22

En el castillo de Elcho, la noche de la aparición de la joya de los Carmichael, se celebró una gran fiesta. Todos bailaron. Todos rieron. Incluso el duque pareció divertirse, algo que a todos les hizo feliz.

—Me ha comentado Fiona que su hijo ha dicho que nos traslademos a las habitaciones superiores —les cotilleó, emocionada, Julia.

—¡Ni loca! —sentenció Montse—. No quiero estar cerca de ese cavernícola. Sé que este momento de euforia pasará y comenzará a hacerme la vida imposible de nuevo. No, definitivamente, paso. Seguiré donde estoy y punto pelota.

Sus amigas la miraron con gesto adusto.

—Ay, mi niña, ¿pero no has visto cómo te mira el duque ahora? —murmuró la canaria.

—Sí. Y, precisamente, no me gusta —susurró Montse aterrada.

Si de algo era consciente, era de las miradas de Declan Carmichael, pero lo peor de todo era que a ella en cierto modo le gustaban. Había algo en aquella mirada castaña que le ponía cardiaca ¿Pero cómo no reaccionar ante un hombre así?

Colin, el hermano de Edel, la sacó a bailar instantes después. Olvidándose de todo, sonrió y disfrutó de la noche mientras Declan Carmichael la observaba y se mantenía a distancia.

A la mañana siguiente, tras una velada en la que todos trasnocharon, Montse se levantó y expuso a sus amigas la decisión que había adoptado: iba a seguir comiendo en las cocinas y durmiendo en su cuarto. Juana y Julia no compartieron su ultimátum, pero la respetaron, y para que no se quedara sola aceptaron seguir durmiendo en la misma habitación, aunque le dejaron claro que subirían al salón a la hora de las comidas. Fiona intentó hablar con ella, pero acabó comprendiendo que era imposible convencer a la joven de que cambiara de opinión. No quería forzarla. Sin embargo, cuando Declan Carmichael se enteró, se molestó y, como era de esperar, volvieron a discutir.

—Qué tío más insoportable —gruñó Montse, en el cuarto que compartía con sus amigas y con Fitz, el perro—. Es un déspota, un mandón, un creído, un negrero… ¡Pero si sólo falta que le llamemos «buana»!

—No exageres —rió Julia, recogiéndose el pelo.

—Ay, mi niña —se mofó Juana—. A veces eres más fantástica que la lencería de Disney.

—¿Fantástica? ¿Exagerada? ¿Habéis visto cómo me ha hablado y mirado hace unos instantes? Si sólo le faltaba cogerme del cuello.

—Normal, no haces más que llevarle la contraria —le reprochó la canaria.

—Bueno, vale, lo asumo. A veces soy un poco mosca cojonera; pero no le soporto y me joroba ver cómo pasa de su hija, sin pararse a pensar en sus sentimientos.

—Creo que lo que te pasó con tu padre, lo estás reflejando en ellos. Ver como él no hace caso a la niña te hace sentirte identificada con Maud ¿verdad? —preguntó Juana con Fitz en brazos.

—Sí. Y por ello te juro que me gustaría cogerle de las orejas y decirle: «Tú, capullo, espabila o tu hija nunca te querrá», pero claro, si hago eso…

—Si haces eso, por mucho que te adore todo el mundo por haber devuelto su joya, creo que directamente nos pone de patitas en la calle —indicó Julia—. Por lo tanto, ándate con ojo, que no tenemos adonde ir y, por desgracia para todas, aún nos quedan unos días en este siglo.

—Oh, Dios, no veo el momento en el que este mal sueño se acabe; llegar a mi apartamento y darme un bañito con mis sales relajantes. —Susurró Montse, tumbándose en su camastro.

—Y yo de ver a mi Pepe…

Montse no la escuchó y siguió con sus deseos.

—Después del baño, me haré un bol de palomitas al punto de sal y me sentaré en el sofá de mi pequeño e humilde salón a ver una peli.

—Oh, sí —asintió Julia—. Una comedia divertida donde triunfe el amor, cogida de la manita de mi Pepe, mientras compartimos unos pistachos y una Coca-Cola.

