Aquella noche, después de acabar de acondicionar las habitaciones para la visita, Montse vio a Declan, Rose y Fiona en el salón, al bajar del piso superior. Los tres parecían relajados y distendidos en su conversación e, inconscientemente, se puso de mal humor. Declan se había convertido en alguien demasiado especial para ella. Pero así estaban las cosas, por lo que se escabulló hacia su habitación dispuesta a no comerse más la cabeza. Pero no lo consiguió. Pasó una noche terrible, deseando correr a los brazos de aquel hombre, aunque se contuvo y no subió.
Al día siguiente la cosa no mejoró. Se cruzó con Declan en el salón y, cuando él fue a decirle algo, ella muy digna le ignoró y se marchó. La actitud molestó al laird, que había estado esperándola hasta altas horas de la madrugada sin éxito. Quería hablar con la joven, pero tenía que buscar el momento idóneo. Y resultó imposible, no lo encontró.
Por la tarde, después del almuerzo, Rose le propuso dar un paseo a caballo. A Declan no le apetecía nada, pero al ver el gesto que le dedicaba su madre, aceptó. Montse, que en esos momentos limpiaba una de las vidrieras de las ventanas del salón, les vio ir hasta las caballerizas y marcharse al trote.
—¡Maldita sea! —gruñó al verles.
—¿Qué ocurre, Cindy? —preguntó Fiona, acercándose.
Turbada por haber sido descubierta, se retiró el flequillo de la cara con una sonrisa y apretó el paño contra el cristal.
—Hay aquí una machita que no consigo quitar.
Durante unos segundos Fiona la observó restregar el cristal con tal brío, que estaba segura de que terminaría por romper el vidrio. No había duda de que estaba muy enfadada, a tenor de su gesto ceñudo. Ante aquella explosión, y consciente del auténtico motivo de su mal humor, la tomó de la mano y la apartó de allí.
—Sígueme, Cindy. Tengo que hablar contigo.
Obedeció sin rechistar y cuando entraron en la biblioteca, Fiona cerró la puerta. Una vez que ambas tomaron asiento, la madre de Declan miró atentamente a la muchacha.
—¿Qué piensas de mi hijo? —inició la entrevista yendo directa al grano.
—¿A qué os referís con eso? —replicó, sorprendida.
—¿A que si sientes algo por él, niña? He comprobado como os miráis a hurtadillas, y ahora no te hagas la boba, Cindy, que ya he vivido muchos años para que pienses que puedes engañarme.
Montse levantó la barbilla con indiferencia y se encogió de hombros.
—Pues no sé a qué os referís, Fiona. No siento nada por él ¿Por qué habría de sentirlo? Lo único que hacemos es discutir continuamente —contestó, simulando desconcierto.
—Te he escuchado maldecir cuando has visto a Rose y Declan marchar a caballo y he pensado que quizá eso te incomodaba.
—¡Por Dios! ¿Cómo podéis pensar eso? —respondió Montse alterada—. Si he maldicho ha sido por la impertinente mancha del cristal.
—¿Seguro, Cindy?
—Por supuesto, Fiona —asintió con rotundidad.
—Pero las miradas que os dispensáis…
La joven, apurada por aquella conversación intentó zanjarla de inmediato.
—Os equivocáis. Le miro como a cualquier otro. Incluso quizá menos.
La mujer al escucharla decir aquello se recostó sobre el sillón. Dispuesta a averiguar lo que se había propuesto, le tendió una pequeña trampa.
—Hija, te lo pregunto porque, según la maldición de Keeva, el hechizo sólo se desvanecería si el colgante era encontrado por alguien enamorado de algún Carmichael. Y aunque estoy feliz de haber recuperado la joya, temo por Maud. ¿Correrá ella la misma suerte que sus antepasados? Me angustia pensarlo, me angustia mucho.
—Tranquilizaos, estoy segura de que el hechizo se ha desvanecido.
—¿Estás segura porque sientes algo por Declan? Mi hijo es un hombre muy apuesto.
