EL SECRETO – EL REINTEGRO – UNA VISITA AL SASTRE – ALICE AL CORRIENTE DE LA SITUACIÓN
EL SECRETO
—¿Qué quiere decir usted? —preguntó Priam Farll. Pero planteó la pregunta sin firmeza, como podía haber dicho: «Ya sé lo que quiere decir, y daría un millón de libras o así por que me tragara la tierra». Solo unos minutos antes habría dado quinientas libras simplemente por escapar. Ahora deseaba que le ocurrieran los milagros de Maskelyne[37]. Parecía que el universo entero zumbaba alrededor de sus oídos.
El señor Oxford continuaba sonriendo; sonriendo, sin embargo, como un hombre que contiene el aliento por una apuesta: todo el mundo sabe que no puede resistir así mucho tiempo.
—Usted es Priam Farll, ¿no? —preguntó el señor Oxford en voz muy baja.
—¿Qué le hace suponer que yo soy Priam Farll?
—Creo que es usted Priam Farll porque usted pintó el cuadro que le he comprado esta mañana, y estoy segurísimo de que nadie más que Priam Farll es capaz de haberlo pintado.
—¡Así que ha estado usted jugando conmigo toda la mañana…!
—¡Por favor, no diga usted eso, cher maître! —musitó el señor Oxford—. Solamente deseo saber si estoy en lo cierto. Ya sé que se supone que Priam Farll está enterrado en la abadía de Westminster. Pero, para mí, la existencia del cuadro de la High Street de Putney, que acaba de pintar, es una prueba absoluta de que Priam Farll no está enterrado en la abadía de Westminster, de que aún vive. Es asombroso que se produjera semejante error en un funeral, un error absolutamente asombroso, y tendrá unas enormes consecuencias… Pero eso no es asunto mío. Aunque, claro, tuvo que haber razones de peso para que tal cosa ocurriera… No tengo mayor interés en conocerlas, quiero decir, desde el punto de vista profesional. Solo estoy planteando que cuando veo cierto lienzo con la pintura aún húmeda, me digo: «Ese cuadro ha sido pintado por tal pintor». Soy un experto y me juego mi reputación. No me pueden venir diciendo que el pintor en cuestión murió hace años y que está enterrado con honores nacionales en la abadía de Westminster. Yo digo que no puede ser. Yo soy un connoisseur. Y si los hechos de la muerte y del funeral no concuerdan con el resultado de mis conocimientos en arte, digo y sostengo que esos hechos no son ciertos; digo que ha ocurrido una… equivocación con… los cadáveres. Y ahora, cher maître, ¿qué piensa usted?
El señor Oxford esperó dando golpecitos sobre la mesa con los dedos.
—No sé… —contestó Priam, lo cual era otra mentira.
—Pero usted a fin de cuentas es Priam Farll, ¿no? —insistió el señor Oxford.
—Bueno…, ya que quiere saberlo… —dijo Priam furioso—, sí, yo soy Priam Farll. ¡Ahora ya lo sabe usted!
El señor Oxford dejó de sonreír. Había sostenido la sonrisa durante un tiempo increíblemente largo. Dejó de sonreír, y lanzó un suspiro de satisfacción y alivio. Había estado patinando sobre una delgadísima capa de hielo, y había llegado a la orilla, en medio de terribles crujidos, y empezaba a apreciar hasta qué punto había sido peligrosa aquella aventura. Estaba completamente seguro de sus conocimientos artísticos. Pero cuando uno dice que está «completamente seguro», sobre todo si lo dice con énfasis, siempre se entiende que está «prácticamente seguro». Tal era el caso del señor Oxford. Y francamente, deducir, solo por la simple existencia de una pintura, que se había llevado a cabo —y con éxito— un tremendo engaño en el seno de la más formidable de las naciones… suponía algo más que temeridad y atrevimiento.
—Pero no quiero que se sepa nada —dijo Priam en voz baja, pero furiosa—. Y no quiero ni que se hable de eso. —Y miró con aire receloso a los insectos más próximos, pues sospechaba que estaban pegando la oreja para escuchar la conversación.
—¡Naturalmente! —dijo el señor Oxford, pero en un tono carente de convicción.
—Es un asunto que solo me concierne a mí —insistió Priam.
