ALICE ENTRA EN ESCENA – EL PÚBLICO SUSPICAZ – APARECEN NUEVAS PRUEBAS – REFLEXIONES SOBRE LA JUSTICIA – EL DESEO DE VIVIR – A BORDO
ALICE ENTRA EN ESCENA
Llamaron a Alice para que acudiera a declarar y cuando, allí encaramada, en el estrado, la vieron sonreír compasivamente al renqueante ujier y besar la Biblia como si fuera un sobrino mofletudo, se produjo un cambio en el ambiente emocional de la sala, y la concurrencia experimentó también un deseo natural de sonreír. Alice llevaba su mejor vestido, pero no podía decirse que tuviera el aspecto de ser la esposa de un pintor archirreconocido. Al contestar a cierta pregunta, manifestó que antes de casarse con Priam era viuda de un pequeño contratista de obras, bien conocido en Putney y también en Wandsworth. Era obvio que aquello era verdad. Alice no podía ser otra que la viuda de un pequeño contratista bien conocido en Putney y también en Wandsworth. De arriba abajo, eso era lo que parecía.
—¿Cómo conoció usted a su actual marido, señora Leek? —preguntó el señor Crepitude.
—Señora Farll, si no le importa —dijo Alice, corrigiéndole con una sonrisa.
—Bien, señora Farll, entonces.
—Debo decir —observó Alice en tono familiar— que me parece muy raro que me llame usted señora Leek, cuando precisamente le pagan para probar que soy la señora Farll; ¿no le parece, señor…? ¡Oh!, perdóneme usted: he olvidado su nombre…
Aquello enfureció a Crepitude, abogado del Consejo Real. Le enfureció también ver a una testigo declarando ante el tribunal con el mismo desparpajo que si estuviera en su cocina hablando con el carbonero o con el lechero. No estaba acostumbrado a semejante espectáculo. Además, aunque Alice era testigo de la defensa, Crepitude estaba mohíno con ella desde el momento en que se irritó con su marido. Estaba encendido. Los abogados más jóvenes, situados tras él, pudieron ver cómo la sangre ascendía como la marea por detrás de su cuello, destacándose por encima de la camisa, más blanca que la nieve.
—Bien, bien… Si tuviera usted la bondad de contestar… —dijo el letrado.
—La primera vez que vi a mi marido fue delante del St. George’s Hall, donde nos habíamos citado —contestó Alice.
—Pero antes de eso, ¿cómo lo conoció usted?
—Por medio de una agencia matrimonial.
—¡Oh! —exclamó Crepitude, y decidió no seguir por aquel camino.
Lo cierto era que Alice le había puesto de muy mal humor al intentar cooperar del mejor modo posible. Además, Alice estaba en una situación muy difícil, porque Priam le había prohibido absolutamente mantener ningún tipo de conversación con los abogados, los procuradores o los pasantes, así que Crepitude ignoraba las trampas en las que podía caer involuntariamente al interrogarla. Lo único que consiguió de ella fue la declaración firme de que su marido era el auténtico Priam Farll, pero no pudo conseguir que aportara pruebas que lo demostraran… En realidad, Alice no parecía entender que tales pruebas fueran necesarias.
—¿Tiene su marido alguna mancha…? —preguntó de repente Crepitude.
—¿Qué…? —preguntó Alice inclinándose hacia adelante.
—¡Protesto! Entienda su señoría que mi docto colega está haciendo una pregunta capciosa —dijo Vodrey, abogado del Consejo Real, dirigiéndose al juez.
—Señor Crepitude —dijo el juez—, ¿puede usted formular sus preguntas de otro modo?
—¿Tiene su marido algún lunar o marca de nacimiento en… en su cuerpo? —insistió Crepitude.
—¡Ah! ¿Lunares, dice usted? ¡No sea tan tímido, hombre…! Sí; tiene dos lunares casi juntos en el cuello… Aquí. —Y Alice señaló el punto exacto en medio del silencio de toda la sala. Al notar este silencio, añadió—: Eso es todo lo que sé.
Crepitude decidió terminar su interrogatorio con aquel espectacular giro, que realmente causó impresión en la sala, y se sentó. Quedaron frente a frente Alice y Vodrey, abogado del Consejo Real.
