11

Adrian Troadec contempló la masacre que en pocos minutos había dejado el tablero casi vacío y se asustó de la vida.

—Así también, a veces, juega la vida —se dijo.

Años más tarde habría de recordar esa misma jugada cuando vio morir a sus compañeros en un asalto militar nazi al cuartel de Kufstein en la frontera con Alemania, cerca de Múnich y Salzburgo.

Haciendo un esfuerzo por concentrarse en la partida, realizó un recuento que le dejaba una situación de control del centro del tablero con dos de sus peones respaldados por sus alfiles.

Aunque un poco más animado por el resultado de su combate, el cansancio le acechaba y por un momento tuvo miedo.

Adrian Troadec tuvo miedo de perder y de que, perdiendo, su posición social cambiase y se viera envuelto en una espiral de desastres que lo apartara de Alma Trapolyi.

Adrian Troadec movió un peón lateral en el flanco de la dama que bloqueó a un peón blanco convirtiéndolo en una debilidad de su contrincante. Pero tras una defensa con movimiento de torres, Adrian Troadec cometió un error al desbloquear el peón blanco tomando con cierta prisa e inconsciencia al peón de la segunda columna y perdiendo así el control sobre ese flanco y la superioridad en el centro.

Cuando se dio cuenta del error, pidió un receso de diez minutos al que tenía derecho.

12

Alejandro Alekhine seguía la partida.

Alejandro Alekhine fue consciente del error técnico, pero, más allá de él, fue consciente de que ese día en particular, ése, por primera vez desde que lo conocía, era el primer día en que Adrian Troadec no tenía fuego en la mirada.

Y, entonces, Alejandro Alekhine se dio cuenta de que aquel fuego que él siempre había visto en los ojos de su discípulo era amor.

Y, entonces, Alejandro Alekhine lo comprendió todo y supo que perdería aquella partida.

No obstante, el gran maestro Alejandro Alekhine, que no podía hablar con él durante los recesos, se acercó a su discípulo ante la atenta mirada del juez y, abriendo su bolsa, sacó de ella un pequeño objeto de forma cúbica envuelto en papel con grasa y, tal como él mismo hacia en los recesos de sus grandes partidas, se lo dio a comer. Adrian Troadec reconoció en seguida que se trataba de un bonbon au chocolat, un confite de chocolate que sólo se podía conseguir en Ginebra o en París. Le quitó la envoltura y, sin comprender nada pero confiado plenamente en su maestro, se lo comió.

Era el año 1927 y Adrian Troadec tenía 23 años. Fue entonces cuando por primera vez en su vida probó el sabor del chocolate.

13

Las negras habían perdido la calidad porque se intercambiaba una torre, de más valor, por una pieza de menos valor: un peón. Sin embargo, los dos peones y los dos alfiles, todavía en el centro del tablero, tenían un contrajuego considerable.

Tras muchos movimientos en una fase que se hizo un poco aburrida, Adrian Troadec comenzó a sentirse más animado.

Y entonces mirando aquel tablero y sintiendo su cuerpo despertar, fue cuando comprendió cómo conquistar a la inalcanzable Alma Trapolyi.

Adrian Troadec comprendió que Alma Trapolyi corría después de los conciertos porque necesitaba tomar algo dulce tras el esfuerzo físico y la tensión desplegada durante ellos.

Adrian Troadec lo supo entonces: la conquistaría con dulces chocolates.

14

Tras varios movimientos de espera de ambos reyes, Adrian Troadec rompió la tranquilidad del juego tomando un peón que estaba cubierto por un caballo.

La sorpresa de Honoré Louhans al ver ese arriesgado movimiento, cuando ambos contrincantes debían estar agotados, movimiento que ahora le obligaba a tomar el peón atacante por el caballo con el que lo cubría, le asustó de tal modo que decidió hacer huir a su caballo hacia el flanco del rey, desequilibrando la partida.

Adrian Troadec, entonces, avanzó su peón negro hasta la penúltima casilla, dejándolo en puertas de coronarse dama, obligando a que ambas torres blancas permanecieran allí inmóviles cubriendo ese peligroso movimiento, quedando así las negras en situación altamente ventajosa.

Tras esta jugada, Honoré Louhans, pensó un buen rato hasta que le ofreció la mano y le dijo:

—Ganaste de nuevo, Adrian.

15

Adrian Troadec volvió a Lausanne dispuesto a esperarla a la salida de los conciertos con una bolsa de bombones. Pero cuando los buscó descubrió que nadie en la ciudad los vendía.

Resignado con tal hecho, Adrian Troadec compró bollos dulces y se fue esperarla a la salida del concierto.

Cuando Alma Trapolyi salió del concierto por la puerta de atrás de la sala lo vio apostado contra una pared bajo la mansa llovizna de fina nieve con un pequeño paquete en la mano. A Alma Trapolyi, más que nunca, Adrian Troadec le pareció un triste espectro alargado, desgarbado y descolorido.

Sin embargo, Adrian Troadec, que no pudo leer su pensamiento, corrió hacia ella dando saltos ridículos con sus enormes patas de alfiler chapoteando sobre la primera fina capa de nieve sucia y, sacando toda la sonrisa de la que era capaz, puso ante ella un paquetito envuelto en un fino papel, ya mojado, cerrado con una cuerdecita rematada en forma de lazo. Adrian pensó que sin duda estaba dando jaque a la dama. Y en vez de decir «jaque» dijo la primera tontería que le vino a la cabeza: «Dulces para mi chelista preferida».

