35

Aquella noche, después de una larga jornada de búsqueda para encontrar a todos los familiares de los niños, regresaron a su refugio exhaustas. Los guerreros Stuart, encabezados por Kenneth, las acompañaron con galantería hasta la cabaña.

—¿Pernoctáis aquí? —preguntó Kenneth sorprendido—. Creí entender que la madre de Declan os estimaba.

—Y nos estima —asintió Julia con orgullo—. Cindy fue la que le devolvió la joya perdida a los Carmichael.

Sorprendido por aquello, el highlander miró a la joven.

—¿En serio?

—Sí.

—Entonces, ¿por qué os alojáis aquí en vez de en la fortaleza? —insistió ante la mirada de los hombres de otros clanes.

—Porque preferimos estar cerca de personas que conocemos y, sobre todo, que no nos buscan problemas —respondió Juana.

Aquella contestación le alertó en todos los sentidos. Con seguridad la joven Rose O’Callahan tenía algo que ver en todo aquello. Sin embargo, no estaba dispuesto a dejar pasarlo por alto y prosiguió.

—También conocéis a Fiona y a Declan, no es necesario que descanséis en esta humilde morada rodeadas de hombres de otros clanes.

Montse estaba agotada y no quería que Kenneth siguiera alimentando las extrañas ideas que Declan hubiera podido meterle en la cabeza.

—No te ofendas, Kenneth, pero no preguntes más. Nosotras descansamos aquí y no hay nada más que decir al respecto. En cuanto a los hombres, quédate tranquilo; están controlados —le cortó, tuteándole como habían quedado a lo largo de aquella tarde.

Él calló por prudencia, pero siguió pensando que aquel lugar no era bueno para las jóvenes. Se notaba a la legua que tenían una educación y un saber estar que la gente común ignoraba. Sin embargo, se plegó a la discreción.

—De acuerdo. Si dices que aquí estáis bien, te creeré.

—Lo estamos, os lo aseguro, señor —insistió la canaria haciéndole sonreír.

Tras la despedida, los guerreros Stuart se marcharon y ellas entraron en la cabaña. La ayuda que les habían ofrecido aquellos highlander resultó determinante para que muchos de los aldeanos reconocieran ser familiares de los pequeños huérfanos. Dejar a los niños al cuidado de adultos responsables, sin que tuvieran que deambular por el poblado con hambre y frío, hizo feliz a Montse, aunque cada vez que recordaba a Aileen se le partía el corazón. La cría se había quedado con una hermana de su madre que, aunque la acogió con cariño, parecía no hacer muy feliz a la niña.

—¿En qué piensas? —preguntó Juana.

—En Aileen. Me ha dado pena separarme de ella —susurró Montse tirándose sobre uno de los camastros.

—No te preocupes —suspiró Julia, imitándola—. Estoy segura de que con su tía y sus primos será feliz.

—Lo sé —asintió conmovida—, pero eso no quita que me encariñara con ella. Era tan mona y se la veía tan sola…

—El que yo creo que se ha encariñado contigo es ese tal Kenneth. ¿Te has dado cuenta de cómo te rondaba en todo momento? —bostezó Julia.

Montse asintió con una sonrisa. El galanteo al que le había sometido durante toda la tarde no había pasado desapercibido para nadie.

—Sí, pero no es mi tipo.

En ese instante Agnes rompió aquel momento de descanso al entrar, alterada, en la cabaña.

—Necesito vuestra ayuda. Una mujer se ha puesto de parto y…

Julia se levantó con rapidez.

—Vale, que no cunda el pánico. Ya voy yo. Montse y la canaria aceptaron y se quedaron a solas en el cuarto.

—¿Desde cuándo os tuteáis con tanto descaro Declan Carmichael y tú? Mira que llevo días dando vueltas al asunto sin querer preguntarte, porque no soy tan cotilla como la Duval; pero chica, ¡ya no puedo callar más!

—Tengo sueño y quiero dormir —susurró Montse.

—¡Qué cachonda! Y yo quiero un whooper con queso y extra de beicon, pero mira, aquí me tienes, comiéndome las uñas. —Se levantó de su cama para seguir con el interrogatorio—. Ayer, cuando pasó lo de Rapunzel, me percaté de muchas cosas; pero sobre todo, de cómo os mirabais. Te encaraste con el duque y él siguió tuteándote a pesar de su enfado; además, esta vez no amenazó con cortarte esa afilada lengua. ¿Algo que contar, Cindy Crawford?

Tras soltar un suspiro de resignación, Montse se sentó en su cama y se apoyó contra la pared.

—El día que me quedé sola mientras vosotras ibais al mercado de Perth, fui a la biblioteca a buscar un libro para leer. Él estaba allí, así que hablamos.

—¿Hablasteis? Tú y el señor Mala Leche, ¿hablasteis?

Montse rió.

—Sí. Aunque te parezca imposible, fuimos capaces de comunicarnos sin gritar.

—Ostras, tía, ¿y cómo no nos lo has contado?

—¡Pche! No creí que fuera nada importante.

—¿Y de qué hablasteis?