—Naturalmente —repitió el señor Oxford—. Al menos, debería concernirle solo a usted. Y puedo asegurarle que yo soy la última persona en el mundo que intentaría entrometerse, pero…
—Debería tener usted la amabilidad de recordar —dijo Priam interrumpiéndole— que compró el cuadro esta mañana exclusivamente por sus propios méritos. No está usted autorizado a vincular mi nombre a ese cuadro, y debo pedirle que no lo haga.
—Desde luego —convino el señor Oxford—. Compré el cuadro como una obra maestra, y estoy muy satisfecho con mi compra. No necesito la firma.
—Hace veinte años que no firmo mis cuadros —dijo Priam.
—Perdone, pero… —dijo el señor Oxford—, cada pulgada cuadrada de cada uno de sus cuadros lleva su firma de un modo inequívoco. Es un privilegio reservado solo a los más grandes pintores no tener que escribir unas letras en la esquina de sus cuadros para impedir que otros artistas se atribuyan méritos que no les corresponden. Para mí todos sus cuadros están firmados. Pero hay gente que quiere más pruebas de autenticidad que las que un experto puede dar, y por ahí es por donde puede surgir el conflicto.
—¿El conflicto? —repitió Priam, notando que aumentaba su angustia.
—Sí —dijo el señor Oxford—. Y tengo que hablar con usted para que pueda comprender en todos sus extremos la situación.
El señor Oxford adoptó un aire muy solemne, mostrando que al fin había llegado al punto realmente importante de la cuestión.
—Hace algún tiempo, un hombre, un modesto marchante, vino a mi casa y me ofreció un cuadro que inmediatamente reconocí como una obra de Priam Farll. Lo compré.
—¿Cuánto pagó usted por él? —preguntó Priam casi entre dientes.
Después de un silencio, el señor Oxford dijo:
—No tengo inconveniente en decirle la cifra. Pagué por él cincuenta libras esterlinas.
—¡Cincuenta libras! —exclamó Priam, percatándose de que alguna persona o algunas personas habían obtenido un cuatrocientos por ciento de beneficio hasta que había llegado al principal comprador—. ¿Y quién era ese hombre?
—Oh, un pequeño marchante. Nadie, en realidad. ¡Judío, por supuesto! —El modo en que el señor Oxford dijo «judío» era indiscutiblemente irónico. Priam calculó que, siendo un judío, el marchante no pudo ser el fabricante de marcos de Putney, que era un espécimen de Yorkshire de pura raza, de Ravensthorpe. El señor Oxford continuó—: Yo vendí aquel cuadro después, garantizando que era un Priam Farll.
—¡Demonios!, ¿a tanto se atrevió?
—Sí; tenía absoluta confianza en mi valoración.
—¿Quién lo compró?
—Whitney C. Witt, de Nueva York. Es un hombre anciano ya, claro. Supongo que se acordará usted de él, cher maître —dijo el señor Oxford entrecerrando los ojos—. Le vendí el cuadro, y naturalmente aceptó mi garantía. Poco después aquel mismo marchante me ofreció otros cuadros, obviamente también pintados por usted, y también los compré. Y seguí comprando más. Me atrevería a decir que he comprado cuarenta en total.
—¿Y ese pequeño marchante de arte sospecha quién es el autor de los cuadros? —preguntó Priam con suspicacia.
—¿Él? ¡Pues claro que no! Si se lo hubiera imaginado, ¿cree usted que iba a desprenderse de ellos por cincuenta libras cada uno? Mire, al principio creí que estaba comprando cuadros que había pintado usted antes de morir. Pensé, como el resto del mundo, que sus restos mortales descansaban… en la abadía. Después comencé a tener algunas dudas. Y cierto día un poco de pintura… se pegó a mi pulgar… Le aseguro que me quedé atónito. Sin embargo, mantuve mi opinión y seguí garantizando que los lienzos eran de Priam Farll.
—¿Y no se le ocurrió investigar?
—Sí, y lo hice —dijo el señor Oxford—. Hice todo lo que pude por sonsacarle al marchante dónde conseguía los cuadros, pero no quiso decírmelo. En fin, allí había algo que apestaba a misterio. Ahora bien, como yo no soy un profesional de los misterios, llegué a la conclusión de que lo mejor sería dejar las cosas como estaban. Y eso fue lo que hice.
