo buen cuidado de…
Al decir esto, lanzó una mirada a su alrededor. Entretanto, Priam había pagado a los dos taxistas, que ya se iban, y él y Alice Challice permanecieron bajo la inmensa marquesina de cristal del Grand Hotel Babylon, delante de dos botones que los miraban descaradamente.
—¿De modo que está usted aquí… en este hotel? —preguntó Alice, como si se hubiera dado cuenta entonces de un hecho que hasta entonces no se había atrevido a mencionar.
—Sí —contestó Priam—. ¿No quiere usted pasar?
Y la condujo con gallarda valentía por el rico esplendor del Grand Babylon, luchando contra los demonios de su timidez y derrotándolos, aunque sumando gran número de bajas. Se sentaron en un rincón del salón principal, donde unas luces eléctricas llamaban la atención hacia los fauteuils vacíos y hacia las floridas alfombras Aubusson. Todo el mundo estaba en los comedores.
—¡Y anda que no me ha costado trabajo saber dónde se hospedaba! —dijo Alice—. Por supuesto, en cuanto llegué a casa el sábado, lo primero que hice fue escribir a Selwood Terrace; pero tenía equivocado el número, no sé por qué, y después de estar esperando y esperando y esperando una contestación, lo único que recibí fue mi carta devuelta. Como estaba segura del nombre de la calle, me dije: «Encontraré la casa, aunque tenga que ir llamando a todos los timbres de Selwood Terrace, ya lo creo», y allá que toqué en todas las aldabas. Bueno, al final di con la casa; pero no quisieron darme su dirección. Lo único que estaban dispuestos a hacer era remitirle las cartas que se recibieran, y si quería, que dejara una. Pero no, ¡muchas gracias!, no quiero más líos de cartas. Así que les dije que no me iría sin saber cuál era su dirección. La persona con la que hablé era el secretario del señor Duncan Farll. Creo que está viviendo allí, de momento. Es un joven muy simpático. Hicimos buenas migas. Parece que el señor Duncan Farll se puso furioso cuando encontró el testamento. El joven secretario me dijo que hizo pedazos una máquina de escribir. Pero la celebración del funeral en la abadía de Westminster le ha consolado. A mí no me hubiera consolado; no, ¡de ningún modo! Pero, en fin, Duncan Farll es muy rico, así que no le importará… El secretario me dijo que le preguntaría a su señor si podía darme su dirección y que si yo volvía por allí al cabo de un rato, me la daría. «¡Qué lío por una simple dirección!», pensé yo para mí misma. Pero, en fin… ¡Abogados! Así que volví otra vez, y me la dieron. Pude haber venido ayer, lo reconozco. Estuve a punto de escribirle anoche. Pero pensé que lo mejor sería esperar a que pasase el funeral. Me pareció que eso sería lo más educado. Supongo que ya habrá terminado, ¿no?
—Sí —asintió Priam Farll, mirando al suelo.
Ella le dirigió una grave sonrisa de comprensión, apoyo y sentimiento.
—¡Y qué tranquilo se habrá quedado usted! —murmuró—. Debe de haberle resultado muy penoso.
—En cierto sentido… —contestó él, vacilando un poco—, sí que lo ha sido.
La señora Alice Challice se quitó los guantes, lanzó una mirada subrepticia a su alrededor, la misma que luce el ladrón antes de forzar una puerta con una ganzúa, y luego, inclinándose de repente hacia él, le puso las manos alrededor del cuello y le arregló la camisa.
—¡Nada, nada…! —dijo—. Déjeme que se lo arregle. Sé hacerlo. No hay nadie mirando. Tiene usted el cuello desabrochado. La corbata lo mantiene en su sitio, pero se le va a descolocar de un momento a otro… ¡Así! Deje que lo abroche… Así… Ya veo que tiene usted dos lunares en el cuello, bastante juntos. Eso significa buena suerte… ¡Ya está!
Y le dio el toquecito final.