—¿De modo que conoció usted a su marido por medio de una agencia matrimonial? —preguntó el abogado.
—Sí.
—¿Quién fue el primero que recurrió a la agencia?
—Yo.
—¿Y con qué objeto?
—Quería encontrar marido, naturalmente. ¿Para qué va la gente a las agencias matrimoniales, si no?
—¡Usted no está aquí para hacerme preguntas! —dijo Vodrey con severidad.
—Bueno —protestó Alice—, yo suponía que usted sabría para qué sirve una agencia matrimonial. En fin, vivir para ver… —Y suspiró, pero con un gesto risueño.
—¿Cree usted que una agencia matrimonial es el camino más adecuado para…?
—Depende de lo que usted entienda por «adecuado» —observó Alice.
—Para una mujer, para una señora…
—Sí —repuso Alice inmediatamente—. Lo creo. Si va usted a plantarse ahí delante y a decirme que yo no me comporto como una señora, todo lo que tengo que decir es que usted no se está comportando como un caballero.
—¿Ha dicho usted que la primera vez que vio a su marido fue delante del St. George’s Hall?
—Sí.
—¿No lo había visto usted nunca?
—No.
—¿Cómo pudo saber que era él?
—Por su retrato.
—¡Oh! ¿Le envió a usted su retrato?
—Sí.
—¿Con alguna carta?
—Sí.
—¿Qué nombre llevaba la firma?
—Henry Leek.
—¿Eso fue antes o después de la muerte del individuo que está enterrado en la abadía de Westminster?
—Uno o dos días antes. (Conmoción en la sala).
—De modo que su actual marido se llamaba Henry Leek antes de la muerte acaecida en Selwood Terrace.
—No, no era él. La carta la escribió el hombre que murió. Mi marido encontró después la contestación que yo le había escrito, con mi retrato, en el traje del muerto; y dio la casualidad de que pasó por St. George’s Hall justo en el momento en que…
—Está bien, está bien… ¿Dio la casualidad de que pasaba por St. George’s Hall en el momento en que…? (Risillas amortiguadas en la sala).
—Lo vi y fui a hablar con él. Verá, yo pensaba que él era la persona que había escrito la carta.
—¿Qué le hizo pensar eso?
—El retrato que me había enviado.
—Entonces, el hombre que escribió la carta y que murió… no le envió su propia fotografía: le envió a usted otra…, ¿la de su actual marido?
—Sí, ¿no lo sabía usted? Pensaba que ya sabía usted eso.
—¿Y espera usted que el jurado se crea ese cuento?
Alice se volvió hacia el jurado, sonriendo.
—No —dijo—. No creo que lo crea. Yo misma no lo he creído durante mucho tiempo. Pero es verdad.
—Entonces, al principio usted no creyó que su marido fuera el auténtico Priam Farll…
—No. Verá, él no me lo decía así exactamente. Solo me lo daba a entender…
—Pero usted no se lo creía.
—No.
—¿Pensaba usted que estaba mintiendo?
—No, solo pensaba que se le había metido esa idea en la cabeza. Ya sabe usted que mi marido no es como los demás hombres.
—Ya, supongo que no —dijo Vodrey—. Bueno, ¿y cuándo llegó usted al convencimiento absoluto de que su marido era el verdadero Priam Farll?
—Fue la noche de aquel día que el señor Oxford fue a verlo a casa. Aquella noche me lo contó todo.
—Oh… ¿El día que el señor Oxford le pagó quinientas libras por un cuadro?
—Sí.
—De modo que cuando el señor Oxford le entregó quinientas libras por un cuadro, usted inmediatamente estuvo dispuesta a creer que su marido era el auténtico Priam Farll. ¿No le parece a usted esto extraordinariamente curioso?
—Pues eso fue exactamente lo que ocurrió —dijo Alice con toda tranquilidad.
—Vamos ahora a lo de los lunares… Antes señaló usted el lado derecho del cuello. ¿Está usted segura de que no están en el lado izquierdo?
