LA EXCLUSIVA – COBARDÍA – WALHALLA – UN SOMBRERO NUEVO
LA EXCLUSIVA
Antes de que hubieran transcurrido doce horas desde la conversación que mantuvieron las fuerzas vivas del Imperio en el Grand Hotel Babylon, Priam Farll oyó los primeros ecos, graves y profundos, de la voz de Inglaterra manifestándose respecto a la cuestión de su funeral.
La voz de Inglaterra se manifestó esta vez por boca del Sunday News, un periódico que pertenecía a lord Nasing, propietario igualmente del Daily Record. En el Sunday News venía una columna entera relatando la aventura de Priam Farll con una celebrada estrella de comedia musical en Ostende. También publicaba un artículo de fondo en el que se demostraba de modo clarísimo que Inglaterra se avergonzaría ante las demás naciones si no enterraba a su más insigne pintor en la abadía de Westminster. Lo único raro era que el artículo, en vez de decir «abadía de Westminster», decía «la Walhalla Nacional»[22]. Parecía que era importante no mencionar la abadía de Westminster por su nombre, como si resultara un poco vergonzoso, o como si se estuviera diciendo «pantalones»[23]. El artículo terminaba con la palabra «basílica» y, al llegar a este majestuoso sustantivo, el lector estaba ya convencido, con el Sunday News, de que una Walhalla Nacional sin los restos de un Priam Farll sería muy preocupante, cuando no absolutamente inconcebible.
Priam Farll estaba extraordinariamente desconcertado.
El lunes por la mañana el Daily Record acudió noblemente en apoyo del Sunday News. Evidentemente, había empleado el domingo en recoger la opinión de un buen número de hombres famosos, entre los cuales había tres miembros del Parlamento, un banquero, un primer ministro de una colonia, un consejero del rey, un jugador de cricket y el presidente de la Royal Academy, a los que se les preguntó si juzgaban que la Walhalla Nacional era o no un lugar apropiado para el reposo de los restos mortales de Priam Farll. La respuesta había sido unánime y afirmativa.
Otros periódicos se expresaron en el mismo sentido. Pero también había quienes se oponían a semejante idea. Algunos se preguntaban fríamente qué había hecho Priam Farll por Inglaterra, y en particular por elevar el espíritu de Inglaterra. Priam Farll no había sido un pintor «moral», como Hogarth o sir Noel Paton, ni un adorador de la leyenda clásica y de la belleza, como el incomparable Leighton. Priam Farll había desdeñado públicamente a Inglaterra. Nunca había vivido en Inglaterra. Había esquivado cualquier relación con la Royal Academy, teniendo consideraciones para con todos los países… salvo con el suyo. Y después de todo, ¿era tan gran pintor como decían? ¿No había sido más bien un hábil pintamonas, cuya obra había conseguido la admiración general gracias a los esfuerzos de una reducida banda de excéntricos admiradores? Lejos de ellos, naturalmente, la intención de desprestigiar a un muerto, pero, claro, la Walhalla Nacional era la Walhalla Nacional… Y así.
Los periódicos vespertinos, de a penique el ejemplar, eran todos profarllistas; uno de ellos se mostraba furiosamente entusiasta. De sus palabras se podía colegir que si no enterraban a Priam Farll en la abadía de Westminster, se sacudirían el polvo de las botas en los acantilados de Dover y abandonarían para siempre Inglaterra, emigrando a otras tierras donde comprendieran el arte.
Uno tenía la impresión de que, tan pronto anocheciera, Fleet Street sería el escenario de una sangrienta batalla, en la que los aficionados a la pintura se degollarían unos a otros en defensa del honor del arte. Sin embargo, no se observó ningún movimiento raro en Fleet Street, al menos superficialmente, ni se proclamó la ley marcial en el Arts Club de Dover Street.
Londres hervía con la cuestión del funeral de Priam Farll. En pocas horas iba a decidirse si Inglaterra tendría que avergonzarse ante las demás naciones en el futuro y…, sin embargo, la gran ciudad proseguía con su vida bulliciosa y alegre, como siempre. En el Gaiety Theatre se representaba su famosa comedia musical de todas las noches con lleno completo, y en el Queen’s Hall una numerosísima concurrencia acudía a oír a un violinista de doce años que tocaba como un hombre, aunque un hombre pequeño, y al que una compañía privada había contratado para los siguientes siete años.