—Uf, me muero por volver a mi realidad y dejar esta puñetera pesadilla —repitió Montse dando un golpe en su cama—. Eso sí. No me volváis a permitir pedir más deseos ni chorradas de ésas, a no ser que pida ser rica. ¡Muy, muy rica!

—Pues aún a sabiendas de que me vais a poner verde, yo discrepo de vosotras —dijo Juana—. Yo estoy encantada de estar aquí y haber conocido a Alaisthar.

—Tú estás tonta —se quejó Julia.

—Sí, mi niña, pero tonta por él —aceptó, haciendo reír a Montse—. ¿Os habéis dado cuenta de lo caballeroso que es en todo momento conmigo?

—Sí claro, hija, hasta que arrime cebolleta y consiga lo que todos quieren —la recriminó Julia, haciéndolas reír—. Mira, reina, hazme caso y ándate con ojito, que un hombre es un hombre viva en el siglo que viva.

Divertidas, las tres salieron de su cuartucho dispuestas a ayudar a Agnes y Edel.

Después de un duro día de trabajo, como cada tarde al caer el sol, los guerreros Carmichael hacían el cambio de guardia. Siempre había gente del clan por los alrededores de Elcho. No corrían buenos tiempos y no querían que el enemigo les pillara desprevenidos.

Acabada la faena, Montse se sentó cerca de las caballerizas con Agnes y Edel, mientras éstas observaban a sus enamorados, Percy Braser y Ned Cullman. Dos highlanders embrutecidos y curtidos por el sol.

—Oh, Cindy —susurró Agnes acalorada—. Cuando le veo tan cerca me siento desfallecer.

—¡¿Cerca?! —se mofó Montse al escucharla—. Pero Agnes, por Dios, si apenas le distingo los ojos de lo lejos que está. ¿Cómo puedes desfallecer si ni siquiera sabes si te ha mirado?

Pero ella no contestó. Se limitó a mirar con cuidado hacia donde estaba su hombre y sonreír como una boba.

—Qué guapo está Ned hoy —susurró Edel, al verle asear a su caballo.

Cansada de esos absurdos comentarios, Montse se levantó y las encaró.

—Vamos a ver, ¿vosotras les habéis dado a entender algo? ¿Ellos saben que estáis colgadas por sus huesos?

Edel y Agnes se miraron en muda comprensión.

—¿¡Colgadas!? ¿Quién está colgada? —preguntó la primera llevándose la mano a la boca.

—A ver, que me explico —sonrió Montse—. Lo que quería decir es que si saben que vosotras sentís algo por ellos.

—Sí.

—¿Y? —preguntó Montse.

—A veces hemos paseado. Incluso en el enlace de Roger y Martha, bailamos.

—¡Fantástico! —aplaudió Montse, aunque se detuvo al ver el gesto de ellas—. Vale, ¿qué no es fantástico?

—Que cada vez que aparecen las doncellas de la señorita Rose O’Callahan, ni nos miran. Es más. La última vez que ellas estuvieron aquí, coincidió con la celebración del bautizo del hijo de Tom y Gola y ellos ni se acercaron. Sólo tenían ojos para ellas —explicó Agnes, con un mohín de enojo.

—¿Quién es Rose O’Callahan? —preguntó Montse.

Las criadas cruzaron una más que significativa mirada.

—La hija de Roger O’Callahan.

—Una antipática y creída dama, que se cree la dueña de este hogar cada vez que viene —criticó Agnes—. El señor y ella se ven de vez en cuando y se rumorea que pronto será la mujer de nuestro laird, aunque él no confirma nada. ¡Ay! ¡Que vienen los hombres!

Tras acicalar a sus caballos, los highlanders caminaron hacia donde estaban ellas. Sin quitarles ojo, Montse comprobó cómo las miraban y saludaban con la cabeza mientras ellas sonreían y pestañeaban como dos tontas. Cuando se quedaron de nuevo a solas las tres, Montse dio un codazo a cada una.

—¡Pero si es que se lo estáis poniendo en bandeja, por Dios! ¿No os dais cuenta de que ellos saben que babeáis por donde pisan? Si lo que decís sobre las doncellas de esa tal Rose es verdad, lo que tenéis que hacer es daros a valer; no sonreírles como dos bobaliconas cada vez que ellos se dignen a miraros. Esos engreídos se merecen que vosotras les paguéis con la misma moneda.

