47

—¿Te has casado con Paris Hilton? ¿Con la muchacha bajita? —preguntó Declan boquiabierto.

—No es bajita, es recogidita —aclaró Alaisthar con una simplona sonrisa mientras saboreaba un buen vaso de whisky con su amigo y laird.

Declan, al ser consciente de la felicidad de su compañero, se acercó a él y le abrazó con afecto.

—Enhorabuena, Alaisthar.

—Gracias, Declan.

Todavía sorprendido por la noticia, miró a su amigo decidido a enterarse de algunos detalles, para lo que se sentó en una de las butacas de la biblioteca.

—¿Cuándo os habéis desposado?

—De madrugada. Deseaba casarme con ella y no estaba dispuesto a esperar ni un instante más.

Ambos amigos rieron durante un rato con la aventura que había supuesto aquella boda. El cura argumentó tal sarta de impedimentos con tal de retrasar el enlace que Alaisthar se las vio negro para rebatirle. Pero al final le convenció.

—Paris me contó anoche finalmente lo que tú me adelantaste hace días, y aunque me cuesta creerla, me preocupa que tal vez lleve razón.

Escuchar aquello hizo encogerse al duque. No quería pensar en ello, pero algo en él le decía que debía hacerlo.

—¿Qué te contó?

—Lo mismo que tú, pero con la diferencia de que Paris me dijo que están aquí porque Cindy, en sus deseos, pidió conocerte a ti en persona.

—¿Conocerme en persona? —preguntó sorprendido.

—Por lo visto, desde que era muy pequeña, tú aparecías en todos sus sueños. ¿No lo sabías?

—No, pero estoy encantado de saberlo. —Repuso con una sonrisa de satisfacción.

Mientras, en el piso superior del castillo, Fiona escuchaba lo que una inconsolable Rose O’Callahan tenía que decirle, sorprendida por el giro de los acontecimientos. Intentó apiadarse de ella, pero le era imposible. Le agradaba Cindy. Durante días había sido testigo mudo de cómo su hijo sonreía y seguía con la mirada a la joven. Incluso sabía de las visitas nocturnas de ella a su cuarto, desde que una noche se levantó y la vio entrar. Esa noche un extraño regocijo le hizo sonreír. Aquella muchachita descarada que se había ganado el amor de todos había conseguido despertar a su hijo de un larguísimo letargo.

Años atrás albergó esperanzas de que Declan se desposara con Rose O’Callahan, pero el carácter caprichoso y despiadado de ella le hizo saber que su hijo nunca la aceptaría. La joven Rose era una muchacha preciosa, pero perdía todo su encanto al cabo de cinco minutos en su presencia. Y aunque era bien conocido por todos que ella bebía los vientos por Declan Carmichael, él no le prestaba mayor atención que el de la cordial amistad que siempre se habían dispensado ambas familias.

Y allí estaba ahora. En su habitación, berreando desesperada tras conocer la noticia de que su enamorado había elegido como futura señora Carmichael a una criada llamada Cindy Crawford.

—Esa… Esa mujer no le conviene, Fiona. Oh, Dios mío, esto es una horrible fatalidad. Debes hablar con él. Te insto a que le hagas entrar en razón…

Fiona no sabía qué decir. No había hablado con su hijo pero suspiró aliviada al escuchar unos golpes en la puerta y comprobar que era él.

El duque al entrar y ver a su madre con cara de circunstancias y a Rose en el suelo llorando, suspiró con resignación. El numerito era irremediable, así que se agachó para obligar a Rose a levantarse, tomándola de la mano y haciéndola sentar en una silla junto a Fiona.

—Declan, hijo, Rose me estaba contando algo. ¿Es cierto?

Cruzando una significativa mirada con su madre, sonrió como llevaba tiempo sin hacer y, emocionándola, asintió.

—Si te refieres a Cindy, sí, madre. Es cierto lo que has oído.

El gemido teatrero de Rose fue espectacular. Fiona tuvo que reprimir una sonrisa; aquella reacción era lo más falso que había visto en su vida. Viendo la expresión que su hijo dedicaba a la muchacha, decidió prestarle su apoyo.

—Si tú eres feliz, yo lo soy, hijo. Y esa jovencita siempre me gustó.

—Gracias, madre —sonrió, satisfecho.

—Declan, ¡esa mujer no te conviene! —gritó Rose con voz chillona.

—Ah… ¿no?

—No —gimoteó aquélla.

Fiona, consciente de que el drama estaba de nuevo servido, intentó hablar pero la joven se le adelantó.

—Es una criada. Tu gente te perderá el respeto y… y… —dijo sin pensar, como siempre.

Molesto por aquel comentario, el duque no se atuvo a contemplaciones.

—Discúlpame Rose, pero mi gente me hubiera perdido el respeto si me hubiese casado contigo.

—¿Cómo dices? —farfulló la mujer, llevándose las manos al pecho.

