CAPÍTULO III

LA FOTOGRAFÍA – EL REFUGIO – FAMA – LAS FUERZAS VIVAS

LA FOTOGRAFÍA

Desde el momento en que la señora Alice Challice hizo sus observaciones en favor de las agencias matrimoniales, la tarde se convirtió en un tormento para Priam Farll. Aquella mujer era lo que él suponía que debía de ser una «mujer muy decente», pero, mira, de verdad… Y la frase se quedaba sin terminar, porque Priam era incapaz de concluir la idea en su mente. Unas cincuenta veces había llegado en su discurso hasta el «verdaderamente», pero su razonamiento moría con esta palabra y se desvanecía en una nube de angustia.

—Supongo que toca ir yéndose —dijo la señora Challice después de comerse su helado y de que se hubiera derretido el de Priam.

—Sí —contestó él, y añadió para sus adentros: «Pero… ¿adónde?».

De todos modos, le pareció que sería un alivio salir del restaurante y pidió la cuenta.

Mientras esperaban la nota, la situación se puso más tensa. Priam estaba deseando soltar unos cuantos soberanos en la mesa y salir de allí volando a toda prisa. La señora Challice, intuyendo vagamente su incomodidad, apenas conseguía encontrar un tema de conversación.

—Se parece usted mucho al de la fotografía —apuntó la mujer, mirándolo a la cara que…, debería señalarse, se había transfigurado en el curso de media hora.

Priam tenía una cara capaz de cambiar de expresión cien veces al día. La que lucía en aquel momento era uno de sus habituales rictus de ansiedad, nivel medio. Se puede imaginar suponiendo la cara que pondría una persona que, estando encerrada en una habitación acorazada de hierro, viera que de repente las paredes se van poniendo al rojo vivo por las esquinas.

—¿Al de la fotografía? —exclamó, asombrado de que pudiera parecerse a Leek en una fotografía.

—Sí —contestó la señora con firmeza—. Por eso le reconocí a usted enseguida. Sobre todo por la nariz.

—¿La tiene usted ahí? —preguntó él, intrigado por ver qué retrato de Leek tenía una nariz parecida a la suya.

Y entonces la señora Challice sacó del bolso una fotografía, pero no era de Leek, sino de Priam Farll. Era una fotografía sacada de un negativo en el que ambos se habían retratado juntos con el fin de convertir la pose en un cuadro. Y desde luego la fotografía resultaba muy elegante. Pero ¿por qué diablos Leek enviaría fotografías de Priam a damas desconocidas a través de una agencia matrimonial? Priam Farll no podía explicárselo… A no ser que se tratara de un verdadero sinvergüenza, taimado y sin escrúpulos.

La mujer miró el retrato con sincera alegría.

—Venga, de verdad, ¿no cree usted que es una fotografía muy buena, pero que muy buena?

—Supongo que sí… —asintió Priam. Probablemente habría dado doscientas libras esterlinas por tener el valor de explicarle con palabras bien escogidas que todo aquello había sido una gran equivocación, una atroz indiscreción fruto de un impulso atolondrado. Pero ni siquiera por doscientas libras habría comprado todo el valor que necesitaba.

—¡Me encanta! —exclamó la señora Challice con entusiasmo, con vehemencia, y, sin embargo, con educación. Y volvió a guardar la fotografía en su bolsito.

Luego, bajando la voz, le dijo a Priam:

—No me ha dicho usted si ha estado casado antes. Esperaba que me lo dijera usted.

Priam se sonrojó. La señora Challice estaba consiguiendo desconcertarlo con esas insinuaciones tan personales.

—No —contestó—. Nunca he estado casado.

—¿Y ha vivido usted siempre así, solo, sin casa, viajando por ahí, sin nadie que mire por usted como es debido? —Había cierta angustia en su voz al decir aquello.

Él afirmó con la cabeza.

—Uno se acostumbra.

—Ah, claro —repuso Alice—; lo comprendo.

—No tiene uno responsabilidades —añadió Priam.

—Ya. Comprendo. —Y luego, titubeando, añadió—: ¡Pero lo siento mucho por usted…! ¡Todos esos años…!

Tenía los ojos anegados en lágrimas, y el tono de su voz era tan sincero que a Priam Farll le resultó muy conmovedor. Por supuesto, ella le estaba hablando a Henry Leek, al modesto ayuda de cámara, y no a su ilustre señor. Pero Priam entendió que no había una diferencia esencial entre la fortuna de Leek y la suya. Y reconoció que, a pesar de las múltiples perfecciones de Leek como criado, nunca había mirado por él como debía. Las palabras de la señora Challice le hicieron tener tanta lástima de sí mismo como ella; le hicieron comprender que Alice tenía un buen corazón y que lo único que de verdad importa en este mundo es tener buen corazón. ¡Ah…! ¡Si lady Sophia Entwistle le hubiera hablado así…!

