CAPÍTULO XI

LA HUIDA – LA CURIOSIDAD NACIONAL – SE HACE MENCIÓN DE LOS DOS LUNARES – LA NEGATIVA DE PRIAM

LA HUIDA

Una noche, en el mes de junio siguiente, Priam y Alice tardaron en irse a la cama. Alice estuvo dormitando durante una hora o así en el sofá, y Priam estuvo leyendo a su lado, sentado en una butaca; y hacia las dos de la mañana, antes de que asomaran las primeras luces del alba, se entregaron a una febril actividad a la luz del gas. Alice preparó té, tostadas de pan con mantequilla y huevos pasados por agua, yendo rápidamente de una habitación a otra. Subió al primer piso, metió varias cosas más en una maleta y en una bolsa de viaje que estaban a medio hacer, y cerrando ambas, las bajó a la planta principal. Entretanto, Priam empleó su energía en darse un baño y en afeitarse. Corrió la sangre; normal, a aquellas horas. Mientras Priam engullía la comida que Alice había preparado, ella continuaba yendo de un lado para otro, apresuradamente. En un momento dado, tras una corta ausencia, se presentó en la sala con un puñado de horquillas de sombrero; otra vez corrió a comprobar si las llaves de la bolsa de viaje y de la maleta estaban en su bolso de mano, en el perchero del vestíbulo, para que no se les olvidaran. Entre unas excursiones y otras, puede que bebiera treinta sorbitos de té.

—Venga, Priam —dijo al final—, ya tengo el agua caliente. ¿No has acabado aún? Pronto será de día.

—¿Agua caliente? —preguntó él con extrañeza.

—Sí —dijo—, para fregar todo esto, naturalmente. No supondrás que voy a dejar todos estos cacharros sucios en casa, ¿no? Mientras yo friego, podrías poner las etiquetas en el equipaje.

—No es necesario poner etiquetas —explicó—. Los llevaremos con nosotros en el vagón.

—¡Oh, Priam! —protestó ella—. ¡Qué pesado eres!

—Yo he viajado mucho más que tú —contestó Priam, intentando reírse.

—¡Sí…! ¡Buenos viajes habrán sido…! Da igual: si a ti no te importa perder el equipaje, a mí sí.

Mientras tanto, Alice recogió toda la loza en una bandeja, y salió de la habitación.

A los diez minutos, con el sombrero y el velo, y con los guantes puestos, abrió cautelosamente la puerta de la calle, alumbrada todavía por los faroles. Se asomó y miró a derecha e izquierda. Luego salió hasta la cancela del jardín, y volvió a mirar.

—¿Todo bien? —preguntó en voz baja Priam, que iba detrás de Alice.

—Sí, creo que sí —murmuró Alice.

Priam salió de casa con la maleta en una mano, la bolsa de viaje en la otra, la pipa en la boca, el bastón debajo del brazo y el gabán al hombro. Alice volvió sobre sus pasos corriendo, subió los peldaños de la entrada, echó una mirada al interior de la casa, cerró silenciosamente la puerta, y echó la cerradura. Luego, alumbrados por las estrellas veraniegas, ella y Priam avanzaron apresurada y furtivamente, como si en el equipaje llevaran contrabando, a lo largo de Werter Road hacia Oxford Road. Cuando doblaron la esquina, se sintieron mucho más tranquilos.

¡Habían logrado escapar!

Era su segunda tentativa. La primera, a la luz del día, había fracasado por completo. Habían seguido a su taxi hasta la estación de Paddington: eran tres taxis en los que viajaban tres corresponsales de tres periódicos dominicales, con sus correspondientes máquinas fotográficas. Un periodista que siguió descaradamente a Priam hasta la taquilla de la estación, y le oyó pedir dos segundas para Weymouth, pidió también otro segunda para el mismo destino. Fueron a Weymouth; pero a las dos horas de su llegada, aquella localidad se había convertido para Priam y Alice en un lugar aún más insoportable que Werter Road, por lo cual tuvieron que volver ignominiosa pero inteligentemente a su casa de Putney.

