Continuar el camino a caballo fue más cómodo y, en especial, más rápido. Julia se tranquilizó. Aquellos tipos mal peinados y embrutecidos parecían civilizados. Alaisthar pidió a tres de sus hombres que llevaran a las mujeres en sus caballos y él, sin dudarlo, eligió a la mujer morena, la que se hacía llamar Paris Hilton. En el trayecto, Juana preguntó todo lo que se le vino a la mente y Alaisthar respondió divertido.
Al cabo de varias horas, bordearon una especie de lago y se adentraron en las montañas. Al principio, no tener que caminar hizo que los pies de todas ellas descansaran, pero tras varias millas sin apearse del caballo, el dolor de cuerpo se hizo insufrible.
—¿Queda mucho, Alaisthar? —preguntó Juana.
—No, señorita —respondió él—. Os prometo que antes de que…
—¿Por qué no me tuteas y me llamas por mi nombre, como hago yo contigo?
Él sonrió y, mirando los ojillos oscuros de aquella muchacha, aceptó.
—De acuerdo, Paris. Te prometo que antes de que los últimos rayos de sol desaparezcan, habremos llegado.
Y así fue. El camino fue tranquilo y, cuando el sol dejó de calentar, de pronto se escuchó a Montse gritar.
—Ay, Dios mío ¿Pero ése no es el castillo de Elcho?
Edel, se sorprendió de que conociera aquella pequeña fortaleza.
—¿Conoces el castillo?
Montse miró a sus amigas con horror y después a la joven ¿Cómo explicarle que en sus sueños aquella fortaleza aparecía una y otra vez? Y sobre todo, que habían visitado aquel castillo hacía sólo unos días, pero en siglos más tarde. Finalmente asintió con la cabeza y optó por callar. Era lo mejor.
Una vez llegaron, los caballos se pararon y las mujeres se apearon. Alaisthar se separó de Juana, que le sonrió encantada, para saludar a unos hombres que les recibieron con efusividad.
—¡¿Edel?!
La chica comenzó a correr para abrazar a un joven malherido que casi se arrastraba.
—¡Colin! Oh hermano, qué preocupada estaba por ti.
Se fundieron en un grato y agradable abrazo, mientras todos les observan y las tres intrusas se emocionaban. Minutos después, y agarrada a la curva de su codo, Edel le presentó a sus nuevas amigas.
—¿Dónde están los demás? —preguntó Alaisthar mirando a su alrededor.
Colin, feliz por recuperar a su hermana, dijo mientras caminaba con cuidado hacia el interior del castillo:
—Están en el ala oeste reforzando una de las paredes. Anoche la alcanzó un rayo.
Todos menos Montse comenzaron a andar hacia allí. Ella se había quedado petrificada mirando hacia el bosque que crecía junto al castillo. Su bosque; el bosque con el que siempre había soñado. Aquello la atenazó todavía más. Tenía miedo de continuar y averiguar con qué se encontraría. Histérica y preocupada, comenzó a tararear una canción.
—¿Qué te preocupa ahora? —le preguntó Julia.
Aquélla manía de cantar era algo que hacía saber a sus amigas que estaba inquieta.
—Esto es Elcho…
—¡No me digas! —se mofó Juana.
—Pero… pero… tengo que irme de aquí. ¿No recordáis mi deseo?
—Sí, hija, sí —murmuró Julia—. Cómo para olvidarlo.
—Llevo toda la vida soñando con este lugar y ahora… ahora estoy aquí.
—Sí, reina, sí… La gitana nos la ha jugado bien —se burló Julia cada vez más tranquila, consciente de que quienes las observaban parecían civilizados.
Montse comenzó de nuevo a tararear una canción.
—No me lo puedo creer. ¿Tienes miedo? —preguntó Julia con sarcasmo.
Incomprensiblemente, Montse asintió.
—Pues no es por amargarte aún más —continuó su amiga—, pero déjame recordarte que creo que son tres meses lo que vamos a estar aquí porque, a una gitana, a la que juro que despellejaré viva en cuanto la vuelva a ver, se le ha ocurrido concederte un absurdo deseo.
—¡No me lo recuerdes! —protestó Montse.
—Mira guapa, apáñatelas como puedas, pero aquí de momento la gente parece educada —susurró Julia—. Si tengo que estar un tiempo en este puñetero siglo, prefiero vivir aquí que en Edimburgo, entre mierda, ladrones y peste. Por lo tanto, apechuga con lo que pediste y déjate de miedos; que no creo que ese tío, el de tus sueños, te vaya a comer.
Su amiga tenía razón. Habían llegado hasta allí por culpa de ella y no había marcha atrás. Temblorosa, pero decidida a no salir corriendo, siguió a todo el mundo y se sorprendió al dar la vuelta a la esquina y ver a más de cien hombres sudorosos transportando piedras de gran tamaño subidos en lo alto de una especie de andamio.
Los hombres, al percatarse de las extrañas, las observaron con una extraña mueca en los labios. En sus ojos no se leía nada bueno.
—Ahora mismo me siento como una chuchería muy, pero que muy apetecible, a la salida de un colegio —susurró Juana.
Montse escuchó un crujido. Uno de los andamios, el más cercano a ella, parecía ceder bajo el peso de una enorme piedra. Miró la altura y la dirección de la caída. Sin pensárselo dos veces, corrió hacia donde estaba Alaisthar hablando con otro hombre y, sin previo aviso, primero empujó al pelirrojo y, cuando el ruido del peñasco parecía caer sobre su cabeza, se lanzó contra el otro hombre, haciéndole rodar con ella por el suelo. Cuando la piedra y la estructura cayeron al suelo, el estruendo fue descomunal. Todo el mundo se asustó.