—Déjeme pensar… —dijo Alice, frunciendo el entrecejo—. Cuando se afeita por las mañanas (ahora se levanta más temprano que antes), yo le veo la cara en el espejo, y en el espejo los lunares están en la parte izquierda. Así que en él tienen que estar en el lado derecho. Sí, en el lado derecho. Eso es.
—¿Y nunca le ha visto usted los lunares más que en el espejo, señora mía? —preguntó el juez.
Por alguna razón, Alice se sonrojó.
—Supongo que creerá usted que eso es gracioso —dijo en tono cortante Alice, bajando ligeramente la cabeza.
La concurrencia esperaba que entonces temblaran los cimientos; pero el edificio resistió la tensión gracias a la providencial sordera del juez. Si no se hubiera visto atacado por una repentina sordera, puede que la situación se le hubiera escapado de las manos.
—¿Tiene usted idea de por qué su marido se niega a mostrar su cuello y someterse a la inspección del Tribunal? —preguntó Vodrey.
—No sabía que se hubiera negado.
—Pues sí.
—Bueno —dijo Alice—, si no me hubieran obligado a permanecer fuera de la sala cuando estaban interrogándole, tal vez podría decirles ahora por qué mi marido ha obrado así. Pero ahora no puedo decirlo. Ustedes tienen la culpa.
Y así terminó el papel de Alice en la representación.
EL PÚBLICO SUSPICAZ
Se levantó la sesión, y otras seiscientas o setecientas libras fueron a parar a los bolsillos de los celebrados artistas contratados. Resultaba obvio, por el tono de los carteles y el contenido de los periódicos vespertinos, y por las conversaciones de la gente en el metro que para el público el pleito había quedado reducido al asunto de los dos lunares. No había ninguna otra cosa que le interesara más al público soberano y suspicaz. Si Priam tenía dos lunares en el cuello, entonces era el verdadero Priam. Y si no los tenía, entonces no era más que un vulgar timador. El público se había hecho cargo del caso. El implacable sentido común del público estaba siendo aplicado a rajatabla al caso. En términos generales podía decirse que el implacable sentido común del público estaba contra Priam. Para la mayoría, toda la historia no era más que un cuento absurdo y descabellado. Era evidente, incluso para las mentes más cortas, que si Priam hubiera tenido aquellos lunares… ¡los habría mostrado! Había una minoría que hablaba de psicología y de temperamento artístico: a estos se les consideraba ingleses menores, primos lejanos de los británicos, y descendientes directos de los colonos de ultramar.
De todos modos, la cuestión tenía que probarse, en un sentido o en otro.
¿Por qué el juez no mandaba encarcelar a Priam, por desacato? Deberían enviarlo a Holloway[41], y allí deberían obligarlo a desnudarse, y entonces… ¡Ya estaría resuelto el asunto!
¿O por qué Oxford no buscaba a algún matón que lo provocara, y que se peleara con él en la calle, con la idea de arrancarle el traje y la camisa?
¡Qué bonito, la Justicia inglesa…! ¡Incapaz de obligar a un hombre a enseñarle el cuello a un jurado! La verdad era que la justicia inglesa resultaba bastante cómica. Todo el mundo se mofaba de esa institución patria de tal modo que, si lo hubiera hecho un extranjero, toda Europa se habría sumido en una guerra espantosa y finalmente se habría comprobado si la Blue-Water Theory era acertada[42]. Indudablemente, las inmemoriales tradiciones de la justicia inglesa estaban atravesando una crisis gravísima, simplemente porque Priam no quería desabrocharse el cuello de la camisa.
Y no quería.
A la mañana siguiente hubo distintas reuniones en los salones de la Audiencia y se leyó y releyó el Código Civil con el fin de encontrar un medio legal de inspeccionar los lunares de Priam; pero no se llegó a un acuerdo. Priam llegó sano y salvo a la sala de la vista, como de costumbre, con su cuello de la camisa almidonado, y fue fotografiado más de treinta veces entre la acera y el vestíbulo de los tribunales.
—¡Duerme con el cuello de la camisa puesto! —gritaba algún bromista.
—¡Apuesto dos contra uno a que se lo lava sin quitárselo! —exclamaba otro gracioso—. ¡Su señora se encarga de eso!
