CAPÍTULO II

UN CUBO DE FREGAR LOS SUELOS – TÉ – ALICE CHALLICE – NO SE ACEPTAN PROPINAS

UN CUBO DE FREGAR LOS SUELOS

Del bolsillo del gabán veraniego de Leek sobresalía un ejemplar del Daily Telegraph convenientemente doblado. Priam Farll tenía algo de dandy y, como todos los elegantes de verdad y todos los sastres, no toleraba que la impoluta línea de una prenda se viera alterada por el abuso en la utilización de los bolsillos. El gabán en sí mismo y el traje que iba debajo eran bastante buenos; pues, aun siendo propiedad del difunto Henry Leek, le sentaban perfectamente a Priam Farll, por la sencilla razón de que antes le habían pertenecido a él. Leek se había acostumbrado a vestirse siempre utilizando el guardarropa de su señor. El dandy sacó despreocupadamente del bolsillo el Telegraph y lo primero en que se fijó fue en esto: «Hermoso hotel privado, gran categoría. Lujosamente amueblado. Satisfacción garantizada. Situación en Londres, inmejorable. La cocina, una delicia. Tranquilidad. Apropiado para personas de alto nivel. Cuarto de baño. Luz eléctrica. Mesas independientes. Nada de extras enojosos. Habitación sencilla, desde dos guineas y media por semana. Habitación doble, desde cuatro guineas. Queen’s Gate, 250». Y debajo de ese anuncio, leyó este otro: «No es casa de huéspedes. Mansión magnífica. Cuarenta habitaciones amuebladas por Waring[7]. Soberbios salones públicos amueblados por Maple. Chef parisino. Mesas separadas. Cuatro cuartos de baño. Sala de billar, salón de naipes, salones de descanso. Clientela joven, alegre y aficionada a la música. Bridge (mangas cortas de seis). Especiales condiciones higiénicas. Situación en Londres, inmejorable. Sin engorrosos extras. Habitación sencilla, desde dos guineas y media semanales. Habitación doble, desde cuatro guineas, Teléfono 10.073 W. — Trefusis Mansion, W.»

En aquel momento vio un coche de alquiler acercándose por Selwood Terrace.

Sin pensarlo dos veces, lo llamó.

—Ahí estoy, jefe —dijo el cochero, comprobando con mirada avispada que Priam Farll no estaba acostumbrado a andar con equipajes—: Dele usted un penique a Hackenschmidt y le echará una mano. Eso no pesa nada.

Y, en efecto, un muchacho pálido y desmedrado surgió de la nada, con los históricos residuos de un cigarrillo en los labios. Saltó como un mono las escalerillas de la casa, y sin esperar a que nadie le dijese nada, le arrebató el baúl y la maleta a Priam y los colocó en el carruaje. Priam le dio una moneda de seis peniques que encontró en la cartera de Leek. El muchacho escupió generosamente en la moneda mientras, con extraña habilidad, conseguía mantener sujeta la colilla del cigarrillo en su labio inferior; el cochero levantó las riendas con noble ademán y Priam no tuvo más remedio que introducirse en el coche.

—Al 250 de Queen’s Gate —dijo.

Cuando le exclamó la dirección al perspicaz cochero, al tiempo que mantenía la cabeza a un lado para evitar las riendas, le pareció de repente que había recobrado su nacionalidad, que era indescriptiblemente inglés y que se movía en un ambiente perfectamente inglés. El cabriolé de alquiler era como el hogar al que uno vuelve después de haberse pasado media vida penando por lugares inhóspitos.

Había elegido el hotel del 250 de Queen’s Gate porque parecía el epítome de la tranquilidad y de la discreción. Le pareció que iba a caer en el 250 de Queen’s Gate como en un lecho de plumas. El otro palacio le intimidó. Le recordó los horrores de los hoteles del continente. En sus viajes había sufrido mucho con la sociedad joven, alegre y amiga de la música en espléndidos hoteles, y el bridge (mangas cortas) no tenía ningún atractivo para él.