En fin, ninguna mujer le había acariciado el cuello a Priam Farll hasta entonces, y mucho menos le había abotonado el cuello de la camisa, y ni por asomo nadie había hecho referencia a aquellos dos pequeños lunares —uno hirsuto, el otro sin pelo alguno—, que quedaban completamente ocultos por el cuello de la camisa cuando estaba debidamente abrochado. Aquella experiencia le resultó de todo punto asombrosa. Aquello podría haberle enfurecido… Si las manos de la señora Challice no hubieran sido… Bueno, manos de enfermera, manos suaves, manos persuasivas, manos que podían ejecutar audacias imposibles con total impunidad. ¡Imagínate! Una mujer, sin sugerencia alguna y sin su permiso, le arreglaba el cuello de la camisa y la corbata en el salón principal del Grand Hotel Babylon, ¡y encima le hablaba de sus dos lunares! ¡Le parecía absolutamente imposible! Y, sin embargo, había ocurrido. Y, para colmo, no le había disgustado. Alice Challice volvió a sentarse en su silla como si no hubiese hecho nada absolutamente fuera de lo normal.
—Comprendo que debe de estar usted muy disgustado —dijo la señora Challice cariñosamente—, aunque solo le ha dejado una libra esterlina por semana… Pero, en fin, mejor es eso a que te metan un palo ardiendo en el ojo[26].
Aquello del palo ardiendo en el ojo hizo que a Priam le viniera a la memoria su encuentro con la policía. De otro modo, no le habría encontrado significación alguna.
—Espero que no tenga que ponerse a trabajar enseguida —añadió Alice después de una pausa—. Porque, de verdad, tiene usted la pinta de necesitar un buen descanso. Lo mismo le apetece tomar una taza de té o algo así. ¡Estoy avergonzada de haber venido tan pronto a molestarle!
—¿A trabajar? —preguntó Priam—. ¿A trabajar en qué?
—Bueno… —exclamó Alice—, ¿no tiene ya una nueva colocación?
—¡Nueva colocación! —repitió Priam—. ¿Qué quiere decir usted?
—¡Anda, pues de criado…!
Priam comprendió que resultaba ciertamente peligrosa su tendencia a olvidar que era criado. Procuró tranquilizarse.
—No —dijo—, todavía no tengo trabajo.
—Entonces, ¿por qué está usted aquí? —exclamó ella—. Yo creía que estaba usted aquí con su nuevo amo, simplemente; pero si no es así, ¿por qué está usted aquí solo?
—¡Oh! —replicó Priam, un poco sonrojado—. Me pareció un sitio bastante bueno. Solo vine aquí por casualidad.
—¡Un sitio bastante bueno, dice! —dijo Alice con aire resuelto—. ¡No me hubiera imaginado una respuesta semejante!
Priam se dio cuenta de que la había disgustado, de que la había ofendido. Comprendió que le vendría bien una excusa ingeniosa, pero no se le ocurrió ninguna. De modo que, en su confusión, se limitó a decir:
—¿Qué le parece si vamos a tomar algo? Necesito almorzar, como usted bien ha dicho, ahora que lo pienso. ¿Quiere usted…?
—¡Qué…! ¿Aquí? —preguntó ella con un gesto de aprensión.
—Sí —dijo Priam—. ¿Por qué no?
—Bueno…
—¡Vamos! —dijo Priam, con amable resolución, y la guio hacia las ocho puertas batientes de cristal que daban paso a la salle à manger del Grand Babylon. Al lado de cada par de puertas había una estatua viviente de la Dignidad, ataviada con vestimenta dorada. Alice pasó por delante de aquellas estatuas sin dar la menor muestra de temor, pero cuando vio el gran comedor, impregnado en aquel elegante silencio, lleno de vestidos de gala, sombreros y todas esas cosas que salen en el Lady’s Pictorial[27], y el mástil empenachado de un barco que cruzaba por delante de las ventanas del otro extremo del salón, se detuvo bruscamente. Y uno de los lores superintendentes del Grand Babylon, que con una cadena gubernamental al cuello se adelantaba para recibirlos, se detuvo también.
—¡No! —dijo Alice—. Me parece que no podría comer aquí. De verdad, creo que no podría.
—Pero ¿por qué?