—Bueno, ¿y por qué no ha seguido dejando las cosas como estaban? —preguntó Priam.
—Porque las circunstancias no lo han permitido. Vendí todos esos cuadros a Whitney C. Witt. Sin ningún problema. Al menos yo pensaba que no había ningún problema. Comprometí el nombre y la reputación de Parfitts como garantía de que eran obra de Priam Farll. Y entonces, un día, supe por el señor Witt que en el reverso de uno de los marcos estaba estampado (con un sello de caucho) el nombre del fabricante del lienzo, y que la fecha era posterior a la de su entierro. Y supe además que los abogados del señor Witt en Londres habían investigado aquí a los fabricantes del material que había utilizado usted, y que esos fabricantes estaban en condiciones de demostrar que el lienzo había sido fabricado después del funeral de Priam Farll. ¿Lo entiende ahora?
Priam lo entendió.
—Mi reputación, la de Parfitts, está en entredicho. Si esos cuadros no los ha pintado Priam Farll, yo soy un estafador. El nombre de Parfitts quedará desacreditado para siempre, y se armará un escándalo de proporciones colosales. El señor Witt amenaza con iniciar procedimientos judiciales. Yo le he ofrecido quedarme con todo el lote al precio que él me pagó, sin comisión alguna. Pero no quiere. Es un viejo, un poco maniático supongo, y no admite ninguna componenda. Está rabioso. Cree que lo han estafado, y dice que quiere asegurarse de que se solventa el caso. Pero ahora yo puedo demostrar que los cuadros son de Priam Farll. Ahora puedo mostrarle que mi garantía estaba perfectamente fundamentada. En fin, para resumir: ¡le he encontrado a usted, y me alegro!
El señor Oxford suspiró aliviado de nuevo.
—Oiga —dijo Priam—, ¿cuánto le pagó en total el señor Witt por mis cuadros?
Tras unos instantes de silencio, el señor Oxford contestó:
—No tengo inconveniente en decirle a usted la cifra: el señor Witt me pagó unas setenta mil libras. —Y sonrió de nuevo, como para excusarse.
Cuando Priam Farll pensó que él había recibido unas cuatrocientas libras por todos aquellos cuadros, muchísimo menos del uno por ciento de lo que aquel reluciente y próspero marchante había conseguido por ellos, la furia tradicional del artista contra el marchante, del creador contra el parásito intermediario, brotó como una potente llamarada en su corazón. Hasta entonces no había tenido ningún motivo serio de queja contra los marchantes. (Los artistas que han triunfado rara vez tienen motivos de queja). Pero en aquel momento vio a los marchantes como los ven los pintores que no han tenido mucha suerte: ¡como los causantes de todos los males! Ahora entendía mediante qué procedimientos había conseguido el señor Oxford aquel espléndido coche, sus trajes, su entrada al club y sus criados. Todo aquello lo había conseguido el señor Oxford, no gracias a su trabajo, ¡sino gracias al trabajo de míseros y laboriosos pintores en mezquinos estudios y en buhardillas! El señor Oxford no era más que un opulento ladrón, un triturador de artistas. El señor Oxford era, en una palabra, el mismísimo diablo, y Priam, en silencio, para sus adentros, pero con toda el alma, lo mandó al lugar que le correspondía.
Pero Priam era tremendamente injusto. Nadie le había pedido que se muriera. Nadie le había pedido que renunciase a su identidad. Si al final había recibido unos cientos de libras en vez de miles, la culpa era exclusivamente suya. El señor Oxford no había hecho más que comprar y vender, pues ese era su trabajo. Pero el pecado del señor Oxford, a ojos de Priam, era el de haber estado en lo cierto.
No es necesario decir que el señor Oxford observó claramente que Priam Farll había recibido muy mal las noticias que le había dado.
—Por el interés de ambos, cher maître —dijo el señor Oxford en un tono muy persuasivo—, creo que sería aconsejable que me ayudara usted a demostrar que mi garantía al señor Witt estaba justificada.
—¿Por el interés de ambos?
—Sí, porque… Bueno, me encantaría pagarle a usted… Digamos, treinta y seis mil libras en agradecimiento por… En fin… —y guardó silencio.