Mientras el cabriolé avanzaba entre los cañones que formaban los edificios con sus típicas fachadas estucadas, Priam le echó otro vistazo al Telegraph. Le sorprendió bastante encontrar varias columnas en las que se anunciaban soberbios palacios, todos ellos con una situación inmejorable en Londres. Parecía que, de hecho, todo Londres era un solo sitio, inmejorable y glorioso. ¡Y en esos alojamientos todo eran cálidas bienvenidas, todo amabilidad, todo disposición para la comodidad del cliente, la alimentación, el baño, la higiene…! Priam recordaba las antiguas casas de huéspedes de mil ochocientos ochenta y tantos. Ahora todo había cambiado, pero a mejor. El Telegraph estaba repleto de esa prosperidad, con columnas muy apretadas que lo demostraban. Los adelantos invadían incluso los artículos de la primera página, hasta acorralar la propia cabecera del diario. Por ejemplo, descubrió que a la izquierda de la cabecera se anunciaba una nueva y refinada casa de té en Piccadilly Circus, dirigida por verdaderas damas, propietarias del establecimiento, donde se podía tomar verdadero té, con verdadero pan con verdadera mantequilla, y verdaderas pastas, en verdaderos salones. ¡Era verdaderamente asombroso!

El coche se detuvo.

—¿Es aquí? —le preguntó Priam al cochero.

—Este es el 250, señor.

Y lo era. Pero el edificio no tenía en modo alguno aspecto de hotel. Parecía exactamente una casa particular, estrecha y alta, comprimida entre dos de sus hermanas a la derecha y a la izquierda. Priam parecía confuso, hasta que se le ocurrió la solución. «¡Claro!», se dijo a sí mismo. «Es la tranquilidad, la discreción. Esto me gustará». Y bajó del cabriolé.

—Me lo quedo —le dijo al cochero para que esperara, utilizando la misma expresión que si aquel hombre fuera una mercancía que hubiera adquirido para quedársela o con derecho a devolución (y aquello le hizo recordar los buenos tiempos de su juventud).

En la puerta había dos timbres. Presionó uno de ellos y esperó a que abriesen, para ver el discreto aspecto del lujoso mobiliario. No hubo respuesta. Estaba ya consultando el periódico para confirmar el número cuando la puerta giró silenciosamente hacia adentro y apareció en el vano la figura de una mujer de mediana edad, con traje negro de seda, que se quedó mirando a Priam con envarado asombro.

—¿Es aquí…? —comenzó él a balbucear, sumiso y nervioso ante aquella mirada implacable.

—¿Necesita usted habitación? —preguntó la mujer.

—Sí —contestó Priam—. Necesitaba… Si pudiera solo ver un poco…

—¿Quiere usted pasar? —dijo. Y su rostro severo, obedeciendo las órdenes imperiosas del cerebro, comenzó a mostrar una imitación de sonrisa que, como imitación, era admirable: parecía como si aquella mujer no hubiera enseñado nunca a su rostro a sonreír.

Priam Farll se encontró de repente sobre una alfombra turca y en medio de una especie de tinieblas catedralicias. Estaba desconcertado, pero la alfombra turca le dio algo de seguridad. Conforme sus ojos fueron acostumbrándose a la oscuridad, vio que la catedral era muy estrecha, que en lugar de coro había una escalera, también revestida toda ella con alfombras turcas. En el último peldaño de la escalera descansaba un objeto cuya naturaleza no pudo determinar en un principio.

—¿Va a ser por mucho tiempo? —murmuraron cautelosamente los labios de la mujer.

La respuesta de Priam —respuesta de un hombre de carácter tímido e impulsivo— fue salir huyendo de aquel palacio. Había identificado en aquel momento el objeto que había al final de la escalera. Era un cubo de fregar los suelos, con un trapo sucio sobresaliendo por el borde.

Se sintió profundamente descorazonado y pesimista. Sintió que todas sus fuerzas lo abandonaban. De repente, Londres se había convertido en una ciudad dura, hostil, cruel, imposible. Y echó de menos a Leek. Muchísimo.

TÉ

Una hora después, habiendo dejado el equipaje de Leek en la consigna de la estación de South Kensington (siguiendo el sabio consejo del cochero), Priam Farll se encontraba deambulando por las calles, saliendo del viejo Londres y adentrándose en el nuevo Londres, donde la gente no tenía otra cosa que hacer más que tomar el aire en los parques, holgazanear en los balcones de los clubes, andar de un lugar a otro montados en esos estrafalarios vehículos sin caballos, comprar flores y cigarrillos egipcios, ver cuadros, y comer y beber sin pausa. Casi todos los edificios eran más altos que antes y las calles, más anchas. Cada cien yardas, más o menos, grúas que parecían tocar las nubes y que desafiaban las leyes de la gravedad continuamente transportaban ladrillos y mármoles hacia las capas altas de la atmósfera. Se vendían violetas en todas las esquinas, y el aire estaba impregnado del venenoso hedor del alcohol industrial.