—¿Misma moneda? —preguntó Edel.

—Exacto. Si vosotras hicierais lo que ellos, se darían cuenta de que con vosotras no se puede jugar. Pero claro, si vosotras soportáis todo lo que ellos hagan, ¿cómo les vais a enamorar?

Las muchachas se miraron y se encogieron de hombros. Quizá tuviera razón.

—¿Y cómo podemos hacer eso? —preguntó Agnes.

En ese momento llegó la pequeña Maud corriendo hasta ellas. Al ver su gesto acalorado y las lágrimas corriendo por su rostro, Montse se agachó y se olvidó de las preguntas de sus amigas.

—¿Qué pasa, princesa?

—A Fitz le ha pasado algo —sollozó la cría—. Está allí, entre los arbustos.

Al ver la angustia reflejada en aquel angelical rostro, Montse agarró la mano de la niña.

—Vamos, indícame dónde está Fitz.

Acompañada por las tres jóvenes, la niña las guió entre los robles hasta un pequeño claro. Allí, en un lateral del mismo, el perrillo gimoteaba con algo clavado en una de sus patas.

—Cielo, no mires —susurró Edel tapándole los ojos a la pequeña.

—Esperad aquí. Iré a ver qué le ocurre —indicó Montse.

Con cuidado se arremangó la vieja falda y, poco a poco, se fue acercando al animalito. El perro la miró y gimió. Luego movió el rabo reclamando ayuda. Conmovida por sus lamentos, se acercó hasta él y se agachó para comprobar que una especie de trampa le atravesaba una pata y, lo peor de todo, había perdido mucha sangre.

—Hola Fitz. Intentaré ayudarte —susurró, tocándole la cabeza.

Tras comprobar la trampa y estudiar cómo quitarla, intentó abrirla; pero le resultó imposible. Aquello estaba encajado. Sólo había una forma: llevarlo al castillo y buscar allí algo con lo que conseguirlo.

Con seguridad, se quitó el chal que llevaba, lo puso en el suelo, posó al animal sobre él y, con mucho cuidado, lo cogió. Aquel movimiento hizo que el perro aullara de dolor.

—Tranquilo pequeño, tendré cuidado, te lo prometo.

Con los brazos ocupados, llegó hasta donde la niña lloraba junto a las criadas.

—¿Lo ves Maud? Fitz está bien —le dijo, con la intención de calmarla, agachándose. La niña asintió.

—¿Puedo tocarlo? —preguntó.

—Por supuesto, cariño. Pero con cuidadito, que está dolorido.

—¿Qué le ha pasado, Cindy? —preguntó la niña con los ojos plagados de lágrimas.

—Se ha clavado algo en la pata, pero no te preocupes, se lo voy a quitar con lo primero que encuentre en el castillo.

La niña asintió más aliviada y, de la mano de las criadas, se dirigieron hacia la zona de servicio. Entraron directamente por las cocinas. Una vez allí, Edel despejó la mesa y Montse depositó encima al animal, que perdía mucha sangre. Miró a su alrededor en busca de algo con que abrir la trampa, pero al no encontrarlo salió corriendo.

—Enseguida vuelvo. No le mováis.

Dicho esto se recogió las faldas y corrió hacia las caballerizas, sin percatarse que desde una de las ventanas de su despacho Declan Carmichael la observaba correr. Llegó hasta las caballerizas y, tras observar a su alrededor, cogió unos pinchos de forja y regresó de vuelta a la casa.

—Voy a meter los dos pinchos dentro del cepo. Cuando yo te diga, coges uno de ellos y tiras con todas tus fuerzas hacia la derecha. Yo tiro hacia la izquierda y tú, Agnes, sacas la pata de ahí en cuanto veas que se abre. ¿Entendido?

La pequeña las observaba con los ojos como platos.

—Cielo… tú ponte allí. No quiero que te manches —le pidió.