Llegó la cuenta. Era tan módica, que Priam casi estaba avergonzado de pagarla. La supresión de «propinas» alimenticias —también prohibidas al parecer— le permitía al monarca de aquel ostentoso palacio presentar una comida completa por casi el mismo precio que una taza de té y una onza y media de tarta en un establecimiento situado solo unas cuantas yardas más abajo, en la misma calle. Felizmente, el monarca, previendo esa vergüenza por parte de los clientes, había ideado un procedimiento especial de pago a través de un agujero, de modo que el cobrador no veía más que las avergonzadas manos del que abonaba. En cuanto a los magos con traje de etiqueta que servían las mesas, al parecer, nunca se manchaban con el contacto del dinero.

Una vez en la calle, Priam se encontró totalmente desorientado respecto a lo que debía hacer. La verdad era que desconocía por completo el código de conducta que debía regir sus relaciones con la señora Challice.

—¿Le gustaría a usted ir al Alhambra[12] o a algún sitio? —sugirió, calculando que era lo más propio que se podía decir a una señora cuya presencia, allí, a su lado, se debía precisamente a su deseo de casarse con él.

—Es muy amable por su parte —contestó ella—. Pero estoy segura de que solo me dice eso por cortesía, porque es usted un caballero. En su caso, no sería de buena educación ir esta noche a un teatro o a un salón de variedades. Ya sé que antes le dije que tenía libre toda la noche… Pero lo dije sin pensar. No fue una indirecta… ¡De verdad! Creo que lo mejor sería irme a casa… y quizá otra noche…

—La acompañaré a su casa —dijo Priam apresuradamente. ¡Otra vez aquella impulsividad atolondrada!

—¿De veras le apetecería? ¿Puede usted?

A la luz azulada de los focos eléctricos, que daban a la calle más claridad que si fuera de día, la señora Challice se puso colorada. Sí, se ruborizó como una muchachita.

Ella lo llevó por unas calles traseras donde había una estación de ferrocarril que Priam no conocía, toda revestida de azulejos, como si fuera una carnicería, y tan limpia como Holanda. Siguiendo las indicaciones de Alice, compró billetes para otra estación cuyo nombre oía también por primera vez, y enseguida pasaron por unas aspas giratorias de metal que había a la entrada y que tintinearon tras ellos, dejándolos en una especie de gran cofre cuya única salida era un largo y oscuro túnel. Unas manos pintadas en los muros, apuntando a la misteriosa palabra «Vagones» señalaban la dirección que debía tomarse a lo largo del túnel. Se oyó una voz que, surgiendo de la espectral penumbra, gritaba: «¡Suban, por favor…!». La señora Challice echó a correr. Priam la siguió. Mientras avanzaban por el túnel en forma de cofre soplaba un viento constante, de una fuerza tremenda. En cuanto Priam comenzó a correr en pos de Alice, aquel formidable huracán le arrancó el sombrero, que salió volando en dirección a la calle de nuevo. El artista corrió tras él como si fuera un joven de veinte años y consiguió recuperarlo. Cuando volvió hacia el interior del túnel, sus asombrados ojos no vieron más que una gran jaula donde un gran número de seres humanos iban apiñados tras unos barrotes de hierro. Sonó un chasquido metálico, y la gran jaula, con todas aquellas gentes dentro, se perdió de vista en las profundidades de la Tierra.

Le pareció que todo aquello superaba todo lo que había imaginado que pudiera existir en la ciudad de los milagros. Al cabo de un par de minutos, otra gran jaula surgió de las profundidades y apareció en el túnel por un punto distinto de aquel en que la primera se había hundido, vomitó a sus cautivos, y descendió de nuevo rápidamente con Priam y otros muchos, lanzándolos allá abajo, a una mina de paredes blancas con incontables galerías. Priam recorrió durante bastante rato aquellas interminables galerías, bajo el suelo de Londres, siguiendo la indicación de las manos pintadas en los muros, y de vez en cuando trenes mágicos, sin máquinas, pasaban, como visiones fantásticas, por delante de sus asombrados ojos. Pero ya no pudo encontrar ni siquiera el espíritu de la señora Alice Challice en aquel mundo infernal.

EL REFUGIO

En papel de cartas con el membrete «Grand Hotel Babylon, Londres» y deformando su letra, Priam escribió una nota que decía:

Sr. Duncan Farll — Muy señor mío: si llega a Selwood Terrace alguna carta o telegrama dirigidos a mi nombre, tenga usted la bondad de enviármelos a la mayor brevedad a la dirección arriba indicada. Atentamente, H. Leek.