De repente se vio ante una gran fachada con grandes arcos en la que había un gran letrero que rezaba: «TÉ». En el interior distinguió, en efecto, a centenares de personas tomando té. Al lado había otra arcada, también con un gran letrero con la palabra «TÉ», y en cuyo interior vio a otros centenares de individuos sorbiendo té; y más adelante había otro establecimiento idéntico, y luego otro y otro. Y entonces, de repente, llegó a una plaza circular muy amplia que le resultaba vagamente familiar.

—¡Por Júpiter! —exclamó—. ¡Pero si es Piccadilly Circus!

Y justo en aquel mismo momento, encima de una puerta estrecha, vio la imagen de un gran árbol y las siguientes palabras: «The Elm Tree»[8]. Era, pues, la entrada de los salones de té de The Elm Tree Rooms, de los cuales se hablaba tan encomiásticamente en el Daily Telegraph. En cierto sentido, Priam Farll era hombre de ideas humanitarias y progresistas, y la idea de aquellas damas, de fina educación, que luchaban valerosamente contra el mundo para procurarse medios decorosos de vivir, en vez de dejarse morir de hambre, como hacían en tiempos pasados, excitó su espíritu caballeresco. Decidió ayudarlas tomando té en su reputado salón. Reuniendo todo el coraje del que era capaz, se adentró por un pasillo alumbrado con luces eléctricas de rosados tonos, y luego subió unas escaleras también rosadas. Al final, una puerta de color rosa le detuvo. Aquella puerta podía haber ocultado muchas cosas misteriosas y peligrosas; pero una inscripción en ella decía lacónicamente: «Empujar», así que hizo caso y empujó con valentía. Se encontró entonces en una especie de boudoir repleto de sillas y mesitas. La brusca transición de la calle bulliciosa y tumultuosa a aquel saloncito produjo en él cierto asombro que le obligó a quitarse el sombrero inmediatamente, como si estuviera al rojo vivo. Salvo por dos damas altas y elegantes que estaban juntas al otro lado del salón, las sillas y las mesas eran las únicas que ocupaban la estancia. Priam estaba a punto de farfullar alguna excusa y huir de allí, cuando una de las damas le dirigió una mirada, así que se sentó. Las damas reanudaron su conversación. Él miró cautelosamente a su alrededor. Olmos firmemente arraigados en el borde de una esterilla india crecían por todas las paredes en exótica profusión, y las ramas más altas de sus copas se extendían por el techo. Un cartel, en el tronco de uno de los árboles, advertía con sequedad: «No se admiten perros». Aquello pareció infundirle ánimos.

Un poco después, una de aquellas damas se dirigió hacia él con aire majestuoso y se quedó mirándolo fijamente al entrecejo. No pronunció una palabra; pero aquella firme y austera mirada parecía decirle a Priam Farll: «Bueno, diga usted. Y a ver si se comporta como un caballero».

Priam Farll estaba dispuesto a sonreírle caballerosamente. Pero la sonrisa se le congeló en los labios.

—Té, por favor —dijo débilmente; y luego, en un tono aterrorizado, añadió—: Si no es mucha molestia…

—¿Qué quiere usted con el té? —preguntó la dama bruscamente; y viendo claramente que el cliente no sabía qué decir, añadió—: ¿Pastas o bizcocho?

—Bizcocho… —repitió Priam, aunque lo detestaba. Pero estaba muerto de miedo.

«Por esta vez te has librado, compañero», iban diciendo los pliegues de la muselina mientras la mujer desaparecía de su vista. «¡Pero nada de tonterías mientras yo no estoy aquí!».

Cuando la mujer, severa y muda, le trajo el té, Priam se percató de que todo lo que había en la mesa, excepto la cuchara y las pastas, estaba lleno de dibujos de olmos.

