29

La noche llegó y los hombres del castillo de Elcho no regresaron. Aquello ocasionó infinidad de habladurías entre el personal de la fortaleza y los aldeanos que vivían alrededor. Si habían atacado las tierras de los O’Callahan, podían atacarles a ellos también. Incrédula por el ambiente de nerviosismo que encontraba a su alrededor, Montse les observó. Ver el miedo de las mujeres y ancianos en sus gestos, la conmocionó. No podía entender que nadie quisiera hacer daño a aquellas gentes que se desvivían por atender sus campos, cuidar a su familia y poco más.

La ausencia de Declan le dio que pensar. ¿Se estaba enamorando de él? ¿Era buena idea continuar con sus escarceos? Pero por más vueltas que daba al tema, su cabeza se negaba a razonar. Sólo deseaba sentir sus labios ardientes, cerrar los ojos y escuchar su voz ronca cuando le hacía el amor. Aquello comenzaba a írsele de las manos, pero no lo quería cambiar.

Esperaron la llegada de la comitiva hasta altas horas de la madrugada, pero no aparecieron y, animadas por Fiona, finalmente todos se marcharon a descansar a excepción de la guardia. Con seguridad el siguiente día traería noticias. Y así fue. Fiona recibió una misiva de su hijo Declan en la que se requería la presencia de su gente en las tierras de los O’Callahan. Necesitaban ayuda.

Sin perder tiempo, Fiona organizó la partida. De madrugada, todo el mundo salvo los más mayores y una pequeña guardia que se quedó en el castillo, se encaminó a Huntingtower, que estaba a las afueras de Perth. Llegaron a las tierras de los O’Callahan al caer la noche.

—Madre —saludó Declan saliendo de la fortaleza—. Gracias por acudir tan rápido.

—Hijo, en cuanto recibí tu misiva organicé el viaje ¿cómo están Rose y Roger?

Declan no quiso mirar directamente a la mujer que le había robado la paz. Desde que había salido de Elcho no había pasado un segundo del día, o de la noche, que no la hubiera recordado. Por ello, y consciente de las miradas que seguían sus movimientos, sonrió a su pequeña Maud que caminaba entre Cindy y Paris y volvió a dirigir la mirada hacia su madre.

—Rose está bien, aunque Roger no ha mejorado desde la última vez que le vimos.

La anciana se dirigió hacia una de las jóvenes, que en ese momento se bajaba de uno de los carros.

—Norma, tú que entiendes de remedios y medicinas, ¿me acompañas a ver a Roger?

—Por supuesto Fiona, ahora mismo.

Segundos después las dos traspasaron el umbral de la enorme puerta de la fortaleza dejando a Declan frente a su hija y las dos mujeres. Al ver a su niña bostezar, hizo una seña a una joven de cabellos claros que, cogiendo a la pequeña, se la llevó para acostarla.

—Hola —saludó Montse al ver que por fin la miraba.

—Hola, Cindy. ¿Qué tal fue el viaje? —preguntó tuteándola, sin tener en cuenta de pronto lo que pensaran. Ella estaba allí y era lo único que le importaba.

—El viaje bien —sonrió como una boba—, pero tu madre estaba muy preocupada y nerviosa. Sinceramente, creo que ahora que ya hemos llegado se relajará.

Declan la entendió. Su madre se preocupaba excesivamente por toda persona que conocía.

—O nos volverá locos. Con mi madre nunca se sabe —murmuró de buen humor.

Juana, que era testigo mudo de aquel acercamiento entre ellos, miró a su amiga y luego a él. ¿Desde cuándo dialogaban con tanta tranquilidad y se tuteaban? Y sobre todo, a que se debía esa sonrisita atontada que lucía su amiga; eso sin decir nada de la de él. Pero consciente de que no era momento de preguntar aquello, prefirió enterarse de lo que realmente la preocupaba.

—Disculpadme, señor ¿Dónde está Alaisthar?