Probablemente había advertido que estaba incurriendo en una tremenda falta de tacto. No debió ofrecerle nada a Priam o debería haberle ofrecido toda la suma que había recibido, salvo una pequeña comisión. La idea de repartir sus ganancias con Priam fue un impulso instintivo, una tontería fatal de un marchante de nacimiento. Y eso era el señor Oxford, lo llevaba en la sangre.
—¡No aceptaré ni un penique! —gritó Priam—. Y no puedo ayudarle a usted en ningún sentido. Y ahora, me temo que tengo que marcharme. Ya es muy tarde.
Su ira, fría e irreprimible, lo impulsó a levantarse, y, sin el menor miramiento para con los lujos del club, abandonó la mesa. El señor Oxford, sintiéndose cada vez más negociante, se levantó también y fue tras él, e incluso le mostró dónde estaba el gigantesco guardarropa, murmurando al mismo tiempo dulces y persuasivas disculpas tranquilizadoras al oído de Priam.
—Todo esto podría acabar en los tribunales —dijo el señor Oxford en el gran vestíbulo principal— y su testimonio sería indispensable para mí…
—Yo no tengo nada que ver en todo esto. ¡Buenos días!
El gigante de la puerta apenas tuvo tiempo de abrirla para que saliera. Priam huyó de allí: huyó rodeado por terroríficas visiones de odiosa publicidad ante los tribunales de justicia. ¡Tormentos inimaginables! Priam maldijo al señor Oxford y lo envió a los infiernos más profundos, jurando que no movería ni un solo dedo por evitar que acabara en presidio de por vida.
EL REINTEGRO
Priam se detuvo en la acera de aquel mausoleo, hablando furiosamente consigo mismo. En todo caso, ya se encontraba sano y salvo fuera del mausoleo, con su inquieta población de insectos pululando sobre las alfombras e, insignificantes, tumbados en sus inmensos divanes. No recordaba bien lo que había ocurrido desde que abandonó la mesa del salón de fumar; no podía precisar si había visto algo o a alguien cuando salía; solo conservaba en la memoria la voz suave, respetuosa y persuasiva del señor Oxford siguiéndolo con insistencia hasta la puerta del gigante. En suma: aquel club se le representaba como una morada de magia negra; le parecía odiosamente vivo en su atmósfera mortal, y todo lo que allí se hacía le parecía absurdo y misterioso. «¡Silencio, silencio!», ordenaban los carteles en una de aquellas inmensas estancias, y en otras reinaba una verdadera babel. Y luego estaba aquel terrible y enmudecido comedor, con sus enormes chimeneas, a cuyas inaccesibles repisas jamás podría llegar ninguno de aquellos insectos. Estuvo durante un buen rato profiriendo las maldiciones más terribles contra aquel club y contra el señor Oxford, en voz alta, olvidándose de que estaba en plena calle. Despertó de su ensimismamiento cuando un hombre le saludó visiblemente preocupado. Era el chauffeur del señor Oxford, que esperaba pacientemente a que su señor volviera a ocupar su mansión con ruedas. El chauffeur al parecer creyó que Priam estaba demente o borracho, pero su única obligación era saludar, y no hizo otra cosa.
Priam, olvidando por completo que aquel chauffeur era un ser humano como él, giró inmediatamente sobre sus talones y, sin hacerle caso, se alejó a toda prisa calle abajo. En la esquina de la calle había un gran banco y Priam, con el valor atolondrado del soldado en medio del combate, entró en él. Nunca había estado en un banco de Londres. Al principio el interior del edificio le recordó el aspecto del club, con el añadido de una enorme torre donde se indicaba el día del mes como si fuera un número místico —el 14— y otros carteles colocados en diversos lugares con las letras del alfabeto. Luego advirtió que aquello era un enorme zoológico donde una serie de jóvenes adiestrados, de distintas edades y tamaños, se encontraban confinados en férreas jaulas de metal y caoba. Priam se dirigió sin vacilar a la jaula más próxima, que tenía un agujero, por el cual introdujo con desafiante actitud su cheque de quinientas libras.
—En la ventanilla siguiente, por favor —dijo tras las rejas una boca que se abría por encima de un cuello de camisa alto y una corbata verde, mientras una mano desdeñosa le devolvía el cheque a Priam.
