La anciana ordenó a todos que volvieran a sus tareas y se llevó a las jóvenes al interior de la fortaleza, donde les proporcionó algo de intimidad para que se asearan en uno de los cuartos de servicio. Después pidió a las criadas que prepararan la cena para los recién llegados. A juzgar por sus caras, debían de estar exhaustos.
Cuando entró en el castillo, Montse se fijó en una puerta entreabierta. Allí estaba el salón donde ella, días antes y en otro siglo, había visto el cuadro de Declan Carmichael.
Después, una agradable joven de pelo rojo llamada Agnes, las llevó por la escalera de servicio hasta una habitación en la planta baja y las dejó solas.
—Madre mía, madre mía. Te has lucido con el hombre de tus sueños —se burló Julia mientras se desenredaba el pelo.
—¿Hombre de mis sueños? —protestó Montse malhumorada, estirándose la vieja falda color violeta que estaba destrozada—. Querrás decir con el coco de mis pesadillas. ¿Pero habéis visto que tío más cerril?
—Sí, mi niña —asintió Juana—. Menuda cara de mala leche que se gasta el pollo.
—Por Dios —prosiguió Montse, quitándose el colgante para guardarlo en el bolsillo de su ajada falda—. Si sólo le ha faltado coger el peñasco y ponérmelo de sombrero. Pero ¿en qué cabeza cabe que yo voy a provocar lo que ha ocurrido? ¡Será idiota! Si me he desollado los codos por su culpa —susurró al ver los raspones.
—Montse, muérdete la lengua un poquito o…
—Cindy —la rectificó, cortándola—. Ahora soy Cindy. ¡Recuérdalo!
Tras soltar una risotada, Juana empezó de nuevo.
—Cindy Crawford, muérdete la lengua un poquito o vas a tener muchos problemas con ese highlander. Y llámale de vos, porque me parece a mí que éste es un hueso duro de roer. Nada que ver con los tipos con los que estás acostumbrada a lidiar en nuestro tiempo.
—¡Bah! Desde ahora mismo te digo que no quiero conocerlo.
En ese momento sonaron unos golpes en la puerta y antes de que ninguna contestara, se abrió.
—¿Puedo pasar? —preguntó la niña, mirándolas.
—Ya estás dentro —bromeó Juana, guiñándole un ojo.
—Por supuesto, cielo, pasa —respondió Montse al verla.
La niña, feliz, cerró la puerta y se acercó a Montse, que estaba sentada en la cama mirándose el codo.
—¿Te duele? —la preguntó al ver la herida.
—No, no duele —sonrió mirando a la niña, de ojos celestes y cabellos dorados como el trigo—. ¿Cómo te llamas princesa?
—Maud Carmichael.
—¿Maud? Qué bonito nombre —asintió Julia.
—¿Y vosotras? —preguntó la cría.
—Mi nombre es M… Cindy. Cindy Crawford —volvió a sonreír al decir aquello—. Ella es Paris Hilton y la que está peinándose se llama Norma Duval.
Feliz, la niña saltó hasta ponerse junto a Julia.
—Norma, ¿me peinas un poquito?
Encantada por aquella petición, sentó a la niña sobre la cama y comenzó a peinar su largo y bonito cabello rubio. Instantes después, la puerta sonó y apareció la mujer de pelo canoso que, al ver a la niña allí, murmuró algo para sus adentros.
—Maud, ¿no te dije que no molestaras a nuestras invitadas? —regañó a la pequeña.
—No os preocupéis, milady. No molesta —dijo Montse al verla.
La anciana, al ver la sonrisa de Monte, se acercó a ella.
—Siento mucho lo que ha ocurrido con mi hijo. Tiene un carácter endemoniado, pero Declan es un buen hombre, aunque estos días son especialmente difíciles para él.
—¿Por qué? ¿Qué le ocurre? —preguntó Julia, ganándose una dura mirada de sus amigas, por cotilla.
—En breve se cumplirá el octavo aniversario de la muerte de Isabella, su mujer. —Luego miró a Montse y continuó hablando—. Estoy segura de que cuando se dé cuenta de cómo se ha portado, intentará enmendar el trato que te ha dispensado…
—No os preocupéis —repitió Montse sin quitar el ojo a la pequeña, que las observaba—. Aunque la verdad, me dieron ganas de coger otra piedra y rompérsela en la cabeza, ¡por terco! Pero no se lo comentéis o será él quien la rompa sobre la mía —bromeó.