Fue un motivo de gran indignación que el hombre que había desafiado a la Corte Suprema de la Judicatura ocupara su asiento en la sala donde se celebraba la vista. Cuando los procuradores y los abogados de la defensa intentaron razonar con él, contestó con el más absoluto silencio. Corrió el rumor de que llevaba un revólver en el bolsillo, para proteger, si llegaba el caso, el honor de su pescuezo.
Los celebrados artistas, habiéndose percatado de la locura que suponía perder seiscientas o setecientas libras diarias porque Priam fuese un obstinado idiota, decidieron continuar los procedimientos. Porque el señor Oxford y otro ejército de reputados expertos procedentes de Europa estaban esperando su turno, dispuestos a demostrar que los cuadros eran obra de Priam Farll y no podían ser de ningún otro artista, por mucho que se admitiera que fueron pintados después del sepelio en la Walhalla Nacional.
En efecto, demostraron su teoría por evidencias internas. En otros términos: probaron, mediante deducciones obtenidas del estudio de los lienzos, que Priam Farll tenía dos lunares en el cuello. Fue un milagro eminentemente legal. Y Priam, con su alto cuello almidonado y rígido, permaneció sentado y escuchando.
Los expertos, sin embargo, consiguieron otros dos resultados adicionales, aunque sin querer. Lograron que el juez se quedara profundamente dormido y que el público se aburriera soberanamente: todos empezaban a considerar que la vista no daba de sí todo lo que prometía en un principio. El peritaje duró dos sesiones completas y justificó el gasto de otras mil libras esterlinas. Al tercer día de esta segunda fase de la vista, Priam, un tanto insensible ya a la popularidad, reapareció con su misterioso cuello, y más obstinado que nunca en ocultarlo. Había leído en un periódico, que por otro lado dedicaba amplios reportajes a los lunares y a los expertos en pintura, cierto artículo en el que se aseguraba que la policía estaba reuniendo prima facie las pruebas necesarias de bigamia y que el arresto era inminente. Sin embargo, le ocurrió algo aún más extraño que un arresto por bigamia.
APARECEN NUEVAS PRUEBAS
La galería principal de la Magistratura Real, en el Palacio de Justicia, como otras galerías importantes, es un lugar donde se producen las conversaciones y los encuentros más extraños. Allí las personas reciben noticias que pueden cambiarles la vida, o pueden recibir simplemente una invitación para un almuerzo mediocre en el restaurante de la planta baja. Nunca se sabe. Priam, desde luego, no recibió una invitación para almorzar. Iba recorriendo las galerías abarrotadas de gente (pues, salvo por la ausencia de vendedores de cerillas o palillos, el pasillo era exactamente igual que las aceras del Strand a mediodía) cuando de repente vio al señor Oxford hablando con una mujer. No había cruzado ni una palabra con el señor Oxford desde la histórica escena del club, y seguía decidido a no volver a hablar con él; sin embargo, no habían llegado a formalizar una ruptura oficial de relaciones. Lo más prudente, pues, era dar media vuelta y coger otro pasillo. Y Priam, efectivamente, habría huido, siempre que hubiera sido capaz de actuar con una asombrosa prudencia y siempre que la prudencia signifique la capacidad para evitar encuentros desagradables. Pero en el momento en el que se estaba dando la vuelta, la mujer que se encontraba hablando con el señor Oxford lo vio, y avanzó hacia él con la rapidez del pensamiento, alargándole la mano. Era una dama alta y delgada, y tenía el envaramiento y la brusquedad que distinguen los movimientos de las muñecas holandesas. Llevaba un abrigo y una falda muy elegantes; pero tenía los pies muy grandes (no por culpa suya, naturalmente, aunque hay quien considera los pies grandes como un crimen), y su sombrero, lleno de plumas, era mucho mayor todavía. Ocultaba su edad tras un velo.
—¿Cómo está usted, señor Farll? —exclamó dirigiéndose a Priam con firmeza, pero su voz revelaba sin embargo alguna emoción.
Era lady Sophia Entwistle.
—¿Cómo está usted? —dijo Priam estrechando la mano que le ofrecía la dama.
Y ya no tenían nada más que hacer, y nada más que decir.
Entonces el señor Oxford se acercó y le ofreció la mano al artista.
