Casi paralizada de miedo y excitación, Montse fue directa a la habitación de Declan con cuidado de no ser vista por nadie, especialmente por Rapunzel. Debía acabar con aquello cuanto antes. Julia tenía razón, estaba interfiriendo en su vida. Sin pararse a pensar, manipuló el tirador de la puerta y abrió. Se le secó la boca al ver a Declan sentado ante el enorme hogar de su habitación, mirando hacia el fuego.
Al escuchar el movimiento en la puerta se giró y, de un salto, se plantó frente a la joven. Deseaba tocarla, besarla, amarla. Habían transcurrido muchos días de abstinencia y su deseo era desgarrador.
—Por un momento pensé que no ibas a venir —susurró con voz ronca, al que siguió un beso arrebatador.
La cogió en brazos y, sin dejarle decir nada, la llevó hasta la cama. La tumbó y volvió a besarla. Durante unos minutos, el deleite de Declan no le dejó ver lo que los ojos de ella decían, pero sorprendido por su silencio, finalmente fue consciente del extraño brillo de su mirada.
—¿Qué te ocurre Cindy?
«Ay Dios… ¿qué estoy haciendo?», pensó, con un gesto de adoración.
Había ido allí dispuesta a dejar las cosas claras, a acabar con aquella locura. A tantas cosas que, cuando llegó el momento, no hizo nada. Sólo deseaba volver a hacer el amor con él, aunque fuera por última vez. Cerró los ojos, levantó el rostro y le besó con un ardor inusitado. Le besó con tal ímpetu que él sonrió.
—Esto sí, cielo. Esto es lo que yo esperaba de ti.
Sin apartar la mirada de su cara, le desnudó. Le quitó con mimo la camisa y rozó lentamente con la yema de los dedos sus amplios hombros, deslizándolos hasta su pecho y dibujando con ellos cada uno de los abdominales. En el recorrido se demoró delineando con cariño las cicatrices de sus viejas heridas; besándoselas hasta conmoverle. Le bajó poco a poco los pantalones y su boca se secó al reparar en la turgente excitación que latía bajo los calzones. Sin pararse a pensar en cuál sería la reacción de él, se deshizo de ellos y, enloquecida por la pasión, curvó los dedos alrededor de su dura y sedosa masculinidad para, sin previo aviso, recorrerla con sus labios húmedos.
Aquel íntimo y elocuente gesto hizo que a Declan se le terminara de calentar la sangre. A punto de explotar, la tomó por la cintura y la hizo levantarse, la apretó contra su cuerpo y comenzó a devorarla.
—Desnúdame —le pidió Montse, enloquecida por su creciente excitación, con un susurro que le puso la carne de gallina. Antes de obedecer, Declan esbozó una salvaje sonrisa que la excitó todavía más.
Le desabrochó el corpiño y los botones de la camisa, deslizándosela despacio por los hombros hasta que se deshizo por completo de ella. Perplejo, miró aquello que la joven lucía sobre su cuerpo y que hasta ahora jamás había visto. Ella le había hablado de su ropa interior, pero nunca imaginó algo tan maravilloso. Ante él, un fino encaje de color lila y negro envolvía aquellos maravillosos pechos y desgarraba su alma.
—Precioso —susurró al pasar su húmeda lengua por el borde de la tela. Pero la delicada prenda apenas duró dos segundos sobre la aterciopelada piel. Declan se lo quitó con rapidez y lo tiró junto al corpiño y la camisa. Después, le desanudó con rapidez las cintas de la falda y se la arrancó de un tirón.
—Venero ese tanga.
Al escuchar que lo llamaba por su nombre, Montse sonrió. Hizo que levantara la cabeza y, sujetándole por la línea de la mandíbula con las manos abiertas, le devoró los labios. Quería grabar al fuego en su alma cada segundo que viviera aquella noche.
Sobrecogido por semejante despliegue de pasión, respondió a aquel beso abrasador mientras se colocaba entre los sedosos muslos y la penetraba con una lentitud arrolladora.
Aquella primera embestida, parsimoniosa y cargada de pasión, hizo que ella arqueara las caderas a su encuentro con la visión nublada por el deseo. Sentir la lánguida posesión de aquel hombre la hizo jadear hasta la locura. Su lujuriosa mirada, su erótica boca, y sus fuertes manos conseguían transportarla a un lugar donde ningún otro hombre la había llevado antes. Montse le abrazó con los ojos bañados en lágrimas. Necesitaba sentirlo, saborearlo y fundirse con él mientras entraba y salía de ella con sabios movimientos cada vez más rápidos y certeros.
Un desgarrador grito de placer brotó de la garganta de Declan al notar que ella alcanzaba el clímax. Y sin poder soportarlo ni un minuto más, se abandonó a las sensaciones y se perdió en el placer, con un varonil gemido de satisfacción al vaciarse en su interior antes de caer, laxo, sobre su cuerpo.