A la mañana siguiente la controversia se resolvió definitivamente gracias a una de las clásicas exclusivas del Daily Record. En casos como este, si las controversias no se resuelven rápidamente, se resuelven por sí mismas, pues no pueden prolongarse. Pero el Daily Record salió a la calle con una transcripción del testamento de Priam Farll. En este testamento, después de dejarle una libra esterlina semanal a su criado, Henry Leek, hacía donación a su patria del resto de su fortuna, con el fin de que se construyera y mantuviera un Museo de Grandes Maestros. Su propia colección de grandes obras maestras —una colección que él mismo había ido reuniendo poco a poco y de ese modo tan poco oneroso que solo está al alcance de los expertos más avisados— formaría el núcleo del museo. Según el Record, dicha colección contaba con varios Rembrandt, un Velázquez, seis Vermeer, un Giorgione, un Turner, un Charles, dos Crome y un Holbein. (Después de Charles, el Record ponía un signo de interrogación, como si no estuviera seguro del nombre). Estos cuadros se encontraban en París, y allí habían estado durante muchos años. La idea fundamental era que no se admitieran en el futuro museo más que obras absolutamente de primera clase. El testador fijaba dos condiciones al hacer su legado: una, que su nombre se inscribiese en algún lugar del edificio; y la otra, que ninguna de sus propias obras fuera admitida en el museo. ¿No era sublime? ¿No era aquello una muestra del verdadero orgullo británico? ¿No era magníficamente distinto al comportamiento de los benefactores habituales de Inglaterra? El Record tenía datos para asegurar que la fortuna de Priam Farll ascendía a unas ciento cuarenta mil libras esterlinas, además del valor de los cuadros. Después de semejante generosidad en favor de su patria, ¿iba alguien a sostener que no debía ser enterrado en la Walhalla Nacional un filántropo tan regio y tan orgullosamente modesto?
La oposición se rindió.
Priam Farll, recluido en su fortaleza del Grand Hotel Babylon, estaba cada vez más desconcertado. Recordaba perfectamente cuándo y cómo hizo el testamento. Lo había firmado diecisiete años atrás, en Venecia, después de beber abundante champán, en un momento de ira contra algunas críticas inglesas a su obra. ¡Sí! ¡La crítica inglesa! Fue su vanidad la que le impulsó a responder de aquel modo. Recordaba la juvenil alegría con que había decidido que sus parientes más próximos, quienesquiera que fuesen, actuaran como albaceas del testamento. Recordaba cómo había imaginado con cruel deleite las caras de aquellos parientes al verse obligados a cumplir las cláusulas de tal testamento. Desde entonces, había pensado anularlo muchas veces; pero, por desidia, no lo había hecho. Entretanto, su colección y su fortuna habían continuado aumentando regular y espléndidamente, y ahora… Bueno, ahora la cosa ya no tenía remedio. Duncan Farll había encontrado el testamento. Y Duncan Farll sería el albacea testamentario de aquellas melodramáticas últimas voluntades.
Priam Farll no pudo contener una sonrisa, a pesar de la gravedad de la situación.
A lo largo del día la cuestión quedó resuelta. Las autoridades competentes hablaron. Se había tomado una decisión. Priam Farll sería enterrado el jueves siguiente en la abadía de Westminster. La dignidad de Inglaterra quedaba salvada ante las demás naciones artísticas, en parte, gracias a los heroicos esfuerzos del Daily Record; y en parte, por el testamento, que había demostrado que, después de todo, Priam Farll, en el fondo de su corazón, había tenido en mente y por encima de cualquier otra consideración los más altos intereses de su patria.
COBARDÍA
En la noche del martes al miércoles Priam Farll no pudo conciliar el sueño. Bien fuera porque se hubiera escuchado la profunda y formidable voz de Inglaterra o la dulce vocecilla de la sobrina favorita del deán, que tan hábilmente pintaba juegos de té, lo cierto era que el asunto había dado un giro extraordinariamente grave. ¡La patria se preparaba para recibir en la Walhalla Nacional los restos mortales de Henry Leek!