—¿Cómo está usted, señor Farll?
Y estrechando la odiada mano del señor Oxford, Priam volvió a decir:
—¿Cómo está usted?
Era como si el pasado no hubiera existido. Parecía que el tumulto de la galería se había tragado el pasado. Según las reglas comunes que deben guiar la conducta humana, lady Sophia Entwistle debía haber acusado moralmente a Priam, señalándolo con el dedo en un melodramático gesto, y haberlo condenado al desprecio del mundo por ser un hombre que jugaba con el corazón de las mujeres confiadas; y Priam debería haber echado de aquel lugar a patadas al señor Oxford, por ser un judío manipulador. Pero los tres se limitaron a darse la mano y a preguntarse cómo estaban, sin esperar siquiera una contestación. Esto demuestra hasta qué punto se han deteriorado las antiguas cualidades de la especie.
Hubo entonces un incómodo silencio.
—¿Supongo que ya sabrá usted, señor Farll, que tengo que declarar en este juicio? —dijo de repente lady Sophia.
—No —contestó Priam—, no lo sabía.
—Pues sí. Al parecer han estado buscando en vano por todo el continente a alguien que le conociera a usted por su nombre real y pudiera identificarle con toda seguridad; pero no pudieron encontrar a nadie… Sin duda, debido a sus métodos peculiares de vivir y de viajar.
—Seguramente —asintió Priam.
Priam Farll había cortejado a aquella mujer. La había besado. Habían prometido casarse. Aquello fue una locura por su parte; pero a los ojos de cualquier persona imparcial, las locuras de ese tipo no excusaban su espantada y la huida de los encantos intelectuales de aquella mujer.
La mirada de Priam penetró el velo que cubría el rostro de la dama. No, no era tan mayor como Alice. Ni era tan sencilla como Alice. Desde luego, lady Sophia sabía más que Alice y podía hablar de arte sin clavar un cuchillo en el alma del artista y hurgar después en la herida. Vestía mejor que Alice. Y, además, Alice nunca podría haber imitado siquiera su manera de comportarse en aquellas circunstancias, de aquel modo inocente, amable, correcto. Y sin embargo… Su actitud, sin discusión, era prodigiosamente admirable al fingir que no recordaba nada de lo que había pasado entre ellos. Y sin embargo… Incluso en aquel momento crítico y en aquella situación tan complicada, Priam tuvo energía suficiente para odiarla, sencillamente, por haber cometido la estupidez de cortejarla. Desde luego, ¡él no tenía excusa ninguna!
—Me encontraba en la India cuando me enteré de lo que ocurría —continuó lady Sophia—. Al principio pensé que sería una repetición del famoso caso Tichborne[43]; pero después, conociéndole a usted como le conozco, pensé que tal vez no sería así.
—Y como da la casualidad de que lady Sophia está ahora en Londres —se apresuró a decir el señor Oxford—, ha tenido la exquisita amabilidad de prestarse a dar su valiosísima declaración en favor de mi causa.
—Es una manera un poco rara de explicarlo… —objetó lady Sophia con frialdad—. Yo estoy aquí únicamente porque usted me ha obligado a venir con una citación. Todo se debe a que conoce usted a mi tía.
—¡Desde luego, desde luego! —se apresuró a decir el señor Oxford—. Ya comprendo que, naturalmente, no ha de ser muy agradable para usted aparecer ante la sala como testigo y someterse a un interrogatorio. Ciertamente que no. Y le estoy sumamente agradecido por su generosidad, lady Sophia.
Priam comprendió la situación. Lady Sophia, después de su supuesta muerte, había comunicado a sus parientes que se había comprometido con él y que pensaban casarse; y el sinvergüenza del señor Oxford, un canalla sin escrúpulos, al tener conocimiento de ello, se había aprovechado de aquella circunstancia para obligarla, por procedimientos legales, a prestar declaración, dado que forzosamente había de ser a su favor. Y después de la declaración, el chiste que correría de boca en boca por la calle diría más o menos que Priam Farll, antes que casarse con aquella solterona vieja y pellejuda, había preferido hacerse pasar por muerto.