Después de haber tomado una taza de té y una rebanada de bizcocho, cuando el resto de la infusión estaba ya recargado e impotable, y los trozos de bizcocho se habían resecado hasta convertirse en material apropiado para echar medias suelas a unas botas, Priam Farll recobró, al menos parcialmente, su presencia de ánimo y recordó que no había hecho nada decididamente criminal al entrar en aquel boudoir o salón y pedir algo de comer o beber a cambio de algún dinero. Además, las dos damas volvían a cuchichear la una con la otra, haciendo como si él no existiera, y nadie más se aventuró a adentrarse en aquel virginal bosque de olmos. Priam empezó a pensar qué hacer, y sus pensamientos dieron un giro inusitado —para él— cuando decidió investigar subrepticiamente la cartera de Henry Leek, que hasta entonces solo conocía de vista.

Hacía muchos años que no le habían preocupado las cuestiones de dinero, pero al descubrir, cuando pagó el depósito en la consigna de la estación, que solo quedaba un soberano en el bolsillo del pantalón de Leek, pensó que tarde o temprano sería prudente considerar los aspectos financieros de la vida. En la cartera había dos billetes de diez libras cada uno, cinco billetes franceses de mil francos cada uno y varios billetes italianos de menor cuantía… En conjunto, lo equivalente a unas doscientas treinta libras, sin contar un conversor a pulgadas, algunos sellos de correos y la fotografía de una mujer como de unos cuarenta años, de facciones bastante agradables, todo hay que decirlo.

La suma que encontraba en su poder no le pareció a Priam Farll ni grande ni insignificante. Le pareció, simplemente, suficiente para no tener que ocupar su mente en cuestiones financieras durante algún tiempo. Apenas si se molestó en preguntarse qué hacía Leek con el salario de más de dos años en la cartera. Ya sabía, o al menos lo sospechaba, que Leek era un soberano granuja. Sin embargo, sentía una especie de afecto cínico e inevitable hacia él. Y la idea de que Leek no volviera a afeitarlo, ni a decirle en un tono que no admitía excusas que tenía que cortarse el pelo, que no volviera a facturarle el equipaje ni a reservarle asiento para un largo viaje en tren…, le producía una verdadera melancolía. No lo sentía por Leek, ni se dijo: «¡Pobre Leek!». Nadie que hubiera tenido el privilegio de conocer a Leek habría dicho nunca: «¡Pobre Leek!», porque la mayor habilidad de Leek siempre había sido la de mirar siempre por el bienestar de Leek, y dondequiera que estuviera Leek, podía tenerse la seguridad de que los intereses de Leek no saldrían perjudicados. Por tanto, el sentimiento de Priam Farll por la pérdida de Leek era fundamentalmente interesado y egoísta.

Aunque la dignidad de Priam Farll se había visto considerablemente dañada en Selwood Terrace en sus últimos instantes allí, también había motivos para felicitarse. El doctor, por ejemplo, le había estrechado la mano al despedirse, y además en presencia de Duncan Farll, lo cual era un motivo para sentirse halagado y orgulloso. Pero el principal motivo de satisfacción para Priam Farll en aquella hora de desolación era haberse eliminado a sí mismo, no existir ya para el mundo. Hay que advertir con toda sinceridad que esta satisfacción casi compensaba su sentimiento por la falta de Leek. Suspiró… y su suspiro fue un inmenso alivio. Pues ahora, al menos, y por un verdadero milagro, se vería libre de la amenaza de lady Sophia Entwistle… Recordando en la distancia su reciente episodio en París con lady Sophia —verdadera razón de su repentina huida a Londres—, se asombró de su insólita capacidad para entregarse a impulsos absolutamente enloquecidos. Como todos los tímidos, tenía prontos de asombrosa audacia, y su temerario atolondramiento adquiría generalmente la forma de agradable simpatía frente a las mujeres que encontraba en sus viajes. (Siempre era menos tímido con las mujeres que con los hombres). Pero proponerle matrimonio a una mujer como lady Sophia Entwistle, una buscona ajada que vivía de hotel en hotel, y revelarle su identidad, y permitir que ella aceptara su proposición matrimonial…, ¡aquello sí que había sido una completa estupidez!

Pero ahora, por fin, estaba libre… porque había muerto.

Sintió entonces un escalofrío al pensar en el tremendo peligro que había corrido y del que había logrado escapar. ¡Él, un hombre de cincuenta años, de costumbres arregladas, acostumbrado a la libertad del silvestre cervatillo…, humillando su orgullosa cerviz bajo la férrea bota de lady Sophia Entwistle…!

Sí, decididamente, había una reconfortante perspectiva tras la negra nube de la traslación de Leek a otra esfera de actividad espiritual.