—Bueno… —titubeó—, no sé, no sé cómo decirle… ¿Podemos ir a algún otro sitio?
—Por supuesto —asintió Priam con una vehemencia que iba más allá de la mera educación.
Ella se lo agradeció con otra de sus amables y prudentes sonrisas: una sonrisa que resolvió todas las dificultades del dilema como un bálsamo atenúa los rigores de una herida. Y con aire elegante sacó de aquel augusto recinto su sombrero y su vestido, sus palabras y sus gestos, y con ellos todo su desparpajo. Bajaron al asador, relativamente bullicioso, donde sus rosas eran menos estrafalarias que el yelmo de Navarra[28], y su vestido encontró hermanos y primos de tierras lejanas.
—No me gustan mucho los restaurantes —dijo, al tiempo que atacaba un plato de riñones a la parrilla.
—¿No? —preguntó Priam con curiosidad—. Lo lamento. Me pareció que la otra noche…
—Ah, sí —se apresuró a decir Alice—. Me alegré mucho la otra noche de ir a aquel restaurante, sí, me gustó mucho… Pero ¿sabe usted?, nunca había estado en un restaurante.
—¿De verdad?
—Sí —dijo—. Y me pareció que debía probar alguno. La chica de la estafeta de correos me había dicho que aquel era espléndido. Y lo es, vaya si lo es. Es precioso. Pero deberían avergonzarse de servir esa comida que sirven. ¿Se acuerda usted del lenguado? ¡Lenguado! Aquello tenía de lenguado lo mismo que mis guantes. Y tanto daba que hubiera estado al fuego un minuto, como una hora… Y luego, mire usted los precios… Ah, sí, no pude remediar el echar un vistazo a la cuenta.
—A mí me pareció muy barato… —dijo Priam.
—¡Bueno! ¡Pues a mí no me lo pareció! —dijo Alice—. Si se compara con una buena ama de casa, que puede mantener su hogar con diez chelines por semana… ¡Vamos…, aquello era sencillamente escandaloso! ¡Y supongo que este sitio será más caro todavía!
Priam evitó dar una respuesta.
—Este es un sitio muchísimo mejor —dijo—. La verdad es que no conozco muchos sitios en Europa donde se coma mejor que en este hotel.
—¿No? —dijo ella con un tono de cierta complacencia, como si dijera: «Bueno, pues yo sí que conozco uno…».
—Dicen —añadió Priam— que la mantequilla que se usa en esta casa no se paga nunca a menos de tres chelines la libra.
—No hay mantequilla que cueste a tres chelines la libra —afirmó Alice categóricamente.
—En Londres, no —dijo él—. Pero esta la traen de París.
—¿Y usted se cree eso?
—Sí.
—Pues yo no. Todo el que pague más de un chelín y nueve peniques, como mucho, por una libra de mantequilla… es un imbécil, si me disculpa usted la expresión. Ahora, que esta es muy buena mantequilla. En Putney no podría comprarla mejor por menos de chelín y medio.
Alice conseguía que Priam se sintiera como un chiquillo que tenía mucho que aprender de una hermana mayor, cariñosa, pero severa.
—¡No, gracias! —le dijo Alice al camarero, un poco bruscamente, cuando el hombre se disponía a servirle más patatas.
—¡No me diga que están frías! —exclamó Priam riéndose.
Ella también se echó a reír.
—¿Quiere usted que le diga qué es lo que me molesta a mí de todos estos hoteles y restaurantes? —dijo Alice—. La sensación de no saber por dónde han pasado los alimentos ni lo que han hecho con ellos. Cuando ve usted la cocina al lado del comedor y las cosas a la vista, comprende lo que se hace con los alimentos, y, bueno, uno sabe dónde está y eso. Y además, siempre te llegan los platos calientes. Una cosa razonable, me parece a mí —añadió—. Pero aquí… ¿Dónde está aquí la cocina?
—Por ahí abajo, en los sótanos —contestó Priam, como excusándose.