Le llevó algún tiempo acostumbrarse a firmar con el nombre de su difunto criado, pues instintivamente sospechó que Duncan Farll podía ser la trampa en la cual podría caer al más mínimo error, debido a su ignorancia en asuntos legales. Pero si quería que llegara a sus manos cualquier telegrama o carta de la señora Challice, no tenía más remedio que presentarse abiertamente como Henry Leek. Había perdido a la señora Challice en aquella galería imposible de trenes y túneles, y en la carta que le había enviado a Leek no había remite. Priam solamente recordaba que le había dicho que vivía en el barrio de Putney o en sus cercanías, y la única esperanza de volverla a encontrar residía en el hecho de que ella sí tenía las señas de Selwood Terrace.

Quería verla de nuevo; lo deseaba ardientemente, aunque no fuera más que para explicarle que su separación se debió a un repentino capricho de su sombrero, y que había estado buscándola por todas aquellas galerías subterráneas angustiosa y desesperadamente. ¡Ojalá no le diera por pensar que había escurrido el bulto a propósito! ¡No! Y sin embargo, si no le creía capaz de semejante infamia, ¿por qué no lo había esperado en los andenes? De todos modos, confiaba en que se arreglaría el asunto. Lo mejor sería recibir un telegrama. Y lo segundo, una carta. En cuanto recibiera uno u otra, se apresuraría a ofrecerle explicaciones… Además, deseaba volver a verla, esa era la pura y simple verdad. Le había impresionado gratamente la contestación que le había dado cuando él le propuso ir a un teatro o a un cabaret, y el tono en que la había expresado. Incluso aquella observación… «Me da lástima cómo habrá pasado usted todos estos años», había… Bueno, en cierto modo había cambiado toda su percepción del mundo. Sí: necesitaba verla, para tener la seguridad de que conservaba un buen concepto de él. Cierto, era una mujer impresentable en sociedad, una mujer de costumbres y modales muy raros (sin duda había millones de mujeres así) y, sin embargo, ¡una mujer cuyo respeto uno jamás querría perder por nada del mundo!

Priam se vio forzado por la extrema necesidad a actuar con prontitud o la perdería. Y lo que hizo fue lo que haría naturalmente un hombre que ha pasado la mayor parte de su vida viajando. Se dirigió al mejor hotel de la ciudad. (De repente, como una iluminación, había comprendido que ir a vivir a unos apartamentos privados era una tontería). Ahora se encontraba, por tanto, en una amplia habitación con vistas al Támesis: una estancia con escritorio, un sofá, dos butacas, cinco luces eléctricas, timbres eléctricos, un teléfono, y una puerta de roble macizo, con su cerradura y una llave en ella… En definitiva, ¡un castillo! Fue una empresa algo atrevida para él tomar aquel castillo, pero el caso es que lo tomó. Se registró con el nombre de Henry Leek, un nombre lo suficientemente común como para no llamar la atención, y el camarero del servicio de habitaciones resultó ser un joven muy listo. Confió en dicho camarero y en el teléfono para evitar todo contacto desagradable con el mundo. De ese modo se consideró relativamente a salvo. El enorme hotel era un refugio para su timidez, y allí podría conservarse entre algodones. Era un soberano, el dueño y señor absoluto en el cuarto número 331, con derecho a los casi ilimitados recursos del Grand Hotel Babylon para la satisfacción de todas sus necesidades particulares.

Tan pronto como cerró el sobre con la carta para Duncan Farll, tocó un timbre.

El camarero acudió enseguida.

—¿Tiene usted los periódicos vespertinos?

—Sí, señor.

Y poco después trajo un montón de ellos y los puso sobre la mesa.

—¿Están todos?

—Sí, señor.

—¡Gracias! ¿Es muy tarde para disponer de un mensajero?

—Oh, no, señor —dijo el camarero, como quien dice «¡Nunca es demasiado tarde en el Grand Babylon, oh, Zar!».

—Entonces, por favor, ocúpese de que un mensajero entregue inmediatamente esta carta.

—¿En un coche de alquiler, señor?

—Sí, en un coche. No sé si le darán alguna contestación; él verá. Después, que vaya a la estación de South Kensington y que recoja mi equipaje. Aquí está el recibo.

—Gracias, señor.

—¿Puedo confiar en que se ocupará usted de que todo se haga de inmediato?

—Desde luego, señor —dijo el camarero, y era tal su tono de seguridad que uno quedaba absolutamente convencido.

—¡Muchas gracias! Eso es todo, creo.

El camarero se retiró, y aquel experto en cerrar puertas cerró la de la habitación: era un hombre que había dedicado su vida a perfeccionar el arte del servicio de habitaciones.