—Verá —le dijo el señor Oxford a Priam—, lo importante de la declaración de lady Sophia es que estuvo en París con usted y con su criado: el criado era obviamente el criado, y usted obviamente era su señor. Por tanto, no podrá discutirse que lady Sophia fuera engañada por un criado que se hizo pasar por su señor. Ha sido una gran suerte que por pura casualidad conociera el paradero de lady Sophia a tiempo. Justo a tiempo. ¡Ayer por la tarde!
El señor Oxford no mencionó en absoluto la obstinación de Priam en no mostrar el cuello. Parecía como si el señor Oxford considerase el cuello de Priam como un fenómeno natural, como el tiempo, como una roca en el mar, ¡como algo que hay que aceptar con resignación! ¡Ni rastro del menor enojo para con Priam! El príncipe de la diplomacia social, eso era el señor Oxford.
—¿Puedo hablar con usted un momento? —preguntó lady Sophia a Priam.
El señor Oxford se retiró haciendo una mínima reverencia con la cabeza.
Lady Sophia miró fijamente a Priam. Él tuvo que admitir de nuevo que aquella mujer era estupenda. Ella era su gran error, pero era estupenda.
La última vez que estuvo con ella la había abrazado y también la había besado. Después, ella había asistido a su funeral, en la abadía de Westminster. ¡Y ahora parecía que su mirada había olvidado todo aquello! Estaba allí, delante de él, y parecía que había aceptado tranquila y educadamente aquel espantoso pasado. Aparentemente al menos, le había perdonado.
Lady Sophia dijo simplemente:
—Y ahora, dígame, señor Farll: ¿debo declarar o no? Depende de usted, ya lo sabe.
La naturalidad de su voz era sublime; era heroica. Incluso su pie le parecía ahora pequeño.
Priam se había jurado que antes se dejaría ahorcar que ayudar al desaprensivo señor Oxford desabrochándose el cuello de la camisa delante de todos los actores melodramáticos que formaban parte de aquella representación teatral. Había sido gravemente insultado, molestado, maltratado y explotado. Todo el mundo se había inmiscuido en su vida privada, y estaba decidido a dejarse ahorcar antes que mostrar aquellos lunares que podían resolver la cuestión en medio minuto.
Bueno, pues Lady Sophia le había puesto la soga al cuello.
—Por favor, no se preocupe —le dijo Priam—. Yo me ocuparé de esto.
En ese momento, Alice, que había salido después de su casa y que había llegado en un tren posterior, apareció en el pasillo.
—¡Buenos días, lady Sophia! —dijo Priam enseguida, quitándose el sombrero, y se fue.
REFLEXIONES SOBRE LA JUSTICIA
«Witt contra Parfitts», «Farll se quita el cuello», «¡Resolución!». Estos y otros anuncios semejantes figuraban en los carteles que mostraban los vendedores de periódicos del Strand. En la historia de la humanidad y los imperios, nunca el hecho de desabrocharse un cuello almidonado (de la talla, 16 ½) causó la milésima parte de la conmoción que provocó el gesto de Priam. Fue uno de esos actos que marcan toda una época. Puso punto final al drama de Witt contra Parfitts. Sin embargo, los famosos artistas contratados no permitieron que la representación terminara así, de golpe. No: tenía que concluir lenta y majestuosamente, en su forma debida y con los gastos correspondientes. Hubo que llamar a nuevos testigos (tales como médicos), y volvieron a llamar a los que ya habían declarado. A Duncan Farll, por ejemplo, hubo que volverlo a llamar, y si la situación fue molesta para Priam, lo fue aún más para Duncan. Lo único positivo de Duncan en su derrota consistió en que el juez no lo desolló vivo en el sumario, ni el jurado al dar su veredicto.