Werter Road se había convertido en la calle más popular y más famosa de Londres. Las fotografías de aquella calle habían aparecido en montones de periódicos, con una cruz que indicaba el domicilio de Priam y Alice. Estaba infestada de periodistas de todas nacionalidades desde la madrugada hasta altas horas de la noche. Las cámaras fotográficas eran allí tan comunes como las farolas. Un famoso reportero del Sunday News había conseguido un alojamiento, carísimo, en la casa situada frente al número 29. En una palabra: Priam y Alice no podían hacer nada sin que todo el mundo lo supiera. Parecerá una exageración decir que en los periódicos vespertinos aparecían noticias de última hora como esta: «¡05.40! ¡La señora Leek sale a comprar!». Pero así era. Priam había llegado a estar sin salir de casa quince días seguidos. Y fue Alice quien, alarmada por la palidez de sus mejillas y por la tensión nerviosa de Priam, pergeñó el plan para escapar antes de que el amanecer estival comenzara a despuntar.

Llegaron a la estación de East Putney y encontraron las puertas cerradas, pues aún faltaba mucho para que saliera el primer tren de los obreros. Allí se quedaron plantados. No se veía un alma en toda la calle. Solo el reloj de St. Bede despertaba con toda precisión cada cuarto de hora a todo ser viviente dentro de un radio de doscientas yardas. Al fin llegó un portero, abrió la verja, y Priam pudo comprar victoriosamente billetes para Waterloo.

—¡Oh! —gritó Alice al subir las escaleras—. He olvidado abrir las cortinas de las ventanas.

—¿Y para qué quieres abrir las cortinas?

—Porque si siguen echadas, todo el mundo sabrá inmediatamente que nos hemos ido. En cambio, si… —y comenzó a bajar las escaleras.

—¡Alice! —gritó él con voz bronca, al tiempo que se le marcaban los músculos de su pálido rostro.

—¿Qué?

—¡Al diablo las cortinas! Vámonos, o te juro que te mato.

Alice comprendió que los nervios de su marido estaban en completa insurrección respecto a su razón, y eso no sería nada si acababa perdiendo todo el dominio de sí mismo.

—¡Oh, muy bien! —dijo con amorosa obediencia para tranquilizarlo.

Un cuarto de hora después ya estaban completamente a salvo, anónimos en medio de las turbulencias de la estación de Waterloo, y un tren matutino los condujo a Bournemouth, donde pensaban disfrutar de unos días de asueto.

LA CURIOSIDAD NACIONAL

El interés que despertó en todo el Reino Unido el singularísimo caso de Witt contra Parfitts había alcanzado ya, al parecer, el nivel más alto de intensidad. Y había razones más que suficientes para que hubiera esa apasionada curiosidad nacional. Whitney Witt, el demandante, había venido a Inglaterra desde Estados Unidos con sus excentricidades, su séquito, su gran fortuna y su vista enferma, para pleitear contra Parfitts. ¡Una figura patética, aquel hombre encanecido, gran experto en pintura en sus buenos tiempos, y que por mera costumbre continuaba comprando cuadros carísimos cuando ya ni siquiera podía verlos! Whitney Witt se mostraba implacable contra Parfitts porque estaba convencido de que el señor Oxford se había aprovechado de su ceguera. Y allí estaba, conduciendo personalmente su pleito a pesar de su ceguera. Solo su alojamiento y el gasto diario de su vida principesca en el Grand Babylon alcanzaba sumas fabulosas, de las cuales podía tenerse conocimiento detallado por los artículos publicados en los periódicos, con sus ilustraciones correspondientes.

Por otra parte, el señor Oxford, el joven judío que había adquirido Parfitts, y que era en realidad Parfitts, aparecía también como una figura muy pintoresca ante la ciudad de Londres. Él estaba también gastando dinero a manos llenas, pues la reputación de Parfitts estaba en entredicho.

Y en último término había otro hombre, el más angustiado, el individuo que permanecía misteriosamente en la penumbra, el hombre inexplicable que vivía en Werter Road y cuya identidad se decidiría en los tribunales durante el pleito de Witt contra Parfitts.

Si Witt ganaba el juicio, la casa Parfitts podría desaparecer del negocio. El señor Oxford probablemente iría a presidio por haber vendido obras falsificadas, y el nombre de Henry Leek, un criado, se añadiría a la lista de los pícaros sinvergüenzas que han pretendido pasar por sus amos. Pero si Witt perdía… entonces, ¡qué embrollo! ¡Y qué enigmas y misterios habría que descifrar! Si Witt perdía el juicio, el funeral de Priam Farll, con honores nacionales, habría sido una farsa fraudulenta. ¡Un vulgar lacayo yacería bajo las sagradas piedras de la abadía de Westminster, y Europa entera habría estado de luto en vano! Si Witt perdía, resultaría que se había llevado a cabo una estafa gigantesca y sin precedentes contra la Nación. Entonces se plantearía la cuestión: «¿Por qué?».