La niña obedeció, aunque a los dos segundos volvía a estar junto a ellas. Con decisión, Montse introdujo primero un pincho, después el otro e hizo una seña a Edel. Ambas comenzaron a forzar los muelles, pero al mover los dientes de aquel instrumento y liberar de la presión las heridas del animal, la sangre saltó y las salpicó. Agnes intentó actuar con toda velocidad, rescatando la pata del animal, para que estas pudieran soltar los hierros.

La alegría fue colectiva cuando por fin vieron al perrillo libre de su tortura, aunque Montse se alarmó cuando comprobó que la pequeña tenía gotas de sangre en la mejilla y el vestido.

—Pero, cielo, ¿no te había dicho que te alejaras? Mira cómo te has puesto.

Fitz ¿está bien? —preguntó ella, ignorando la regañina.

Pero no tuvieron tiempo de responder a la pequeña. Declan Carmichael estaba ante ellas con gesto impasible, pero al ver las manchas de sangre que lucía su hija, no reparó en nada más.

—Por todos los santos, Maud, ¿qué te ha ocurrido?

«Buenooooo… ya la tenemos liada», pensó Montse al ver cómo limpiaba la mejilla y el pelo a su hija con manos temblorosas.

Cuando finalmente comprobó que su pequeña estaba bien, Declan se incorporó y clavó una mirada asesina en las mujeres.

—¿Por qué mi hija estaba cubierta de sangre? —rugió.

Las criadas palidecieron tan de repente, que Montse pensó que se iban a caer redondas del susto. Por ello, dando un paso al frente, decidió responder con toda la educación que pudo.

—Por Maud no te… no os preocupéis, no es suya la sangre que la cubre; aunque sus alaridos la están asustando —cuchicheó señalando a la niña que se encogía a su lado.

Declan miró a su hija y la puso a su lado cogiéndola del hombro, pero Montse no esperó a que iniciara el ataque que, sin duda, pensaba dedicarle.

—Estoy segura, señor, que estáis deseando hablar conmigo para decirme algunas cosas que seguramente serán ofensivas y muy desagradables, pero ahora, si no os importa, deberíamos atender a Fitz antes de que se desangre —sin darle tiempo a contestar, se dirigió a Edel dándole un codazo—. Busca a Norma con urgencia, la necesito. Estoy segura de que ella sabrá como curarle.

La criada, con el susto reflejado en los ojos, volvió la vista hacia su laird que, al ver al animal sobre la mesa de la cocina, concedió su permiso con un gesto. Edel salió disparada en busca de Norma, mientras Montse, ignorando la dura mirada del duque, se agachó para susurrarle algo al animal que apenas se movía ya.

—No te preocupes Fitz, te vamos a curar. Confía en mí.

Mojó su mano en agua y se la pasó con delicadeza por el hocico y la lengua para que éste sintiera su frescor. El animal, agotado, le lamió la mano y emitió un gemido de dolor que hizo llorar a la pequeña. Declan, paralizado por el llanto de su hija, no supo qué hacer. No era muy dado a las demostraciones de afecto, así que Montse, al ver su pasividad, se volvió hacia la niña y se acercó a ella.

—Ah no, eso sí que no, princesa. No es momento de llorar, ahora es momento de buscar soluciones. Si Fitz te oye llorar se va a poner muy triste y se va a preocupar, y ahora lo que él necesita es estar tranquilo para recuperarse.

Aquella actitud positiva sorprendió muy gratamente a Declan. La joven, con voz suave y unas pocas palabras, había conseguido que su hija dejara de llorar y se limpiara las lágrimas.

—Se va a poner bueno, ¿verdad, Cindy?

Con una sonrisa arrebatadora, Montse asintió.

—Pues claro que sí, cielo. Y cuando lo haga, te prometo que lo vamos a pasar muy bien con él. ¿Vale?

En ese momento entró Julia en la cocina, seguida de Edel. Se acercó con rapidez al animal al tiempo que cuchicheaba en español con su amiga.

—Tengo que recordarte que yo soy médico de cabecera, no veterinario.

—Pues mejor para ti, así si te equivocas este paciente no podrá denunciarte; por lo tanto, cierra el pico y ponte a trabajar —respondió Montse bajo la atenta mirada de Declan—. Seguro que sabes hacer algo más que yo.