«Será bruja la jodía», pensó Montse, pero finalmente suspiró y claudicó.
—Vamos a ver… No os puedo negar que vuestro hijo es un hombre apuesto y con muy buena planta. Que cuando sonríe me gusta, pero…
—¿Entonces te atrae?
—No.
—¿Pero si acabas de decir que te gusta?
Sorprendida por cómo aquella mujer la estaba liando, soltó una carcajada.
—Pero bueno, ¿qué estáis tramando?
—Yo nada, sólo quiero que seas sincera y me digas la verdad —sonrió dándole unas palmaditas en las manos—. A mi hijo le gustas, y mucho. Él no me ha dicho nada, pero soy su madre y le conozco. Ni siquiera con la madre de Maud le vi tan inquieto. Observo cómo te busca con la mirada y sonríe cuando tú estás cerca. Y aunque os empeñéis en discutir con vehemencia delante de todos, sé que no es así. Además, me consta que desde hace algún tiempo os encontráis por las noches en su habitación.
Acorralada por la madre del hombre que le estaba haciendo perder la razón, Montse la miró y afirmó.
—Se acabó, lo confieso. Vuestro hijo me gusta mucho, me atrae muchísimo. Por lo tanto, no debéis preocuparos por Maud.
Al escuchar aquello, Fiona aplaudió y dejó aún más boquiabierta a Montse.
—¿Sabes, Cindy? Me encantaría que entre tú y Declan existiera algo más que esas furtivas noches vuestras, y estoy convencida de que a él también. Serías una buena señora para el castillo de Elcho. Además, Maud te adora y nuestra gente te quiere.
—Fiona, por Dios, ¿qué estáis diciendo? —murmuró asustada.
—Un enlace entre tú y Declan sería algo maravilloso.
—No. Imposible.
—¿Por qué? —preguntó la mujer desconcertada.
—Ay Fiona, creedme. ¡Es imposible!
—Pero ¿no has dicho que mi hijo te gusta y te atrae?
—Sí.
—¿Entonces?
Clavando sus ojos en los de la mujer, Montse le tomó las manos para susurrar su pena con una tristeza que le inundó el corazón.
—Yo no tardaré en marcharme y…
—¿Cómo? ¿Por qué? Acaso no eres feliz aquí.
—Escuchadme, Fiona… —Y al ver la triste mirada de la mujer, ya no pudo callar más—. Aquí soy muy feliz. Todos sois maravillosos y estoy segura de que nunca volveré a encontrar a unas personas más entrañables, pero he de regresar.
—¿A España?
Intentar explicar a la pobre mujer aquella locura que ni ella misma comprendía, era imposible, así que se limitó a confirmar aquella suposición.
—Sí, a España.
—¿No deseas desposarte con Declan?
Montse no respondió. Algo en ella le gritaba que sí, pero tenía que ser racional y pensar con la cabeza fría.
Fiona finalmente se dio por vencida al ver aquella terrible tristeza reflejada en su mirada.
—Entonces, hija, si no le quieres para ti, no me odies, pero como madre le instaré para que corteje a Rose. Mi hijo necesita una mujer.
Tras un tenso silencio por parte de las dos, Montse se levantó, dio un dulce beso a Fiona en la mejilla y se encaminó hacia la puerta de la biblioteca.
—Creo que haréis bien animando a Declan para que corteje a Rose. Él se merece rehacer su vida con una mujer, aunque ésa no sea yo —dijo antes de salir.
Dicho lo cual, cerró a su espalda dejando a Fiona aturdida, mientras ella se encaminaba hacia las cocinas para rumiar sus penas. Horas después, cuando estaba sentada bajo un roble tarareando una canción, vio regresar a Rose y Declan. Enfadada consigo misma por permitirse soñar despierta en ocasiones, se levantó y entró para pelar las patatas de la cena. Necesitaba hacer algo o se iba a volver loca. Todavía canturreaba cuando de pronto escuchó una aguda voz femenina.