Al volver a meter la cartera en el bolsillo interior, su mano tropezó con la carta que había llegado para Leek aquella misma mañana. Después de discutir consigo mismo si debía abrirla, cedió a sus impulsos y la abrió:

Estimado señor Leek:

Celebro enormemente haber recibido su carta, y pienso que la fotografía representa a un verdadero caballero. Pero desearía que no me escribiera a máquina. No sabe usted cómo afecta eso a una mujer; si lo supiera, no lo haría. Sin embargo, me alegraría mucho tener una entrevista con usted, tal y como me propone. Digamos que podríamos ir mañana, sábado, por la tarde, a ver a Maskelyne y a Cook[9]. Ya sabe que no están en el Egyptian Hall. Ahora están en el St. George’s Hall, creo. Pero puede usted mirarlo en el Telegraph, y mire también la hora. Estaré allí cuando abran las puertas. Me reconocerá usted por mi fotografía; además, llevaré rosas rojas en el sombrero. De modo que au revoir, por ahora.

Sinceramente suya,

ALICE CHALLICE

P. D. En los espectáculos de Maskelyne y Cook siempre hay muchas partes con poca iluminación. Debo pedirle a usted que se comporte como un caballero. Solo lo digo por si acaso.

A. C.

¡Infame Leek! ¡Sinvergüenza! Ahí estaba la explicación respecto a la misteriosa y diminuta máquina de escribir que Leek siempre llevaba consigo, pero que Priam había dejado en Selwood Terrace.

Priam observó la fotografía que había en la cartera; además, cosa extraña, miró también el Telegraph.

De repente, una señora con tres niños entró violentamente en el salón, ocupándolo casi por completo. Los niños gritaban: «¡Mathaw!, ¡Mathah!, ¡Mathew!», en distintos tonos de escandalosa alegría.

Cuando una de las damas de la casa pasó cerca de él, Priam aprovechó la ocasión para preguntarle tímidamente:

—¿Cuánto es, por favor?

Ella, sin detenerse, dejó una hoja de papel en la mesa y le espetó en tono amenazante:

—Pague usted en el mostrador.

Cuando Priam lo encontró, pues estaba oculto tras un biombo de olmos, tuvo que habérselas con una verdadera aristócrata. Si las otras damas eran hijas de condes, esta era una verdadera condesa en bata.

Priam dejó en el contador el soberano de Leek.

—¿No tiene usted algo más pequeño? —le preguntó la condesa con acritud.

—Lo siento mucho, pero no tengo… —replicó Priam.

Ella cogió el soberano desdeñosamente y lo miró por ambas caras.

—¡Qué engorro…!

Luego abrió dos cajones y con visible mal humor le dio dieciocho chelines y seis peniques, sin decir ni una palabra más y sin dignarse a mirarle.

—¡Muchas gracias! —dijo Priam metiéndose nerviosamente el cambio en el bolsillo.

Y entre los reiterados y estridentes gritos de «¡Mathah!, ¡Mathaw!, ¡Mathew!» de los críos, salió huyendo de allí a toda prisa, sin recibir ni un gesto de despedida o de atención, ignorado absolutamente por aquellas delicadas y refinadas criaturas que luchaban por buscarse el sustento en la gran ciudad.

ALICE CHALLICE

—Supongo que usted es el señor Leek, ¿no? —dijo la mujer, saludando a Priam, que estaba plantado delante de St. George’s Hall, un poco medroso, viendo salir al público de la función vespertina.

Priam retrocedió, asustado, como si la mujer, con su ligero acento de proletario londinense de los extrarradios[10], le estuviera apuntando con un revólver a la cabeza. Tuvo mucho miedo. Igual podría haberle preguntado qué estaba haciendo delante de St. George’s Hall. La reacción a una pregunta tan natural estimula los resortes más íntimos de la conducta humana.

En Priam Farll había dos personas.

Una era el hombre tímido, que desde hacía mucho tiempo estaba persuadido de que habría preferido no mezclarse con sus congéneres y hacer de su cobardía virtud. La otra era el individuo zalamero y despreocupado al que le encantaban las aventuras atrevidas y sentía una verdadera pasión por las relaciones indiscriminadas con toda la especie humana. Curiosamente, el Número 2 arrastraba con frecuencia al Número 1 y lo ponía en situaciones difíciles de las que el Número 1, aunque enfadado y a disgusto, no podía escapar.