Entendiendo lo que quería decir, suspiró y comenzó a examinar la pata del animal. Segundos después empezó a dar órdenes.

—Necesito whisky y agua caliente, unos trapos limpios, aguja e hilo.

Las dos criadas volvieron a mirar a su señor, que de nuevo y sin abrir la boca, asintió. Ambas comenzaron a revolotear por la cocina.

—Princesa —dijo Montse, aunque miraba a su padre—. Creo que deberías marcharte con tu papá y cambiarte de ropa. Estoy segura de que Fitz querrá verte guapa en cuanto se encuentre mejor.

Sin abrir la boca, Declan tomó con fuerza la mano de su hija y desapareció. Una vez que ellas se quedaron a solas, Montse regresó junto a Julia.

—Haz lo que puedas por Fitz. Es el único amigo de Maud —le rogó.

Algunas horas después, tras haber improvisado aquella pequeña operación en la cocina del castillo, Julia, satisfecha con los resultados, se sentaba y Edel y Agnes se marchaban a descansar.

—Bueno, creo que mi paciente vivirá; aunque estoy segura de que le quedará una cojera de por vida.

—A Maud eso no le importará —sonrió Montse observando el animal.

Mirando a su alrededor, Montse reparó en la botella de whisky que habían utilizado y la tomó en las manos para leer la artesanal etiqueta.

—¿Cuánto crees que valdría esta botella en el siglo XXI?

—Uf, una barbaridad. Lo que daría yo porque mi Pepe se tomara una copita de este whisky.

Montse cogió dos pequeños vasos y sonrió.

—Tu Pepe no sé, pero tú y yo nos vamos a tomar ahora mismo un chupito, porque nos lo merecemos.

Divertidas por aquello, hicieron chocar los vasos, brindando. Después, directamente se lo bebieron de un trago.

—¡Aug! —carraspeó Montse cuando el líquido dorado se escurrió por su garganta.

—¡Uf! ¿Cómo le puede gustar esto a mi Pepe? —se mofó Julia cuando lo saboreó.

—Tendrá el paladar curtido para degustar estas cosas. Por cierto, ¿dónde está la futura madre de los Sutherland Hilton? —dijo riendo, Montse.

—Paseando con el futuro padre —le siguió la broma Julia.

Una vez repuestas de la quemazón que el whisky produjo en las gargantas de ambas, Montse señaló hacia la botella.

—La verdad es que esto levanta a un muerto.

—Hablando de muertos… ¡Yo estoy muerta! —bostezó Julia—. ¿Te vienes a la camita?

Montse miró al animal, se estiró y suspiró.

—Ve tú, que enseguida iré yo.

Julia no se hizo de rogar e instantes después desapareció por la puerta. Montse se levantó y miró por la ventana. El aire movía la copa de los árboles. Se acercó a la puerta de la cocina y la abrió para que el aire refrescara su cara. Durante unos segundos cerró los ojos y pensó en todo lo que les estaba ocurriendo y en lo bien que lo estaban llevando. Con cuidado se acercó al perro y lo miró, el animal dormía plácidamente, así que se sentó de nuevo junto a la mesa y se sirvió otro chupito de la botella de whisky. Levantó el vaso y miró al perro.

—Por ti, Fitz. —Se lo bebió de un solo trago.

Haciendo un montón de aspavientos para tragar aquello, dejó el vaso sobre la mesa y se apoyó en ella cerrando los ojos. Estaba cansada. Muy cansada. El fuego de la cocina, unido al calor de la bebida, la adormilaron. No supo cuánto tiempo permaneció de ese modo, hasta que escuchó:

—Señorita Crawford. Señorita Crawford…

Al oír aquel susurro cerca del oído, se asustó. Levantó los párpados y lo único que vio fue la mirada glacial de Declan Carmichael frente a ella. Durante unos segundos ninguno apartó los ojos de los del otro, hasta que por fin ella se levantó, retirándose el cabello que le caía sobre la cara.

—¡Caray! me he quedado dormida y… —murmuró.

—Ya me he percatado —respondió él, con su habitual gesto serio—. Me gustaría conversar con vos, por favor, tomad asiento.

