El regreso de la comitiva al castillo de Elcho, colmó de felicidad a todos los que allí vivían. Una vez en casa, Montse se encargó de cuidar personalmente de Aileen, quien le demostró su fuerza, su dulzura y su capacidad de integración. Aileen era un par de años más pequeña que Maud, pero rápidamente se hicieron amigas y juntas se divertían mucho. En un principio Montse pensó buscarle una familia, a pesar del dolor que eso le ocasionaba, pero cuando Declan le dijo que la pequeña Aileen ya había encontrado a su familia, se emocionó y se sintió completamente feliz y realizada.
La noche del veinticuatro de diciembre se organizó una gran fiesta para todos en el castillo de Elcho. En las cocinas se afanaron por preparar platos exquisitos, incluso Julia, Juana y Montse se animaron a guisar algo especial. El salón, por primera vez desde hacía muchos años, se preparó para compartir la cena más importante del año con todo el clan.
Casi en el límite de tiempo, las españolas terminaron los vestidos de Agnes y Edel, y también tejieron una toquilla para Fiona e hicieron dos camisones en tonos violetas para Maud y Aileen; incluso prepararon detalles para todos los que vivían en Elcho. Deseaban que todo el mundo tuviera un recuerdo suyo, así que siempre que podían, iban al bosque a coger flores que introducían en el castillo, ocultas en los cestos de la ropa. Con ellas, y ayudadas con alambres, confeccionaron bonitas diademas para las mujeres y vistosos broches florales para los hombres.
Aquella noche, Declan presidía la mesa. Esa Navidad estaba siendo la mejor de toda su vida. No sólo porque su hija sonriera junto a Aileen, ni porque su gente fuera dichosa y su madre rebosara alegría, sino porque Cindy le proporcionaba una felicidad que nunca creyó que encontraría.
Tras la opípara cena, y antes de que todos se levantaran, Julia, Montse y Juana, repartieron los regalos que tenían para ellos convirtiendo la velada en una conmovedora ceremonia. Edel y Agnes lloraron de emoción al ver sus vestidos nuevos.
—¿Lo dudabais? —acicateó Montse a las muchachas—. Venga, id a estrenarlos. Esta noche Percy y Ned no os podrán quitar los ojos de encima. Estaréis preciosas con estas ropas y los bonitos peinados que os ha hecho Paris. Y ya sabéis… ¡que sufran un poquito!
Y, envalentonadas por su nuevo aspecto, les hicieron sufrir.
Porque cuando las dos jóvenes aparecieron con sus vestidos recién estrenados y otros highlanders las miraron con deseo, sus enamorados por fin cayeron rendidos a sus pies.
Alaisthar, dichoso por la felicidad que su pequeña Paris le proporcionaba, sonrió como un bobo cuando ella le regaló un bonito sporran y él la sorprendió cuando en un cesto le entregó un precioso cachorro de perro escocés al que ella enseguida bautizó, para juerga y regocijo de todos los presentes, Mojopicón.
Fiona, emocionada y rodeada por todos, no sabía a quién mirar para ser más dichosa. Su gente estaba feliz, Maud y la pequeña Aileen no paraban de reír, Norma se divertía bailando con Colin, Alaisthar y su mujer no paraban de prodigarse arrumacos y su hijo y Cindy se miraban con amor. Incluso se emocionó al ver que Declan entregaba un pequeño paquetito a la muchacha.
—Toma, éste es mi regalo para ti.
Ella lo aceptó con una encantadora sonrisa, al tiempo que le daba el suyo.
—Gracias. Pero abre primero el mío —le apremió.
Declan, ensimismado y con un suspiro de embeleso, cogió aquel presente y, tras besarla, lo abrió. En él encontró un par velas talladas y teñidas por ella personalmente, en tono violeta.
—Es para tu habitación…
—Nuestra habitación —aclaró él besándola.
—Vale, nuestra habitación. —Y al ver cómo miraba el regalo dijo—: Quiero que las pongas sobre la chimenea y las enciendas. Quedarán muy bien.
—Gracias, cariño, son preciosas. Y antes de que abras tu regalo, necesito decirte una algo —propuso tomándole las manos.
