24

El problema de caer a las aguas de un lago a finales de octubre era que te aseguraba un buen resfriado. Y eso fue lo que precisamente le pasó a Montse. A la mañana siguiente se encontraba fatal y la fiebre había subido a cotas alarmantes.

—Ay, Dios, ¡lo que daría yo ahora por un ibuprofeno! Y un café de Colombia cargadito —susurró con desesperación.

—Pues lo siento, reina. Aquí sólo te puedo curar con calditos calientes y recetarte que sudes en la camita. Poco más —respondió Julia tocándole la frente—. Por lo tanto, vas a ser una buena paciente y te vas a quedar aquí durante todo el día.

—Si al menos tuviera televisión o el portátil para entretenerme, sería agradable. Podría hablar con los amigos del Facebook y pasar un rato divertido.

—Cierra el pico, quejica —la regañó Juana con cariño.

—¿Y qué hago durante todo el santo día mirando al techo? Justo el día que todos vais a ir al mercadillo de Perth —se volvió a lamentar.

—Dormir y descansar. ¿Te parece poco? —le reprendió la canaria.

—Para una cosa curiosa y emocionante que puedo visitar, voy y me pongo enferma. ¡Manda narices!

—No te preocupes, hay mercadillo cada quince días y según me ha comentado Fiona, van siempre. Podrás visitarlo la próxima vez —la consoló Julia.

—Ah, y tranquila —sonrió Juana—. Conozco tu talla y lo que te gusta. Prometo comprarte algo que te quede bien. Y recuerda, Agnes no va al mercadillo. Si quieres cualquier cosa, sólo tienes que pedírselo a ella. ¿Vale?

Diez minutos después, sus amigas se marcharon y la dejaron sola en la habitación. Las primeras horas de la mañana las pasó durmiendo y sudando, pero poco antes del mediodía, ya no conseguía pegar el ojo y se comenzó a desesperar. Se tocó la frente; ardía. Pero necesitaba hacer algo, entretenerse con cualquier tema o iba a volverse loca. Se levantó y, echándose por encima la humilde y limpia batita azul que Edel le dejó, miró por la ventana y se sorprendió al no ver a nadie en los alrededores.

«Estoy sola. Todo el mundo se ha ido a Perth», pensó malhumorada.

Durante un buen rato se entretuvo mirando por la ventana hasta que, de pronto, se le iluminó el rostro. ¡La biblioteca! Podría escoger un libro y entretenerse al menos. Anudándose la bata a la cintura y recogiéndose el pelo en una coleta alta, abrió la puerta y salió al oscuro pasillo, descalza. Llegó a las cocinas con la esperanza de ver a Agnes, pero allí sólo encontró el caldero hirviendo con caldo.

Decidida a agenciarse algo de lectura, subió las escaleras que la llevaban a la planta superior. Una vez allí, asomó la cabeza por la esquina y miró a ambos lados. No había nadie. Seguramente todo el mundo, incluido el duque, estaban en Perth. Por ello deambuló por la casa con tranquilidad hasta llegar a la biblioteca. Abrió la puerta y entró.

—Uf, qué gustito —susurró al pisar una enorme alfombra que le calentó los pies.

Boquiabierta ante las grandes estanterías de libros, no se fijó que en el lateral derecho de la misma, junto al enorme hogar y sentado en un sillón oscuro de cuero, Declan Carmichael levantaba la cabeza para ver quien entraba.

Se quedó tan sorprendido al verla allí de aquella guisa, que decidió callar y observar.

La vio curiosear durante un rato en la gran librería hasta que se paró frente a uno de los anaqueles. Tocó con mimo varios libros hasta que uno captó su atención y, sin dudarlo, lo cogió y lo abrió. Se llamaba El ala rota.

«Por Dios, ¿esta extraña mujer sabe leer?».

La joven siguió mirando otros ejemplares y asió uno que se llamaba El decoro de amar. Sin saber que alguien la observaba, la muchacha se sentó en el suelo, sobre la mullida alfombra, y apoyándose en la librería empezó a hojearlo.

Durante más de veinte minutos la estuvo estudiando en silencio. Estaba convencido que ella se había marchado con el resto de los habitantes del castillo a Perth ¿Qué hacía allí? Sentada y abstraída, pudo admirar su perfil gentil y su bonito pelo castaño. Incluso sonrió al verla gesticular ante lo que debía de leer. Le gustara o no, aquella muchacha era la única mujer que había tenido el valor de enfrentarse a él. Ninguna lo había hecho hasta el momento. Su difunta esposa, Isabella, fue una joven tierna y dulce que durante los tres años que estuvieron desposados jamás levantó la voz. Pero aquella mujer, que ahora parecía frágil y delicada, era terca y valerosa. Algo que siempre admiró de las damas, pero que nunca quiso para él.