Declan miró a la joven bajita, de la que tanto había oído hablar a su buen amigo en los últimos tiempos.

—Está con mis hombres. No os preocupéis, Paris, en breve llegará.

Extrañada de que conociera su supuesto nombre, sonrió; pero se volvió a quedar atónita al ver como éste volvía a mirar a su amiga. ¿Qué ocurría allí?

—Declan —gritó en ese instante una jovencita de pelo rubio como el sol y un atuendo excesivamente cuidado para la ocasión—. ¿Quién es la desagradable mujer que ha llegado con tu madre y está visitando a mi padre?

Al escuchar aquella pregunta, el highlander dudó qué responder. Pero al mirar a Montse y luego de nuevo a la joven angustiada, satisfizo su curiosidad con un amable gesto.

—No te preocupes Rose. Norma está a mi servicio y…

—¿A tu servicio? —cortó aquélla, mirando a una muchacha que entraba en la fortaleza, y aclaró—. Acabo de ordenar que echen a esa sirvienta del lado de mi amado padre ¡Prohíbo que lo toque! Su actitud ante mí ha sido deplorable. Nunca me he sentido tan humillada por un sirviente.

—¿Qué se pincha esta pija medieval? —cuchicheó Montse en español.

—Tontería en vena, hija —respondió Juana.

Declan las escuchó y, como siempre que hablaban entre ellas, no las entendió.

—¿Qué ha ocurrido, Rose? —preguntó, preocupado.

La rubia de cara angelical y modales refinados, tras pasarse cómicamente la palma de la mano por la frente, le miró, parpadeó y susurró con voz enfadada:

—Esa repulsiva lacaya tuya, nada más entrar en la estancia de mi padre ¡me ha echado! Ha osado decirme que molesto más que ayudo ¿Te lo puedes creer?

Declan fue a responder, pero Montse se le adelantó.

—Ésa a la que os referís tan despectivamente como «repulsiva lacaya», se llama Norma… Norma Duval —siseó Montse con educación, conteniendo sus enormes ganas de agarrarla por su cuidado cabello y arrastrarla.

Juana, al ver cómo su amiga se mordía el labio inferior, la agarró de la mano y, tras apretársela para pedirle calma, respondió con tranquilidad a la peripuesta muchacha.

—No os preocupéis. Si Norma os ha echado, es por el bien de vuestro padre; os lo puedo asegurar.

La joven, al escuchar a aquellas dos, se volvió hacia ellas con gesto altivo y les dio un repaso de arriba abajo.

—Y vosotras, ¿quiénes sois para dirigiros a mí? —preguntó con la nariz arrugada.

«Ésta es más tonta que Abundio», pensó Montse, pero se mordió la lengua para callarse la opinión.

—Yo soy Cindy Crawford —respondió en cambio con educación. Y en español susurró—: ¡So petarda!

Aquello hizo gracia a Juana que soltó una carcajada.

—Y yo Paris Hilton —dijo por fin ante la atenta mirada de Declan.

El duelo con Rose estaba servido. Declan decidió suavizar la situación y acabar con aquello, así que tomó a la joven de pelo trigueño del antebrazo para atraer su mirada.

—Mi gente ha venido a ayudar, Rose. No lo olvides —le recordó.

En ese momento, una enfadada Julia apareció por la puerta empujada por dos jóvenes. Ésta al ver a la emperifollada señora del castillo que le había montado el guirigay, pasando por alto la educación y el protocolo, no dudó en ponerse a vocear como una loca.

—Eh, tú, ¡choni caprichosa!

—¿Os referís a mí? —preguntó Rose, estirada, levantando una ceja justo cuando Julia se paraba frente a ella.

—¿Cómo puedes ser tan simple? Acaso no ves que echándome de la habitación de tu padre, no puedo ayudarle. ¿A ti nadie te ha enseñado que cuando un médico está atendiendo a un paciente no quiere ver a nadie revoloteando a su alrededor, y menos si interfiere su trabajo?