Priam Farll a veces tenía una faceta sardónica; desde luego, se había entregado a los caprichos más extraños, pero no podía permitir que se continuara con un error de tan gigantesca magnitud. Todo aquello tenía que detenerse, ¡e inmediatamente! Y solo él podía detenerlo. El esfuerzo que debería destinar a superar su timidez sería tremendo, casi insoportable. Sin embargo, tenía que actuar; no había más remedio. Aparte de otras consideraciones, estaba la poderosísima consideración de aquellas ciento cuarenta mil libras esterlinas, que eran suyas y que no tenía la más mínima intención de dejárselas a la nación británica. Y en cuanto a las adoradas obras maestras que había coleccionado, la sola idea de donárselas a un país que se entusiasmaba con Landseer, Edwin Long y Leighton… ¡vamos!, le producía náuseas.
¡Tenía que ir a hablar inmediatamente con Duncan Farll! ¡Tenía que explicárselo todo! Sí: explicarle que estaba vivo.
Se le representó entonces la cara de Duncan Farll, dura, estúpida, y aquella cabeza suya como de acero impenetrable. Y se vio a sí mismo expulsado a patadas de la casa, o entregado a un policía, u ofendido de cualquier modo espantoso. ¿Podría enfrentarse a Duncan Farll? ¿Valía la pena provocar a Duncan Farll solo por ciento cuarenta mil libras esterlinas y la dignidad de la nación británica? ¡No! Su temor a Duncan Farll era más poderoso que las ciento cuarenta mil libras esterlinas y toda la dignidad del mundo. Priam Farll reconoció que nunca tendría valor para presentarse ante Duncan Farll. Porque… porque Duncan Farll podría recluirlo en un manicomio… Podría…
Sin embargo, algo tenía que hacer.
Se le ocurrió entonces la brillante idea de explicárselo todo al deán de la abadía de Westminster. No tenía el honor de conocer personalmente al deán. El deán era como una abstracción; seguramente mucho más abstracto que el mismo Priam Farll. Pensó, pues, que podría visitar al deán. Sería una terrible odisea, pero supo que no tenía más remedio que intentarlo. Después de todo, un deán… ¿Qué es? Pues, nada: un hombre tocado con un sombrero estrafalario. ¿Y él? ¿No era el mismísimo Priam Farll, el auténtico Priam Farll, un personaje muchísimo más importante que el deán?
Le dijo al camarero del hotel que le comprase un par de guantes negros, de la talla siete y cuarto, y que le trajese un ejemplar del Who’s Who. Imaginó que el camarero tardaría en cumplir estos encargos. Pero aquel individuo sorprendente los ejecutó como por arte de magia. El tiempo voló tan aprisa que parecía, digamos, como si apenas se pudiesen ver las manecillas del reloj girando vertiginosamente en la esfera. Y casi antes de que supiera qué estaba haciendo, Priam se encontró con que dos lacayos le estaban ayudando a subir a un taxi y que la aterradora empresa había comenzado.
El taxi podría haber ganado fácilmente la carrera de la Gordon Bennett Cup[24]. Tenía unos doscientos caballos de potencia, y llegó al atrio del deán en menos tiempo del que un orador de palabra fácil emplea en decir «esta boca es mía». La velocidad de la carrera fue sencillamente increíble.
Al bajar del coche, iba Priam a decirle al chauffeur que se esperase, pero luego pensó que sería mejor prescindir de aquel artefacto mecánico. Así que le dijo que podía irse.
Tocó el timbre a toda prisa, frenéticamente, porque temía que de lo contrario acabaría echando a correr sin haber llamado. En aquel momento, su corazón comenzó a latir desbocado. El sudor empapaba el magnífico forro de su sombrero nuevo, y las rodillas le empezaron a temblar… ¡Literalmente!
La puerta del deán le parecía la mismísima entrada a los infiernos.
Abrió la puerta un hombre ataviado con una librea de un negro eclesiástico y miró a Priam con hostilidad.
—¡Eeeh…! —tartamudeó el pintor, completamente aturdido y acobardado—. ¿Vive aquí el señor Parker?
Pero el deán no se llamaba Parker y Priam lo sabía. Parker era, sencillamente, el primer nombre que se le había pasado por la cabeza.