FAMA

Priam se tumbó en el sofá que había a los pies de la cama, con todas las luces apagadas, salvo una situada justo sobre su cabeza y envuelta por una tulipa de color escarlata. Los periódicos vespertinos de todos los colores, blancos, verdes, rosas, cremas, amarillos, compartían el sofá con él. Se disponía a echar un vistazo a las notas necrológicas; solo para mirarlas por encima, sin prestarles más atención, simplemente para ver qué decían de él. Ya sabía cómo funcionaban los obituarios; con frecuencia había esbozado una sonrisa al leerlos. Conocía también la tremenda fatuidad de la crítica de arte, la cual ni siquiera le hacía sonreír, porque eran un puro aburrimiento. Recordó, además, que no era el primer hombre que leía su propia necrológica, pues lo mismo les había sucedido ya a otras personas; había sabido que otro tanto le ocurrió a cierto gran personaje, por culpa de un desdichado error, y recordó que, como filósofo, aquel hombre había decidido adoptar una disposición intelectual propia de su grandeza al leer su biografía. Priam adoptó cuidadosa y deliberadamente la misma disposición intelectual. Pensó, con Marco Aurelio, en la futilidad de la fama[13]; recordó el benevolente y paternalista desdén que toda la vida había sentido hacia la prensa; reflexionó con sabia modestia que, en arte, nada vale ni cuenta sino la obra misma, y que no hay verborrea inútil, por mucha que sea, que pueda afectar positiva o negativamente al valor de una obra de arte, cualquiera que sea, ante el mundo.

Luego empezó a hojear los periódicos.

Lo primero que vio le sobresaltó. En realidad, el efecto físico fue verdaderamente extraordinario: aumentó su temperatura como si tuviera fiebre; los latidos de su corazón se hicieron perceptibles al oído; su pulso se aceleró, y sintió un cosquilleo por todo su cuerpo hasta la punta de los dedos de los pies. Hasta aquel momento había intuido, de un modo vago y confuso, que debía de ser un pintor bastante notable. Desde luego, su caché eran muy notable. Y había sospechado, aunque también vagamente, que era objeto de la curiosidad general. Pero nunca se había atrevido a compararse con las titánicas figuras del mundo. Le había parecido siempre que su renombre era diferente del renombre de los demás, menos… Digamos… un tanto irreal y ficticio. Nunca se le pasó por la imaginación, a pesar de los precios que había alcanzado su obra y del interés del público, que él también pudiera ser una de las titánicas figuras que gobernaban el mundo. Ahora se daba cuenta de ello. Los periódicos lo constataban muy claramente.

¡Una tipografía enorme! ¡Títulos a dos columnas! ¡Un montón de páginas orladas de negro! «Muere el pintor más grande de Inglaterra», «Muerte repentina de Priam Farll», «Triste fallecimiento de un gran genio», «Una asombrosa carrera prematuramente interrumpida», «Europa está de luto», «Pérdida irreparable para el mundo del arte», «Con el más profundo desconsuelo…», «Nuestros lectores se conmoverán…», «La noticia será un duro golpe para todo amante del gran arte…». Así venían todos los periódicos, intentando superarse unos a otros en sus entusiastas condolencias.

Priam dejó entonces de mirarlos y los apartó con desprecio. Un escalofrío recorrió su espalda. Allí estaba él, tumbado, solo, bajo un fulgor escarlata, encerrado en su castillo, envuelto en su humanidad, con el aspecto exterior semejante al de cualquier hombre, y, sin embargo, las naciones de Europa estaban llorando por su muerte. Podía oír sus sollozos. Todo amante del gran arte pictórico estaba conmovido como si de una pérdida personal se tratara. El mundo entero había enmudecido de pena. Al final, de algo había servido haber hecho todo lo que había estado en su mano; al final, una parte importante de la Humanidad era capaz de apreciar lo bueno que había realizado. Los tremendos hechos que presentaban los periódicos vespertinos eran ciertamente prodigiosos, y prodigiosamente conmovedores. Todo el mundo se había visto dolorosamente sorprendido por la infausta nueva de su muerte. Sin embargo, Priam olvidó que la señora Challice, por ejemplo, había logrado ocultar perfectamente su duelo por la irreparable pérdida y que sus preguntas acerca de Priam Farll habían constituido prácticamente una formalidad. Olvidó también que él no había advertido señal alguna de duelo profundo, ni de duelo de ninguna clase, en las calles de la populosa capital y que en los hoteles no se oían sollozos y lamentos. ¡Lo único que sabía era que toda Europa estaba de luto!

—Al parecer era un artista maravilloso… Quiero decir, soy —se dijo a sí mismo, deslumbrado y feliz. Sí, feliz—. La verdad es que estaba tan acostumbrado a ver mi trabajo que tal vez no he pensado lo suficiente en ello… —y murmuró aquellas palabras con toda la modestia de que fue capaz.