—¿Dónde se encuentran Agnes y Edel?
Levantó la mirada de su tarea y se encontró con dos jóvenes de impecable aspecto.
—Pues si no las veis aquí, será porque están ocupadas en otro lugar.
Pero una de ellas contestó con una altanería tal, que la hizo tensar cada uno de sus músculos. ¡Y no estaba para bromas!
—Tenemos tarea para ellas. Necesitamos encontrarlas ahora mismo.
Aquellas dos mujeres rezumaban maldad en la mirada. Montse se levantó de su silla.
—¿Qué necesitáis?
La joven de pelo claro y rasgos finos y perfilados, la examinó de arriba abajo antes de responder con un tono de voz desagradable y mandón.
—Tienen que ir a la alcoba de Lady Rose para asear la estancia, que está en un estado lamentable. Después, han de lavar estos vestidos con cuidado de no estropearlos y, una vez limpios y estirados, llevarlos de regreso a la habitación de la señora y colgarlos.
Sorprendida por aquello, dejó la patata que tenía en las manos.
—Las criadas de lady Rose sois vosotras ¿Por qué tienen que hacerlo ellas? —las jóvenes al escuchar aquello se miraron desconcertadas—. Y en cuanto a su habitación, dudo de lo que decís, yo misma me encargué de que ese cuarto estuviera limpio y aseado anoche, por lo que no creo que esté en un estado tan lamentable como pretendéis hacerme creer, a no ser que vuestra señora se halla encargado de ensuciarlo.
Las jóvenes se miraron.
—Sois Cindy, ¿verdad? —preguntó una de ellas con una maliciosa sonrisa.
—¡Ajá!
—Habíamos escuchado hablar de vos —dijo la morena.
—¿Ah, sí…?
—Sí.
—Pues espero que bien; porque si no es así me enfadaré, y os aseguro que cuando me enfado, me temen —respondió clavando el cuchillo con el que pelaba la patata en la mesa de madera.
Asustadas dieron un paso hacia atrás, justo en el momento en que Agnes entraba en la cocina. Al encontrarse con aquella estampa, se acercó a Cindy para decir algo, pero ésta la hizo callar al tiempo que daba un paso hacia las dos muchachas, que recularon.
—Si alguien va a lavar la ropa de vuestra señora, ésas sois vosotras. Una cosa es que seamos amables con las visitas y otra es que nos toméis por tontas. Por lo tanto, ya podéis correr al lago, o donde queráis, y lavar con mimo las ropitas de vuestra lady Rose.
Asustadas, todavía con los vestidos en las manos, las dos jóvenes corrieron escaleras arriba en busca de protección. Aquella muchacha estaba loca. Agnes se rió a carcajadas al ver semejante reacción.
—Vaya, veo que sabes tratar a semejantes arpías —comentó hipando de risa.
No contestó. Se sentó de nuevo en la silla, cogió la patata y desclavó el cuchillo de la madera.
—Uf, Agnes —dijo al cabo de un rato—, si yo te contará con las arpías que suelo tratar a diario, me entenderías.
Cuando Edel y Juana entraron con un cesto cargado de ropa recién cogida del tendal, las cuatro celebraron con alegría lo que Agnes les contaba. Pero entonces se escuchó un revuelo en lo alto de la escalera y segundos después, Rose O’Callahan y sus dos criadas, con gesto descompuesto, aparecieron frente a ellas.
—¿Quién ha osado tratar tan despectivamente a Lena y Tina? —Y clavando la mirada en Cindy, espetó con gesto desagradable—: Seguro que has sido tú, ¿verdad, criada?
—Ya empezamos… —murmuró Montse en español—. Luego nos quejamos de que si la abuela fuma o de que si la abuela bebe…
—He preguntado que…
Levantándose como una espoleta, volvió a dejar la patata y el cuchillo para preguntar con mal gesto.
—¿Cuál es el problema?