—No —contestó el lacayo con tono adusto—. Aquí vive el deán.
—¡Oh, el deán, dice! ¡Le ruego que me perdone! —exclamó Priam Farll—. Creí que era la casa del señor Parker…
Y entonces dio media vuelta y huyó apretando el paso.
En el brevísimo espacio que medió entre el campanillazo y la aparición del criado, Priam Farll se había dado cuenta con meridiana claridad de lo que era capaz de hacer y de lo que era incapaz de hacer. Y corregir el error que acababa de cometer Inglaterra estaba entre las cosas que no era capaz de hacer. No podía enfrentarse al deán. No podía enfrentarse a nadie, en realidad. Era un cobarde miserable. De nada servían las excusas. Simplemente, no podía hacerlo.
«¡Creí que era la casa del señor Parker…! ¡Cielo santo! ¡Qué bajo puede caer un gran artista!».
Aquella noche recibió una carta de Duncan Farll, fría y lacónica, con una invitación para el funeral. Duncan Farll no estaba seguro de que el señor Henry Leek considerase apropiado asistir al entierro de su señor; pero, de todos modos, le enviaba la invitación. Le decía también en la carta que la libra esterlina semanal, tal y como se decía en el testamento, le sería abonada con toda puntualidad. Finalmente, le comentaba que varios periodistas le habían pedido la dirección del señor Leek, pero que no había podido satisfacer tal curiosidad.
De esto se alegró mucho Priam Farll.
«Bueno… ¡Estoy acabado!», pensó, mirando la invitación para su entierro.
Porque allí estaba la invitación, grande, lustrosa, real como la vida misma.
WALHALLA
En la inmensa nave de la abadía había relativamente poca gente, es decir, unos pocos centenares de personas que disponían de espacio suficiente para moverse sin mayores dificultades de un lado para otro, bajo la vigilancia de los funcionarios encargados del orden. A Priam Farll se le había permitido pasar por los claustros, según las indicaciones impresas en su invitación. En su estado, nervioso y asustado, se imaginaba que todo el mundo iba a mirarlo con recelo, pero el hecho fue que no llamó la atención de nadie en absoluto. Lo colocaron en la sección de la plebe, al otro lado del macizo tabique que separa la nave del coro y del crucero, pero los que pertenecen a la plebe nunca están especialmente interesados en los que son como ellos; los que les interesan son los privilegiados. El órgano hacía llegar las notas de una melodía de Purcell hasta los rincones más intrincados de la abadía. Alrededor de un espacio limitado por un grueso cordón, varios eclesiásticos, en traje de ceremonia, vigilaban el sitio donde iba a tener lugar el sepelio. El sol de mediodía brillaba y resplandecía en múltiples haces luminosos que atravesaban las vidrieras azules y escarlatas. Luego, los vigilantes de la abadía comenzaron a ordenar al público, formaron una fila delante de los espectadores y la emoción aumentó entre la gente. El órgano calló un instante, y cuando recobró la voz, fue para entonar la suprema expresión del duelo humano: la marcha fúnebre de Chopin, envolviendo la catedral entera en una intensa atmósfera de tristeza. Y cuando las últimas resonancias se extinguieron en el aire, las voces de los niños del coro, dulces y limpias, aun expresando duelo, se elevaron a lo lejos…
En aquel mismo instante Priam Farll divisó a lady Sophia Entwistle, alta, con un velo negro, de luto riguroso. La dama se encontraba entre los asistentes que no gozaban de especial preeminencia. Indudablemente, una persona como ella, con tanta influencia, podría haber conseguido un lugar de preferencia en el crucero; pero, al parecer, había preferido la humildad y se había apiñado con la plebe en la nave. Había tenido que hacer el viaje desde París para asistir al funeral. Se veía cómo lloraba por su prometido. Allí estaba, de pie, a menos de diez yardas de él. No lo había visto, de momento, pero cabía la posibilidad de que pudiera verlo de un momento a otro, pues iba aproximándose lentamente al sitio donde se encontraba Priam Farll, que temblaba de pies a cabeza.