—Mira Rose, siento ser yo quien te diga esto —replicó Declan—, pero si no te quiere tu propia gente, ¿cómo pretendes que te quiera la mía? Eres una mujer preciosa, una alegría para la vista; pero también eres infame, egoísta, vil, execrable, difícil de llevar, envidiosa y cruel. Vives entre lujos, preocupándote por cosas banales, mientras tu pobre gente sobrevive entre miseria y escoria, y no haces nada por remediarlo. La mujer que siempre he querido a mi lado ha de tener todas las cualidades que por desgracia para ti te faltan. Y te guste o no, Cindy, esa criada como tú la llamas, las reúne y las supera. Y por cierto, parece mentira que tengas la poca decencia de decir eso en presencia de mi madre y mía, cuando sabes que mi padre era un humilde guerrero de mi abuelo y que mi madre se casó con él por amor. Y eso, querida Rose, es lo que yo quiero: un enlace por amor.

—Hijo, ya basta —pidió Fiona al ver el aturdimiento de la muchacha.

Su hijo llevaba razón en todo lo que decía, pero Rose era demasiado joven e inexperta y aún podría aprender y cambiar.

—Yo… yo… —balbuceó ella.

—Rose, ¿admites un consejo? —ella asintió—. Sé piadosa y buena persona con tu gente y te aseguro que tu vida será infinitamente mejor.

Dicho esto, el duque miró a su madre y, tras sonreiría, se marchó.

En las cocinas del castillo de Elcho, Edel y Agnes, nerviosas, se retorcían las manos al escuchar las voces de Norma desde su cuarto.

—¿Qué te has casado? ¡Qué te has casado, maldita loca!

—Sí…

—¡Dios! Te juro que no sé quién eres.

—Pues desde anoche, mi niña, la feliz señora Sutherland.

Al escuchar aquello Julia la miró con cara de pocos amigos, pero al ver su sonrisa tonta se descompuso.

—Ay, Dios mío de mi vida y de mi existir. ¿Pero qué está pasando aquí? Queda poco tiempo para que finalice el año y tú te casas y la otra se compromete.

—Tranquila, Julia —pidió Montse haciéndola sentar—. ¿Quieres hacer el favor de dejar de gritar como una verdulera y escuchar lo que nosotras tenemos que decir?

—No. Ni me quiero sentar ni quiero dejar de gritar, y mucho menos quiero oír lo que vosotras tenéis que decir. ¿Pero qué tengo que escuchar? ¿Qué habéis perdido el norte? Oh, no. No hace falta. Eso ya lo estoy comprobando yo misma con estos ojitos. Pero ¡no ves que se ha casado! ¡Esta incauta se ha casado con el Sutherland!

—Lo sé, y te guste o no, la entiendo y estoy feliz por ella. Ahora sólo queda que…

—Ahora sólo queda que llegue el puñetero día treinta y uno de diciembre y nos piremos de aquí ¡Sólo eso! Pero ¿en qué estáis pensando? ¿En las musarañas?

—No precisamente en eso —sonrió Juana contagiando a Montse.

—Sí, tú ríete ahora… Ríete, que te aseguro que luego vas a llorar.

—Ay, de verdad, mi niña, te esfuerzas menos que el guionista de los Teletubbies. No quieres entendernos. ¡Nos hemos enamorado!

—Lo que os habéis es ¡enchochado! —voceó Julia.

Montse, cansada de los alaridos de su amiga, la forzó a sentarse en una silla y la tapó la boca con una mano.

—O cierras el pico o te juro que te lo cierro yo —silabeó. Al ver que por fin se callaba y la miraba, continuó—. Está claro que estamos metiendo la pata hasta el fondo y nadie mejor que nosotras lo sabe, aunque tú creas que no. Sé que lloraremos y querremos morir cuando llegue el momento de irnos de aquí, pero… esto es lo que hay. ¡Esto es lo que hoy queremos vivir! Tanto Declan como Alaisthar saben la verdad de nuestra historia aunque, sinceramente, y no te voy a mentir, dudo que la crean. Y el día de mañana, cuando ocurra lo que tenga que pasar, se darán cuenta de que les decíamos la verdad.

—Montse… —fue a decir Julia, pero ésta la cortó.

—¡Ni una palabra más! No quiero escucharte un gruñido más ni ninguna cosa que se le parezca. Me he enamorado de un hombre hasta las trancas, como no me había enamorado en mi puñetera vida, y ella también; por lo tanto, te pedimos que nos dejes disfrutar del tiempo que nos quede aquí. Y, tranquila, después tendrás toooda la vida para decirnos lo que quieras. Pero por favor, ¡cuándo regresemos!

—Por favor, mi niña —susurró la canaria pestañeando—, déjame disfrutar de un marido atento y solícito como Alaisthar. Sé que nunca volveré a encontrar algo así y…

Julia, con los ojos encharcados de lágrimas, se levantó y sin dejarlas terminar abrió la puerta y se marchó.

—Vaya, la Duval se nos revela —sonrió con tristeza Montse.

—Pobrecilla. Entre lo que añora a su Pepe y esto…

Tras un silenció nada tenso entre ellas, Montse la miró curvando los labios.

—¿Sabes una cosa? En este instante mataría por un Larios con Coca-Cola y una ración de bravas.

—Y yo por un Redbull y unas patatas al punto de sal. ¡Qué ansiedad, por Dios!

En ese momento se volvió a abrir la puerta y Julia apareció de nuevo. Se quitó las lágrimas de la cara con brío y miró a sus sorprendidas amigas.

—Y que pasa contigo, señora Sutherland ¿no habrá fiesta por tu boda?

Dicho esto, las tres se abrazaron mientras escuchaban alejarse a la comitiva de Rose O’Callahan. Rapunzel regresaba a su hogar.