Inglaterra respiró con alivio cuando el asunto concluyó definitivamente y los famosos artistas contratados se retiraron henchidos de gloria. La verdad era que Inglaterra, tan orgullosa de su sistema jurídico, había estado aterrorizada. Sus métodos judiciales habían estado a punto de fracasar a la hora de obligar a un hombre a desabrocharse el cuello de la camisa en público. En realidad, sí que había fracasado; pero al final todo había salido bien: así que Inglaterra fingió que solo había estado muy cerca del fracaso, pero nada más. Se habría cometido una grave injusticia si Priam se hubiera obstinado en no desabrocharse el cuello. La gente decía que la prisión por bigamia hubiera conllevado la retirada del cuello de la camisa; pero también se rumoreaba que la condena por bigamia de ninguna manera se basaba en hechos comprobados, debido a la inseguridad de la señora Leek en la identificación del acusado. En cualquier caso, la justicia inglesa había salido sana y salva del embrollo. Todo había sido asombroso, terrible y poco decoroso; pero todo el mundo se mostró muy prudente después del suceso. Y la prensa fue unánime a la hora de manifestar que alguna pena debía imponerse a Priam Farll, aunque fuera un gran artista.
La cuestión era esta: ¿qué artículo de la Ley utilizar para condenarlo? No había cometido bigamia. No había hecho nada. Solamente había dejado de hacer lo que tenía que hacer. Ni siquiera fue él quien proporcionó la información falsa en el Registro Civil. Y el doctor Cashmore no podía arrojar luz al caso, porque había muerto: su mujer y sus hijas habían conseguido matarlo. El juez había insinuado que la cólera eclesiástica del deán y del Capítulo catedralicio podrían caer sobre Priam de un modo violento y terrible, pero aquello quedó un poco raro y resultó poco satisfactorio para los ortodoxos de la Ley.
En resumen: el caso fue uno de los más curiosos que jamás se hubiera visto. Y solo por mantener en paz la conciencia nacional, por la dignidad nacional y la vanidad nacional, se permitió que cayese en el olvido a los pocos días. Y cuando los periódicos anunciaron que, por voluntad de Priam, se terminaría de construir el Museo Farll y se haría donación del mismo a la Nación… La Nación, a pesar de todo, decidió aceptar aquella honorable compensación, y luego se fue a la playa para disfrutar como todos los años de las vacaciones estivales.
EL DESEO DE VIVIR
Alice insistió, así que inmediatamente antes de abandonar definitivamente Inglaterra, fueron. Priam fingió que solo hacía aquella visita por complacer a Alice, pero el hecho era que su propia curiosidad malsana también lo empujaba en la misma dirección. Cogieron un ómnibus que pasaba por delante de los teatros Putney Empire y Walham Green Empire, hasta Walham Green; y allí hicieron trasbordo, y subieron a otro que pasa por delante del Chelsea Empire, de los almacenes del Ejército y de la Armada y del hotel Windsor, hasta llegar a la puerta de la abadía de Westminster. Y dejando fuera el sol de octubre, se adentraron en la sombría soledad de la Walhalla. Era la primera vez que Alice entraba en la Walhalla, aunque, por supuesto, había oído hablar de ella. Cuando era joven había visitado el museo de Madame Tussaud y la Torre de Londres, pero no había tenido tiempo de ir a ver la Walhalla. El templo le causó una profunda impresión. Un sacristán les señaló la nave; pero no se atrevieron a pedir indicaciones más detalladas. No tuvieron valor para preguntar por él. Priam no podía hablar. En aquellos momentos no podía articular palabra, temiendo que su espíritu se le escapase por la boca y volase para siempre. Y no podía encontrar la tumba. A no ser por el tremendo sepulcro del todopoderoso Newton, la nave parecía tan desnuda como cuando vino al mundo. Sin embargo, estaba seguro de que lo habían enterrado en la nave, y hacía tres años solamente. ¿No era asombroso lo que había ocurrido en aquellos tres años? Sabía que la tumba seguía en su sitio e intacta, porque el Daily Record, en un artículo publicado la víspera, preguntaba, en nombre del público escandalizado, si el deán y el Capítulo no consideraban que tres meses era tiempo suficiente para corregir un error fundamental en el departamento de sepulturas. Priam estaba mustio; en realidad, se sentía algo melancólico desde la famosa vista judicial: tal vez fuera la visión de la cólera del deán y del Capítulo catedralicio que pendía sobre él. Incluso había dejado de dar aquellos alegres paseos por las calles de la ciudad. Y la incapacidad para descubrir la tumba intensificaba la tranquila y apacible tristeza que se había apoderado de él.