Priam huyó de allí a toda prisa, con el corazón lleno de resentimiento hacia lady Sophie Entwistle. Porque no había sido lady Sophia Entwistle la que había propuesto el matrimonio, sino él, él mismo quien se había declarado a ella. Lady Sophia Entwistle no lo había rechazado; fue él quien había huido. Ella no había sido un error de Priam; Priam fue el error de lady Sophia Entwistle. No había sido ella, sino él, quien había obrado de manera caprichosa, impulsiva y precipitada. Sin embargo, Priam la odiaba. Creía sinceramente que era ella la que le había ofendido, y que debía apartarse de su vista. La condenaba, además, por todos aquellos defectos de los que ella no era responsable: por ejemplo, la desigualdad de sus dientes, el hoyuelo bajo la barbilla, o los pequeños vicios sociales que comienza a desarrollar cualquier solterona que llega a los cuarenta. Priam huyó de allí aterrorizado.
Si lady Sophia llegaba a verlo y a reconocerlo, las consecuencias serían absolutamente desastrosas… Desastrosas en todos los sentidos. Y ante él se abriría una etapa de exposición pública en la que no era capaz de pensar sin sentir pánico. Huyó de allí enloquecido, abriéndose paso entre el gentío, hasta que llegó a una verja donde había una cancela entreabierta. Su mirada perturbada debió de amedrentar al guardia de la puerta, pues el uniformado individuo se apartó inmediatamente y Priam pasó al otro lado, donde comenzaba una escalera de caracol, por la cual subió sin detenerse. En lo alto de la escalera había unas mangueras para utilizar en caso de incendio. Desde allí oyó el chasquido metálico producido por la cancela de la verja cuando el guardia decidió cerrarla. Priam dio la gracias a Dios por haber podido escapar de lady Sophia Entwistle.
La escalera conducía a la galería donde estaba el órgano, colgada en lo alto del coro. El organista estaba sentado tras una cortina a medio correr, bajo unas luces mitigadas; y en la amplia plataforma, cuya balaustrada miraba sobre el coro, había dos jóvenes que cuchicheaban con el organista. Ninguno de los tres reparó en Priam. Este se sentó en una silla, muerto de miedo, como un intruso, mirando hacia el coro.
El cuchicheo cesó; los dedos del organista comenzaron a moverse sobre cinco filas de teclas y multitud de registros, mientras, debajo, sus pies se movían hábilmente. Priam oyó una música que le pareció lejana. Muy cerca, tras él, percibió vibraciones graves y, como si dijéramos, unos profundos escapes de vapor. Comprendió enseguida que aquellos eran los roncos rugidos que emitían unos tubos de 32 y de 74 pies de longitud, tendidos horizontalmente en el techo del coro, como respuesta a los movimientos de los dedos del organista. Todo aquello era misterioso, fantástico, sobrenatural, diabólico, podía decirse… Y formaba parte del secreto y sorprendente mecanismo del ceremonial dramático y emotivo que corresponde a un gran espectáculo. Aquello irritó enormemente a Priam, sobre todo cuando el organista, un atractivo joven de mirada viva, se volvió un poco en su asiento y guiñó el ojo a uno de sus compañeros.
Las penetrantes voces de los niños coristas fueron aumentando de intensidad, y a medida que iban gritando más, Priam Farll se dio cuenta de un curioso y extraño fenómeno en su garganta, que se le abría y se le cerraba convulsivamente. Para distraer la atención de su garganta, se incorporó un poco en la silla y miró por encima de la balaustrada hacia el coro, cuyas profundidades se encontraban alumbradas por velas, mientras las zonas altas se veían caprichosamente bañadas por los intermitentes resplandores del sol. Arriba, en lo alto, enfrente de él, en la cúspide de un precipicio de piedra, una ventanita parecía arder con un fulgor de complicados centelleos gracias a los rayos de luz. Y abajo, muy abajo, alrededor del púlpito y en torno al bosque de estatuas del crucero, se veía el suelo que, desde donde estaba Priam, parecía formado por las cabezas de los invitados famosos, célebres, distinguidos, honorables por su cuna, por su talento, por sus iniciativas o por la casualidad. Muchos de sus nombres los había leído en el Daily Telegraph. Las voces de los coristas se hicieron cada vez más penetrantes y hermosas. Priam se levantó entonces de la silla y se inclinó sobre la balaustrada. Todas las miradas se dirigían hacia un punto situado bajo el saliente donde se encontraba Priam; pero él no alcanzaba a verlo. Entonces, algo salió de allí abajo y entró en su campo de visión. Era una cruz alta, portada por un macero. Tras la cruz, aparecieron un montón de eclesiásticos con suntuosas vestiduras, en lenta y majestuosa procesión, por parejas, y luego, un personaje vestido de gran ceremonia y que caminaba de espaldas, gesticulando, a la manera de un directivo importante y excitado del Ejército de Salvación. Tras este personaje de aderezos de color morado aparecieron los niños del coro con sus indumentarias rojas, cantando al compás de aquellas extrañas gesticulaciones. Finalmente, entró en su campo de visión el féretro, cubierto con un gran paño color púrpura, y sobre este, una cruz blanca. Grandes nombres europeos sujetaban los cordeles del paño —personajes que habían llegado precipitadamente desde todos los rincones de Europa como si su asistencia al funeral fuera un mandato inexcusable—, y con ellos, Duncan Farll completaba la procesión.