Así pues, no era sorprendente que el interés popular, avivado por una prensa infatigable y curiosa hasta el exceso, hubiera alcanzado cotas tan increíbles que difícilmente podrían superarse. Sin embargo, la huida de Werter Road aquella mañana de junio consiguió intensificar aún más la expectación pública.

Por supuesto, el detalle de las cortinas saltó a la vista inmediatamente, y los sabuesos de los periódicos dominicales se diseminaron enseguida por los andenes de todas las estaciones ferroviarias de Londres. La huida de Priam perjudicaba la causa del señor Oxford, especialmente cuando las investigaciones de los lebreles periodísticos fracasaron y Priam persistió en su ocultación. Si un hombre es honrado y sincero, ¿por qué ha de huir de la palestra pública aprovechando la oscuridad de la noche? La situación era de tal calibre que no faltaba más que un paso para que todo el mundo llegara a la conclusión de que la línea de defensa del señor Oxford era en realidad una pura fantasía y que no merecía ningún crédito. Ciertamente, los periódicos de gran circulación, aunque repetían que no podían decir nada porque la cuestión estaba todavía sub judice, habían tratado varias veces el caso en sus imparciales columnas, y lo diseccionaban una y otra vez, elevando al público a categoría de jurado. Y en menos de tres días, a la vista del público, Priam no era más que un criminal que huye de la justicia. No es necesario recordar que Priam era, sencillamente, un testigo llamado por exhorto a declarar ante los tribunales en vista pública. Priam había infringido la ley no escrita de la Constitución inglesa por la cual toda persona que juega un papel importante en una cause célèbre no es dueña de sí misma mientras dura la causa, sino que pertenece al país. Esa persona no tiene derecho a su vida privada. Y si por medios subrepticios consigue evadirse de la curiosidad pública, está cercenando al público y a la prensa, que es del público, un derecho inalienable.

¿Quién podría negar, en esas circunstancias, la reiterada afirmación de que Priam era bígamo?

Llegó a decirse que seguramente estaba de camino a América del Sur. El público leyó con avidez artículos escritos por abogados especializados acerca de los tratados de extradición con el Brasil, Argentina, Chile, Uruguay y Paraguay.

Los vicarios Matthew y Henry Leek predicaron —ante una numerosa feligresía en Putney y en Bermondsey— y sus sermones fueron reproducidos in extenso en el Christian Voice Sermon Supplement y en otros órganos mensajeros de la fe.

Y poco a poco la nariz de Inglaterra fue acercándose cada vez más al periódico matutino. Y el café del desayuno se enfriaba y la grasa del beicon se quedaba helada, desde la isla de Wight hasta Hexham, mientras el lector engullía todos los rumores referentes al caso. Así pues, la vista del pleito de Witt contra Parfitts prometía ser un espectáculo estupendo. Prometía ser uno de esos casos que hacen que vivir valga la pena, y que por sí solos compensan el espantoso clima de Inglaterra.

Llegó por fin el día de la vista, y los periódicos de la tarde, que se imprimen a las nueve de la mañana, anunciaron que Henry Leek (o Priam Farll, como más guste) y su esposa (o compañera y víctima voluntaria) habían vuelto a Werter Road. Inglaterra contuvo la respiración, Escocia quedó en suspenso e Irlanda se conmovió en su ensueño céltico.

SE HACE MENCIÓN DE LOS DOS LUNARES

El escenario donde iba a representarse el drama de Witt contra Parfitts carecía de las características habituales de los teatros modernos. Era muy alto para la longitud y la anchura que tenía; estaba muy mal iluminado y era frío en invierno y asfixiante en verano, porque carecía de cualquier sistema de ventilación. Si hubiera estado bajo la supervisión de la Junta del Ayuntamiento, habría sido multado inmediatamente por su peligrosidad en caso de incendio, dado que las salidas de emergencia siempre estaban llenas de estorbos y los mecanismos de las puertas eran de una complejidad medieval. El escenario no tenía entarimado, ni candilejas, y todos los asientos de la platea eran de madera pura y dura, salvo uno.