Montse, perdida en los vapores del éxtasis, seguía temblando bajo su peso. Le abrazó y hundió el rostro en su cuello, mientras una extraña punzada de tristeza y soledad se apoderaba de ella.
Abrumado por el abrazo, Declan sonrió y la imitó. Deseaba que aquel instante fuera eterno, pero era consciente de que debía de estar aplastándola con su corpulencia, así que se dejó caer a un lado al tiempo que arrastraba el cuerpo de la muchacha consigo, cambiando las posiciones.
—Presiento que tú también me has añorado. ¿Me equivoco? —murmuró divertido al ver que ella le dejaba hacer, pegándose a él hasta casi fundir sus pieles.
—No. No te equivocas.
Permanecieron abrazados durante unos segundos pero, cuando Declan sintió la humedad que se deslizaba a lo largo de la línea de su cuello, la hizo incorporarse. Al ver sus ojos cargados de lágrimas se sintió desfallecer.
—¿Qué ocurre, cielo? —preguntó con voz sedosa.
Asustada al sentir que sus sentimientos afloraban de una manera brutal, Montse se sentó en la cama y se limpió las lágrimas con rabia con el dorso de las manos.
—Declan, tengo que hablar contigo.
Boquiabierto por aquel gesto que él no supo descifrar, asintió retirándole el pelo de la cara para verle el rostro.
—Tú dirás.
—Eh… Sé que no crees nada de lo que te he contado en referencia de dónde vengo, y lo comprendo. Te juro que lo entiendo, porque si alguien me contara algo así pensaría que está loco de remate —él sonrió y respondió.
—Tu imaginación es ilimitada, querida Cindy.
—A ver… Escúchame —insistió ella—. Llegué al castillo de Elcho y tú me acogiste, al igual que a mis amigas. Nunca pensé que esto que está pasando pudiera ocurrir. Jamás imaginé conocer a alguien como tú, y yo ahora… Ahora estoy destrozando tu vida.
—Discrepo de lo que dices. No creo que tú…
—Sí, Declan, sí. Sé de lo que hablo y estoy interfiriendo en tu felicidad. Eso no puede continuar así. Tu futuro está con Rapunzel. —Al decir aquel nombre sonrió y rectificó—. Digo… lady Rose y, sinceramente, aunque me duela porque me gustas, y mucho, creo que deberías continuar la historia que tenías con ella.
Boquiabierto y sorprendido por lo que escondían aquellas palabras, Declan volvió a retirarle el pelo de la cara e hizo que le mirara.
—Tú también me gustas mucho, y antes de que sigas tengo que decirte que Rose nunca ha significado nada para mí. Sé que ella siempre ha tenido unas pretensiones que yo nunca he estado dispuesto a aceptar. Rose no es la mujer con la que quiero compartir mi vida. Es más, me gustaría compartirla contigo, si tú accedieras a ser mi mujer.
Al entender el significado de aquello la joven suspiró.
—No… No puede ser. Ay, Dios, ¿qué estoy haciendo contigo? —replicó entre balbuceos.
—¿Qué ocurre Cindy? —preguntó levantándole la barbilla para mirarla a los ojos.
Los ojos de Montse recayeron sobre el precioso espejo ovalado que sus amigas le habían regalado meses atrás en Edimburgo.
—Mira Declan… Yo… yo te he mentido —murmuró.
—¿Me has mentido? —bramó él.
—Sí. No me llamo Cindy, sino Montserrat, y como odio ese nombre porque me lo puso mi padre, al llegar aquí me hice llamar por otro que me gustaba más y…
Declan no quería seguir escuchándola. Le tapó la boca con la mano.
—Para mí eres Cindy Crawford y con eso me vale —dijo con seguridad, callándola.
—Pero Declan ¿no lo ves? Yo no soy real. ¡Soy un fraude!
—¿Por qué dices eso?
—Porque… no sé qué hago aquí, ni por qué he venido. Estoy comportándome mal contigo, con Maud, con Fiona… ¡Y la conciencia me está matando! Te deseo con toda mi alma y mi corazón, y sé que cuando me vaya me va a resultar muy difícil vivir sin ti —soltó sorprendiéndole—. ¡Mírame! Estoy aquí, desnuda, haciendo el amor contigo y creándote unas falsas esperanzas que nunca se podrán cumplir.
—Cindy, ¡basta! No irás a ningún lado…
—Declan, me creas o no, la última noche del año desapareceré para no volver más. Entonces… entonces quizá te des cuenta que siempre te dije la verdad.
—No permitiré que desaparezcas de mi vida, Cindy. —Alzó la voz—. No sé qué te ocurre, ni el porqué de lo que dices, pero lo que sí tengo claro es que te quiero aquí, junto a mí. Sé que hasta el momento nos hemos visto a escondidas, pero eso va a cambiar. Mañana mismo todo el mundo sabrá que estoy enamorado de ti. Me he enamorado de la persona que encontró la joya de los Carmichael, como manda la tradición.
Escuchar aquello fue desconcertante para Montse. Por un lado su corazón latía desbocado al saber que él la amaba y por otro se torturaba por el daño irremediable que le estaba haciendo.