—¡En la ventanilla siguiente! —repitió Priam, confuso, pero furioso.
—Sí. Esta es la ventanilla de la A a la H —dijo la boca.
Entonces Priam comprendió qué significaban aquellas letras solitarias, y se precipitó, con un nuevo acceso de furia, hacia la jaula vecina, donde otra mano desdeñosa cogió el cheque y lo miró por ambas caras, como diciendo: «¡Huy, qué raro…!».
Y otra boca situada sobre otro cuello alto y otra corbata verde dijo: «¡No está endosado!», y la segunda mano desdeñosa le devolvió a Priam el cheque, como si fuera uno de los papeles que utilizan los pobres para pedir limosna.
—¡Ah! Si no es más que eso… —exclamó Priam, casi sin palabras por la ira—. ¿Tiene usted algo que se parezca a una pluma o algo?
Priam se estaba comportando de una manera muy poco razonable. No tenía derecho a mostrar su mal humor en un banco completamente inocente, que pagaba un veinticinco por ciento de interés a sus accionistas y mil libras al año a cada uno de sus directores, y repartía después las migajas que quedaban entre los hombres que tenía encerrados en aquellas jaulas. Pero Priam no era como tú, lector, ni como yo. Priam no actuaba siempre conforme a razón. No podía mostrarse iracundo solo con un hombre o solo con una institución. Cuando estaba furioso, estaba furioso con todo y contra todo; y ni siquiera escapaban a su ira el sol, la luna y las estrellas.
Después de firmar el cheque, la desdeñosa mano volvió a cogerlo y dirigió sobre el anverso y el reverso del papel una batería de sospechas; luego, un par de ojos miraron con desconfianza crítica la parte de Priam que podían ver desde el otro lado de la reja; a continuación los ojos se apartaron, la boca se abrió y pronunció una sola y brevísima palabra. Enseguida cuatro ojos y dos bocas escrutaron el cheque, y además, durante unos instantes, los cuatro ojos se fijaron en Priam. Priam creyó que alguien acabaría llamando a un policía. Con pesar, se sintió culpable, o por lo menos sospechoso. Era una perfecta grosería dudar de aquel cheque y examinarlo de aquel modo frío, desconsiderado e insolente.
—¿Es usted el señor Leek? —preguntó una boca.
—Sí —contestó Priam muy despacio.
—¿Cómo quiere usted recibir esta suma?
—Le agradecería que me lo diera en billetes —contestó Priam con soberbia.
Aquella mano desdeñosa acabó de contar dos veces cada esquina de un fajo de billetes, y después de disponerlos sobre el mostrador, uno por uno, delante de Priam, este los cogió todos juntos y los metió en el bolsillo del pantalón, sin ceremonia alguna y sin mostrar la menor gratitud hacia el que se los había entregado. Y luego salió del edificio, echando pestes.
Sin embargo, se sintió mejor; se sintió algo calmado. Mantener el rencor y la furia frente a un agravio cuando se tienen quinientas libras en el bolsillo es una de las cosas más difíciles en el mundo.
