Elena Petroncini no sabía a dónde ir. Había que huir, pero no había adónde. Italia era su enemiga; Grecia tenía una dictadura e Italia amenazaba con invadirla, como así hizo poco después; más al sur, las mujeres no tenían derechos y la música clásica no existía; Yugoslavia estaba en proceso de nazificación interna; y Bulgaria vivía en una continúa inestabilidad soportando la tensión entre los partidarios de Alemania e Italia, por una parte, y la URSS por otra.
No obstante, huyó. Se puso como objetivo Viena, la Viena de su violín, la Viena imperial donde la música reinaba. Cruzó Yugoslavia a pie, llegó a Bulgaria, entró en Rumanía y cuando estaba a punto de pasar a Hungría, última escala en su viaje hacia Austria, todo el país fue tomado por la Wehrmacht, la guardia de hierro alemana que asesinaba judíos y políticos para controlar el poder y para quien todo extranjero era un enemigo. Allí, Elena Petroncini, cobijándose en una granja abandonada, cayó enferma. Ella pensó que jamás volvería recuperarse y se entregó a la muerte.
Nicolai Faurenau, un judío rumano de antepasados suizos, la encontró moribunda y, pensando que también era una judía que huía, la cuido y la llevó en un pequeño carro a través de Hungría y el sur de Austria durante más de nueve semanas en dirección a Suiza, la tierra de sus sueños.
En los Alpes, Nicolai también pensó que iba a morir. El penco que tiraba del carro apareció muerto una mañana, la moribunda desconocida seguía débil y sin poder ponerse de pie, y a él ya no le quedaban fuerzas.
Entonces, Nicolai y Elena se encontraron con un grupo de gitanos que huían de Austria también en dirección a Suiza. Él les pidió ayuda y ellos decidieron no dársela: cruzar los Alpes con enfermos era un lastre y un riesgo innecesario.
Pero Béla Cuza, el mayor de la familia, vio sobresalir de entre los trapos de la enferma el mástil del violín vienés de la antigua casa Tim que Elena llevaba consigo y, tomándolo, enderezó su puente torcido, lo afino y, acariciando sus cuerdas con el arco, tocó.
Fue un momento de paz en la Europa en guerra.
Paradójicamente, Elena Petroncini sobrevivió el cruce de los Alpes, pero Nicolai amaneció muerto tras una dura noche de bajas temperaturas. Elena nunca llegó a cruzar una sola palabra con el hombre que le había salvado la vida y la había llevado a una tierra en libertad. Cuando ella comenzó a tomar conciencia de que seguía viva pensó que aún estaba en tierras rumanas, pero vivía con gitanos austriacos de procedencia rumana en tierra libre de Suiza.
Al despertar a la vida, al sentirse con una nueva oportunidad de vivir, bajó a la ciudad más próxima, buscó una orquesta y conoció a Lajos Trapolyi. Él la llevó con Adrian Troadec.
Adrian Troadec la cobijó en el sótano de su Petit Chocolat Troadec y comprendió, desde que apareció en la puerta de su pequeño comercio, que sus días de soledad habían terminado.
Mientras el mundo andaba en guerra, Adrian y Elena vivían en amor.
Adrian Troadec tenía 37 años, Elena 21. Para ambos el amor era una experiencia nueva a la que se entregaron sin contención, sin mala conciencia, sin rendimientos, sin reservas. El mundo se mataba y ellos, en el sótano de la Petit Chocolat, se acariciaban, se abrazaban, se amaban, sin oír sus dolorosos pasados ni el fragoso presente que les rodeaba.
Para Adrian Troadec el sabor del amor volvía a mezclarse con el sabor del chocolate. Para Elena, amor y chocolate serían ya siempre una misma cosa.
El 8 de diciembre de 1941 Elena y Adrian se casaron en la pequeña iglesia de Santa Marta en Aix-en-Provence. El padrino de boda fue Lajos Trapolyi. Adrian y Lajos se miraron. Los recuerdos les arañaban el alma. No sabían que Mel Willman, el marido de Alma, había muerto hacia ya más de tres años. Tampoco sabían que el día anterior los japoneses habían atacado Pearl Harbor y que ese día, a esa hora, Franklin Delano Roosevelt se dirigía por radio a su país y al mundo para comunicar que Estados Unidos de América había entrado en guerra.
Adrian y Elena comenzaron a vivir una vida sencilla de amor, rutina y miedo a la guerra y a sus consecuencias, hasta que octubre de 1944 llegó un mensaje que cambio sus vidas: el alto mando militar norteamericano recién desembarcado en Francia, le hacía un encargo para elaborar diez mil tabletas de chocolate cada dos semanas. El pago sería siempre al contado y el contrato podría durar al menos seis meses. Adrian sabía que no podría conseguirlo.
Pero lo hizo.
En sólo tres meses de trabajo constante, tras alquilar una enorme nave y poner a trabajar a más de veinte personas que no sabían lo más mínimo de chocolate, consiguió hacerse uno de los hombres más ricos de la zona, pasando de la subsistencia a la opulencia.