Dicho asiento estaba ocupado por el actor principal, que llevaba una peluca muy cómica y una brillante y costosa vestimenta de color escarlata. Era un juez bastante fiable, pero se había equivocado de vocación: su raro talento para hacer chistes de tercera categoría le habría proporcionado fama y fortuna en el mundo del cabaret cómico. Su salario ascendía a cien libras semanales. Hay cómicos de categoría que no ganan eso. En la ocasión presente (vista pública del pleito de Witt contra Parfitts), este personaje entró en la sala acompañado de una doble hilera de sombreros de última moda, y bajo los sombreros había otros tantos rostros femeninos de parientes y conocidos. Los sombreros hacían la función de decoración del teatro. El primer actor trataba de conducirse como si estuviera asumiendo toda la gloria del espectáculo, pero fracasaba lamentablemente en su empeño.

Además había otros cuatro actores principales: el señor Pennington, abogado del Consejo Real, el señor Vodrey, abogado del Consejo Real, contratados por el demandante; y el señor Cass, abogado del Consejo Real, y el señor Crepitude, abogado del Consejo Real, contratados por el demandado[40]. Estos artistas eran las estrellas de su profesión, menos brillantes en el escalafón de la Justicia que el actor de toga escarlata, pero en realidad, más relucientes. Sus pelucas eran de calidad inferior a la de este último, y sus ropajes menos ricos; pero no les importaba, porque mientras el actor de toga escarlata recibía cien libras semanales, cada uno de los otros salía a cien libras diarias. Tres actores más jóvenes percibían diez guineas por día y por barba; uno de ellos representaba jurídicamente al deán y al Capítulo de la abadía de Westminster, que, como miembros de una confraternidad cristiana, estaban dolidos y horrorizados ante la implícita acusación de que habían dado sepultura a un criado —eso era lo que se deducía de las sugerencias del demandado—, y estaban dispuestos a impedir la exhumación a toda costa. Los comparsas en el drama, cuyo papel consiste en cuchichear entre sí y con los actores, eran en este caso los procuradores, los pasantes de los procuradores y los peritos. Sus emolumentos, todos juntos, sumaban ciento cincuenta libras diarias. Doce hombres intachables ocupaban el estrado del jurado y entre todos recibían lo que un abogado del Consejo Real ganaba cada cinco minutos. El total de los gastos de representación ascendía a una suma que oscilaba entre las seiscientas y las setecientas libras diarias. Los gastos preliminares sumaron varios miles. El negocio podría haber sido rentable si hubieran alquilado el teatro del Covent Garden y hubieran vendido las localidades como si fueran a oír a Tettrazzini y a Caruso, pero en aquel absurdo local que habían elegido, aun abarrotado como estaba hasta las peligrosas puertas, las pérdidas necesariamente resultaban aterradoras. Afortunadamente, el espectáculo estaba subvencionado; y no solo por el Estado, sino también por aquellos dos millonarios capitalistas: Whitney C. Witt y el señor Oxford; por tanto, la empresa y la dirección de escena estaban en disposición de no preocuparse por enojosas cuestiones financieras y podían cultivar el arte por el arte.

Comenzada la representación, el señor Pennington, abogado del Consejo Real, dio pruebas inmediatamente de poseer asombrosas facultades histriónicas. Comenzó tranquilamente, en un tono coloquial, tratando a los miembros del jurado como amigos de la infancia, y al juez como a un tío carnal especialmente ingenioso, y dijo en lenguaje liso y llano que Whitney C. Witt reclamaba al demandado la suma de setenta y dos mil libras, una suma que él había abonado por ciertos cuadros sin valor que le había endilgado como obras maestras al venerable y miope demandante. Refirió la vida y muerte del gran pintor Priam Farll, su solemne funeral y las lágrimas que por su muerte vertió el mundo entero. Insistió en el genio de Priam Farll, y después intentó demostrar la ingenuidad y buena voluntad del demandante, y preguntó quién podría censurar a dicho demandante por haber depositado su confianza en una empresa del renombre de Parfitts. Luego explicó cómo, tras haber encontrado por casualidad un sello con la fecha de producción de un lienzo, se había descubierto que los cuadros que se garantizaban como obra de Priam Farll en realidad habían sido pintados después de la muerte del artista.

El abogado continuó sin variar su tono de voz.