UNA VISITA AL SASTRE
Poco a poco fue calmándose a fuerza de andar, de andar sin destino, a toda prisa y con tal expresión de enajenado en la mirada que, en las aceras muy concurridas, se abría paso con más eficacia que si hubiera ido precedido de un lacayo dando voces. Así fue a parar, sin saber cómo, al Embankment. El atardecer ya iba cayendo sobre la noble curva del Támesis, y el imponente panorama se presentaba ante él de ese modo misteriosamente emotivo que ha convertido en poetas a hombres con espíritus menos poéticos que el de Priam Farll. Grandes hoteles, oficinas ocupadas por millonarios o por miembros del gobierno, grandes hoteles, explanadas de césped y ventanas con parteluz en los edificios de la Ley, grandes hoteles, las tremendas arcadas de las estaciones ferroviarias, las cúpulas catedralicias, el Parlamento y grandes hoteles… Todos aquellos edificios elevaban sus oscuras siluetas delante de Priam, a lo largo del gran arco que formaba el río, recortándose sobre el sombrío azul violáceo del cielo. Enormes tranvías pasaban veloces ante él, como casas de cristal; los cabriolés adelantaban a los tranvías, y los automóviles adelantaban a los cabriolés; largas hileras de barcos fantasmagóricos, navegando en plena marea alta, atravesaban los puentes como el hilo pasa por el ojo de una aguja. Aquello era Londres, y lo que oía era el rumor del Londres majestuoso, imperial, súper romano. Y, en fin… antes de que la luz municipal más madrugadora se encendiera, una mano invisible —la mano del Destino— dibujó un letrero luminoso en la turbia oscuridad que comenzaba a ocultar la otra orilla del río. El letrero decía que el té Shipton era el mejor. Pero luego, enseguida, la misma mano borró aquel mensaje y escribió otro anunciando que no había whisky como el Macdonnell. Y así, aquellas dos máximas, con sus intermitentes apariciones pirotécnicas, continuaron sucediéndose en la oscuridad de la noche. Más de cinco minutos pasaron antes de que Priam advirtiese, entre las máximas doctrinales luminosas, la alta cumbre, revestida de andamios, de un edificio que no conocía. Lucía una belleza serena y celestial con las sombras del atardecer, y como él se encontraba cerca del puente de Waterloo, su curiosidad por todo lo bello lo arrastró a la margen sur del Támesis.
Después de andar un buen rato extraviado por los alrededores de la estación de Waterloo, al final descubrió las traseras del edificio. Sí, era una maravilla. Su torre se elevaba formando varios pisos de diferentes tonalidades, e iba disminuyendo en anchura, hasta terminar en la cúspide con una figura alada en el cielo. En la parte inferior, el edificio era enorme y sólido, con una fachada de columnas sobre una arcada de grandes ventanales. Dos grúas alargaban sus brazos fuera del edificio, y el conjunto se encontraba protegido por una valla de madera. A través de un estrecho resquicio que había en la valla se percibía el fulgor y el siseo de una lámpara Wells[38]. Priam Farll miró tímidamente por la abertura. Aquello era inmenso. En una especie de patio, unos hombres musculosos y peludos, cuyas siluetas se recortaban sobre el fondo iluminado de los andamios, trabajaban enormes sillares de granito. Era una escena propia de un cuadro de Rembrandt.
Un hombre gordo y sucio se aproximó a la entrada de la valla con aire meditabundo. Llevaba en la mano un rollo de planos, y el extremo de un lápiz largo y grueso en la boca. Era el hombre que interpretaba los sueños del arquitecto para que pudiera comprenderlos el soñoliento obrero británico. La experiencia de la vida lo había convertido en un ser un tanto brusco.
—¡Eh! —le dijo a Priam—. ¿Qué demonios quiere?
—¿Qué demonios quiero? —repitió Priam, que no había abandonado aún su furiosa actitud desafiante contra todo el universo—. Lo único que quiero es saber qué demonios es este edificio.
El gordo pareció un poco sorprendido. Se quitó el lápiz de la boca y escupió.
—Es el nuevo museo de pintura, y se construye de acuerdo con el testamento del difunto Priam Farll. Pensaba que eso lo sabía todo el mundo. —Los labios de Priam temblaban, a punto de proferir una exclamación—. ¿Ve eso de ahí? —prosiguió el gordo, señalando un cartel pequeño que había en la valla. El cartel decía: «No se necesita gente».
El hombre del lápiz escrutó con mirada gélida fija el aspecto de Priam: desde el sombrero, de un incalculable color verdoso, hasta sus botas, gastadas y deformadas.
Priam se alejó de allí.
Estaba anonadado. Y más furioso que nunca. Se dio cuenta claramente de lo humorístico de su situación; pero no era el tipo de humor que provoca la carcajada. Estaba furioso, y empleó un lenguaje furioso en cuanto estuvo seguro de que nadie le escuchaba. Absorto en su pintura —como en los viejos tiempos, cuando vivió en el continente—, hacía mucho tiempo que había dejado de leer los periódicos; y aunque no había olvidado su legado a la Nación, nunca pensó que su testamento adquiriera una forma arquitectónica. Desconocía que su primo Duncan se hubiera empeñado en una actividad frenética con el fin de perpetuar el nombre de la familia. Resultaba conmovedor. Además, la posibilidad de que aún hubiera más consecuencias raras derivadas de sus actos de antaño le producía angustia y le abrumaba. En cierta ocasión, muchos años atrás, en un momento de furia, había escrito unas líneas en una hoja de papel, y las había firmado en presencia de testigos. Luego, nada… Nada absolutamente… ¡durante dos décadas! El papel quedó olvidado… y ahora aquello… ¡Aquella tremenda consecuencia de cemento surgía en pleno corazón de Londres! ¡Era increíble! Aquello superaba todos los límites de lo mágico.