—¡La cocina en los sótanos! —exclamó Alice—. ¡Vaya! En Putney ya ni siquiera se alquilan casas con la cocina en los sótanos. No. Los hoteles y los restaurantes no son para mí… Si puedo elegir, es decir, normalmente.
—De todos modos —dijo Priam con cierto aire de autoridad—, los hoteles son muy útiles.
—¿Útiles? —exclamó ella como diciendo: «Demuéstrelo usted».
—Por ejemplo: aquí hay teléfono en cada habitación.
—¿Quiere usted decir en cada dormitorio?
—Sí, en cada dormitorio.
—Bueno, pues a mí no me verá nunca en una habitación con teléfono, ya se lo digo —exclamó Alice—. ¡No podría dormir tranquila sabiendo que hay un teléfono en mi dormitorio! ¡Imagínese usted: verme obligada a telefonear cada vez que necesito alguna cosa…! ¡Bueno…! ¿Y cómo sabe uno quién está al otro lado del teléfono? ¡No, a mí eso no me gusta! Está muy bien para los caballeros que no están acostumbrados a lo que yo llamo comodidades, como si dijéramos. Pero…
Priam comprendió que si insistía en defender los hoteles, muy pronto no quedaría de aquel noble monumento, el Grand Hotel Babylon, más que un montón de ruinas. Además, Alice le había hecho sospechar que en el curso de su existencia se había perdido las mejores cosas de la vida, precisamente por haber sido un hombre abandonado, inocente y acomodaticio. ¡Aquella era una nueva sensación! Porque si había algún hombre en Europa que creía que todo el mundo estaba intentando ocuparse de él, ese era Priam Farll.
—Pues yo nunca he estado en Putney —se aventuró a decir, para cambiar de conversación.
DIFICULTADES PARA DECIR LA VERDAD
A medida que Alice iba informándole, con generosa y expansiva precisión, acerca de Putney y de su vida allí, fue dibujándose en la mente de Priam la visión de un tipo de vida muy diferente de la que había disfrutado hasta entonces. Putney tenía, evidentemente, las ventajas de una ciudad residencial y estaba en un lugar privilegiado. Descansa en la ladera de una colina por cuyas estribaciones discurre esa gloriosa corriente de agua llamada Támesis, donde se balancean pintorescas barcas y botes de remos bellamente aderezados. Los arcos de un puente salvan esta corriente, y gracias a él se puede ir, en ómnibus blancos como la leche, al centro de Londres. Putney tiene una calle con magníficas tiendas, una calle puramente comercial. Ahora nadie puede dormir en esa zona, por culpa del ruido de los coches. A la caída de la tarde la calle brilla en todo su esplendor. Allí están, además, el teatro, el Music Hall, los salones de fiestas, las salas de conciertos, el mercado, la cervecería, la biblioteca pública y un salón de té vespertino exactamente igual que el de Regent Street (y no es que la señora Challice tuviera especial predilección por aquel supuesto té de China). Hay también iglesias y capillas, y los campos comunales de Barnes, si uno se dirige hacia un extremo, y los de Wimbledon, si uno se encamina hacia el lado opuesto.
La señora Challice vivía en Werter Road, y Werter Road afortunadamente comienza en la esquina de High Street, donde está la pescadería, un establecimiento donde siempre pueden conseguirse lenguados auténticos, aunque no es prudente comprarlos las mañanas de los lunes, naturalmente.