Un estornudo le hizo regresar de sus cavilaciones. ¿Estaba enferma? Pero no quería asustarla y que se marchara. Tenerla allí sentada, callada y abstraída por la lectura le resultaba agradable al tiempo que desconcertante. Sabía que en cuanto ella se percatara de su presencia, su dulce rostro se crisparía y en segundos ambos estarían con las espadas en alto, dispuestos para la batalla. Pero cuando ella volvió a estornudar y una fea tos salió de su garganta, se confirmaron sus sospechas. Estaba enferma y, en su opinión, poco abrigada. Por ello y para no alarmarla, intentó modular su voz.

—¿Qué hacéis andando descalza por el castillo con esa tos que tenéis?

Al escuchar aquella voz Montse se paralizó.

«Mierda, ¿por qué tengo que cruzarme ahora con éste?», pensó horrorizada.

Cerró el libro con un sonoro golpe y se levantó. Al hacerlo se mareó, se había puesto en pie demasiado rápido.

Declan, al ver que se tambaleaba hacia atrás y se golpeaba contra la estantería, se situó junto a ella en dos zancadas, preocupado, para agarrarla del brazo.

—¿Qué os ocurre?

Sin poder evitarlo, Montse estornudó sobre la oscura chaqueta de él. Avergonzada se tapó la boca al tiempo que intentaba limpiar la chaqueta con el pañuelo que llevaba en la mano.

—Ay, Dios mío de mi vida y de mi existir… ¡Lo siento!

Inexplicablemente para ambos él sonrió, y en un tono de voz que nunca antes le había escuchado, murmuró:

—No os preocupéis. No creo que uno estornude cuando quiere, sino cuando el estornudo necesita salir.

«Anda, hoy don Mala Leche está chistoso», pensó mirándole.

Sin dejarle contestar, la guió hacia donde estaba antes y la hizo tomar asiento en el sillón frente al que él había estado ocupando.

—Acomodaos aquí. Creo que estaréis más cómoda que en el suelo.

—Gracias por vuestra amabilidad, pero me parece que es mejor que me vaya. Yo solo vine a tomar prestado un libro y…

—¿Ya queréis huir de mí? —preguntó con una extraña sonrisa en la boca que hizo que la fiebre le subiera más.

—Yo no huyo de nadie —respondió confundida—. Si me voy es para no molestar.

—¿Y quién os ha dicho que estéis molestando? —preguntó sorprendido, al darse cuenta de que no quería que se marchara.

—Nadie —respondió ella con sinceridad. Eso a él le gustó.

Después de unos segundos en los que sólo se escuchó el crepitar del fuego, Declan intentó iniciar una conversación.

—¿Por qué no habéis ido a Perth con todos?

Volvió a estornudar, aunque esta vez silenció el ruido todo lo posible, llevándose el pañuelo a la boca. La voz sonó tomada cuando contestó.

—Tengo un trancazo del quince

—¡¿Trancazo del quince?! —preguntó sorprendido—. ¿Qué enfermedad es ésa?

Escuchar aquello consiguió que una risotada despreocupada saliera de la garganta de Montse. Él la miró con una amplia sonrisa.

—Estoy resfriada y tengo algo de fiebre, por eso no pude ir.

—¿Pero qué es eso del «trancazo del quince»? —preguntó él divertido.

—¡Bah! Es una expresión que utilizamos allá donde yo vivo.

Declan asintió y volvió a sonreír, observándola.

—No me extraña que tengáis ese trancazo, si vestís como cuando os vi ayer en las cocinas. ¿Adónde ibais tan indecente?

Al recordar aquel desastroso momento, Montse se llevó la mano a la frente, movió la cabeza a los lados y curvó los labios.

Aquella sonrisa tan sensual, tan relajada, hizo que a Declan se le secara la boca.

—Acababa de llegar del lago. Tuve que meterme en él para coger algo y, cuando llegue a la cocina, la falda pesaba tanto y tenía tanto frío, que no dude en quitármela. —Sorprendido, la escuchó mientras ella bromeaba con un curioso gesto—. Si llegáis a verme unos segundos antes, os aseguro que mi aspecto, sin esa pequeña falda, os hubiera resultado más indecente todavía.

Declan soltó una carcajada que incluso le sorprendió a él, pero aún quedó más anonadado cuando la muchacha siguió hablando.

—Y aunque no me creáis y penséis que estoy loca o le pego al whisky, de donde yo vengo, el siglo XXI, las faldas son así, incluso más cortas.

Incapaz de enfadarse con ella y sus absurdas ideas, le siguió la broma.

—Siento mucho no conocer ese siglo para ver con mis propios ojos lo que decís. Parece interesante.

Montse le miró y respondió con una relajada sonrisa.

—Si os soy sincera, no creo que os gustara.

—¿Por qué? —preguntó con curiosidad.

—Porque el mundo es tan diferente de lo que conocéis, que os sentiríais hasta mal. En cambio, para mí vuestro mundo es fácil de entender e incluso de vivir, aunque añoro muchas cosas. —Y para hacerle sonreír, dijo—: Ah, por cierto, y esto os lo digo como curiosidad, la mujer de mi época ha tomado una relevancia que aquí aún no posee.