—La explicación que se da es muy sencilla: Priam Farll no había muerto en realidad. El muerto era su criado. Todo muy natural, todo muy comprensible: resulta que el gran genio Priam Farll quería pasar el resto de su vida como un humilde criado. Engañó a todo el mundo: al médico, a su primo el señor Duncan, a las autoridades, al deán y al Capítulo de la abadía de Westminster, a todo el país… En fin, ¡al mundo entero! Asumiendo la personalidad de Henry Leek, se casó, y como tal Henry Leek, regresó al arte de la pintura en Putney. Practicó su vocación durante algunos años sin suscitar las sospechas de nadie, y ahora, por una singular coincidencia, en cuanto mi cliente amenazó con una acción judicial contra el demandado, ese hombre se presenta y asegura que su verdadero nombre es Priam Farll. En fin, una sencilla explicación… —dijo el señor Pennington, abogado del Consejo Real, y añadió—: Y esa es la sencilla explicación que el jurado escuchará a continuación, en labios del demandado. Naturalmente, ustedes, miembros del jurado y caballeros con experiencia, podrán evaluar dicha explicación. Sin duda sabrán que cosas así ocurren constantemente en la vida real, suceden todos los días, y son muy normales… Estoy casi avergonzado de presentarme ante ustedes para tratar de rebatir un relato tan plausible y tan convincente… Y tan verosímil que casi no debería tener esperanza de conseguir el triunfo de mi representado. Sin embargo, haré lo que pueda.

Y así continuó durante un buen rato.

Fue una de las grandes proezas oratorias en tono irónico que se hayan podido dirigir a un jurado. El auditorio pensó que el caso había quedado ya prácticamente decidido.

Después de que Whitney C. Witt y su secretario hicieran sus preceptivas declaraciones y saturaran la sala con los ecos de su acento neoyorquino (la furia reprimida del viejo Witt causó mucha impresión y resultó tremendamente efectiva), se invitó al estrado a la señora de Henry Leek. Le prestaron ayuda sus dos hijos vicarios, los cuales, sin embargo, no pudieron impedir que la pobre mujer se echase a llorar al oír la severa voz del ujier que la llamó a declarar. La señora de Henry Leek relató todo lo referente a su matrimonio.

—¿Es ese su marido? —preguntó Vodrey, abogado del Consejo Real, apuntando a Priam Farll con un gesto teatral y dramático muy bien estudiado. (Vodrey, abogado del Consejo Real, había asumido de repente el rôle principal, porque Pennington, abogado del Consejo Real, se encontraba en ese momento representando otra obra en otro teatro).

—Sí —dijo entre sollozos la señora de Henry Leek.

La infeliz criatura creía de buena fe lo que decía, y los vicarios, aunque guardaron silencio, causaron una profunda impresión en el jurado. En el interrogatorio inmediato, cuando el letrado de la defensa, Crepitude, abogado del Consejo Real, la obligó a admitir que en su primer encuentro con Priam, en la casa de Werter Road, no había estado muy segura de la identidad del sujeto, ella replicó:

—Pero luego ya me fui convenciendo. ¿Cómo una mujer no iba a reconocer al padre de sus hijos?

—Debería —murmuró el juez; y hubo diferencias de opinión en el auditorio acerca de si la observación era una broma o no.

La señora de Henry Leek era conmovedora, pero no resultaba entretenida. El señor Duncan Farll fue quien, sin pretenderlo, proporcionó el primer motivo de regocijo.

Duncan descartó, bah-bah-bah, la posibilidad de que Priam fuese Priam. Detalló todas las circunstancias que rodearon el fallecimiento acaecido en la casa de Selwood Terrace, y demostró de cincuenta maneras diferentes que Priam no podría haber sido Priam. El hombre que a la sazón se presentaba como Priam ni siquiera era un caballero, mientras que Priam era… ¡primo suyo! Duncan fue un testigo excelente: cortante, preciso, imperturbable. En el interrogatorio al que le sometió Crepitude, tuvo que describir su encuentro con Priam cuando eran muchachos. El señor Crepitude no fue muy curioso.

—Cuéntenos qué ocurrió —dijo Crepitude.

—Pues que nos peleamos.

—¡Oh! ¡Se pelearon…! ¿Y por qué se pelearon, chicos malos? (Grandes risas).

—Por una tarta de ciruelas, creo.

—¡Oh! ¿Está usted seguro de que era de ciruelas, y no de pasas? (Grandes risas).

—Creo que era de ciruelas.

—¿Y cuál fue el resultado de tan sanguinario combate? (Grandes risas).

—Mi primo me rompió un diente. (Grandes risas, y el tribunal se une a las carcajadas).

—Y usted, ¿qué le hizo a él?

—Me parece que no mucho. Recuerdo que le arranqué a pedazos casi la mitad de la ropa. (Ruidosas carcajadas de todos los presentes, salvo de Priam y Duncan Farll).