Ya no tenía sentido mirar por encima los obituarios. Al contrario: no dejó pasar ni una sola línea, ni una sola palabra. Incluso lamentó que los detalles de su vida fueran tan escasos y tan nimios. Le pareció que los periodistas deberían haber investigado más y deberían haberse esforzado a la hora de obtener información. De todos modos, el tono general de los textos era excelente. Los muchachos los habían escrito con la mejor intención, en todo caso. Los ojos de Priam no encontraron más que elogios. En realidad, la prensa de Londres se había entregado por completo a una orgía de encomios. La modestia del artista intentó advertir que todo aquello era ligeramente exagerado; pero su imparcialidad preguntó:

—Pero, bueno, en realidad… ¿Qué podrían decir contra mí?

Como regla general, los elogios excesivos resultan empalagosos; pero en esa ocasión eran indudablemente sinceros. ¡Todo lo que decían era la pura verdad!

¡Jamás en la vida se había encontrado tan contento con la manera en que estaba organizado el universo! Todo aquello casi mitigaba el engorro de la desaparición de Leek.

De repente, mientras proseguía su lectura, encontró una frase en la que discretamente se insinuaba, a propósito del cuadro del policía y el de los pingüinos, que la excesiva originalidad en la elección de los temas de sus cuadros era quizá un tanto afectada, una especie de pose. La acusación le dolió en lo más hondo.

—¡Una pose afectada! —exclamó para sus adentros—. ¡Qué mentira! ¡Este es un idiota!

También le molestó una observación con la que terminaba una «semblanza necrológica» sumamente laudatoria en la forma y en el fondo, escrita por un experto cuyos libros Priam siempre había respetado: «Sin embargo, en la mayoría de los casos los juicios de los contemporáneos suelen estar muy equivocados, y conviene recordar este dato a la hora de erigir un pedestal para nuestro artista. Solo el tiempo dirá cuál es el verdadero lugar que le corresponde a Priam Farll».

De nada sirvió que la modestia le cuchicheara al oído que los juicios de los contemporáneos generalmente resultan equivocados. Aquello no le agradaba. Es más, le molestaba. Siempre hay excepciones a la regla. Y lo único que había conseguido el experto era simplemente invalidar el resto de su artículo. ¡Maldita sea la historia…!

Casi había llegado a la última línea de la última nota necrológica cuando se sintió decididamente contrariado. La mayor parte de los articulistas, para excusar la escasez de datos biográficos, remarcaban que Priam Farll era completamente desconocido en la sociedad londinense; que amaba la soledad y el retiro, y que odiaba la publicidad, que vivía aislado; etcétera. La palabra «aislado» lastimó un poco su susceptibilidad. Pero cuando el menos importante de todos los diarios vespertinos afirmó rotundamente que era público y notorio que Priam Farll era un individuo extremadamente excéntrico en sus costumbres, se vio acometido de una secreta furia. Ni su modestia ni su filosofía fueron suficientes para hacerle recobrar por completo la calma.

—Excéntrico, ¿eh? ¡Vaya! ¿Qué va a ser lo próximo? ¡Excéntrico, ya ves!

Ahora bien, ¿cómo iba a poder rectificar esas opiniones?

LAS FUERZAS VIVAS

Ya habían pasado las once y cuarto pero todavía no eran las once y media. Priam se hallaba sentado, solo, en una mesa del restaurante del Grand Hotel Babylon. No había recibido noticias de la señora Challice; al parecer, no había telefoneado enseguida a Selwood Terrace, como había deseado vehementemente Priam. Pero en el equipaje de Henry Leek, recogido sin mayores contratiempos en la estación de South Kensington, encontró uno de sus trajes usados, aunque no muy viejo; era uno de los trajes que le había regalado a su criado.

Le apasionaba la idea de pasar inadvertido entre la gente elegante, en el mundo de los clientes de los hoteles caros, un mundo al que estaba de sobra acostumbrado. Es más, notó que le había entrado hambre. Así que había bajado al famoso restaurante, cuyas amplias ventanas, abiertas de par en par, daban a las riberas del Támesis, majestuosamente iluminadas. El espléndido salón ambarino estaba casi lleno de mujeres carísimas, de hombres derrochadores y de camareros con galones plateados, cuyas hábiles, silenciosas y sobrehumanas atenciones solían recibir una remuneración de a cuatro peniques por minuto. La música, el amoroso postre de la medianoche, flotaba sutil en el ambiente y apenas se intuía en aquella atmósfera de humo ambarino. Era la mejor imitación del lujo romano que podía ofrecer Londres, y después de los acontecimientos de Selwood Terrace y de aquel engreído palacio donde ni daban ni admitían propinas, Priam Farll disfrutó de todo aquello igual que disfruta quien regresa a casa después de haber vagado largos años por lejanos países.