Montse no rechistó y se sentó en la misma silla de la que se había levantado segundos antes.

—¿De qué deseáis hablar?

Declan Carmichael se apoyó en el quicio de la puerta antes de contestar.

—Aquí, señorita Crawford, las preguntas las hago yo.

Al escucharle sonrió y gesticuló, muerta de cansancio.

—De acuerdo, pero que sea rapidito, porque estoy agotada.

—¿Alguien le ha dicho alguna vez que sois una insolente?

—Sí, vos ahora mismo. ¿Le vale la contestación o preferís que ingenie otra? Porque os aseguro que mi léxico es fantástico.

—¡Osáis cuestionarme!

—¡¿Yo…?! —susurró en tono de mofa, sacándole de sus casillas.

Molesto por sus contestaciones, dio un paso al frente.

—Comedid vuestras palabras.

Soltando un suspiro de resignación, Montse calló. Parecía increíble que aquel tipo fuera el mismo con el que había disfrutado del paseo a caballo días antes.

—¿Quiero saber quién sois y de dónde venís? Y también, ¿por qué teníais la joya de los Carmichael? Y quiero la verdad ¿Me habéis entendido?

«Ay, madre, cómo le cuente la verdad, éste me asesina aquí mismo. No me va a creer, pero se la voy a contar. Total, va a reírse de mí diga lo que le diga», pensó al darse cuenta de cómo la observaba. Y ni corta ni perezosa comenzó su explicación intentando mantener el respeto con el molesto protocolo de la época.

—Mi nombre ya lo conocéis. —Él asintió—. En cuanto a vuestra segunda pregunta, de dónde vengo, estoy segura de que no vais a creer lo que os voy a contar, señor; pero me habéis pedido la verdad, y por lo tanto, ahí va. Tanto mis amigas como yo venimos del futuro, del siglo XXI. Vivimos en Londres por motivos laborales y, en una rifa tras una competición de karate, a Paris Hilton le tocó un viaje a Escocia…

Declan, aturdido, no entendía la mitad de las palabras que aquella mujer decía, pero la dejó continuar.

—Encontré la joya de los Carmichael en una tienda de antigüedades de Edimburgo. La señora de la tienda se empeñó en que me la tenía que comprar junto con un espejo, y mis amigas, que deseaban regalarme algo, hicieron feliz a la vendedora. Sobre estas ropas de tan mala calidad que llevo, os diré que las compramos para asistir a una cena medieval en el puerto de Leigh. ¡Os lo juro! —siseó al ver la cara de incredulidad de él— y allí me encontré, por una de esas casualidades de la vida, con Erika, La Escocesa, quien, para que me entendáis, es como una maga o una bruja en este siglo. Erika fue como una madre para mí cuando yo era pequeña y, medio en broma, me preguntó si quería pedir tres deseos; como cuando era una niña. Y yo ¡Oh Dios!, tonta de mí y animada por las locas de mis amigas, los pedí —omitió parte de la verdad. No pensaba decirle que estaba allí por él—. El primer deseo fue tener una aventura imposible por estos lugares, el segundo que Paris encontrara el amor y…

—¿Y el tercero? —se mofó al escucharla.

—Ése no me dio tiempo a pedirlo. Un rayo cayó del cielo, partió un árbol en dos y se fue la luz. Asustadas quisimos regresar a nuestro hotel, pero tropecé y las tres caímos a las aguas del puerto de Leigh. Cuando nos quisimos dar cuenta, estábamos… estábamos aquí. ¡Oh Dios mío! Pero si es que yo misma, mientras lo cuento, ¡no me lo creo! Después conocimos a Edel y juntas escapamos de unos hombres con un aspecto desastroso que, si os soy sincera, no sé quiénes eran y por supuesto tampoco lo quiero saber. En el camino Alaisthar nos encontró y nos trajo aquí, a Elcho. Y ésa, señor Carmichael, es la verdad de quién soy y de dónde vengo, por muy alocada, increíble e inexplicable que os parezca la idea.