Putney es un sitio donde uno puede vivir sin que lo molesten ni lo incomoden. Allí tiene usted su casita, con sus muebles, la posibilidad de ocuparse de uno mismo en todos los sentidos, allí se saben los precios de las cosas, se adquiere el conocimiento profundo de la naturaleza humana y uno puede experimentar los beneficios de perdonar las fragilidades humanas. No es necesario tener criados, porque los criados son un engorro y porque nunca hacen las cosas tan bien como las hace uno mismo. Se puede tener una asistenta cuando uno está enfermo o cuando se quiere hacer una gran limpieza general en la casa. Con una asistenta, un par de buenos guantes y los hornillos de gas, se puede prescindir por completo de los criados. En Putney uno no está preocupado por la ambición, ni por la envidia, ni por el deseo de saber qué es lo que hacen los ricos para después imitarlos. Uno lee cuando no tiene otra cosa mejor que hacer, y se prefieren los periódicos ilustrados y las revistas. Uno no trafica con el arte de un modo escandaloso, ni llega a imaginar siquiera que esas cuestiones puedan quitarle el sueño. En Putney uno es rico porque gasta menos de lo que gana. Uno no especula sobre la causa última de las cosas ni se obsesiona por los posibles cambios sociales en los próximos cien años. Si uno ve en la calle a un pobre viejo vendiendo cerillas, le compra una caja. El fenómeno social que enfurece a la gente es el espectáculo de ver a los ricos acaparando riquezas y quitándole el pan de la boca a quien lo necesita. Los únicos borrones en la vida de Putney son el ruido y los peligros de High Street, la escasez de buenos establecimientos de lavado y planchado, los modales de una señora de mediana edad que trabaja en la estafeta de correos (las otras señoritas que trabajan allí sí que agradaban a la señora Challice) y, por lo que a Alice se refería, la falta de un hombre en la casa.
A Priam Farll le pareció que la vida en Putney se acercaba mucho a la vida en Utopía. Le pareció que aquello respiraba aire de cuento… Un cuento del sentido común, de la afabilidad, de la sencillez. La vida en Putney hizo que toda su existencia anterior se le representase como una fútil y desdichada carrera en pos de lo imposible. ¿Arte? ¿Qué es el arte? ¿A qué conduce? Priam estaba harto del arte, harto de todo lo que hasta entonces estaba acostumbrado a hacer, y que, equivocadamente, había pensado que constituía la esencia de la vida.
La idea de una pequeña casita, fija y estable, conseguía que toda la retahíla de hoteles europeos le resultara una bobada.
—Supongo que no se quedará mucho aquí —preguntó la señora Challice, refiriéndose al hotel.
—¡Oh, no! —respondió Priam—. Algo tendré que hacer…
—¿Va a buscar usted otra colocación? —preguntó Alice.
—¿Otra colocación?
—Sí. —Y Alice sonreía de un modo claramente persuasivo, animándolo a buscar trabajo.
—Pues no lo sé —dijo Priam con aire indiferente.
—Debe de haber ahorrado usted bastante… —apuntó Alice, siempre con la misma sonrisa—. O a lo mejor no. El ahorro es cuestión de oportunidad. Es lo que yo digo siempre: depende de cómo empieza uno. Es una costumbre. Yo de verdad que no critico a nadie por no ahorrar. Y los hombres…
Alice parecía querer indicar que sobre todo a los hombres se les debía perdonar que no fueran capaces de ahorrar.
Aquella mujer tenía amplitud de miras: eso, seguro. Comprendía las cosas, y la naturaleza humana en particular. No era una de esas personas con las que los hombres se topan algunas veces: personas que están siempre dispuestas a buscarte los defectos, que son incapaces de tolerar la menor debilidad en los hombres… Esas personas melifluas, sonrientes, con labios delgados, con un poco de flequillo en la frente, y que hablan siempre con un tonillo de suficiencia y superioridad, como si constantemente estuvieran diciendo «no-me-digas…». La señora Challice tenía una boca tan amplia como sus ideas, y unos labios muy carnosos. Era una mujer que, si era preciso, corría al encuentro de uno cuando se disponía a cruzar la peligrosa calzada que separa los dos sexos. Era comprensiva porque quería ser comprensiva. Y cuando no podía comprender las cosas, se engañaba a sí misma haciendo como que lo comprendía, lo cual viene a ser poco más o menos lo mismo.
Alice era la prueba viviente de que las diferencias sociales no tienen valor efectivo cuando de mujeres se trata. Donde estaba ella, tales diferencias no contaban para nada, y solo importaba una más profunda y decisiva: la histórica distinción entre Adán y Eva. Así pues, Alice era un bálsamo para Priam Farll. Y hubiera podido serlo también para el rey David, para Urías el hitita, para Sócrates, Rousseau, lord Byron, Heine o Charlie Peace[29]. Habría sido comprensiva con todos ellos. Todos habrían estado dispuestos a dejar sus vidas en manos de aquella persona. ¿Era una dama? Bueno… Era una mujer.