—¿Qué me habéis llamado? —chilló la otra mujer, mirando a Declan en busca de ayuda—. ¡Choni! Entre otras cosas.

—La madre del cordero. ¡Qué mosqueo tiene la Duval! —susurró Juana.

Montse se extrañó por aquella reacción. Julia pocas veces levantaba la voz y, adelantándose de nuevo a Declan, que iba a decir algo, tomó la mano de su amiga y le siseó algo en español, ante todos.

—Cierra esa bocaza ¡ya!, si no quieres vernos a todas metidas en un buen lío. ¿Pero tú estás tonta? ¿Cómo se te ocurre hablarle así a la Barbie Rapunzel?

—Uiss no sé qué me gusta más, si lo de Barbie Rapunzel, choni o pija medieval —rió la canaria, mientras observaba como la nombrada gimoteaba en el hombro de Declan.

—Pues no va la… la currutaca esta y…

Pero Declan no la dejó terminar y en un tono nada halagüeño, las miró y exigió:

—Norma, pedid disculpas ahora mismo a lady Rose. No sé qué ha pasado en la habitación de Roger, pero vuestro comportamiento aquí, en mi presencia, no ha sido el más acertado.

Sorprendida por aquellas duras palabras, Julia lo fulminó con la mirada.

—Señor, siento que mis palabras hacia ella os resulten desacertadas, pero yo lo único que he intentado hacer es ayudar a su padre y ella… ella…

—¡Disculpaos! —bramó él, perdiendo la paciencia.

Montse, al ver la cara de Declan mientras se acercaba a su amiga, tomó la iniciativa.

—No le cabrees más y haz lo que te pide para que podamos pirarnos de aquí —cuchicheó en español.

—Pero esta grimosa es una caprichosa maleducada —se defendió aquélla.

—Lo sé, y te doy toda la razón en cuanto a esta soplagaitas. Pero creo que tenemos todas las de perder. No ves cómo nos mira su defensor —gesticuló Montse, molesta por sus duras palabras.

Declan, harto de escucharlas y no entender lo que decían, se volvió furioso hacia ellas y gritó delante de todos con muy malos modos.

—No quiero volver a escuchaos ese extraño idioma vuestro. Ante mí ¡no! Tened la decencia de comportaos ante vuestro laird.

—¡¿Cómo?! —gritó enfadada Montse.

—Lo que has oído Cindy. —Y dando un paso hacia ella, espetó con gesto duro—. Y por tu bien no pretendas decir la última palabra, porque hoy no te lo voy a permitir.

Durante unos segundos Declan y Montse se miraron con fiereza a los ojos. Ninguno de los dos estaba dispuesto a dar su brazo a torcer, pero un gemido de la atontolinada de Rose atrajo su atención.

—Oh, creo que me voy a desmayar —dijo agarrándose teatralmente al duque.

Exhalando un resoplido por estar en medio de aquella absurda discusión de mujeres, el highlander cogió entre sus brazos a la teatrera Rose sin dejar de dar órdenes a voz en cuello, mientras miraba a las tres mujeres que cada vez estaban más alucinadas por la maldad de la rubia.

—Id con mi gente y ayudad a quienes lo necesiten. Para eso estáis aquí, no para provocar desmayos.

Una vez dijo eso, entró en el castillo seguido por las dos doncellas de aquella pequeña lianta.

—Y el Oscar a la mejor actriz es para… ¡Rapunzel! —se burló Juana al quedar a solas—. ¿Pero habéis visto que tía más insulsa? Dios, ¿cómo se puede ser así?

—Yo a ésa la cogía y le retorcía el pescuezo —murmuró Julia.

Muy enfadada, Montse se volvió para tranquilizar a Julia con un beso mientras las arrastraba hacia el centro del pueblo.

—Vamos, estoy segura de que todo el mundo no es como esa soplagaitas.