A su lado había otra mesa desocupada, dispuesta para dos cubiertos, y a la cual llegaron poco después, elegantemente vestidos, un joven y una mujer espléndida cuya juventud iba ya resbalándose de sus brillantes y suaves hombros como una capa. Así que Priam pudo escuchar la siguiente conversación sin necesidad de afinar mucho el oído:

HOMBRE:— Bueno, ¿qué vas a tomar?

MUJER:— Pero, vamos a ver, mi pequeño Charlie… Tú no puedes permitirte el lujo de pagar esto.

HOMBRE:— Nunca he dicho que pudiera. Es el periódico el que paga. De modo que no hay más que hablar.

MUJER:— ¿Tan amable es lord Nasing?

HOMBRE:— No es lord Nasing. Es el nuevo editor de nuestra sección: lo han traído directamente de Chicago.

MUJER:— ¿Durará mucho?

HOMBRE:— Pues durará un centenar de noches. Digamos, lo que dure tu obra de teatro. Entonces cobrará sus seis meses de indemnización, y un puntapié.

MUJER:— ¿Y cuánto cobrará de indemnización?

HOMBRE:— Tres mil libras.

MUJER:— ¡Vaya, eso no lo gano ni yo…!

HOMBRE:— Ni yo. Pero ninguno de los dos hemos nacido en Chicago.

MUJER:— Por cierto, me han ofrecido mil dólares por semana por trabajar allí.

HOMBRE:— ¿Y cómo no me dijiste eso en la entrevista? He estado dos entreactos enteros intentando que me dijeras algo interesante, y te guardas un detalle como ese en la manga… Eso no está bien con un antiguo y fiel admirador… Bueno, ya lo añadiré. ¿Te apetece poulet chasseur[14]?

MUJER:— ¡Oh, no! Ni se me pasa por la imaginación. ¿No sabes que estoy a régimen? Nada de salsas. Ni azúcar. Ni pan. Ni té. ¡Gracias a eso he perdido cerca de cinco kilos en seis meses! Ya sabes, me estaba poniendo tremenda.

HOMBRE:— ¿Me dejas poner también eso en la entrevista, eh?

MUJER:— Atrévete, y verás.

HOMBRE:— ¡Bueno…! ¿Pedimos ensalada de lechuga y una Perrier y soda? También yo estoy a régimen.

CAMARERO:— ¿Ensalada de lechuga y una Perrier y soda? Muy bien, señor.

MUJER:— No pareces muy contento.

HOMBRE:— ¿Contento? No sabes la cantidad de preocupaciones que tengo en el alma. No creas que porque soy un reportero especial en el Record no tengo un alma como los demás.

MUJER:— Supongo que habrás leído ese libro del que todo el mundo habla, Omar Jayam. ¿No es así como se titula?[15]

HOMBRE:— ¿Cómo? ¿Ha llegado Omar Jayam al mundo del teatro? ¡Bueno, bueno! No hay duda de que la Tierra se mueve, después de todo.

MUJER:— Ponme un poco más de soda, por favor. Y un poco menos de ironía. ¿Qué libros deberíamos leer, entonces?

HOMBRE:— Algo sobre socialismo. Es lo que se lleva ahora. Lee los libros de Wells sobre el socialismo[16]. Eso dominará el mundo del teatro dentro de pocos años.

MUJER:— ¡Me da igual! No soporto a Wells. Siempre está removiendo los cubos de la basura. No me importa un poco de caspa, pero mi límite es la pura porquería. ¿Qué está tocando la orquesta? ¿Qué has hecho hoy? ¿Esto es lechuga? ¡No, no! Nada de pan. ¿Es que no me escuchas cuando te hablo?

HOMBRE:— Hoy he estado ocupadísimo con lo de Priam Farll.

MUJER:— ¿Priam Farll?

HOMBRE:— Sí, el pintor. ¿Sabes quién?

MUJER:— ¡Ah, sí! ¡Ese! Ya lo he visto en los anuncios. Ha muerto, al parecer. ¿Ocurre algo raro?

HOMBRE:— ¡Puedes jurarlo! ¡Algo muy raro! Era inmensamente rico, ¿sabes?, y ha muerto en un miserable cobertizo del extrarradio, por ahí… En Fulham Road, creo. Y su criado ha desaparecido. Nosotros hemos recibido la primera noticia de su muerte gracias a un acuerdo que tenemos con los empleados del Registro Civil de Londres. Por cierto: no le cuentes a nadie todo esto que te he dicho. Es una exclusiva. Lord Nasing me envió enseguida a investigar para escribir la historia.

MUJER:— ¿La historia?

HOMBRE:— Los particulares. En Fleet Street[17] a eso lo llamamos siempre «la historia».

MUJER:— ¡Vaya forma de llamarlo! Bueno, ¿y has averiguado algo interesante?