Así pues, fue el Priam Número 2 el que, con el aire más natural del mundo, había deambulado por Regent Street, atraído por la remota posibilidad de encontrarse con una mujer con rosas rojas en el sombrero, y el Priam Número 1 era quien tenía que pagar los platos rotos. Nadie pudo asombrarse más que el Número 2 al darse cuenta de que se cumplían todas sus expectativas en aquel deseo de nuevas emociones. Pero la ingenua sinceridad del Número 2 en su sorpresa no representaba ningún alivio para el Número 1.

Priam Farll se quitó el sombrero y, en ese momento, vio las rosas. Podía haber negado que se llamara Leek y haber salido huyendo, pero no lo hizo. Aunque la pierna izquierda estaba dispuesta a salir corriendo, la derecha no pudo moverse.

Se dieron la mano. Pero… ¿cómo había podido identificarlo aquella mujer?

—La verdad es que no le esperaba —dijo la mujer, siempre con un ligero acento de extrarradio londinense—. Pero pensé lo estúpido que sería por mi parte perderme esta oportunidad de ver un truco de magia con desaparición incluida solo porque usted no viniera. De modo que me decidí, y aquí estoy.

—¿Y por qué suponía usted que no iba a venir? —preguntó Priam, entre titubeos.

—Pues está claro —dijo la mujer—. Habiendo muerto el señor Farll, se comprende que tendría usted mucho que hacer. Y eso por no hablar del disgusto…

—¡Oh, sí…! —repuso él rápidamente, comprendiendo que debía tener más cuidado porque prácticamente se le había olvidado que el señor Farll había muerto—. ¿Y cómo lo ha sabido usted?

—¿Que cómo lo he sabido? —gritó ella—. ¡Esta sí que es buena! ¿Es que no se entera usted de nada? ¡Hace seis horas que lo sabe todo Londres!

Y apuntó hacia un hombre harapiento que llevaba colgado al cuello un enorme cartel de color naranja a modo de delantal. En el cartel, con grandes letras negras, se leía: «Repentina muerte de Priam Farll en Londres. Edición necrológica especial». Otros hombres harapientos, también con carteles a modo de mandil, pero de distintos colores, iban proclamando del mismo modo que Priam Farll había abandonado este mundo. Y la muchedumbre que salía de St. George’s Hall continuamente compraba periódicos a aquellos heraldos de la muerte.

Priam se sonrojó. Le resultaba muy raro haber estado paseando media hora por el centro de Londres y no haberse dado cuenta de que su nombre flotaba por cada una de las calles de la ciudad mecido por la brisa estival. Pero así había sido. Era ese tipo de hombre. Comprendió entonces por qué Duncan Farll había acudido con tanta presteza a Selwood Terrace.

—¿No querrá usted decirme que no había visto todos esos carteles? —preguntó la mujer.

—Pues es cierto: no los había visto —dijo Priam con toda sencillez.

—¡Eso prueba lo preocupado que habrá estado usted! —exclamó la mujer—. ¿Era un buen amo?

—Sí, muy bueno —afirmó Priam Farll con convicción.

—Veo que no está usted de luto.

—No. Es que…

—Yo tampoco me pongo de luto —continuó la mujer—. Dicen que es para mostrar respeto. Pero me parece a mí que si uno no puede demostrar su respeto sin necesidad de calzarse un par de guantes negros que siempre acaban destiñendo… Yo no sé qué pensará usted, pero yo nunca me he puesto de luto. Creo, además, que eso es protestarle un poco a Dios. Me parece a mí que hay mucha palabrería cuando se habla de Dios. Yo no sé lo que pensará usted, pero…

—Estoy completamente de acuerdo con usted —dijo Priam con aquella sonrisa cálida y amable que algunas veces acudía a sus labios y transformaba su rostro antes de que pudiera darse siquiera cuenta.

Y ella se sonrió también, mirándole casi con confianza.

Era una mujer pequeña, gordezuela… Bueno, gorda, de mejillas rellenas y coloradas. Vestía una blusa blanca de algodón y una falda carmesí de corte irregular; guantes grises de algodón, una sombrilla verde y, en lo más alto, el sombrero negro con rosas rojas. La fotografía de la cartera de Leek estaba algo anticuada. El modelo aparentaba unos cuarenta y cinco años, mientras que la fotografía apuntaba a unos treinta y nueve y pico. Priam le dirigió una mirada protectora, no exenta de una cierta condescendencia benevolente y agradecida.