Durante un buen rato Declan se quedó callado. Aquella historia llena de palabras ininteligibles para él, era la cosa más disparatada que había escuchado nunca. ¿Cómo tomar en serio una cosa así, aunque le hubiera devuelto el colgante de los Carmichael? Por ello, dando por hecho que aquella joven estaba realmente ebria, señaló la botella de whisky y el vaso vacío.

—Por lo que veo os gusta el whisky ¿verdad?

—¿Pensáis que estoy perjudicá? —dijo al intuir lo que él insinuaba.

—¡¿Perjudica?! —repitió él, sin comprender.

—Sí, borracha —aclaró molesta—. Pero bueno ¿Qué estáis queriendo dar a entender, tío listo?

El hombre apartó la mirada esbozando una leve sonrisa, mientras colocaba la botella en una repisa.

—Nada. Yo no doy a entender nada. Sólo escucho y me atengo a la evidencia. —Respondió sin mirarla.

—Oh sí, seguro —bufó ella, encarándosele—. Mirad, las conclusiones que estáis sacando no son nada acertadas. Os he contado la verdad. Lo que tú… Lo que vos me habéis pedido ¿Por qué no me podéis creer?

—¿Quizá porque yo no he bebido whisky? —se burló él—. Disculpadme, pero lo que habéis relatado es la fantasía de una mujer que está rematadamente loca o la de un buen juglar con mucha imaginación tras una noche de borrachera.

—¿Sabéis una cosa? —Él la miró con la ceja levantada—. ¡Me da exactamente igual lo que penséis de mí! Me da igual si me creéis o no ¿Y sabéis por qué? Pues porque dentro de pocos días, con suerte, habré regresado a mi siglo y no tendré que volver a veros la jeta nunca más. Sois el ser más mal educado, ruin y embrutecido que he tenido la desgracia de conocer en toda mi vida, y yo… Yo sólo quiero olvidarme de que estuve aquí —gritó poniéndose en pie, sin importarle cómo la miraba—. Espero no volver a soñar con vos, ni con nada que tenga que ver con este maldito lugar, en toda mi puñetera vida.

—Vuestra exaltación me hace creer que estáis realmente mal, señorita Crawford.

—Oh, Dios, dame paciencia —gimió poniendo los ojos en blanco.

Aquel gesto, tan gracioso y desesperado a la vez, hizo a Declan curvar los labios. No creía nada de lo que le había dicho, pero su vehemencia al contarlo y su vivacidad al discutir con él, llamaba su atención. Pero no dispuesto a agradarla, clavó sus ojos en su desaliñado aspecto.

—No creéis que deberíais asearos un poco. Vuestro aspecto es deplorable.

Boquiabierta se miró la falda y la camisa llena de la sangre del perro.

—¿Sois siempre tan desagradable con todo el mundo? ¿O es que tenéis algo transitorio, particularmente conmigo?

—Particularmente con vos… ¡Dios me libre de tener nada! —rió Declan de tal manera que a Montse le dieron ganas de soltarle un patadón, aunque se contuvo. Si le agredía, todo se complicaría más.

—Sois un… un…

Pero antes de que ella pudiera soltar un insulto, él la miró con la arrogancia de un hombre que está acostumbrado a mandar y a que le obedezcan.

—Cuidad vuestra lengua, señorita Crawford. Si me siento ofendido, vos y vuestras dos amigas saldréis de mis tierras en menos que canta un gallo, y os aseguro que los caminos hoy en día no son lugar para que deambulen mujeres solas, aunque vengan del siglo XXI —se burló al decir aquella última frase.

—Mirad, me callaré todo lo que me ronda por la cabeza por…

—Sí, mejor callaos —coincidió él.

—Después de que os calléis vos —resopló, agotada de intentar mantener la pleitesía.

—Os gusta decir siempre la última palabra…

—Por supuesto, no lo dudéis.

Como un toro de miura a punto de salir de un toril, Montse le miró. Le quería ahogar. No, mejor asesinar, pero optó por marcharse después de decir la última palabra.

Una vez que Declan se quedó solo en la cocina, sonrió y mirando al perro susurró tocándole con afecto en la cabeza:

—Me alegro que estés bien Fitz, pero cuanto antes se aleje esa loca de Maud, de ti y de todos nosotros, mejor.