¡Su palacio, su museo! ¡El fruto de un instante de locura!
¡Ah…! Estaba furioso. Como todo artista veterano de verdadero talento, Priam sabía —y nadie mejor que él— que no hay satisfacción como la satisfacción del cansancio después de un trabajo honrado. Sabía —y nadie mejor que él— que la riqueza, la gloria y los trajes caros no significan nada, y que el esfuerzo lo es todo. Nunca había sido tan feliz como en los dos últimos años. Sin embargo, hasta los espíritus más refinados tienen sus reacciones humanas, sus rebeldías contra la sabia razón. Y el espíritu de Priam estaba entonces en franca insurrección. Quería nuevamente riqueza, fama y buenos trajes. Le parecía que había estado fuera del mundo y que debía regresar a él. Las ofensas insinuadas del señor Oxford seguían molestándolo y atormentándolo, y, para colmo, aquel capataz gordo lo había tomado por un obrero en busca de trabajo.
Se dirigió rápidamente hacia el puente, y cogió un taxi hasta Conduit Street, donde había una sastrería con cuya sucursal de París había tenido relaciones en sus días de dandy elegante.
Fue un impulso ridículo tal vez, pero natural.
El reloj de una torre, con su esfera iluminada, muy lejos, a su izquierda, conforme el carruaje rodaba sobre el puente, revelaba que la Providencia legislativa velaba por el pueblo de Israel[39].
ALICE AL CORRIENTE DE LA SITUACIÓN
—Apuesto a que el edificio no cuesta menos de setenta mil libras —dijo Priam.
Priam regresó con Alice, a la intimidad de su casita de Werter Road, y le contó parte de las aventuras de las muchas que le habían ocurrido durante el día. Llegó a casa mucho después de la hora del té. Ella, con su natural sagacidad, no le había esperado. Así que ahora había dispuesto un té bastante especial para el aventurero, y se sentó frente a él, junto a la mesita, dispuesta a no hacer más que escucharle y volver a llenarle la taza.
—Bueno —dijo Alice tranquilamente y sin mostrar la menor sorpresa ante las cifras que sugería Priam—. Yo no sé en qué estaría pensando ese hombre… tu Priam Farll. Yo digo que fue una completa tontería. ¡Como si no hubiera ya bastantes museos con cuadros! Cuando los que hay estén tan llenos que no se pueda ni entrar, entonces será el momento de construir más. He entrado dos veces en la National Gallery, y te juro que yo era la única persona que había allí. ¡Y eso que es gratis! La gente no necesita museos. Si los necesitara, iría a visitarlos. ¿Has visto alguna vez una taberna vacía, o los almacenes de Peter Robinson vacíos? ¡Y allí sí que se gasta uno el dinero! ¡Una tontería, eso es lo que yo digo! ¿Por qué no te dejó a ti el dinero, o en todo caso a los hospitales o algo de eso? No, bien pensado, no es una tontería: ¡es un escándalo! ¡No debería consentirse!
Priam había decidido que aquella noche volvería a intentarlo, más seria y formalmente que nunca: intentaría convencer a su mujer de su verdadera identidad. Ya iba aproximándose al momento crucial cuando Alice soltó aquel discurso. Aquello le intimidó, pero decidió continuar haciendo acopio de valor.
—¿Me has puesto azúcar? —preguntó.
—Sí —contestó Alice—. Pero te has olvidado de removerlo. ¡Ya te lo remuevo yo…!
¡Una encantadora atención doméstica por parte de su esposa! Aquello le animó.
—Oye, Alice —dijo mientras ella removía el té con la cucharilla—. ¿Te acuerdas de la primera vez que te dije que yo sabía pintar?
—Sí —contestó Alice.
—Bueno, pues al principio tú creíste que yo estaba loco. Pensaste que desvariaba, ¿no?