¿Fue la visión del ataúd, o la riqueza del paño mortuorio que lo cubría, o la emotiva blancura de la cruz de flores que ostentaba el paño, o la augusta autoridad de los que llevaban las cintas lo que afectó a Priam Farll como un ataque al corazón? ¿Quién sabe? El hecho fue que no pudo seguir mirando: la escena era demasiado imponente para él. Si hubiera seguido contemplándola, seguramente no habría podido contener las lágrimas. No importaba que en el ornamentado ataúd yaciera el cadáver de su criado, un sinvergüenza redomado, ni que se estuviese llevando a cabo con toda la majestad de un solemne decreto un error tan grotesco; no importaba tampoco que la iniciativa hubiera partido de la sobrina del deán, distinguida acuarelista, o de las augustas deliberaciones del Capítulo; ni importaba, en fin, que los periódicos hubieran mezclado indignamente el nombre y el honor del arte en provecho propio… El efecto resultante era impresionante y abrumador. Se presentaba rodeado de un aura mística todo lo que había de honrado y sincero en el corazón de Inglaterra desde hacía un millar de años, y el resultado tenía que ser forzosamente impresionante y abrumador. Era realmente un espectáculo cuyo efecto iba más allá de todo lo imaginable y todo lo concebible; era el florecer mágico de varios siglos en un solo instante, la manifestación solemne y silenciosa del espíritu secular de una nación. De los vetustos muros circundantes recibía la majestad y la belleza, y las devolvía multiplicadas por diez. Nada había de vulgar, ni en los objetos ni en la pequeñez de los hombres. En la cabeza de Priam Farll, aquello concedía dignidad a lady Sophia Entwistle, y un aire de inmensa tragedia a la muerte de Leek. Semejante ceremonia incluso llegaba a transformar las gesticulaciones del director del coro en órdenes graves y solemnes.
¡Y todo aquello lo hacían por él, por Priam Farll…! ¡Él había aplicado y distribuido sobre algunos lienzos ciertos pigmentos y colores, con un pincel, del mejor modo que le había parecido, nada más; y la nación a la que él siempre había negado gusto artístico, la nación a la que él había acusado con ira de sentimentalismo, solemnizaba de tal modo la entrega de sus restos mortales a la tierra! ¡Divino misterio del arte! La benevolente generosidad de Inglaterra le afectó profundamente. No había sospechado su propia grandeza, ni la de Inglaterra.
Cesó la música. Priam levantó por casualidad la mirada hacia aquella pequeña ventana luminosa, fuera del alcance del mundo. Y la idea de que aquella ventana había estado brillando en aquel sitio, ignorada y pacientemente, durante cientos de años, como un anacoreta, sobre el río y la ciudad, conmocionó su espíritu de tal manera que no pudo seguir mirándola. ¡Inefable melancolía, la de una simple ventana! Y la mirada de Priam volvió de nuevo al ataúd de Henry Leek, con su cruz blanca y la representación de la majestad de Inglaterra a su alrededor. Y allí terminó el dominio de Priam Farll sobre sí mismo. Una angustia, un dolor semejante a los dolores del parto lo atenazó, y un sollozo brusco y tremendo estuvo a punto de desgarrarle en dos. Fue un sollozo ruidoso, indisimulado, indiferente a lo que ocurriera a su alrededor, al que siguieron más quejas y lamentos. Priam Farll sufría de un modo indecible.