Lady Rose, con el mismo aspecto impecable de siempre, la miró con desprecio.
—Compórtate, criada. ¿Acaso no sabes con quién tratas? —dijo en un tono de voz nada amable.
Agnes y Edel se miraron desconcertadas. Enfrentarse a aquella caprichosa no era bueno. El señor Carmichael se enteraría y Cindy volvería a tener problemas de nuevo. Agnes, intentando evitarlo, dio un paso hacia delante para atraer la atención de la dama.
—Disculpadnos lady Rose, pero…
—¡Cállate Agnes! y déjame a mi solucionar esto —pidió Montse incapaz de quedarse quieta ante semejante bobalicona. Con seguridad tendría todas las de perder, pero en ese momento no le importaba en absoluto.
—Sois una desvergonzada. ¿Quién os habéis creído?
—¿Quién os habéis creído vos?
Rezumando maldad, Rose O’Callahan levantó su mano para cruzarle la cara, pero Montse paró el golpe.
—Si me ponéis la mano encima, lo lamentaréis. Y ya me conocéis, lady Rose; si digo que lo lamentaréis, lo haréis —dijo sin soltarle la muñeca que apresaba con fuerza entre sus dedos.
—Buenoooooo… Se va a liar parda —murmuró Juana.
—¡Soltadme, maldita furcia! ¿Acaso creéis que porque calentéis el lecho de Declan podéis tratarme así? —Miró con rapidez a una de sus criadas y dijo—: Lena, ve en busca del laird Carmichael. Él solucionara este agravio.
La joven, al escuchar a su señora, se dio la vuelta y desapareció por las escaleras mientras Montse la retaba sin asustarse.
—¡Tú, maldita vaga! —gritó Rose a una asustada Edel—. Ven aquí inmediatamente.
La muchacha se puso a su lado sin perder ni un segundo. La rubia le quitó los vestidos de las manos a su criada y se los puso en los brazos.
—Lavad esto ahora mismo, porque os lo ordeno yo.
Con las mismas, Montse le quitó la ropa a Edel, que temblaba como una hoja, y se la devolvió a la criada de Rose.
—No. Esto lo lavará vuestra criada. Nosotras tenemos otras cosas que hacer.
Como un vendaval, Rose volvió a coger sus ropas y se las devolvió a Edel.
—¡Lavadla!
De nuevo Montse se las arrebató y las tiró al suelo.
—¡No! —gritó.
Sin darle tiempo a reaccionar, Rose O’Callahan levantó la mano y cruzó la cara de Edel, que del impulso cayó al suelo. Con rapidez Juana, Agnes y Julia la ayudaron a levantarse mientras Montse, con solo un movimiento, la barrió con el pie, derribándola.
—Si volvéis a poner la mano encima a cualquiera, estando yo presente, os juro que…
—Por todos los santos ¿Qué está ocurriendo aquí? —gritó Declan, entrando congestionado en la cocina al ver a Rose despatarrada en el suelo y a Montse con cara de enfado.
Sin perder ni un segundo, la llorosa joven de pelo claro como el sol le tendió la mano para que la ayudara a levantarse. Una vez en pie, apoyó su mejilla sobre el pecho de Declan, para furia de Montse, y gimió teatralmente.
—Declan, esta grosera criada tuya me ha atacado, ofendido e insultado. ¿Cómo puedes albergar a alguien así en tu hogar?
El highlander, sorprendido todavía por la situación, miró a la mujer que adoraba y, al ver que ésta se encogía de hombros, cerró los ojos.
—Asumo todo lo que dice, porque es verdad y no lo voy a negar. No va conmigo mentir, aunque veo que con ella, sí. Y déjame añadir, y lo voy a decir muy claro para que me entiendas, que si yo he reaccionado de esta manera es porque ella antes nos atacó a nosotras, y como muestra, aquí tienes su mano marcada en el rostro de Edel. Nos ofendió y nos insultó.
—¡Miente! —chilló aquélla.