—Supongo que tendrá usted que volver pronto a casa para disponerlo todo… —dijo la mujer. Siempre era ella la que mantenía la conversación a flote.

—No —replicó Priam—. Ya no tengo nada que hacer allí. Me han despedido.

—¿Quién?

—Los parientes.

—¿Por qué?

Priam se encogió de hombros e hizo un gesto de incomprensión con la cabeza.

—¿Pero le han pagado a usted el mes? —preguntó ella con firmeza.

Él se alegró mucho de poder dar una contestación afirmativa.

Tras una pausa, la mujer prosiguió animadamente:

—¿De modo que el señor Farll era uno de esos artistas…? Por lo menos, eso he leído en el periódico.

Él asintió con la cabeza.

—¡Qué ocupaciones más raras tiene la gente! —dijo la mujer—. Pero supongo que algunos se sacarán un buen dinero con ello. Usted debería de saberlo, habiendo estado con toda esa gente, como si dijéramos.

Jamás en su vida Priam Farll había conversado en tales términos con una persona como la señora Alice Challice. Esta era, en todos los sentidos, una verdadera novedad para él: en su vestimenta, en los modales que gastaba, en el acento, en el modo de ver el mundo y en la idea tan peculiar que tenía de la pintura. Priam había leído y oído que existían seres en el mundo como Alice Challice, pero nunca había estado en contacto directo con ninguno de ellos. Todo el asunto le resultaba increíblemente extraño, como si estuviera viviendo una loca aventura. Su propia discreción le advertía que era ridículo prolongar aquel encuentro, pero su estúpida timidez no le permitía largarse de allí. Además, aquella mujer poseía los encantos de la curiosa novedad y había en la señora Alice Challice algo que desafiaba al hombre que había en él.

—¡Bueno! —dijo la mujer—. ¡Supongo que no nos vamos a quedar aquí toda la vida!

La multitud había ido dispersándose, y un empleado cerraba la puerta de St. George’s Hall. Priam tosió. Ella dijo entonces:

—Es una lástima que sea sábado y estén cerradas todas las tiendas. Pero, de todos modos, ¿por qué no paseamos por Oxford Street? ¿Le parece?

—Me parece muy bien.

—Ahora tengo que decirle una cosa —murmuró la mujer con una sonrisa tranquila y apacible cuando echaron a andar—: No tiene usted por qué ser tímido conmigo. No hay razón para ello. Yo soy tal como me ve usted.

—¡Tímido! —exclamó él, verdaderamente sorprendido—. ¿Le parezco a usted tímido?

Priam pensaba que había estado siendo espléndidamente zalamero.

—Ah, bueno… —exclamó ella—. Está muy bien que no lo sea. Sepa usted que consideraría casi una grosería que fuera tímido conmigo. ¿Dónde le parece que podríamos conversar tranquilamente? Tengo toda la tarde libre. Y no sé apenas nada de usted.

Y le lanzó una mirada inquisitiva.

NO SE ACEPTAN PROPINAS

Poco después entraban, codo con codo, en un establecimiento resplandeciente cuyo interior parecía revestido casi completamente por espejos, de tal modo que por todas partes el curioso observador podía contemplar su propia imagen y fracciones deformadas de sí mismo. La sucesión de espejos se veía interrumpida a intervalos por elaborados carteles esmaltados que repetían: «No se aceptan propinas». Parecía que los dueños del establecimiento deseaban dejar bien claro a los visitantes que, por muy bien que se les atendiera, no debían suponer que fueran a admitirse propinas.

—Siempre quise venir aquí —dijo Alice Challice alegremente, mirando de reojo al sonrojado Priam Farll.

Enseguida, después de atravesar sin novedad un par de vestíbulos, un hombre ataviado como un policía e imitando con notable éxito los gestos de un policía, extendió el brazo ante ellos y los detuvo.

—En fila, por favor… —les dijo.

—Vaya. Yo creía que esto era un restaurante, y no un teatro —murmuró Priam al oído de la señora Challice.

—¡Y es un restaurante! —contestó la señora—. Pero he oído decir que se ven obligados a proceder así porque siempre hay mucha gente. Es muy preciosísimo, ¿verdad?

Priam estuvo de acuerdo con ella. Le pareció que Londres le llevaba mucha ventaja y que tendría que apresurarse si quería alcanzarlo.