—¡Oh! ¿Está usted seguro? ¿Está seguro de que no fue él quien le desgarró a usted la ropa? (Carcajadas casi histéricas).

—Sí —dijo Duncan, recordando gélidamente el pasado. Tenía la mirada perdida cuando añadió—: Y ahora recuerdo que mi primo tenía dos pequeños lunares en el cuello, debajo del cuello de la camisa. Me parece que estoy viéndolos. Ahora mismo he caído en ello.

Desde luego, cuando se mencionan lunares y verrugas en el teatro, siempre causan muchísima risa. Con la mención de dos, la sala estuvo a punto de venirse abajo.

El señor Crepitude se inclinó hacia el procurador que estaba cerca de él, el procurador se inclinó hacia un pasante que tenía a mano, y este murmuró algo al oído de Priam Farll, que hizo un ligero movimiento de cabeza.

—De modo que… —dijo el señor Crepitude comenzando una frase, pero entonces se detuvo y le dijo a Duncan Farll—: Muchas gracias. Puede usted volver a su sitio.

A continuación, un testigo llamado Justini, cajero del Hôtel de Paris, en Montecarlo, juró que Priam Farll, el renombrado pintor, estuvo durante cuatro días en el Hôtel de Paris hacía siete años, un mes de mayo muy caluroso, y que la persona que estaba allí sentada, y que decía ser Priam Farll, no era la que había estado en el hotel. El interrogatorio subsiguiente no consiguió modificar ni en un ápice las afirmaciones del señor Justini. Después subió al estrado el gerente del Hôtel Belvedere, de Mont Pélerin, cerca de Vevey (Suiza), que hizo un relato semejante y lo sostuvo después en el interrogatorio.

Y después de eso, se subieron al estrado los mismísimos cuadros, y enseguida aparecieron los expertos para dar cuenta de su examen pericial. Pero apenas habían comenzado su declaración cuando el reloj dio la hora, y la función se suspendió por aquel día. Los actores principales se despojaron de sus togas y pelucas y se precipitaron sobre los periódicos de la tarde para confirmar que los reporteros, en sus descripciones, habían estado tan encomiásticos como de costumbre. A la mañana siguiente, el juez, que estaba suscrito a una agencia de prensa, tuvo la gran satisfacción de comprobar que los diecinueve principales diarios de Londres habían registrado fielmente todos sus chistes. Tanto el Strand como Piccadilly estaban al tanto del pleito de Witt contra Parfitts: por todas partes se veían carteles y se oía a los vendedores de periódicos vespertinos pregonando a voz en grito las noticias del caso. Los cables del telégrafo vibraban con los detalles de la vista judicial, y en las grandes ciudades industriales de provincias se cruzaron apuestas por sumas astronómicas. En una palabra: Inglaterra estaba satisfecha, y los principales actores tenían motivo para estarlo también. La gente más astuta murmuraba en los clubes y en los bares acerca de aquellos lunares y del asentimiento de Priam como respuesta a los cuchicheos del pasante del procurador. Tales detalles no escapan al moderno escritor impresionista que cobra mil libras al año. Para los más suspicaces, aquellos dos lunares prometían grandes emociones.

LA NEGATIVA DE PRIAM

«Leek comienza su declaración».

Estas palabras corrieron por los hilos telegráficos y aparecieron en los carteles de la prensa pocos minutos después de que Priam prestara juramento. Produjeron en todo el país un escalofrío de expectación. Tres días habían transcurrido desde el comienzo de la vista (como los contratados a razón de cien libras diarias para la representación de la obra no habían hecho restallar sus látigos contra los peritos contratados a razón de diez o veinte libras cada día, el paso de la ceremonia se había ralentizado notablemente), e Inglaterra necesitaba ya alguna emoción fuerte.

Nadie, excepto Alice, sabía lo que podía esperarse de Priam. Alice lo sabía. Solo ella sabía que Priam se encontraba en un estado emocional tan extraordinariamente peculiar que las consecuencias podían ser también extraordinariamente peculiares; ¡y sabía que nada podría impedir que Priam se comportara como le apeteciera! La propia Alice había hecho un pequeño esfuerzo para intentar que entrara en razón; pero el esfuerzo había sido en vano. Y no se atrevió a volver a intentarlo. Pennington, abogado del Consejo Real, por cierto, insistió en que Alice no estuviera presente durante la declaración de Priam.