—Me pidió que le contara cosas de nuestra época. Ya sabes que la noche que operamos a Fitz, tonta de mí, le confesé que veníamos del siglo XXI. Supuse que, aunque debía de pensar que estaba como un cencerro, tenía ganas de divertirse; así que le complací y satisfice todas sus dudas. Nada más.

—¿En serio? ¿Y qué le contaste?

—Le hable de la mujer de nuestra época y de lo adelantadas que estábamos.

—Fliparía ¿no?

—Yo creo que, más que flipar, confirmó que me faltan tres tornillos y estoy más sonada que las maracas de Machín. En especial cuando escuchó cosas como que las mujeres de nuestra siglo tenemos voz propia y que incluso damos el primer paso si queremos tener relaciones sexuales con un tío —contestó bromeando.

—La madre del cordero… ¿Eso le contaste? —se carcajeó Juana.

—Sí, pero no me creyó.

—¿Y cómo surgió ese buen rollito para que terminarais tuteándoos?

—Le dije que para nosotros era arcaico tratar a la gente de vos y que entre amigos y conocidos nos tuteábamos. Me sorprendió cuando me preguntó si yo le quería tutear. ¡Imagínate! Vi el cielo abierto, porque estar todo el santo día pensando qué decir para no ofender, me agota hasta niveles insospechados. Así que le dije que sí, pero siempre y cuando él me tuteara a mí. Y después… bueno… pues eso. —Montse sonrió y se retiró el pelo de la cara.

—¡¿Pues eso qué?! —La canaria abrió los ojos descomunalmente—. ¿El «pues eso» quiere decir que te lanzaste y…?

Ella enseguida supo lo que su amiga quería dar a entender.

—Pero bueno, ¡qué mente más calenturienta tienes! ¿Qué estás pensando?

—¿Tú qué crees, bonita? Mira que nos conocemos… Sé que cuando dudas es porque detrás hay algo más.

—Vale, lo confieso: le besé.

—¿Le besaste?

—¡Ajá!

—¿Besaste al duque de Wemyss? —preguntó incrédula, saltando desde su cama hasta la de su amiga.

—Sí, y te juro que me encantó. ¡No lo pude evitar! Nos estábamos tuteando, el fuego del hogar ardía, yo tenía fiebre y…

—Sí, claro, echa la culpa a la fiebre.

—No… —rió Montse—. Fue todo un cúmulo de cosas. Estábamos solos, su voz, sus ojos y… En un momento dado me preguntó que, ante una situación como aquélla, qué haría una mujer de nuestra época.

—Y ¡zaparrás!, le besaste.

—Exacto. Le besé y…

—¡¿Y?!

—Desde entonces nos vemos por las noches en su habitación…

—Ay, mi niña, ¿ves como no tengo mente calenturienta? —dijo Juana, tapándose la boca para que su amiga no viera su sonrisa—. ¡Te estás tirando a Declan Carmichael!

—Sí —confirmó Montse, risueña.

—¡La leche!

—Sí, claro; ahora me vas a decir que tú con Alaisthar nada de nada ¿no? —se mofó Montse.

—Pues sí. Me respeta. Aunque, después de escucharte, presiento que ya estoy tardando yo en dejar de respetarle a él. —Montse no pudo sofocar una carcajada ante la cara de derrota de su amiga—. A ver, mi niña, sé que lo que te voy a preguntar es un tanto morboso pero ¿qué tal se lo monta un hombre del siglo XVII en la cama?

—En dos palabras impresionante; igual o mejor que los del siglo XXI. Aunque, si te soy sincera, no sé qué estoy haciendo. Bueno sí lo sé, pero no sé qué me pasa que…

Juana al ver el gesto de desconcierto de su amiga la abrazó y terminó la frase por ella.

—Has comenzado a sentir por él algo que nunca pensaste que podría sucederte a ti. El hombre de tu sueños, y nunca mejor dicho, ha hecho que tu corazón lata desbocado cada vez que le ves. Y eso te tiene confundida. ¿Me equivoco?

—No. No te equivocas, pero sé que estoy cometiendo un error.

—Estamos, mi niña; estamos. Yo estoy colada hasta las trancas de Alaisthar, y aunque a veces pienso eso de «disfruta el momento», no me puedo relajar. Sé que tarde o temprano me marcharé y… Bueno, ese tema me martiriza cada día más y más.

Ambas permanecieron en silencio durante un buen rato.

—A veces pienso en algo que me comentó Erika, La Escocesa —dijo al fin Montse.

—¿Hablas de la gitana lianta que nos mandó aquí?

Montse asintió con la cabeza.

—Siempre me ha dicho, desde niña, que la felicidad de mi futuro, estaba en el pasado.

—Uf, por Dios —susurró Juana enseñándole el brazo—, los pelos como escarpias se me han puesto, chica.

—Mira que eres payasa —rió Montse.

—Ostras… —murmuró Juana volviendo a su camastro—. Eso quiere decir que Declan es el hombre que siempre has buscado; tu media naranja, pomelo o como lo quieras llamar.

—No lo sé —susurró Montse tumbándose cuan larga era—. Sinceramente no lo sé y me tiene aterrada.