—Ay, Dios, Declan. ¡No puedes estar enamorado de mí! Eso es una locura.
Con una turbadora sonrisa que la encogió el estómago, se acercó a ella.
—La locura sería conocerte y no enamorarme de ti. Eres divertida, bella, alegre y candorosa con los necesitados. Posees una capacidad increíble para enfadarme pero al mismo tiempo sabes hacerme sonreír; mi hija te adora, mi madre te respeta, mi gente te quiere… ¿Qué más puedo desear?
—Madre mía… ¡La que he liado! —susurró, tapándose los ojos.
El desastre estaba servido, Julia tenía razón. No solo iba a partir el corazón de Declan, sino el de más gente. Eso la aterrorizó. De pronto se acordó de lo que llevaba en el bolsillo de su falda y, deseosa de buscar una solución, se levantó a por ello.
—Mira —dijo—. Esto es un iPhone 4. Un móvil con dispositivo GSM, video cámara y acceso a internet con correo electrónico, GPS, mapas y mogollón de aplicaciones más.
Aturdido por aquel chorreo de palabras incomprensibles, observó el extraño aparato de color violeta que ella le mostraba. Al cogerlo en sus manos y notar su suavidad y su frío tacto preguntó desconcertado:
—¿Pero esto qué es?
—Se llama iPhone —repitió—. En mi época lo damos múltiples aplicaciones, pero la principal es para comunicarnos entre las personas en cualquier momento, estés donde estés. Con esto tú y yo podríamos hablar como lo estamos haciendo ahora mismo aunque tú estuvieras en Edimburgo y yo aquí o en España.
En ese momento, justo en ese momento y ante aquel extraño aparato, a Declan se le cayó el mundo al suelo. Intentó recapitular toda la información que ella le había ido dando desde que la conociera y un extraño temblor se apoderó de él.
Montse, al ver su cara, supo que por primera vez él se estaba cuestionando todo. Por primera vez la estaba creyendo.
—Lo siento Declan. Lo siento cariño, pero no puedo continuar con esto. No quiero hacerte daño, ni hacerme daño a mí misma. Pronto nos separaremos y…
—No permitiré que te separes de mí ¡No! —bramó enloquecido. Y quitándole el iPhone de las manos, lo tiró con furia sobre la cama—. Me da igual quien seas y de donde vengas. Te quiero aquí conmigo, ahora y siempre.
—Eso es imposible, cariño —susurró Montse mientras le tocaba el ovalo de la cara—. Hemos tenido el privilegio de conocernos por… por…
Pero no pudo continuar. Contarle al hombre del que se había enamorado que llevaba desde niña soñando con él, sería liar más las cosas.
—Declan —dijo levantándose de pronto—, eres un hombre fuerte y sé que estás entendiendo todo lo que digo. Lo hemos pasado muy bien juntos y…
Agarrándola con desesperación, el highlander la detuvo para rogarla con voz desesperada.
—… No quiero que te vayas. No quiero que desaparezcas de mi vida ¡Te quiero! Y si es cierto eso que dices; si es cierto que una extraña fuerza nos ha de separar, disfruta conmigo el tiempo que podamos ser felices.
Agitada por las mágicas palabras que había escuchado: «te quiero», se deshizo de sus brazos para comenzar a vestirse.
—Declan, no me pidas eso, por favor.
Incapaz de rendirse ante lo evidente, la contempló como un lobo enjaulado.
—Mírame, maldita sea ¡Mírame! —Exigió con desesperación.
Como ella no le hacía caso, le tomó la mano y se puso de rodillas ante ella. Montse sintió que toda su piel se estremecía.
—Jamás he sido tan dichoso. Jamás me he ilusionado al ver una sonrisa bonita. Jamás mi hija fue feliz como lo es cuando está contigo. Nunca he sentido muchas cosas de ésas… Y si mi castigo es perderte, te perderé. Lo asumiré. Pero por favor, déjame disfrutarte mientras estés conmigo. No quiero verte y padecer por no tenerte. Si el destino nos ha de separar, que así sea, Cindy. Pero mientras pueda besarte, mirarte y quererte, te besaré, te miraré y te querré. Y cuando ya no estés conmigo y piense en ti, quiero cerrar los ojos y sonreír al hacerlo.
—Declan… No sigas, por favor…
—Escúchame, cariño, te creo. Sé que lo que me cuentas es lo más disparatado que he escuchado en mi vida, pero tu vehemencia ha conseguido convencerme. Permíteme gozar de ti el tiempo que nos quede y, cuando ese maldito hechizo nos separe, quiero que siempre recuerdes una cosa.
—¿El qué? —susurró Montse al punto del llanto.
—Que yo, Declan Carmichael, te esperaré toda mi vida.
Emocionada ante aquella inigualable y preciosa declaración de amor, Montse perdió todas sus fuerzas y, sin importarle el sufrimiento que el futuro le depararía, se tiró a sus brazos y le besó.