Más adelante, otra imitación de policía abrió unas puertas y la pareja, con otros pecadores, salió del purgatorio de la espera para entrar en un bullicioso paraíso donde volvía a advertirse que no se admitían propinas. Se les condujo hacia una mesita llena de platos sucios y de copas vacías, situada en una esquina del enorme y grandioso salón. Un hombre vestido de etiqueta y en cuya mirada podía leerse: «¡Ojito: nada de humillantes propinas!», se acercó a ellos y con un solo movimiento, hábil y asombroso, limpió la mesa en un santiamén y se llevó toda la vajilla sucia. Fue un verdadero prodigio de destreza, y cuando Priam apenas se había repuesto de su asombro, cayó en el anonadamiento al descubrir que, mediante algún procedimiento mágico, aquel mismo hombre ya estaba otra vez a su lado, depositándole en las manos un menú impreso en letras doradas. El menú era extraordinariamente largo —tenía de todo menos acompañamientos de propina— y, sabiendo por experiencia que era un documento que no se recorría y examinaba en cinco minutos, el hombre con traje de gala tuvo la deferencia de no interrumpir los estudios de Priam Farll y Alice Challice durante más de un cuarto de hora. Al cabo de ese tiempo, regresó como un meteoro, les conminó a que terminaran de estudiar el menú y desapareció volando. Pero apenas se había ido, se percataron de que la mesa ya estaba cubierta con un mantel limpio, y de que estaba dispuesto todo el servicio, incluyendo cubiertos y vasos. En ese momento, una orquesta empezó a tocar alegres compases, como la banda de un cabaret, y conforme iba tocando cada vez más fuerte, la gente hablaba cada vez más alto, y el ruido de los platos se mezclaba con el sonido de los platillos, y las conversaciones de los cuchillos y los tenedores con los gritos de los que a todo trance querían hacerse oír. Un ejército de hombres ataviados de etiqueta (una indumentaria que, por lo visto, estaba prohibida para los que se sentaban a las mesas) circulaban de un lado a otro, y atendían con inconcebible rapidez y austera solicitud a los clientes. Y en cada mármol de las paredes, en cada espejo biselado, en cada columna dórica, se mostraba silenciosa, pero insistentemente, la implacable leyenda: «No se admiten propinas».

Así fue como Priam Farll asistió a su primer banquete público en el Londres moderno. Conocía los hoteles y los restaurantes de media docena de países, pero en ninguna parte se había sentido tan abrumado como aquella noche. Recordaba Londres como una ciudad donde los restaurantes eran poco menos que unas casetas de tablas donde se vendían chuletas asadas y apenas pudo comer por culpa de los pensamientos que acudían en tropel a su mente.

—¿Verdad que es divertido? —exclamó la señora Alice Challice con voz jovial, después de beberse un vaso de cerveza—. ¡Me alegro mucho de que me haya traído aquí! Siempre quise venir.

Y al cabo de algunos minutos, tratando de hacerse oír frente a la tremenda escandalera del restaurante, añadió:

—¿Sabe usted? He estado pensando en volverme a casar durante años. Y si una realmente piensa casarse, ¿qué hace? Ya puede esperar sentada a que los huevos estén a seis peniques la docena, que lo mismo le va a dar. Hay que hacer algo. ¿Y qué va una a hacer sino utilizar las agencias matrimoniales? Y digo yo: ¿qué hay de malo en las agencias matrimoniales, después de todo? Si una quiere casarse, es que quiere casarse, y es una tontería fingir que no quiere. Odio fingir, de verdad. No hay por qué avergonzarse de querer casarse, me parece a mí… Pues, entonces, creo que una agencia matrimonial es una cosa muy buena y muy útil. Dicen que timan a la gente. Bueno, timarán al que se lo busque. También te puede salir rana la cosa sin agencia matrimonial, me parece a mí. No es que a mí me hayan timado, no. A la que tiene sentido común nunca la timan. En fin, si me preguntan a mí, diré siempre que las agencias matrimoniales son la cosa más útil que se ha inventado, después de los parches antitranspiración[11]. Y digo que si de esto nuestro sale algo positivo, pagaré con muchísimo gusto mi factura. ¿No está usted de acuerdo conmigo?

Así que todo el misterio quedaba explicado.

—Absolutamente de acuerdo —contestó Priam.

Y sintió un estremecedor escalofrío que le recorrió la espalda.