—Tú dirás…
—Desde que apareciste en mi vida, todo lo que me rodea ha cambiado para bien. Antes estaba solo y continuamente enfadado, pero ahora tengo una gran familia a mí alrededor y todo te lo debo a ti. Sé que estás aquí porque soñabas conmigo. —Aquello la sorprendió—. Yo sólo puedo decirte que, ahora y siempre, mi sueño eres tú. Recuerdo que una vez me dijiste que no sabías por qué estabas aquí, y yo quiero decirte que yo ya lo descubrí.
—¿Ah, sí…? —rió al escucharle.
—Estás aquí para que Maud sonría, para que Aileen tenga una familia, para que mi madre sea dichosa, para que mi gente te quiera, para que yo sea mejor persona e incluso para que Rose O’Callahan cambiara su vida y la de su gente.
—Gracias, cariño —murmuró emocionada. Por fin ella también se había dado cuenta de por qué estaba allí.
Declan, henchido de orgullo por la sonrisa de su amada, la besó.
—Ahora abre tu regalo.
Lo abrió sin hacerse de rogar pero, al ver que se trataba de la joya de los Carmichael, aquélla que ella les entregó, se llevó las manos a la boca. Él no le dio la oportunidad de decir nada.
—Es para ti, mi amor. Quiero que la lleves siempre, estés donde estés, porque sé que la maldición se ha roto.
Emocionada, agradecida y lacrimosa, Cindy le besó y le ofreció el colgante para que se lo pusiera, levantándose el pelo. Declan lo hizo ante la mirada emocionada de Fiona; luego se volvieron a besar y cuando el sonido de las gaitas irrumpió en la sala, se lanzaron divertidos a bailar.
Aquella noche, finalizada la fiesta, Declan y su enamorada subieron a su habitación, hicieron el amor hasta que les sorprendió el amanecer y, finalmente, se durmieron. Pero Cindy se despertó sobresaltada a los pocos minutos. Erika, La Escocesa, la visitó en sus sueños para advertirle que su tiempo se acababa. Con el corazón latiéndole con furia, miró a Declan, que dormía plácidamente a su lado. Sin poder evitarlo las lágrimas corrieron descontroladas por su cara ¿Qué iba a hacer sin él?
Destrozada, se levantó, se acercó al hogar, echó un par de troncos y avivó el fuego. No sabía qué hacer, pero terminó sentada sobre la piel delante de la chimenea con el corazón destrozado de dolor. Finalmente, tapándose la cara con las manos, lloró.
A la mañana siguiente buscó a sus amigas, que le confirmaron que ellas también habían tenido el mismo sueño. Durante horas lloraron en el cuarto que ahora sólo Julia ocupaba.
—¡Basta de llorar! Por Dios, os vais a deshidratar —explotó Julia cuando ya no pudo soportar más la angustia de las otras dos.
—Ay, mi niña, no puedo ¿Qué voy a hacer yo sin Alaisthar?
—Os lo dije —refunfuñó Julia—. Me enfadé con vosotras para que fuerais conscientes de que este momento llegaría tarde o temprano. Y si fui dura, fue precisamente para evitaros esto, porque sabía que pasaría…
Con la nariz roja como un tomate, Montse se retiró el pelo de la cara, hipando.
—Creo que me voy a morir de la pena. No voy… a volver a ver a Declan… ni a Aileen, ni a Maud y… y…
Pero no pudo seguir. La pena que sentía era tan grande que le impedía incluso hablar. Una hora después, Julia, convencida de que así no podían seguir, se levantó de la cama y se enfrentó a ellas con las manos en las caderas.
—Vamos a ver, almas de cántaro, ¿pensáis perder el poco tiempo que os queda llorando aquí conmigo, cuando podéis aprovecharlo estando con las personas a las que tanto queréis? —Las otras dos negaron con la cabeza—. Pues entonces venga, lavaos la cara y a disfrutar lo que podáis. Que nunca se diga que no habéis exprimido al máximo el tiempo.
Pero aunque lo intentaron, con el paso de los días ya nada volvió a ser igual. Procuraban estar felices y olvidar lo que se les venía encima, pero el brillo de sus miradas se perdió. Aquellos últimos días, la canaria los aprovechó para estar con Alaisthar, y Cindy disfrutó todo lo que pudo de Declan, de las niñas y de todo lo que tuviera que ver con Elcho.