UN SOMBRERO NUEVO
El organista se giró en su banqueta, extrañado y ofendido ante aquel escándalo.
—¡Deje usted de montar ruido! —susurró el organista.
Priam le dedicó un gesto de desprecio.
El organista, desconcertado, no supo qué hacer.
—¿Quién es? —preguntó uno de los jóvenes que le acompañaban.
—No lo he visto jamás en mi vida —contestó el organista con contundencia. Después, dirigiéndose de nuevo a Priam, añadió—: ¿Se puede saber quién es usted? No tiene derecho a estar aquí. ¿Quién le ha dado permiso para subir?
Por toda contestación, aquel hombre ridículo de cincuenta años, que ni siquiera era capaz de guardar el decoro debido, continuó sollozando.
—¡Esto es completamente absurdo! —murmuró el joven amigo del organista.
Se hizo el silencio en el coro.
—¡Eh, atención! ¡Están esperándole! —dijo muy nervioso el otro joven, dirigiéndose al organista.
—¡Maldita…! —susurró alarmado el músico; y sin concluir su maldición, giró como un acróbata en su asiento. Sus manos y sus pies se pusieron a maniobrar inmediatamente, y mientras tocaba, señalando con la cabeza al intruso, murmuró—: Mejor será ir a buscar a alguien y que se lo lleven de aquí.
Uno de los jóvenes echó a correr a toda prisa escaleras abajo. Afortunadamente, el órgano y los coristas se habían conjurado ya para ahogar los sollozos de Priam. Al poco, un poderoso brazo escondido bajo una negra sotana cayó sobre el hombro de Priam. Este intentó zafarse con ademanes histéricos, pero no pudo. La sotana y los dos jóvenes lo arrastraron escaleras abajo. Descendieron todos juntos a trompicones, tropezando y dando traspiés. Abrieron luego una puerta y Priam se vio al aire libre, en los claustros, sin sombrero y jadeando sin resuello. Sus vigilantes también resoplaban entre jadeos. Lo miraban con gestos amenazadores y triunfales, como si hubieran hecho algo excepcional —y, en realidad, algo habían hecho—, y como si tuvieran la intención de hacer algo más, pero aún no hubieran decidido qué.
—¿Dónde está su invitación? —preguntó el hombre de la sotana.
Priam la buscó en los bolsillos y no pudo encontrarla.
—Debo de haberla perdido —dijo con voz débil.
—¡Bueno, da igual! ¿Cómo se llama usted?
—Priam Farll —dijo Priam Farll sin pensar.
—¡Está loco perdido, evidentemente! —murmuró uno de los jóvenes con un gesto de desprecio—. Vamos arriba, Stan; no vayamos a perdernos el salmo por este idiota.
Y los dos estaban a punto de marcharse cuando apareció un policía joven, poniéndose el casco al salir del templo.
—¿Qué es todo este lío? —preguntó con la seguridad y la confianza de alguien que actúa con el respaldo de todos los poderes del Imperio.
—Este individuo, que ha estado molestando y armando escándalo junto al órgano, y ahora dice que se llama Priam Farll —explicó el de la sotana.
—¡Oh! —exclamó el policía—. ¡Vaya…! ¿Y cómo consiguió llegar hasta allí?
—No tengo ni idea —contestó el de la sotana—. No tiene invitación.
—Entonces, ¡fuera! —dijo el policía, cogiendo a Priam bruscamente por el brazo.
—Le agradecería que me dejara en paz —exclamó Priam, rebelándose con todo el orgullo de su carácter contra la fuerza de la ley.
—¿Ah, sí? ¿De verdad? ¿De verdad? —dijo el policía—. ¡Ya lo veremos! ¡Vamos a verlo ahora mismo!
Y el policía arrastró a Priam a lo largo del claustro mientras a lo lejos se percibían los ecos del «Destruiría a la muerte para siempre…»[25]. No habían ido muy lejos cuando se toparon con otro policía, más veterano.