HOMBRE:— No mucho. He visto a un primo del difunto, un tal Duncan Farll, procurador y prestamista de Clement’s Lane. El hombre no sabía nada de nada hasta que yo le telefoneé. Pero prácticamente no supo decirme nada sobre su primo. Parece que no le había visto el pelo en años.

MUJER:— ¡Vaya! Espero que haya algo terrible ahí.

HOMBRE:— ¿Por qué?

MUJER:— Porque así puedo ir a los juzgados o a la policía o adonde sea. Por eso es por lo que soy tan buena amiga de los magistrados. ¡Es tan emocionante sentarse en las vistas cerca de ellos…!

HOMBRE:— En este caso no hay investigación judicial. Pero hay algo raro en todo esto. Verás, Priam Farll nunca estaba en Inglaterra. Siempre en el extranjero. Siempre por esos hoteles de Dios, de un lado a otro…

MUJER (después de una pausa).:— Lo sé.

HOMBRE:— ¿Qué sabes?

MUJER:— ¿Me prometes no cotillearlo por ahí?

HOMBRE:— ¡Claro!

MUJER:— Me encontré con él una vez en Ostende. Él… Bueno… Estaba empeñadísimo en pintar mi retrato. Pero no le dejé.

HOMBRE:— ¿Por qué no?

MUJER:— Si supieras qué clase de hombre era, no me lo preguntarías.

HOMBRE:— ¡Oh! ¡Vaya…! ¡Mira por dónde…! Tienes que permitirme utilizar ese incidente en mi historia. Cuéntamelo todo.

MUJER:— Ni por todo el oro del mundo.

HOMBRE:— ¿Se… se te insinuó?

MUJER:— ¡Que si se me insinuó! ¡Si solo fuera eso!

(Priam Farll para sus adentros). «¡Qué mentira más descarada! ¡No he estado en Ostende en mi vida!».

HOMBRE:— ¿Puedo utilizarlo sin citar tu nombre…, hablando, por ejemplo, de «una distinguida actriz»?

MUJER:— ¡Ah, sí! Si es así, sí lo puedes decir. Y puedes añadir «especializada en comedia musical».

HOMBRE:— Así lo haré. Lo pondré todo todito. Confía en mí. ¡Te lo agradezco enormemente!

En aquel momento, un sacerdote joven y demacrado cruzó el salón.

MUJER:— ¡Oh! Padre Luke, ¿es usted? Venga aquí, siéntese con nosotros, sea tan amable. Este es el padre Luke Widgery… Él es el señor Docksey, del Record.

HOMBRE:— Encantado.

PADRE LUKE:— Encantado.

MUJER:— Muy bien, padre Luke, precisamente estaba pensando acudir mañana a su sermón. ¿De qué va usted a tratar?

PADRE LUKE:— De los vicios modernos.

MUJER:— ¡Qué maravilla! Leí el último… Era encantador.

PADRE LUKE:— Pero como no tenga usted entrada, no va a poder pasar.

MUJER:— Entraré. Iré por la puerta de la sacristía, si es que la sacristía de su iglesia tiene puerta.

PADRE LUKE:— ¡Imposible! No sabe usted el gentío que va a verme. Y no puedo hacer distinciones.

MUJER:— Pues claro que sí. Puede hacerlas conmigo.

PADRE LUKE:— En mi iglesia, las mujeres elegantes tienen los mismos privilegios que las demás. Ni más ni menos.

MUJER:— ¡Oh, es usted un hombre terrible!

PADRE LUKE:— Quizá. Con decirle a usted, señorita Cohenson, que he visto dos duquesas de pie al final de la iglesia… Y contentas estaban de haber podido entrar.

MUJER:— Pues yo no pienso adularle quedándome de pie al final de la iglesia. Ni se le pase por la imaginación. ¿No le he regalado yo un palco más de una vez?

PADRE LUKE:— Yo solamente he aceptado el palco porque era mi obligación. Mi deber es ir a todas partes, y estar allá donde me necesitan mis feligreses.

HOMBRE:— Puedes venir conmigo; yo tengo dos entradas: nos las dan en el periódico.

MUJER:— Anda, ¿de modo que regala usted entradas a la prensa?

PADRE LUKE:— La prensa es diferente… Camarero, tráigame media botella de Heidsieck[18].

CAMARERO:— ¿Media botella de Heidsieck? Sí, señor.

MUJER:— ¡Heidsieck! ¡Bien, me gusta! Estamos a régimen.