Sin respiración, abrió los ojos para encontrarse bajo la enfadada mirada de un hombre. El susurro que exhaló fue incomprensible para él.
—¡Tú!
—¡¿Yo?! ¿Yo, qué?
Sobre ella estaba Declan Carmichael, Duque de Wemyss, mirándola con el ceño fruncido y cara de pocos amigos. Nada que ver con la mirada del hombre de sus sueños. Aquellos ojos eran fríos y crueles. Se levantó, sin prestarle ayuda, al tiempo que rugía con voz ruda y la intimidaba con su imponente estatura.
—Maldita seáis, mujer. ¿Qué habéis hecho?
Sorprendida ante su reacción, no se amilanó y gritó desde el suelo.
—¿Que qué he hecho yo?
—Sí ¡vos!
—Pero bueno… —siseó incrédula—. ¿Acaso eres tan corto que no te has percatado que he evitado que ese cascote te parta la cabeza? ¡So grosero!
Al ver que el hombre la miraba con gesto indescriptible, se levantó del suelo gruñendo y quitándose el polvo de la mugrienta falda.
—Ah, y gracias por ayudarme a levantar. Muy amable por tu parte.
Boquiabierto por como aquella desgreñada y sucia mujer, a la que apenas entendía, le gritaba, la cogió del brazo y espetó con malos modos.
—Cuando os dirijáis a mí, mujer, os exijo respeto. Soy el laird de estas tierras y, como tal, debéis tratarme —sorprendida, Montse le miró mientras él continuaba su perorata con gesto hosco—. No sé quién sois, ni deseo saberlo. Pero salid de mis tierras si no queréis que os azote y rebane vuestra sucia lengua. ¡Ya!
Agitada por su mirada, y en especial por el desprecio que percibió en sus palabras, se zafó de su agarre con un rápido movimiento. El gesto sorprendió a todos, incluido a Declan, que fue a asirla otra vez; pero ella se le escapó dando un salto hacia atrás.
—Ni se te ocurra tocarme con tus manazas. Y a mi lengua, olvídala.
Perplejo por el descaro de la joven, el duque de Wemyss se acercó a ella.
—¿Deseáis ser castigada? —siseó.
—¡Será fanfarrón este tío! —exclamó mirando a sus amigas que, con gestos horrorizados, le pidieron que callara.
—¿Qué habéis dicho mujer?
Montse, preparada para el ataque, iba a responder, pero una pálida Edel se interpuso entre ellos y reclamó la atención masculina.
—Mi laird, Cindy es…
—¡Cállate Edel! —pidió Declan, enfadado, apartándola hacia un lado para volver a encararse con Montse, que respiraba con dificultad.
Todo el mundo les miraba. Nadie hablaba así al laird Declan Carmichael, y menos una mujerzuela sucia y desconocida como aquélla. El ruido producido por el derrumbe había alertado a todos los que vivían en el castillo, que corrieron hacia allí para ver qué pasaba.
—¿Qué ha ocurrido hijo? ¿Estáis todos bien?
Declan, furioso, blasfemó; pero se contuvo al ver la cara de susto de la mujer de pelo canoso.
—Tranquila, madre. Todo está bien —dijo escuetamente.
Juana y Julia llegaron hasta su amiga y fue ésta última la que cuchicheó en español.
—Cierra el pico, abre el puño y déjate de tonterías, Cindy Crawford, que el horno no está para bollos con este tío. Si no quieres que nos lapiden, llámale de vos, haz el pino o compórtate como él quiera, ¡por favor!
Consciente por primera vez de que Julia tenía razón, Montse relajó los brazos. En ese instante, se escuchó la voz de una niña.
—Padre, ellas son las mujeres que nos auxiliaron en Edimburgo de los hombres malos que nos asaltaron —y acercándose a Montse, la niña sonrió—. Hola ¿te acuerdas de mí?
«¡Padre!» repitió para sus adentros Montse, sorprendida; pero dulcificando su tono de voz respondió.
—Hola princesa, claro que me acuerdo de ti ¿Cómo estás? —y agachándose para estar a la altura de la niña, le retiró unos pelos de la cara y se los puso tras la oreja.
—Maud, ven aquí —rugió Declan a su hija.
La niña, al escuchar la dureza de su voz, borró la sonrisa de la cara y, bajando la mirada hasta el suelo, fue al encuentro de su padre. Aquel gesto le recordó su niñez y le puso la carne de gallina. Sin pestañear, se incorporó y le miró con desafío ¿Por qué hablaba así a la niña?
Alaisthar, que había sido testigo mudo de todo lo ocurrido, se acercó a Declan y en voz baja le dijo en gaélico algo que pareció sorprenderle. El duque miró a Montse, asió con fuerza de la mano de su hija y, al pasar por su lado, se paró.
—Os agradezco lo que hicisteis por mi familia en Edimburgo, pero pasado mañana a más tardar, os quiero fuera de mis tierras ¿entendido? —ella asintió defraudada. «¿Cómo el hombre de sus sueños la podía recibir así?»—. Mientras tanto, espero que no deis problemas.
—Por supuesto, señor —contestó. Pero no contenta, añadió—: Aunque si tanto os molesto, me marcharé ahora mismo. No pretendo dar problemas a nadie.
—Eso sería una excelente idea —respondió, alejándose.
Ella quiso decir algo más, la última palabra; pero tras cruzar una mirada con sus amigas, se calló. Por ellas aguantaría en aquella casa. Pero si ellas no hubieran estado allí, otro gallo hubiera cantado. La anciana, que había sido mudo testigo de aquel enfrentamiento entre su hijo y la joven de cabello oscuro, se acercó y se llevó las manos al pecho.
—Por todos los santos, muchachas ¿Pero qué os ha pasado? —susurró.