Su temperamento atrajo a Priam Farll como si de un electroimán se tratase. A Priam le pareció que poder moverse libremente en el espacio de comprensión que generaba aquella mujer era el premio supremo de la vida. Le pareció una buena posada tras un camino lleno de dificultades y peligros, el oasis tras la tormenta de arena en el desierto, la sombra frente a la solana, la venda para la herida, el sueño después del insomnio, el final de una horrible tortura. En una palabra: Priam deseaba contárselo todo, porque ella no le pediría enojosas explicaciones. Alice le había abierto un camino al hablar del ahorro. En respuesta a la observación que ella le hizo («Debe de haber ahorrado usted bastante»), él podía haber contestado con toda naturalidad: «Sí, unas ciento cuarenta mil libras». Y aquella conversación, también con toda naturalidad, le hubiera conducido a la revelación completa de la situación en que se encontraba. En cinco minutos podría confiarle a Alice los detalles principales, y luego podría describirle su angustiosa y humillante media hora en la abadía, y ella derramaría sus mágicos aceites sobre las espantosas quemaduras que había sufrido su sensibilidad. De este modo se cicatrizarían sus heridas y podrían decidir entre los dos lo que se debería hacer.
Priam la miraba ya como su refugio, como una generosa compensación que le deparaba el destino por la pérdida de Henry Leek (cuyos restos descansaban ya en la Walhalla Nacional).
Solo que… era necesario comenzar la explicación, de manera que una cosa condujera naturalmente a otra. Pensándolo bien, le parecía muy brusco decir: «Sí, he ahorrado ciento cuarenta mil libras».
La suma era absurdamente elevada (y, sin embargo, exacta). Lo malo era que, a menos que la cifra no le extrañase por lo increíblemente alta que era, no podía dar pie para explicar el resto.
Tenía que encontrar otro camino. Por ejemplo, podría decir: «Ha habido una equivocación acerca de la supuesta muerte de Priam». «¿Una equivocación?», exclamaría ella, con los ojos como platos y dispuesta a escuchar lo que Priam tuviera que decirle. Y entonces él diría: «Sí. Priam Farll en realidad no ha muerto. El muerto es su criado». Y entonces ella gritaría: «¡Pero si usted era su criado!». Entonces, él simplemente negaría con la cabeza, y ella seguiría gritando: «Entonces, ¿quién es usted?». Y entonces, él diría, con tanta tranquilidad como pudiera: «Yo soy Priam Farll. Y voy a contarle cómo ha sucedido todo».
Así podría haber sido la conversación. Y así habría sido si él hubiera decidido empezar a hablar. Pero, igual que le ocurrió a la puerta de la casa del deán, Priam no pudo empezar. No pudo expresar en voz alta las palabras necesarias. Aquellas palabras, pronunciadas en voz alta, parecerían ridículas, increíbles, propias de un enajenado… Y no podía esperarse razonablemente que ni siquiera la señora Challice apreciase su trascendencia y, aún menos, les diese crédito.
«Ha habido una equivocación acerca de la supuesta muerte de Priam Farll».
«Sí, ciento cuarenta mil libras esterlinas».
No: no podía decir ni una cosa ni otra. Hay verdades tan extrañas y estrafalarias que uno se siente ridículo y culpable antes de comenzar a decirlas. Uno las dice entre excusas, se sonroja, tartamudea, y ofrece a los demás todo el aspecto de quien espera que no le crean; parece un bobo y se siente un bobo, y al final uno mismo se despeña hacia el desastre.
Priam se dio cuenta con dolorosa claridad de que nunca… Nunca podría contarle a Alice el terrible secreto, la horrible verdad. Aunque la comprensión de Alice era grande, la verdad era aún mayor, y nunca sería capaz de tragársela.
—¿Qué hora es? —preguntó Alice de repente.
—Oh, no se preocupe por la hora… —se apresuró a contestar Priam.