El día treinta y uno de diciembre, una extraña angustia se apoderó de Declan al despertar. No había vuelto a hablar de aquello con Cindy, pero no le hizo falta. Sólo con ver las ojeras oscuras que en los últimos días habían aparecido en su cara, tuvo suficiente.
Montse, al igual que Juana, intentó estar alegre ¿pero cómo ante lo que iba a ocurrir? Según avanzaba el día, los nervios empezaron a jugarles malas pasadas pero, cuando llegó la noche, apenas ninguna de las dos podía razonar.
—No ocurrirá nada cariño —le susurró el duque, abrazándola—. No permitiré que nadie te lleve, tranquilízate.
—Te quiero, Declan. Lo sabes, ¿verdad?
Asintió complacido y la besó, justo en el momento en que Fiona, ajena a todo lo que ocurría, entraba en el salón acompañada por las pequeñas.
—¡Papi! —gritó Maud corriendo hacia él, que la recibió en sus brazos.
La pequeña Aileen al ver a Cindy corrió hacia ella y ésta la cogió y la besó. Maud, al ver aquella estampa tan familiar, miró a su alrededor antes de dirigirse a su padre.
—Papi, cuando te cases con Cindy y ella sea mi mami, ¿Aileen puede ser mi hermana?
Declan y Montse se miraron. Ella no pudo contestar y el duque, sacando fuerzas de donde apenas le quedaban, miró a su hija con pena.
—Por supuesto cariño, aunque creo que Cindy ya es mi mujer y tu madre y Aileen es tu hermana y mi hija —contestó con un hilo de voz estrangulada.
Emocionada por aquellas palabras, Montse aguantó a duras penas las enormes ganas de llorar que tenía.
—Vaya, vaya, vaya… ¡Tengo la familia más preciosa y maravillosa del mundo!
Las niñas sonrieron y, dando por zanjado el tema, se escabulleron de los brazos que las sujetaban para correr por el salón al encuentro de Norma. Declan, angustiado como nunca en su vida, miró a Cindy y la volvió a besar mientras la abrazaba con desesperación.
Juana apareció del brazo de su desconcertado marido, ojerosa y triste, poco antes de que todos se reunieran en el salón para la cena de Fin de Año. La noche era lluviosa y se desató una ruidosa tormenta. Las niñas tomaron todo el protagonismo, ni Cindy ni la graciosa Paris estaban para fiestas. Fiona, que hablaba con una distraída Norma, observó que algo pasaba, pero no preguntó. Aunque sí se percató de que cada vez que alguna de las muchachas se levantaba, Declan o Alaisthar iban tras ellas. ¿Qué les ocurría?
De pronto un trueno sonó y un increíble ruido hizo que el castillo entero retumbara. Las niñas, asustadas por el potente sonido, comenzaron a llorar. Declan y Alaisthar se levantaron inmediatamente para asomarse a la ventana.
—Por todos los santos ¿otra vez un rayo ha alcanzado la pared oeste del castillo?
Montse y sus amigas se miraron inquietas al escuchar aquello, y cuando vieron a Declan y Alaisthar correr hacia el exterior no lo dudaron y les siguieron. Fuera llovía con furia. Era tal el aguacero que caía, que en menos de dos segundos todos estaban calados hasta los huesos. Un nuevo rayo, esta vez azulado, partió el cielo seguido del eco del trueno en toda su magnitud.
—Entrad dentro del castillo —gritó Declan al ver a las mujeres, empapadas.
—No —contestó Montse.
De repente una extraña luz azulada rodeó a las tres amigas y supieron que el temido momento había llegado.
—¡Declan! —gritó Montse.
—¡Alaisthar! —gimió Juana.
Sorprendidos por aquella repentina claridad, los highlanders miraron hacia donde ellas estaban, pero antes de que pudieran ni siquiera respirar, las tres muchachas desaparecieron ante sus ojos.
Alaisthar gritó y llamó a Paris con desesperación, mientras Declan, con el corazón desgarrado, miraba a la extraña tormenta que comenzaba a amainar y susurraba, destrozado:
—Cindy Crawford, te esperaré toda mi vida.