La actitud de Priam respecto al caso en su conjunto era de amargo resentimiento, un resentimiento que a veces era violento y otras, gélido. Le repugnaba hasta extremos inconcebibles todo el asunto. Odiaba a Witt con la misma intensidad que a Oxford. Lo único que le había pedido al mundo era paz y tranquilidad, y el mundo ni siquiera le concedía aquellos bienes tan baratos. Él no había pedido que lo enterraran en la abadía de Westminster: aquel funeral se lo habían hecho sin consultarle. Y si él había preferido llamarse con otro nombre, ¿por qué no iba a poder hacerlo? Si había decidido casarse con una mujer sencilla, vivir en un barrio de Londres y pintar cuadros de a diez libras cada uno, ¿por qué no iba a poder hacerlo? ¿Por qué tenían que sacarlo de su casa, donde estaba tan tranquilo, solo porque dos personas que no le interesaban en absoluto tenían una discusión a cuenta de sus cuadros? ¿Por qué se permitía que la extravagante curiosidad de un tropel de periodistas hiciera intolerable su vida en Putney? Y, en fin, ¿por qué se le obligaba, mediante una hoja de papel azul administrativo, a sufrir aquel terrible suplicio y a pasar por el aro de la notoriedad pública en el estrado de los testigos? Era una tortura injusta, el colmo de todos los tormentos, el inimaginable horror que había perturbado su sueño en tantas ocasiones.

En el estrado, desde luego, Priam daba toda la impresión de ser un criminal, con sus movimientos nerviosos, con su mirada esquiva, clavada en el suelo, y con aquella voz ronca que apenas lograba hacer salir de la garganta. El nerviosismo mezclado con ira constituye un excelente material con el que un experto en el arte de los interrogatorios puede lucirse, y Pennington, abogado del Consejo Real, estaba deseando lucirse. Crepitude, abogado del Consejo Real, abogado de Oxford, no estaba tan contento. Priam era el único testigo de Crepitude, es decir, el único testigo con que contaba la defensa, y, sin embargo, era un testigo deplorable, un testigo que se había resistido con terca tenacidad a abrir la boca hasta que no se encontrara en el estrado. Desde luego, había asentido cuando el pasante del procurador le había susurrado una pregunta, pero no había confirmado aquel gesto de ningún modo, ni había dicho ni una palabra durante los tres días de la vista. Simplemente había estado allí sentado, consumiéndose en silencio.

—¿Se llama usted Priam Farll? —le preguntó Crepitude.

—Sí —respondió Priam con gesto sombrío, y con todo el aspecto de estar mintiendo. De vez en cuando miraba con recelo al juez, como si el magistrado fuera una bomba con la mecha encendida.

El interrogatorio comenzó mal y fue de mal en peor. La idea de que aquella acobardada y triste figura pudiese ser el ilustre, el mundialmente reconocido pintor Priam Farll, parecía absurda. Crepitude tuvo que esforzarse al máximo para mantener su dominio sobre sí mismo y no insultar a su testigo y mandarlo a paseo.

—Esto es todo —dijo Crepitude después de que Priam expusiera sus ridículas y titubeantes explicaciones sobre el extraño discurrir de su vida tras la muerte de Leek. Nada de lo que dijo resultó convincente. Dijo simplemente que la mujer de Leek se había equivocado al identificarlo con su marido; dedujo de ello que era una histérica. Con aquella observación consiguió que todo el auditorio le cogiera manía. Su afirmación de que no había tenido una razón concreta y determinada para desear hacerse pasar por Leek, sino que obedeció a un impulso repentino, se recibió como una burla ofensiva. Y cuando se le interrogó acerca de las declaraciones de los empleados de los hoteles donde había estado, sus explicaciones se redujeron a afirmar que más de una vez su criado Leek se había hecho pasar por él. Estas explicaciones también resultaron inapropiadas y grotescas.

La gente se preguntó por qué Crepitude no había hecho referencia a los dos lunares. Lo cierto era que Crepitude prefería pasar por alto aquella cuestión. Si se le mencionaban a Priam los dos lunares, se podía echar a perder absolutamente todo.

Sin embargo, Pennington, abogado del Consejo Real, sí aludió a los dos lunares. Pero no lo hizo hasta después de haber probado de un modo definitivo ante el juez, en un interrogatorio de dos horas de duración, que Priam no sabía nada de su propia infancia y juventud, ni sabía nada de pintura ni del mundo de los pintores. En fin, dejó hecho una piltrafa a Priam. Y la voz de Priam empezó a ser cada vez más débil, y sus gestos y su aspecto cada vez más delatores.