Fiona, al escuchar aquello cruzó la vista con la pequeña y, tapándose las bocas, ambas rieron por lo bajo. Pensó que aquello era una de las cosas más divertidas que había escuchado acerca de su hijo.
—En Edimburgo no tuve la oportunidad de agradeceros lo que hicisteis por nosotras aquella noche. Estoy convencida de que si vosotras no hubierais aparecido, habría ocurrido una fatalidad. Mi pequeña Maud… —con los ojos húmedos por la angustia, la anciana murmuró—: Os estaré eternamente agradecida, muchachas.
Montse, conmovida por las palabras de la mujer, se acercó a ella y, para su desconcierto, la abrazó.
—Fue un placer ayudaros, milady. Lo haríamos una y mil veces. Os lo aseguro.
Agradecida por aquel contacto tan directo, algo a lo que la anciana no estaba acostumbrada, sonrió.
—Llamadme Fiona, por favor.
—Anda, como la mujer de Shrek —soltó la canaria, pero al ver la cara de sus amigas intentó enmendar el error—. Fiona… Qué nombre tan precioso.
Divertida, la anciana, que acostumbrada a estar mucho tiempo sola, con la única compañía de la pequeña Maud, las invitó en un arrebato.
—Cuando estéis preparadas, subid al comedor para cenar. Será algo improvisado. No esperábamos tanta gente.
—Oh, no os preocupéis. Con el hambre que tenemos, cualquier cosa nos viene bien —respondió Julia.
Diez minutos después, las tres jóvenes, la anciana y la niña entraron en un pequeño comedor en el que encontraron ricos y excelentes manjares dispuestos sobre la mesa.
—¿Pero no había dicho Fiona que era algo improvisado? —susurró Juana al ver aquella opípara cena.
Tan sorprendida como ella, Montse se encogió de hombros, mientras Julia comenzaba a hablar con la anciana de flores y plantas, un tema que la apasionaba. Poco después y como algo excepcional, Fiona invitó a Edel a la mesa, que llegó con timidez del brazo de su hermano Colin. Se la veía feliz y eso a Montse le gustó. Aquella humilde muchacha a la que apenas conocía, se había fiado de ellas a pesar de haberles contado algo difícil de creer y les había dado un voto de confianza. Aunque sólo fuera por ella, debían de comportarse.
Pero su ánimo cambió al ver entrar a Alaisthar junto a Declan Carmichael. Perpleja le observó. El hombre que durante años había invadido sus sueños, al que había anhelado conocer, resultaba ser un idiota altivo con el que no merecía la pena ni hablar. Aunque no pudo negar que era muy atractivo. Aquella chaqueta azul y los pantalones oscuros le quedaban como al mejor modelo de Armani.
—Madre, ¿qué hacen ellas aquí? —preguntó molesto al ver a las intrusas.
La anciana respondió sin inmutarse.
—Son nuestras invitadas Declan. Sé amable.
Con gesto de enfado, se sentó de malos modos a la mesa. No le hacía gracia compartir estancia con aquellas mujeres. Montse fue incapaz de callar ante semejante despliegue de falta de educación.
—Señor, si tanto os molesta nuestra compañía, podemos irnos a comer con los perros. Seguro que ellos no protestan.
El hombre levantó la mirada hacia ella. Aquella descarada no le gustaba, pero cuando iba a contestar, Alaisthar le propinó un leve golpe en el hombro pidiéndole calma. Calló. Declan y el pelirrojo se miraron durante unos segundos y al final Alaisthar sonrió.
—Ay, que mono es. Es más salao que los gayumbos del capitán Frudesa —suspiró la canaria hablando en español—. No me cabe la menor duda de que durante el tiempo que esté aquí voy a tener un rollito con Alaisthar. ¿Has visto como me mira?
Montse clavó los ojos en su amiga y con gesto jocoso murmuró, mientras se sentaba lo más lejos posible del duque.
—No. Pero he visto como le miras tú a él y te conozco.
De primero les sirvieron un caldo de especias que a las muchachas les supo a gloria y luego una carne en salsa deliciosa. Tenían un hambre voraz y, al ver el bizcocho de frambuesas, la pequeña Maud aplaudió. Todos sonrieron y Montse se sorprendió al notar que el gesto de Declan se suavizaba durante unos instantes al mirar a su hija. Pero sólo fueron unos segundos, porque poco después su entrecejo estaba de nuevo en tensión y su rictus volvía a ser hosco.
