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Aquel mes de diciembre fue extremadamente duro en Escocia, y más en las Highlands. La vista del castillo de Elcho rodeado de nieve era una estampa maravillosa. Durante el día, Cindy jugaba con Maud en el exterior y se divertían tirándose bolas y haciendo muñecos de nieve. Cuando no estaba con ella, disfrutaba junto a Declan hablando o haciendo el amor.

Un día Montse habló con Fiona sobre algo que rondaba por su cabeza desde hacía días y la mujer, emocionada al ver cómo aquella joven se preocupaba por todos, le ofreció varios galones de tela. Con ella, ayudada por sus amigas y su futura suegra, confeccionó en secreto unos preciosos vestidos para Agnes y Edel. Se los habían prometido.

Aquellos fueron días felices en Elcho. Todos estaban encantados con Cindy y, sobre todo, de que su laird fuera tan dichoso. La pequeña Maud se convirtió en una niña alegre y dicharachera, a la que le apasionaba estar en compañía de su padre y de Cindy. Todo había cambiado, las risas y la diversión se extendió por el castillo convirtiéndolo en un lugar ideal para vivir.

Una mañana, tras una tórrida noche, Declan, se levantó de madrugada y, tras dar un dulce beso a Montse en la frente, se marchó a Argyll. Varios clanes tenían una reunión para hablar de los problemas de la Corona y él no podía faltar. Le molestaba alejarse de ella, pero había cosas que no debía eludir.

Cuando Declan y sus hombres se marcharon, Montse se sintió sola. Por primera vez desde que había llegado a Elcho sintió que necesitaba tener a Declan cerca en todo momento. Los días pasaban a velocidad vertiginosa, sólo quedaban tres semanas para la última noche del año y aquello comenzó a agobiarla. Intentó hablar con Juana que, tan enamorada como ella misma, en cuanto escuchaba mencionar el tema de su inminente partida se ponía a llorar. Por ese motivo, Alaisthar, que en esta ocasión no había acompañado a Declan, decidió llevarse a su mujercita de viaje. Necesitaba hacerla sonreír.

Aquella tarde, después de haber tenido una ajetreada mañana intentando terminar los vestidos de las sirvientas, bajó a las cocinas para paliar el aburrimiento y hablar un ratito con cualquiera que estuviera por allí, que en esta ocasión resultaron ser Edel y su hermano Colin.

En mitad de la charla escucharon el ruido de un caballo aproximándose. Salieron a su encuentro y se encontraron con un guerrero del clan O’Callahan.

—¿Qué ocurre, Pitt? —preguntó Colin, al reconocer a su buen amigo tan pronto éste llegó a su altura.

El guerrero, agotado y congelado por el duro camino que había recorrido en un tiempo récord, se bajó del caballo y, apenas sin recuperar el aliento, se dispuso a dar las noticias que traía.

—Necesito ver a la señora Carmichael —contestó mientras se refrescaba con un buen trago de agua.

Colin y Edel miraron a Montse de inmediato.

—Eh, a mí no me miréis, que yo en todo caso soy la señora Crawford —replicó levantando las manos.

—Me refiero a la madre del laird Declan Carmichael. Sé que él está en Argyll, en la reunión de los clanes —aclaró el guerrero.

—Voy a avisarla —reaccionó enseguida Edel, dispuesta a cumplir con su obligación—. Cindy, que pase al salón. Allí entrará en calor.

Colin y Montse se miraron, extrañados por aquella inesperada visita, pero se abstuvieron en preguntar nada mientras caminaban hacia el salón. Segundos después apareció Fiona.

—¿Qué ocurre? —preguntó preocupada.

El guerrero al verla se inclinó para saludarla.

—Señora Carmichael, disculpad esta intromisión, pero tenemos un problema en el castillo de Huntingtower y necesitaría que me acompañarais.

—¿Un problema? Qué ocurre, muchacho, habla claro.

—Mi señora Rose O’Callahan ha enfermado y los remedios del médico no surten efecto. Está delirando y su estado empeora cada día.

Fiona torció el gesto al escuchar aquella mala noticia. Se acercó a la ventana; estaba nevando e ir en carreta hasta el castillo llevaría demasiado tiempo. La nieve del camino les impediría moverse con celeridad. Montse, al ver el gesto contrariado de la mujer y entender lo que estaba pensando, salió al paso de sus problemas.

—Fiona, si vais en carreta tendríais que dormir en el camino antes de llegar a Huntingtower. No creo que eso sea muy recomendable para vuestra salud.

—Lo sé hija, ¿pero qué puedo hacer? Rose me necesita y si algo le pasara por no acudir a ayudarla, no me lo perdonaría en la vida.

Tras un silencio sepulcral, finalmente Montse aportó una solución.

—Iremos Norma y yo. Ella tiene conocimientos médicos y yo puedo ayudar.

—¿Vosotras? —susurró incrédula la mujer, sabiendo lo que pensaba Rose de aquellas dos mujeres.

—Sí, nosotras.

—No, hija, no. Eso no es buena idea tampoco.

Pero Montse estaba dispuesta a salirse con la suya.

—Mirad Fiona, como se dice en mi pueblo, «lo cortés no quita lo valiente». Con toda seguridad Rose se enfadará mucho cuando sane y nos vea allí, pero para eso primero ha de seguir viva. Y si lo consigue, el resto no importa.

—¿Estás segura, muchacha? —preguntó la mujer, conmovida.

—Por supuesto. No soy tan mal bicho como ella cree y además, como vos decís, si algo le pasara a esa caprichosa por negarle mi auxilio, no me lo perdonaría en la vida. Por cierto, si regresa Paris de su viaje con Alaisthar, decidle que no se asuste; volveremos en un par de días.

—Pero Cindy, no sabes montar a caballo y Norma tampoco —dijo Edel.

—Colin me llevará a mí y este hombre —dijo señalando al guerrero—, llevará a Norma. ¿Podréis hacerlo?

El guerrero O’Callahan y Colin se miraron y asintieron. Montse intentó no pensar en el miedo que le ocasionaba subir a uno de aquellos jamelgos tan altos.

—Pues no se hable más, buscaré a Norma y partiremos para Huntingtower —sentenció.