Pennington, abogado del Consejo Real, pretendía concluir con un par de giros efectistas y brillantes.

—Así que dice usted que fue con el demandado a su club, y que él le contó que se encontraba en una situación difícil.

—Sí.

—¿Le hizo algún ofrecimiento de dinero?

—Sí.

—¡Ah! ¿Y cuánto le ofreció?

—Treinta y seis mil libras. (Conmoción en la sala).

—¡Vaya…! ¿Y por qué le ofrecía esas treinta y seis mil libras?

—No lo sé.

—¿No lo sabe? Vamos…

—Que no lo sé.

—¿Y aceptó usted el ofrecimiento?

—No, lo rechacé. (Conmoción en la sala).

—¿Por qué lo rechazó?

—Porque no me interesaba aceptarlo.

—Entonces, ¿no hubo intercambio de dinero entre ustedes aquel día?

—Sí. Quinientas libras.

—¿Y por qué?

—Por un cuadro.

—¿Un cuadro de los que usted vendía por diez libras?

—Sí.

—Así que el mismo día precisamente en que el demandado quería que usted jurase que era Priam Farll… ¿el precio de sus cuadros subió de diez a quinientas libras?

—Sí.

—¿Y no le pareció que era una cosa un poco rara?

—Sí.

—Sin embargo, ¿sigue usted afirmando… (y recuerde, Leek, que está usted bajo juramento), sigue usted afirmando que rechazó treinta y seis mil libras para aceptar quinientas?

—Yo vendí el cuadro por quinientas libras.

(En los carteles anunciadores del Strand aparecía en aquel momento: «Un tremendo interrogatorio a Leek»).

—Ahora vamos a hablar de su pelea con el señor Duncan Farll. Naturalmente, si usted es en realidad Priam Farll, recordará todo lo referente a aquella pelea…

—Sí.

—¿Qué edad tenía usted entonces?

—No sé. Unos nueve años.

—¡Oh…! Tenía usted unos nueve años. Una edad muy propia para tortas y pasteles. (Grandes risas). Bueno, el señor Duncan Farll dice que usted le rompió un diente.

—Sí.

—Y que él le rompió a usted la ropa.

—Creo que sí.

—Él dice que recuerda la pelea porque usted tenía dos lunares…

—Sí. (Tremenda conmoción en la sala).

Pennington guardó silencio.

—¿Dónde los tiene?

—En el cuello, justo debajo del cuello de la camisa.

—Sea tan amable de señalar el lugar.

Priam señaló el lugar. La emoción era tremenda.

Pennington volvió a guardar silencio. Pero luego, convencido de que Priam era un impostor, continuó en tono sarcástico:

—Tal vez… Si no es pedir demasiado, ¿querría usted apartar el cuello de la camisa y mostrarle a la sala los dos lunares?

—No —dijo Priam con firmeza. Y por primera vez en todo el interrogatorio miró a Pennington cara a cara.

—¿Preferiría hacerlo usted, tal vez, en la oficina de su señoría, si a su señoría le parece bien?

—No lo haré en ninguna parte.

—Pero entonces… —comenzó a decir el juez.

—No lo haré en ninguna parte, señor juez —repitió Priam levantando la voz. Todo su resentimiento adquirió nuevos bríos; sobre todo, su resentimiento contra los expertos que habían declarado que sus pinturas estaban hechas con habilidad, pero que eran meras imitaciones de sí mismo. Si sus cuadros se habían pintado después de su supuesta muerte, tal y como habían dicho los expertos, no se podría probar su identidad; y si ofensivos animales de presa con peluca hacían mofa de su palabra…, dos lunares no iban a probar su identidad. Así que decidió negarse en redondo.

—Caballeros —dijo Pennington, abogado del Consejo Real, con aire triunfal, dirigiéndose al jurado—, el testigo tiene dos lunares en el cuello, exactamente en el sitio indicado por el señor Duncan Farll, pero… ¡no quiere mostrarlos!

Once cerebros al servicio de la ley se plantearon noblemente el problema de si la Ley y la Justicia en Inglaterra pueden obligar a un hombre libre a quitarse el cuello de la camisa, si él se niega a quitárselo. Entretanto, la vista tenía que continuar. Había que ganar las seiscientas o setecientas libras del día, y aún tenían que declarar otros testigos. La siguiente era Alice.