Durante la cena Montse le observó con disimulo. Debía de medir cerca de dos metros, pues por la anchura de su espalda y su altura se le veía enorme. Sus ojos castaños, ahora tensos, eran espectaculares. Tenía un mentón cuadrado, nariz recta y cabellos oscuros. Lo llevaba recogido en una coleta que le daba un aire sexy y actual.
Montse a duras penas escuchaba lo que hablaban él y Alaisthar. Debía de ser algo importante, pues más bien cuchicheaban. Aunque se quedó de piedra cuando, en una ocasión, él levantó su mirada y clavó sus profundos y fríos ojos en ella a través de sus densas pestañas. Ella, rápidamente miró en otra dirección.
Acabada la cena, Edel se llevó a Maud a dormir. Después todos pasaron a otro pequeño salón. Una vez allí, Julia se enfrascó en una conversación con Fiona y Juana sólo tenía ojos para Alaisthar; que con Declan y Colin parecía hablar de política. Aburrida, Montse se disculpó sin que nadie la escuchara y se marchó. Necesitaba salir de allí y respirar aire fresco. Poco después, se encontró con Edel, que caminaba del brazo de Agnes contándole su experiencia.
—Cindy, ven —la llamó Edel—, ésta es Agnes.
—Encantada de conocerte, Agnes —sonrió Montse.
—Lo mismo digo.
—¿Vienes a pasear con nosotras? —le preguntó Edel. Ella aceptó encantada.
Durante aquella charla se enteró de que las dos jóvenes, junto con Colin y otras personas, eran el personal de servicio del castillo de Elcho. También de que Isabella, la madre de la pequeña Maud, había muerto de fiebres puerperales al día siguiente de que la pequeña naciera, con sólo veinte años, y que desde entonces el Duque de Wemyss había dejado de sonreír.
—Discúlpenos, señorita Cindy —murmuró Agnes al ver a Montse abrir la boca—. Quizá le estamos aburriendo con nuestra cháchara.
—Para nada Agnes y por favor llámame sólo Cindy —sonrió—. Pero llevo un par de días sin pegar ojo y estoy que me caigo a cachos.
—¡¿Te caes a cachos?! —susurró Edel sin entender sus palabras.
Al ver cómo se miraban las chicas, pensó que una traducción literal no solucionaría la duda, así que se retractó rápidamente. Aquellos cometarios suyos eran demasiado actuales para que esas jóvenes los entendieran.
—Disculpadme, a veces uso expresiones de mi tierra. Quería decir que estoy cansada porque no he descansado bien las últimas noches.
Las jóvenes se quedaron más tranquilas cuando la entendieron.
—Entonces, lo mejor es que te vayas a descansar.
Montse asintió y regresó al castillo, aunque antes de entrar miró hacia atrás y vio a las dos jóvenes doncellas encaminándose hacia un grupo de guerreros. Una vez dentro, la oscuridad la despistó ¿Por dónde tenía que ir? Llegó hasta el salón donde minutos antes estaban todos reunidos. Se asomó y comprobó que estaba vacío. Sólo el fuego anaranjado del hogar ardía sin descansar. Una vez orientada, se dirigió hacia las escaleras y, olvidándose de la falda que llevaba, se la pisó y rodó escaleras abajo.
—¡Mierda! Qué leñazo me he dado —susurró al incorporarse y sentir el sabor cobrizo de la sangre en la boca.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó una voz que bajó tras ella.
«Oh… no y ahora encima, éste» pensó al reconocerla.
Enfadada consigo misma por su torpeza, se levantó del suelo de un salto, con destreza y se enfrentó a él. Ante ella estaba el hombre con el que horas antes había batallado. Consciente de su malestar pero sin querer discutir con él, respondió sin apenas mirarle a los ojos:
—No os preocupéis, señor, no ha pasado nada.
Y volviéndose, se recogió con una mano la falda y siguió bajando las escaleras. Pero él la paró con una mano fuerte y la tocó con delicadeza el labio.
—Os habéis dañado en la boca, mujer. Debéis curaros con premura.
Soltándose de un tirón, respondió sin mirarle a los ojos.
—He dicho que no os preocupéis, ¡señor!
Sin más, prosiguió su camino. Entró en la habitación donde sus amigas dormían plácidamente y, tras enjuagarse la boca con un poco de agua fresca, la hemorragia se cortó. Luego se tumbó en la mullida cama y pensó antes de quedarse dormida:
«Por favor, por favor, por favor… Que al despertar todo esto no sea más que un mal sueño».