—Explicadme eso —pidió él acomodándose.

Ella subió los pies desnudos al sillón y se sentó como un indio, refugiándolos bajo la bata para calentarlos con su propio cuerpo, y empezó a relatarle todo lo que se le ocurría, respondiendo a sus incesantes preguntas. Estaba segura de que él no creía nada de lo que le decía, pero poder charlar junto al hogar sin discutir con él, le gustó.

—En mi siglo yo os llamaría Declan y vos a mí Cindy. —Él sonrió—. Las mujeres llevamos falda larga, corta, pantalones, bermudas y todo lo que se nos antoja. Somos libres de decir, hacer y proponer lo que deseamos. Ah, y no está mal visto quedarse soltera; no, por Dios, eso es una maravilla —rió sorprendiéndole—. Incluso, aunque no lo creáis, damos el primer paso si un hombre nos gusta y queremos tener relaciones sexuales con él.

—¿Y qué me decís del decoro y la dignidad? —preguntó Declan con sorpresa.

—El decoro y la dignidad siguen existiendo en los valores de la persona, pero los tiempos avanzan y ante todo, los hombres y mujeres estamos aprendiendo que somos personas. No voy a negaros que aún existe cierto machismo en algunos temas, pero poco a poco las mujeres vamos consiguiendo posicionarnos donde debemos estar. ¡Donde nos merecemos!

—¿Queréis llamarme Declan y tutearme, señorita Crawford? —preguntó él, divertido por aquella sarta de locuras.

—Me encantaría, porque esto de hablaros de vos se me hace cansado y tremendamente difícil y aburrido. Pero siempre y cuando no os molestase y si me tutearais vos también a mí. Y, por supuesto, sólo en el caso de que cuando mañana os enfadarais, a saber Dios por qué motivo, no decidierais que debo volver a llamaros señor.

Inexplicablemente, Declan estaba disfrutando de aquella conversación con Cindy y, aunque no creía ni una palabra de lo que decía, supo que le agradaba su compañía y en especial su genialidad. Incorporándose para acercarse a ella, extendió su mano.

—Que así sea, Cindy.

Echándose hacia delante en el sillón, Montse se la cogió y sonrió.

—Trato hecho, Declan.

Aquella intimidad entre ellos, la quietud del momento, la tranquilidad y el crepitar del fuego anaranjado, hizo que ambos se miraran a la cara. Allí estaban los ojos con los que había soñado durante años. Allí estaba la mirada que en sueños la había perseguido. Allí estaba él.

Declan estaba hechizado por el ingenio y la belleza de la joven. Incapaz de soltar su mano y mucho menos de retirarse, quiso saber más sobre sus atrayentes locuras.

—Cindy, en esa época de la que hablas, en un momento como éste, ¿qué harías? —murmuró.

«Te besaría; eso está más claro que el agua», pensó.

Y sin pensarlo dos veces, se estiró, acercó sus labios a los de él y le besó. Fue un beso corto, nada profundo ni desgarrador, pero lo suficientemente pasional como para que ambos sintieran mariposas en el estómago y elefantes golpeando en su interior.

Declan, confundido e impresionado por aquello, se separó unos milímetros para murmurar algo justo en el momento en que ella estornudaba.

—Estás ardiendo, Cindy. Creo que tu calentura está subiendo.

«No lo sabes tú bien…», pensó, descolocada.

Pero llevándose las manos a la frente y bajando los pies del sillón, balbuceó acalorada.

—Uf, ¡qué calor! Creo… creo que debo de regresar a mi cuarto.

—Sí, será lo mejor —asintió él sin saber si quería realmente que se fuera—. Le diré a Agnes que te lleve un caldo y paños de agua fría para bajar la temperatura.

Al verle tan aturdido, sin querer, sonrió.

—Declan, ¿me puedo llevar estos dos libros a mi habitación para leerlos? —Al ver su cara de asombro, continuó hablando con una sonrisa tonta en los labios—. Prometo cuidarlos y cuando los termine, dejarlos en su sitio.

A cada segundo que pasaba aquella mujer le desconcertaba más. De pronto quería conocer a Cindy y saber más de ella. Deseaba cogerla en brazos y llevarla hasta la cama para que no pisara el frío suelo, pero recomponiendo su fachada se limitó a responder con afabilidad.

—Por supuesto, Cindy. Léelos y ya me dirás qué te parecen.

—Gracias.

Sin hablar nada más y como en una nube, Montse llegó hasta la puerta de la biblioteca y, antes de salir, se volvió con lo que supo era una bobalicona sonrisa que no pudo reprimir.

—Me ha encantado hablar contigo, Declan.

Y sin más, se marchó. Como si le hubieran metido un petardo en el culo, corrió hacia su habitación.

—¡Maldita sea, Cindy Crawford! ¿Por qué le has besado? —susurró en voz alta mientras se metía en la cama.