Alice, que miraba a un lado y a otro boquiabierta, exclamó de repente:
—¿Qué dice ahí?
Había visto una leyenda grabada en una de las pequeñas losas que forman el suelo de la nave. Ambos se detuvieron junto a la losa. «Priam Farll», decía simplemente, en delicados caracteres latinos, y debajo, las fechas. Eso era todo. Al lado, en otras losas, descifraron los nombres de otros personajes famosos. Aquel método austero de señalar lugar de descanso de los muertos le pareció maravilloso a Priam, y consiguió que se sintiera orgulloso de sí mismo y de la ridícula Inglaterra, a la que, de todos modos, profesamos un amor extraordinario. Su melancolía se disipó. ¿Y sabes, lector, qué idea nació en su corazón y ascendió hasta su cerebro? «¡Por Júpiter! Tengo que pintar mejores cuadros que los que he pintado hasta ahora». Y el impulso de recomenzar su obra de creación invadió todo su ser. Las lágrimas anegaron sus ojos.
—Me gusta —murmuró Alice mirando la lápida—. Me parece muy hermoso.
Y Priam, con verdadera sinceridad porque lo sentía, y porque el deseo de vivir se volvió a apoderar de él, exclamó jovial y satisfecho:
—¡Me alegro de no estar ahí!
Se sonrieron mutuamente, e instintivamente sus manos se buscaron y se entrelazaron.
Pocos días después el deán y el Capítulo, obligados a actuar por una tremenda amonestación del Daily Record, enmendaron el piso de la Walhalla y dispusieron que los restos mortales del organismo inmortal conocido con el nombre de Henry Leek fueran trasladados con nocturnidad a otro lugar diferente.
A BORDO
Pocos días después, un vapor de la compañía North German Lloyd zarpó de Southampton con dirección a Argel, llevando a bordo entre sus pasajeros a Priam y a Alice. Era una noche estrellada, y tras la popa del buque iba quedando una ancha y blanca estela de agua espumosa que trazaba un camino que parecía conducir a Inglaterra. Priam había llegado a amar las laderas de Putney, con el ancho Támesis a sus pies; pero su expresión delataba algo semejante a la satisfacción por salir de Inglaterra. Su estancia en nuestro país no se había visto coronada por el éxito. Priam no era un ser criado para la sociedad, ni para ser famoso, ni para demostrar tacto y prudencia en las crisis de la vida. No sabía hablar bien, ni leer bien, ni conseguía expresarse convenientemente con sus actos. Solo era capaz de expresarse bien con el extremo del pincel; solo podía pintar, y pintar cuadros bellísimos. Eso constituía la mayor parte de su capacidad vital. En cuestiones menores puede que hubiera sido en muchas ocasiones un estúpido; pero nunca había sido un estúpido en el lienzo. En el lienzo lo decía todo, y lo decía a la perfección, para aquellos que supieran leer, para aquellos que pudiesen leer, para aquellos que fueran capaces de leer lo que su pincel diría hasta quinientos años, o más, después de su muerte. ¿Por qué esperar más de él? ¿Por qué sentirse decepcionados con él? Uno no piensa que un acróbata funambulista tenga que ser también un gran jugador de billar. Y tú mismo, lector, espejo de prudencia y sabiduría, seguramente habrías evitado todos los errores que cometió Priam a la hora de desenvolverse en esta sociedad. Pero, ya ves, en otros sentidos era un genio.
Y conforme el vapor iba aumentando la distancia que les separaba de Inglaterra, un pensamiento revoloteaba en la imaginación de Priam:
«Me pregunto qué harán conmigo la próxima vez…».
No imagines, lector, que ni él ni Alice iban en la popa del vapor contemplando con melancolía el perfil de la extraordinaria isla que dejaban atrás. ¡No! Ambos tenían poderosísimas razones para no hacerlo. Aquel solo era uno de aquellos momentos de relativa calma que siempre seguían a las furiosas rebeliones emocionales, cuando Priam era capaz de pensar y reflexionar, y apreciar sus propias limitaciones, y meditar, lleno de alegría, en la perspectiva de una vida dedicada exclusivamente a la única actividad en la que podía actuar con genio y talento, en un dulce exilio y en compañía de su encantadora Alice.