El viaje hasta Huntingtower no fue un camino de rosas. La nieve les impedía seguir la ruta y muchas veces tuvieron que desmontar e ir andando bajo un frío glaciar. De madrugada, y tras mucho esfuerzo, llegaron a su destino.
Los campesinos les dieron la bienvenida al reconocer a las muchachas y, al igual que Fiona, se conmovieron al saber que en aquella ocasión iban para ayudar a la persona que peor les había tratado durante su estancia allí.
—Volvemos a entrar en el reino de Rapunzel.
—Pues sí. Parecía increíble, pero aquí estamos —sonrió Montse.
—¡Vaya ideas que tienes, Teresa de Calcuta! Mira que venir aquí a cuidar a esta choni sólo porque a ti se te ha emperejilado… ¡Tú y tu compasión! —se mofó Julia al entrar en el castillo.
—Anda, cierra el pico y no protestes —sonrió Montse mirando a su amiga.
Las criadas de Rose se quedaron paralizadas al ver allí a aquellas dos mujeres. Eran las últimas personas que esperaban que acudieran al rescate de su señora.
—Sí, no soy un fantasma, soy Cindy, la criada que discutió con lady Rose y, aunque no lo creáis, hemos venido para ayudarla por muy mala persona que nos parezca —saludó Montse—. Por lo tanto, contadnos qué le pasa, cambiad el gesto y llevadnos hasta ella.
Una de las muchachas fue la primera en reaccionar, y mientras les llevaba hasta la habitación de la dama intentó ponerles al corriente de todo.
—Soy Tina, y os agradezco que estéis aquí.
—Gracias Tina, te honran tus palabras —aceptó Montse con calidez—. Cuéntanos. ¿Qué ocurre?
—Lady Rose, comenzó a encontrarse mal hace unos seis días. Al principio pensamos que habría cogido frío en uno de sus paseos, pero cuando la calentura se apoderó de su cuerpo durante tres días y tres noches y fuimos incapaces de que la abandonara, nos comenzamos a alarmar.
Al llegar a una gran puerta, Tina se paró y la abrió para franquearles el paso. El ambiente era pestilente y viciado; la oscuridad reinaba en el lugar y el calor que arrojaban los leños de la chimenea hacía insoportable permanecer allí mucho rato.
—¡Qué peste y qué calor, por Dios! —se quejó Montse.
Julia se acercó hasta la cama de aquella caprichosa, que estaba inconsciente, y al verla congestionada y sudando como un pollo bajo varios cobertores, tiró de ellos para destaparla y únicamente la dejó cubierta con el más liviano.
—Abrid las ventanas para que esta habitación se ventile.
La criada de Rose protestó al escuchar aquello.
—Si hacemos eso empeorará. Cogerá frío.
—Te equivocas, Tina —dijo la médica—. Lo que la está empeorando es este aire viciado y la temperatura tan alta que hay en la estancia. ¡Abre la ventana de una vez!
La joven no se movió, así que fue la propia Montse quien se dirigió hacia el gran ventanal para descorrer las pesadas cortinas y abrir las contraventanas de par en par, dejando que el aire frío inundara la habitación.
—¡Madre mía! —susurró Julia cuando la luz del exterior le permitió ver bien a Rose—. ¿Pero que le han hecho a esta niña?
La criada, asustada por el mal aspecto de su señora, tardó un rato en contestar.
—El doctor recomendó hacerle sangrías y… —se defendió con un hilo de voz.
Montse, horrorizada por las marcas que la muchacha lucía en sus brazos, le tomó uno alarmada para regañarles.
—¡Pero esto es una bestiada!
Julia asintió.
—Sí, hija, pero no olvides en el siglo en el que estamos. En esta época casi todo lo solucionaban con sangrías. —Le tocó la frente para comprobar la temperatura corporal—. Esta chica está fatal. Si le pusiera un termómetro, explotaba.
—¿Qué hacemos? Aquí no tienen antitérmicos —susurró Montse al ver la congestión de Rose.
Julia se remangó y miró a la joven criada que las observaba temblorosa.
—A ver, Tina, espabila —la hizo reaccionar mientras tomaba el pulso a Rose—. Necesito una bañera de agua templada, paños limpios, una jarra de agua fresca para beber y un vaso, sábanas, un cobertor, varios camisones, whisky y una cazuela llena de nieve.