—No, no miento y lo sabéis, lady Rose. Lo que pasa es que cuando a uno le pagan con la misma moneda, no gusta ¿verdad? —Y mirando al hombre que observaba la escena desconcertado, aclaró—: Declan, únicamente he tratado de hacer ver a lady Rose que sus criadas deben de encargarse de sus asuntos personales. Nosotras estamos al cargo de un castillo entero y no podemos asumir más mandatos. ¿Por qué?, te preguntarás. —Él ni se movió—. Pues porque no tenemos más manos que las que ves, y si ellas colaboran con nosotras, todo seguirá funcionando en el castillo. ¿O prefieres que la comida se retrase y el orden en tu hogar comience a fallar?
Tras escucharla, asintió. Entendía perfectamente lo que intentaba decirle, pero Rose O’Callahan estaba criada de una manera especial, e incluso cuando iba a su casa de visita, se le consentía todo. ¿Por qué? No lo sabía. Siempre había sido así; pero quizá aquello debía de cambiar. Miró a Rose, que gimoteaba sobre su nombro y la separó de él. Luego, para sorpresa de Edel y Agnes, habló con voz alta y clara.
—Rose, deja de llorar e intenta entender lo que mi gente te quiere decir. —Ella le miró con un puchero lastimero que no le arredró—. El castillo, mi hogar, tiene su propio funcionamiento y si tú tienes a tus criadas para que te sirvan, ¿por qué no han de ayudar?
—Pero Declan, yo…
Con una maravillosa sonrisa, que hizo que la caprichosa muchacha callara sus protestas y Montse suspirara, el duque la miró y susurró:
—Por favor, Rose, coopera. Nadie está exigiendo que laves tu ropa, sólo que ordenes a tus sirvientas que cumplan con su trabajo. Para eso te acompañan, ¿no?
Sin darle tiempo a decir nada más, el duque se dirigió a Montse, que sonreía a su lado.
—Cindy, quiero hablar contigo ahora mismo. ¡A solas!
—¡¿Ahora, Declan?! —preguntó Montse, sorprendida.
—Sí. Ahora —apremió él—. Es urgente.
—¡¿Declan?! ¿Desde cuándo permites que los criados te tuteen? —gritó Rose tras ordenar a sus sirvientas de malos modos que lavaran ellas las ropas.
Volviéndose, el highlander se encaró con ella reflejando el enfado y las innegables ganas de estrangularla en sus ojos castaños.
—Rose O’Callahan, ¿serías tan amable de esperarme en el salón? Tengo asuntos que resolver con mi gente.
La joven, seguida por sus dos enfurruñadas criadas, se marchó de allí, mientras Declan tomaba a la supuesta Cindy Crawford de la mano y la arrastraba en sentido contrario.
—Ven conmigo.
Con una sonrisa extraña en los labios, se dejó guiar por él hasta llegar a un cuartucho humilde. Una vez dentro, Declan cerró la puerta y la aprisionó contra la portezuela al tiempo que la miraba temerariamente a los ojos.
—No vuelvas a ponerme jamás en una tesitura semejante —masculló, amenazador.
—Lo entiendo, Declan. Juro que te entiendo. Pero esa maleducada caprichosa dijo cosas horribles; trató a Agnes y a Edel como escoria y se atrevió a decir que…
—Te estuve esperando anoche durante horas. Te he añorado durante días y te he deseado cada noche, así que… ¿por qué no viniste ayer?
Sorprendida por el giro de los acontecimientos, le miró a los ojos antes de responder.
—Pensé que estarías cansado y…
—Nunca vuelvas a pensar por mí.
Y sin más palabras, la besó. Le devoró la boca con un beso tan abrasador que a Montse le temblaron las piernas al percibir el ansia que sentía por ella.
A duras penas, y apelando a todo su autocontrol, Declan consiguió separarse.
—Esta noche te esperaré.
Una vez dijo aquello, volvió a besarla. Luego la apartó, abrió la puerta y se marchó.