—No —replicó su esposa—, solo pensé que se te había metido aquella bobada en la sesera —añadió sonriendo y vacilando.
—Ya, pero no era así, ¿verdad?
—A la vista del dinero que has ganado, yo diría que no —admitió honradamente Alice—. No sé qué hubiera sido de nosotros si no hubieras sabido pintar.
—De modo que tú estabas equivocada y yo tenía razón, ¿no es así?
—Claro.
—¿Y te acuerdas de aquella vez que te dije que yo era Priam Farll?
Alice asintió con la cabeza con un gesto de incomodidad.
—Entonces pensaste que estaba completamente loco. ¡Oh, no es necesario que lo niegues! ¡Me di perfecta cuenta de lo que pensabas!
—Pensé que no estabas muy bien… —dijo ella con franqueza.
—Pues lo estaba, querida mía. Ahora te digo de nuevo que yo soy Priam Farll. Sinceramente, me gustaría no serlo; pero lo soy. Y lo peor es que el individuo que vino aquí esta mañana lo ha descubierto, y vamos a tener problemas. Mejor dicho, ya ha habido problemas, y habrá más.
Alice estaba conmocionada. No sabía qué decir.
—Pero… Priam…
—Ese hombre me ha pagado quinientas libras por el cuadro que acababa de pintar.
—¡Quinient…!
Priam sacó los billetes del bolsillo y con un gesto lamentablemente dramático le pidió a su mujer que los contara.
—¡Cuéntalo, cuéntalo…! —repitió, al ver que su mujer vacilaba—. ¿Está bien? —preguntó cuando Alice terminó de contar.
—Oh, sí, estoy perfectamente… —contestó Alice—. Pero, Priam, no me gusta tener todo este dinero en casa. Deberías haber ido al banco a depositarlo.
—¡Déjate de bancos! —exclamó Priam Farll—. Tú solo escúchame, y procura convencerte de que no estoy loco. Admito que soy algo apocado, y esa fue la razón por la que aquel canalla de mi criado fue enterrado en mi lugar.
—No necesitas decirme que eres tímido —dijo Alice sonriendo—. Todo Putney lo sabe.
—¡Ah! ¡No estoy yo tan seguro! —exclamó Priam, negando con la cabeza.
Después comenzó a explicarle de nuevo y con todo detalle lo ocurrido aquella histórica noche en Selwood Terrace, y lo que sucedió a la mañana siguiente, y acompañó su discurso con una pormenorizada relación psicológica de todo lo que sentía por entonces. Por fin, en menos de diez minutos y con la poderosa ayuda de las quinientas libras en billetes, logró convencer a su mujer de que verdaderamente era Priam Farll.
Priam esperó a que su esposa diera rienda suelta a toda suerte de manifestaciones de asombro y alegría.
—Bueno… En fin, si lo eres, lo eres… —dijo Alice sencillamente y mirándolo con benevolencia y con cariño desde el otro lado de la mesa. La verdad es que a ella no le interesaban mucho los nombres, sino los hechos. El hombre que tenía delante era un hecho real, y mientras no cambiase real y visiblemente —esto es, mientras él fuese él—, a ella no le importaba quién fuera. Y añadió—: Pero, Henry, ¡tengo que decirte que no sé en qué estabas pensando para hacer lo que hiciste!
—Ni yo tampoco —murmuró Priam.
Después le contó todo el enredo del señor Oxford.
—Ha sido buena idea que hayas encargado un traje nuevo —dijo ella.
—¿Por qué?
—Por el juicio.
—¿El juicio entre Oxford y Witt? ¿Y qué tengo yo que ver en eso?
—Te llamarán a declarar.
—Pero no declararé. Ya le he dicho a Oxford que yo no tengo nada que ver.
—Te obligarán a ir. Pueden hacerlo si quieren, ya lo sabes, por medio de una cita… De una citanosequé. He olvidado cómo se llama eso. Y tendrás que sentarte en el estrado de los testigos.
—¡Yo! ¡En el estrado de los testigos! —murmuró Priam, desolado.
—Sí —corroboró su esposa—. Supongo que será una cosa bastante incómoda. Por eso necesitas un traje nuevo. Así que me alegro mucho de que lo hayas encargado. ¿Cuándo te lo vas a probar?