CONSECUENCIAS DE LA LLUVIA
Cuando concluyó el almuerzo y el asador quedó vacío, hasta el punto de que no quedaba allí nadie más que ellos y varios camareros que hacían todo lo posible por obligarlos a marcharse, hablando a gritos o haciendo ruido y procurando molestar alrededor de su mesa, Priam Farll comenzó a estrujarse el cerebro intentando encontrar una excusa para pasar la tarde en compañía de Alice. Quería seguir a su lado, pero no sabía cómo. Estaba completamente perdido. ¡Extraña cosa, la verdad, que un hombre cuya grandeza y brillantez eran suficientes para que lo enterraran en la abadía de Westminster no tuviera la más mínima capacidad para retener en su compañía a una mujer como la señora Alice Challice! Y, sin embargo, así era. Afortunadamente, se animó con la idea de que ella lo comprendiera.
—Tengo que volver a casa —dijo Alice, poniéndose lentamente los guantes; y luego suspiró.
—Espere… —murmuró él—. Me parece haberle entendido que vivía en Werter Road, en Putney, ¿no es así?
—Sí, en el número 29.
—¿Me permitirá usted visitarla algún día? —se aventuró a decir Priam.
—¡Oh, claro! —exclamó ella, animándolo.
Nada pudo haber sido más correcto, y nada más trivial que aquella parte de su conversación. Seguramente iría a visitarla. Al día siguiente viajaría hasta el idílico Putney. No podía permitirse el lujo de perder semejante amistad, semejante bálsamo, semejante almohada, tan blandita, semejante inteligencia, tan comprensiva. Iría poco a poco intimando con ella, y tal vez al final conseguiría estar en condiciones de decirle quién era realmente con alguna probabilidad de que le creyera. De todos modos, cuando la visitara (y él insistía consigo mismo en que sería muy pronto), intentaría comportarse de otro modo con ella; pensaría con mucho tiento y de antemano lo que iba a decir y cómo iba a decirlo. Aquella decisión mitigó un poco la angustia que sentía ante la sola idea de perder la compañía de Alice, aunque fuera por poco tiempo.
Pagó la cuenta ante las sagaces y vigilantes miradas de Alice, y a duras penas pudo ocultarle el importe exacto de la propina; y luego, en el guardarropa, dio furtivamente seis peniques a un hombre gordo y opulento que había estado custodiando su sombrero y el bastón. (No dejaba de ser sumamente curioso que la presencia de Alice pudiera conseguir que todos aquellos actos de Priam parecieran verdaderamente estúpidos).
Al final, cruzaron en silencio los pasillos y antecámaras que conducían al gran patio de entrada. A través de las grandes puertas de cristal, Priam Farll vio de refilón cómo se reflejaba la luz en el impermeable mojado de un cochero. Estaba lloviendo. Estaba lloviendo a mares, en realidad. En la arquería del patio, cubierta de cristal, todo estaba seco, pero la lluvia sonaba en los cristales como un redoblar de tambores, y el centro del patio era un inmenso charco en donde chapoteaban unos cuantos tílburis. Todo, los arreos de los caballos, los sombreros y capas de los cocheros, y sus rostros colorados, relucía y chorreaba agua bajo la torrencial lluvia de verano. Se dice que la geografía hace la historia. En Inglaterra, y especialmente en Londres, desde luego el tiempo ha contribuido mucho a su historia. Era una locura afrontar tal chaparrón, a no ser que fuera por imperiosa necesidad. Priam y Alice estaban al abrigo de la lluvia, y allí tenían que permanecer.
Él se alegraba, se alegraba de un modo absurdo pero maravilloso.
—Esto no puede durar mucho —dijo Alice mirando al cielo, cubierto de nubes negras, aunque parecía abrir hacia el Este.
—¿Le parece a usted que volvamos adentro y tomemos té? —dijo Priam.
Lo cierto era que hacía un momento que acababan de tomar café. Pero a ella no pareció importarle.
—Bueno —contestó—; yo siempre estoy dispuesta a tomar un té.
Priam miró el reloj.