—¡¿Nieve?! —gritó la criada.
—Sí, para refrescar el agua de la bañera. Y no te preocupes, eso le hará bajar la calentura.
Luego se dirigió a su amiga susurrando en español y torciendo el gesto.
—Dios, en un momento así un portátil y poder conectarme a San Google me vendría de vicio.
—¿Por qué? ¿Qué te pasa? —cuchicheó Montse al verla dudar.
—Pues que yo sé tratar el terrible gripón que padece esta muchacha, pero con tratamientos que aquí lógicamente ni se han inventado ni los voy a conseguir.
—Pues piensa. Utiliza ese melón que tienes por cabeza.
—Oye guapa eso del melón…
Montse consciente de aquello sonrió.
—Vale, perdona; pero piensa. Seguro que recuerdas alguna planta medicinal o un remedio de la abuela, o…
A Julia se le iluminó el rostro. Sin dudar ni un instante, se dirigió a la criada, que se retorcía las manos insegura.
—Necesitaré infusiones de calabaza, o jengibre con limón, o agua de cebada, o sauce. ¡Lo que sea! Eso también nos ayudara.
La criada salió corriendo de la habitación dejándolas a solas con su señora.
—Anda, cierra ya la ventana o nosotras también nos pondremos enfermas —murmuró Julia.
Con la habitación ventilada, entre las dos cambiaron las sábanas y el camisón empapado de Rose, mientras ella deliraba entre balbuceos. Al cabo de un buen rato, por fin aparecieron los criados con la bañera; Julia los echó de la habitación y, tras avivar el fuego del hogar, desnudaron a la joven Rose y la metieron en ella. Aquel baño enseguida le hizo reaccionar, así que la secaron y volvieron a acostarla, desnuda.
Continuaron trabajando durante horas. Pusieron paños fríos sobre la muchacha en la frente, ingles y estómago. El calor que emanaba su piel los secaba rápidamente y se los tenían que cambiar cada poco tiempo. Con el whisky, Julia desinfectó con delicadeza las heridas que las sangrías habían dejado en sus brazos.
Durante todo aquel día, ni Julia ni Montse se separaron un segundo de la cama, obligándole a tragar una buena dosis de la infusión de jengibre con zumo de limón. Al anochecer, Rose experimentó una nueva subida de fiebre, aunque esta vez no alcanzó las cotas tan alarmantes que tenía cuando ellas llegaron.
Durmieron por turnos. Estaban agotadas, pero no querían desatender a la joven que, con aquellos pocos cuidados, comenzó a mejorar a pasos agigantados. De madrugada, mientras Julia dormitaba y Montse le cambiaba los paños de agua, se sorprendió al escucharla hablar por vez primera.
—¿Qué haces tú aquí?
Rose, con los ojos aún febriles, la había reconocido de inmediato. Aquello era buena señal. Montse se limitó a sonreír y poner un nuevo paño fresco sobre su frente.
—Vaya, veo que vas mejorado —dijo, pasando del tratamiento protocolario. Dudaba que fuera a recordarlo al día siguiente.
—Respóndeme. ¿Qué haces aquí? —balbuceó, con una mirada vidriosa.
Montse terminó de cambiar los paños y se sentó junto a ella, en el borde de la cama, para responder con amabilidad.
—Has estado muy enferma.
—¿Cómo?
—Tenías una fiebre horrible. Tu gente se asustó y mandó un emisario a Elcho para pedir ayuda a Fiona. El camino está intransitable por el invierno y las nevadas, así que Norma y yo decidimos venir a ayudarte. Y te recomiendo que, antes de que comiences a quejarte y a decir barbaridades de nosotras, pienses lo que haces. ¿Vale? Porque estamos agotadas de cuidarte para que sanes y corres el peligro de que me enfades y te meta en esa bañera para ahogarte sin piedad.
—No te soporto —susurró Rose.
—Te entiendo. Yo tampoco te soporto a ti.
Aquellas simples palabras hicieron que ambas sonrieran. Eso sorprendió a Montse, pero más le sorprendió escucharla decir, tras notar la mano de aquella sobre la suya:
—Gracias.
Conmovida por el gesto, Montse asintió y le sonrió.
—Anda, descansa, que lo necesitas.