Mel y Alma viajaron durante un fin de semana a Montreux. Allí, en una pequeña casita junto al lago, hicieron el amor por primera vez.
Al amanecer, Alma miró desde la ventana el castillo flotante en el lago y recordó que sólo pocas semanas antes había paseado con Adrian por ese mismo lugar. De pronto sintió el abismo de la vida.
Mel volvió a los Estados Unidos prometiendo regresar en mayo para la boda. Después ella debería viajar con él para construir una nueva vida al otro lado del océano.
Después de la visita de Mel, Alma y Adrian no se vieron durante semanas. En ese tiempo Adrian pasó de la preparación minuciosa de planes para conquistarla a la más profunda de las desesperaciones, concluyendo en una resignación sumisa. Habría de reconstruir su vida sin ella, se dijo.
Una tarde, Alma entró en la pequeña tienda de chocolates y se lo encontró solo. Él la miró sorprendido, pero ya sin expresión, sin pasión, con esa resignación en la que se había envuelto las últimas semanas. Ella sonrió y le pidió un pequeño bombón. Él se lo dio. Después de comérselo pidió otro y luego otro y luego otro y otro. Hasta que empezaron a reírse y se abrazaron.
Él cerró la tienda y se fueron a una café donde hablaron durante horas sin mencionar a Mel.
A partir de aquel día volvieron a verse cada día sin faltar uno sólo y sin hablar jamás de Mel hasta que llegó el 1 de mayo.
Se casaron el día 22. Y el 6 de junio ella viajó a Estados Unidos con su nuevo marido y sin despedirse de Adrian. Adrian Troadec.
Era junio de 1928, el cine sonoro acababa de ser creado por la Warner Bros en Nueva York y se presentaba por esos días en París.
Su viaje con su Mel fue primero en ferrocarril hasta París y Calais; en barco, después, hasta Nueva York; y en avión, la última parte, con United Airlines desde Nueva York a Washington. Cuando Alma llegó a Estados Unidos todo le pareció maravilloso y nuevo. Aún resonaban los ecos de un compañero de Mel, Charles Lindbergh, que había conseguido cruzar en solitario el océano Atlántico; los coches Ford T. comenzaban a inundar las calles; el jazz animaba las ciudades, las salas de baile se llenaban de charlestón y los vestidos de las mujeres se acortaban.
Alma Trapolyi se sintió anticuada con sus 22 años. Pero estaba dispuesta a disfrutar de todas las nuevas perspectivas que le abría la vida.
Alma Trapolyi conoció a Rebecca Sara Newton en la Levine School of Music de Washington. Rebecca Sara Newton era estudiante de canto y amaba el jazz. Becki, como todos la llamaban, introdujo a Alma en la vida nocturna de la ciudad capital. Becki hablaba un perfecto alemán que aprendió de su padre.
—El inglés —le dijo a Alma— es como un alemán mal hablado.
En Washington a finales de 1928 se hablaban todos los idiomas europeos. El francés era el idioma oficial de la diplomacia y Washington era la ciudad del mundo con mayor número de diplomáticos por metro cuadrado. Los italianos se extendían por toda la ciudad. Y los judíos procedían de Polonia, Hungría y Rusia. La década de los años veinte atrajo inmigrantes de toda Europa que huían de la posguerra y soñaban con la nueva vida americana.
Becki llegó al Joe