Alma Trapolyi no supo que decir. Pero sí pensó que aquel cretino, si estaba allí con dulces en la mano, era porque no había podido oír su primer pequeño solo de violonchelo en la ejecución, esa noche, del Gloria de Antonio Vivaldi, cuando hacía de continuo acompañando a la mezzosoprano solista. Pero cuando concluyó este pensamiento, Adrian Troadec ya había abierto el pequeño paquete de dulces y lo que entonces vio le pareció a la joven Alma la metáfora de su portador: todos los bollos de azúcar mojados y arrugados como pure de manzana.

—No gracias, no me apetece —dijo— me esperan.

16

Y lo peor no fue que Adrian Troadec se quedara bajo la nieve, con los pies empapados, con un paquete de puré de bollos dulces en sus manos y cara de bobo, lo peor fue que verdaderamente alguien la esperaba aquella noche en la puerta de la sala de concierto.

Él se llamaba Mel Willman y era un joven capitán de la aviación norteamericano y que en una de sus aventuras europeas recaló en Lausanne, asistió a un concierto, se quedó prendado de ella, la abordó sin contemplaciones y la conquistó sin compasión, arrebatándosela a su padre, a Suiza, a la música y a Adrian Troadec, para siempre.

Adrian Troadec había perdido la partida aunque aún no lo sabía.

17

Adrian Troadec supo que un aviador americano venía a verla de vez en cuando, paseaba con ella e iban a conciertos juntos. Pero también sabía que se iba y desaparecía durante meses de Lausanne sin dar señales de vida.

Era nueva situación, pues, no lo amedrentó. No obstante supo que debía actuar ahora con mayor agilidad, como una partida corta y con el tiempo cronometrado.

La vida de Adrian Troadec había consistido durante los últimos años en jugar ajedrez y ganar partidas y competiciones. Pero ésa no podía ser su forma de vida, pensó. Debía construir de forma estable un futuro para él y para su futura familia.

Adrian Troadec se aferró a su idea de los bombones. Alquiló un pequeño establecimiento cerca del Conservatorio, viajó a Ginebra, contrató una distribución permanente de bombones para su establecimiento y un 30 de agosto de 1927 abrió el primer despacho de Petit Chocolat Troadec. Adrian Troadec tenía tan sólo 23 años, Alma Trapolyi tenía 21. Acababa de arder Viena por el enfrentamiento entre los partidarios del gobierno socialista y los nazis que querían anexar Austria a Alemania.

Para ella, la temporada de conciertos 1927-1928 sería la última que pasará en la ciudad de Lausanne.

18

Alma Trapolyi, tal como calculó Adrian Troadec, descubrió el establecimiento de los Petit Chocolat Troadec tras un concierto cuando se dirigía con apremio a la panadería de siempre. Alma Trapolyi vio el escaparate adornado con hojas verdes y bandejas planteadas que mostraban las pequeñas piezas desnudas de aquellas especies de caramelos de chocolate. Su sola contemplación la empujó a entrar.

Cuando vio a Adrian Troadec tras el mostrador sonrió abiertamente. Los ojos de Adrian se iluminaron, ella sonreía, la gran trampa había funcionado, Alma Trapolyi habló con él desinhibidamente, con alegría, sin tensiones ni complejo alguno, sin recuerdo de persecuciones pasadas. Adrian Troadec entonces comenzó a darse cuenta de que Alma Trapolyi lo trataba como un amigo más, como un compañero.

Y esa revelación lo hundió.

Alma Trapolyi le habló —pensó— como habla una mujer que ya es de otro.

19

Para Adrian Troadec aquel día fue el primero de una etapa de gran felicidad. Alma lo visitaba a menudo, charlaba con él cuando iba a jugar al ajedrez con su padre y comenzaron a pasear por el lago con frecuencia.

Adrian Troadec y Alma Trapolyi se hicieron por fin amigos.

Alma le hablaba de Mel Willman. Adrian soportaba el tema porque entendía que ella de lo que hablaba era de amor y a él le gustaba el tema, no el protagonista.

Alma y Adrian, por las tardes, comenzaron a pasear en bicicleta por la orilla del lago Leman hasta Vevey y Montreux, sintiendo su calma, el aire limpio y fresco, la belleza de su paisaje, la solemnidad del gran Mont Blanc, que cerca el lago con su pico nevado, y sus corazones que, ahora, se estaban uniendo para siempre.

20

Mel Willman volvió en las navidades de 1927 para pedir la mano de Alma a su padre, Lajos Trapolyi. Lajos Trapolyi lo emplazó para dos días más tarde.

Lajos Trapolyi habló con su hija Alma, que radiante de felicidad le pidió que aceptara. Lajos Trapolyi no pudo soportar el dolor de la separación de su hija y se echó a llorar. Fue entonces cuando Alma Trapolyi vio llorar por primera vez a su padre y tuvo miedo de estar equivocándose.

Lajos concertó una cita con Adrian Troadec para jugar al ajedrez. Adrian ya sabía que Mel estaba en la ciudad y no andaba de muy buen ánimo. Ambos jugaron una partida lenta entre el silencio y la tristeza. Lajos sacó fuerzas de la angustia y se lo comunicó a Adrian:

—El aviador americano se va a llevar a nuestra niña —dijo.

La partida continuó. Por primera vez en años ninguno de los dos tuvo interés en derrotar al otro. En cierto sentido se sintieron, ambos, derrotados.