PADRE LUKE:— No, si a mí no me gusta el Heidsieck; pero estoy también a régimen. Órdenes del médico: media botella todas las noches antes de acostarme. Al parecer mi organismo lo necesita. Lady Maria Rowndell, insiste en darme cien libras esterlinas al año para pagar mi tratamiento. Es su delicada manera de ayudar a la buena causa… Hielo, camarero, por favor. Acabo de verla esta noche. Va a quedarse en este hotel para la temporada[19]. Eso le evita un montón de problemas. Está afectadísima por la muerte de Priam Farll. ¡Pobrecilla! ¡Es tan entusiasta del arte! ¿Saben? El difunto lord Rowndell tenía la que se considera la mejor colección de Farll en toda Inglaterra.

HOMBRE:— ¿Conoció usted personalmente a Priam Farll?

PADRE LUKE:— No, no lo vi jamás. Tengo entendido que era muy excéntrico. ¡Y yo odio la excentricidad! Una vez le escribí preguntándole si quería pintar una Sagrada Familia en la iglesia de St. Bede.

HOMBRE:— ¿Y qué le contestó?

PADRE LUKE:— No me contestó. Considerando que ni siquiera pertenecía a la Royal Academy, no me pareció que fuera muy amable por su parte. Sin embargo, lady Maria Rowndell insiste en que tiene que ser enterrado en la abadía de Westminster. Me ha preguntado qué podría hacer yo.

MUJER:— ¡Enterrarle en la abadía de Westminster, nada menos! ¡No tenía ni idea de que Priam Farll fuera tan importante! ¡Qué barbaridad!

PADRE LUKE:— Tengo absoluta confianza en el juicio artístico de lady Maria Rowndell, y, ciertamente, no pienso poner la menor objeción a su deseo. Creo que podré conseguir algo. Mi tío el deán…

HOMBRE:— Perdóneme… Pensé que desde que abandonó usted la Iglesia…

PADRE LUKE:— Desde que entré en la Iglesia, querrá usted decir. Iglesia no hay más que una.

HOMBRE:— Me refiero a la Iglesia Anglicana.

PADRE LUKE:— ¡Ah!

HOMBRE:— Desde que abandonó usted la Iglesia Anglicana se han enfriado las relaciones entre el deán de Westminster y usted, ¿no?

PADRE LUKE:— La ruptura es meramente de carácter religioso. Además, mi hermana es la sobrina favorita del deán, y yo soy el hermano favorito de mi hermana. A mi hermana le gusta mucho el arte. Precisamente acaba de pintarme una tetera preciosa. Y, naturalmente, como es el deán quien decide en último término estas cuestiones de los funerales nacionales…

En aquel momento la orquesta invisible comenzó a tocar el himno nacional, God Save the King[20].

MUJER:— ¡Oh! ¡Qué fastidio!

Enseguida se apagaron casi todas las luces.

CAMARERO:— ¡Por favor, caballeros! ¡Si fueran ustedes tan amables…!

PADRE LUKE:— Comprenderá usted perfectamente, señor Docksey, que doy estos detalles de familia únicamente para apoyar mi afirmación de que tal vez pueda conseguir algo en la cuestión del entierro de Priam Farll. A propósito: si desea usted tener una copia a máquina de mi sermón de mañana para el Record, no tiene más que pedirla en la sacristía.

CAMARERO:— ¡Caballeros, por favor…! Les pido que vayan acabando.

HOMBRE:— ¡Es usted muy amable, padre Luke! Respecto al entierro de Priam Farll en la abadía de Westminster, creo que el Record apoyará la idea. Digo que creo.

PADRE LUKE:— Lady Maria Rowndell sin duda les estará muy agradecida.

Apagaron casi todas las luces que aún quedaban encendidas, y los clientes fueron saliendo del salón. En el vestíbulo se produjo una tremenda confusión de sombreros de copa, de capas vespertinas, que llaman «de teatro», y cigarros, en un inmenso torbellino. Del Strand[21] llegó la noticia de que el tiempo había cambiado y que había comenzado a llover, así que toda la inteligencia del Grand Babylon se concentró en el análisis del clima británico, exactamente como si el mal tiempo de Londres fuera el último descubrimiento científico del año. Conforme se abrían y cerraban las puertas exteriores, el pitido de los silbatos que llamaban a los carruajes, el ruido estridente de los automóviles, los gritos de los cocheros en los pescantes y todo el estruendo de la calle formaba una extraña mezcla con el delicado murmullo del interior. En pocos minutos, ¡zas!, como por arte de magia, el vestíbulo quedó casi vacío, pues solo quedaron allí los clientes del hotel que pudieron acreditar su condición de tales. Con aquel gesto quedó demostrado, por sexta vez aquella semana, que en la metrópoli del mayor de los imperios no hay una ley para los ricos y otra para los pobres.

Profundamente impresionado y hasta diríase que consternado por cuanto había oído, Priam Farll se metió en un ascensor, subió a su habitación y se refugió en la cama. Había comprendido claramente que aquella noche había estado entre las fuerzas vivas del reino.