—¿Qué es todo esto? —preguntó el policía mayor.
—¡Embriaguez y escándalo! ¡En la abadía! —contestó el policía joven.
—¿Nos hace usted el favor de largarse de aquí sin montar más alboroto? —dijo a Priam el policía viejo con cierto tono de condescendencia.
—¡Yo no estoy borracho! —exclamó Priam con furia. Desconocía Londres por completo, y no sabía que era una locura y una insensatez razonar con los perros de presa de la Justicia.
—¿Quiere hacernos el favor de marcharse tranquilamente de aquí? —insistió el policía veterano, esta vez sin el menor atisbo de condescendencia.
—Sí —dijo Priam.
Y se dirigió hacia la puerta en silencio. La experiencia es capaz de enseñarle a uno con la rapidez del relámpago.
—¿Pero dónde está mi sombrero? —preguntó al cabo de un momento, deteniéndose de repente.
—¡Venga, venga…! —dijo el policía viejo—. ¡Andando!
Priam caminó escoltado por los dos policías hacia la calle. En el preciso momento en que entraban en el claustro llamado Dean’s Yard, Priam buscó nerviosamente en uno de los bolsillos, y se encontró de repente con aquella tarjeta.
—Aquí está mi invitación… —dijo—. Creí que la había perdido. No he bebido nada y lo mejor que pueden ustedes hacer es dejarme en paz. Todo esto es un terrible error…
La comitiva policial se detuvo y el guardia de más edad miró fascinado el documento oficial.
—«Henry Leek» —leyó, como si estuviera descifrando el nombre.
—Le ha estado diciendo a todo el mundo que es Priam Farll —gruñó el policía más joven, mirando la tarjeta por encima del hombro de su compañero.
—¡Yo no he dicho tal cosa! —exclamó Priam de repente.
El guardia veterano, entonces, inspeccionó cuidadosamente a su prisionero. Dos muchachillos se acercaron y comenzaron a formar un corro que una mirada ceñuda del policía dispersó al instante.
—No parece que haya bebido más de lo que deba beber un caballero —murmuró el policía con aire circunspecto.
El policía joven, temeroso de su superior, no dijo nada.
—Mire, señor Leek —prosiguió el viejo—, ¿sabe usted lo que haría yo en su lugar? Pues yo que usted iría enseguida a comprarme un sombrero nuevo, ¡pero enseguida…!
Priam se alejó apresuradamente, pero aún tuvo tiempo de oír cómo el policía viejo le decía al más joven:
—Es un chiflado, ni más ni menos, y usted es un tonto de capirote. ¿Ha olvidado usted que se le ordenó dirigir el tráfico ahí fuera?
Y, en ciertas circunstancias, es tal el efecto de las sugerencias que puede formular la autoridad que Priam Farll se encaminó directamente a Victoria Street, a la famosa sombrerería Sowter —sombreros a precio único—, donde se compró un sombrero nuevo. Luego paró un taxi desde la acera opuesta a los almacenes del Ejército y de la Armada, y con un gruñido cortante le dio al conductor la dirección del Grand Hotel Babylon. Cuando el vehículo ya se dirigía a su destino a buena velocidad, y no antes, se abandonó por completo a un ingenuo e incontrolable ataque de furia, comenzando a maldecir todo lo humano y lo divino. Lanzó maldiciones sin cuento, hacia todo el mundo y hacia todo lo imaginable, desvergonzadamente, en inglés y en francés. Creyó que le resultaría imposible calmarse. Fue una reacción que no me atreveré a calificar, pero no puedo ocultar que ocurrió tal como lo cuento. El ataque de furia se apaciguó por sí mismo antes de que llegaran al hotel, pues la mayor parte de Parliament Street estaba bloqueada por los espectadores congregados allí por su funeral, y el conductor tuvo que dar algún que otro rodeo para llegar al Strand. Concluidas todas las maldiciones, Priam fue tranquilizándose poco a poco. Al llegar al hotel, ya completamente sosegados sus nervios, le entregó al taxista media corona, una cantidad descabellada.
Exactamente en el mismo instante otro taxi se detuvo casi al lado. Y, para rematar el día, de él se apeó la señora Alice Challice.