Al final, la guerra, a él, sólo le había traído felicidad.
Eleanor vivió sus siguientes años como una niña feliz. Su madre había vuelto a cantar tras la guerra, siempre acompañada de su padre. Y su tía, en paz consigo misma y con gran dedicación hacia ella, volvió a la lectura sosegada de novelas de amor francesas y a tocar el violonchelo.
Alma intentó pacientemente enseñarle a tocar, pero Eleanor sólo quería correr, moverse inquietamente como queriendo demostrar que su cojera no afectaba su vitalidad. Pero un día, Alma consiguió que se quedara quieta: «Déjame que te lea este libro», le dijo. Y la sentó a su lado y, señalando la línea, comenzó a leer diciendo: «Alicia empezaba a estar harta de seguir tanto rato en la orilla, junto a su hermana, sin hacer nada».
No hizo falta que su tía terminara de leerles aquel libro. Lo hizo ella por sí misma. Y después de ése vino otro y otro y otro. Leyó Las aventuras de Tom Sawyer, de Mark Twain; Robinson Crusoe, de Daniel Dafoe; La isla del tesoro, de Robert L. Stevenson; los Viajes de Gullivert, de Jonathan Swift; Peter Pan, de J. M. Barrie; Cinco semanas en globo, de Julio Verne; El barón de Münchausen, de Rudolf Erich Raspe; Capitanes intrépidos, de Rudyard Kipling; Vida privada y pública de los animales, de J. J. Grandville, y el Libro de las maravillas, de Marco Polo. Eleanor creció embebida por estas lecturas y se dio cuenta de que todas tenían entre sí algo en común: todas mostraban que viajar es maravilloso.
Y Eleanor ya no tuvo otro planteamiento para su futuro más que el de viajar.
—¿Cómo es Europa? —le preguntó una vez Eleanor a su tía Alma.
—Antigua —le dijo.
Eleanor fantaseaba con visitar la tierra de sus abuelos. Comenzó a preguntarle a Alma por ellos, por su antigua casa, por sus paisajes, por sus amigos, por su colegio, por sus recuerdos. Preguntó y preguntó hasta despertarle la nostalgia de tal modo que un día Alma sorprendió a todos diciendo:
—Me vuelvo a casa.
Era mayo de 1954. Eleanor Trap tenía 14 años. La partida de su tía la dejaba sin referente vital cuando más empezaba a necesitarlo. Alma Trap tenía 48 años, se sentía derrotada por la vida, una vida que ahora consideraba absurdamente vivida.
Becki, George y Eleanor fueron al aeropuerto a despedirla. La última en abrazarla sería su sobrina Eleanor. Nunca más se volverían a ver.
Era mayo de 1954, la segregación racial acababa de ser abolida en los Estados Unidos.
La riqueza y el exceso de trabajo para conseguirla trastornaron al matrimonio Troadec. Adrian se dedicó en los primeros meses de su acuerdo con los americanos a cumplir con los pedidos. Debía hacer funcionar la fábrica: conseguir las materias primas, elaborarlas y transportar el chocolate hasta la frontera con Francia. Nada de eso existía, todo lo tuvo que crear. Y cuando Adrian vio que lo había creado, que había construido y puesto en funcionamiento todo un gran proyecto empresarial que implicaba a más de cuarenta personas y sus familias, que les daba ocupación y dinero, y que colaboraba en su felicidad, se sintió bien. Construir, crear, le reportó la mayor de las satisfacciones de su vida. Y entonces comprendió por qué su mujer Elena comenzaba a sentirse abatida.
Cinco años después de su matrimonio, Elena no había conseguido quedar en estado. Se sentía seca, inútil. Lejos de su marido por su trabajo, lejos de su familia por la distancia y lejos de la vida por su infertilidad. Su madre, pensaba, su pujante madre, intelectual y rebelde, se sentiría decepcionada de verla hundida por un tema tan poco espiritual. Pero ella no podía evitarlo.
Elena Petroncini seguía tocando sin ilusión en la Orquesta del ya anciano maestro Lajos Trapolyi y despachaba por las mañanas en la Petite Chocolaterie. El contacto continuo con el chocolate la hizo una adicta. Había veces que comenzaba por probar un sólo bombón de una bandeja y ya no podía parar de comer hasta acabarla. El chocolate la estimulaba, le levantaba el ánimo. A ella le gustaba la sensación de la textura cremosa en su boca, su sabor dulce, su olor. Pero después la atacaba un estado de mala conciencia doloroso que le hacia odiarlo. Por la noche se descubría deseándolo con una fuerza irrefrenable que la hacia levantarse de la cama para ir a por más, tomar una caja y terminarla de una sola tacada. Luego vomitaba sin parar y se sentía aún peor. Los días en que se planteaba no sucumbir a la tentación, sufría dolores de cabeza, un enorme cansancio y una gran somnolencia.
No relacionó su adicción al chocolate con su estado de apatía hasta que su médico la mandó a un especialista en trastornos del comportamiento llamado Helmuth Löffler.