—Son cerca de las cuatro…
Justificado así por el reloj, volvieron dentro y ocuparon los mismos sitios en los que habían estado al principio de la aventura, en el salón principal del hotel. Priam descubrió una campanilla, llamó, y pidió té de China y magdalenas. Sintió como si se le presentara la ocasión de emprender una nueva vida. Estaba cada vez más contento. Y podía estarlo sin faltar al decoro, porque la señora Challice, con su tacto singular, había eludido toda referencia a muertes y funerales.
Y en el impás, mientras él se disponía a mostrarse alegre y atractivo, tal y como era realmente, ella, con gran parsimonia, sirviendo el té chino, lanzó un dardo que hizo a Priam ver el cielo abierto.
—Me parece —apuntó— que podríamos ir un poco más lejos y hacer el camino… juntos.
Él, realmente, no llegó a comprender en un primer momento el significado de la frase, y ella advirtió que, en efecto, no lo había entendido.
—Sí —añadió Alice, en un tono benevolente y confiado—. Digo lo que siento; yo no me ando con rodeos. Quiero decir que si desea usted saber mi opinión, creo que podríamos llegar a entendernos.
Entonces fue cuando Priam vio el cielo abierto. Vio también un ligero y delicioso rubor en el rostro de Alice, cuyo cutis era maravillosamente fresco y delicado.
Alice Challice bebió el té chino separando mucho los dedos de la taza.
Priam había olvidado cómo se habían conocido, había olvidado que cada uno de ellos tenía un propósito claro y distinto en la vida, y había olvidado que habían intercambiado sus fotografías con un claro objetivo. No se le había ocurrido que el matrimonio pendía sobre él como la espada de Damocles. Y entonces fue cuando se percató de que la espada, pesada y cortante, estaba suspendida sobre su cabeza por un hilo de increíble fragilidad. Intentó esquivarla. No quería perder a Alice, le espantaba no volver a verla. Pero consiguió evitar la espada.
—No se me ocurriría… —comenzó, y se detuvo.
—Por supuesto, es una situación muy difícil para un hombre —dijo Alice, jugando con una magdalena—. Comprendo perfectamente cómo se siente, y con la mayoría de las mujeres estaría usted en lo cierto. Hay muy pocas mujeres que puedan apreciar el carácter de las personas; y si comienza usted a dudar y a titubear, todas le dejarán por imposible como si fuera un viejo insoportable. Pero a mí eso no me gusta. A mí no me gustan las tonterías y andar enredando. Lo que me gusta es obrar con sencillez y el trato sincero. Los dos deseamos casarnos, así que sería una tontería fingir que no es así, ¿no le parece? Y sería ridículo por mi parte esperar que me hiciera usted la corte y me pidiera solemnemente la mano y todo eso, como si yo no hubiera visto jamás un hombre en mangas de camisa. La única cuestión es esta: ¿nos convenimos el uno al otro? Yo ya le he dicho lo que pienso. ¿Qué opina usted?
Y sonrió sincera y afablemente, pero de un modo incisivo.
¿Qué podía decir él? ¿Qué habrías dicho tú, si es que eres un hombre? Es muy fácil estar sentado ahí, tranquilamente, en tu sillón, sin tener delante a la señora Alice Challice, e inventar respuestas diplomáticas. ¡Pero imagínate en el lugar de Priam! Además, él creía que ella realmente le convenía. Y con seguridad le parecía que no podría resistir la perspectiva de pasar la vida sin ella. Había experimentado ya una vez la tristeza de su ausencia, cuando el aire le voló el sombrero en el metro, y no quería que se repitiese.
—¡Claro, si no tiene usted ni casa…! —dijo ella pensativamente, y con aire compasivo—. ¿Por qué no viene conmigo y le echa un vistazo a la mía?
Así que aquella noche un hombre y una mujer que hacían muy buena pareja entraron en la pescadería de la esquina de Werter Road y compraron lenguados. En el quiosco de periódicos, dos puertas más allá, unos carteles rezaban: «Emocionantes escenas en la abadía de Westminster». «Funerales de Farll, procesión cívica». «El gran pintor descansa en paz».