—¿Quiénes son esta gente? —preguntó Julia mirando a sus amigas, mientras Montse sacaba de nuevo su iPhone e intentaba encenderlo.
Al doblar una esquina, habían desembocado en una pequeña plaza. Allí, una veintena de mujeres yacían en el suelo atadas con cuerdas. Tenían una pinta desastrosa y unos hombres toscos y ruidosos bebían cerveza no muy lejos de ellas.
—Seguro que son los del rodaje del otro día. Como esta zona es tan antigua, se graban aquí muchas series y películas medievales —respondió Montse, desistiendo de encender el teléfono y observando a las mujeres de ropas y aspecto sucio que estaban ante ellas.
—Madre mía —exclamó Juana—. La ambientación es la leche. Nadie diría que no es real.
—Ya te digo. Esto es para ganar un Oscar —asintió Julia.
—Fíjate en aquel tío que habla con ese grupo —continuó Juana, divertida—. ¿Has visto lo bien caracterizado que está? Pero si hasta sus cicatrices parecen de verdad.
Sin ningún disimulo, las tres se asomaron por la esquina para observar al hombre que decía Juana. Parecía temible; se le veía sucio y harapiento y, al abrir la boca para protestar, se fijaron en que le faltaban varios dientes. Todos los que le rodeaban lucían numerosas mellas.
—Ese debe de ser el malo-malísimo de la peli. Tiene toda la pinta —rió Montse divertida.
—Totalmente de acuerdo contigo —asintió Julia mirando a su alrededor—. ¿Y quién hará de bueno? Mira que si es Gerard Butler… Como sea él, de aquí no me muevo hasta que me firme un autógrafo y le dé dos besazos.
Juana, agachándose con disimulo, tocó el brazo de una de las mujeres.
—Oye, perdona ¿Qué se está grabando?
La muchacha se volvió al escuchar una voz tras ella. Su cara, a pesar de la oscuridad de la noche, se veía sucia.
—No os paréis y continuad andando. ¡Huid! —cuchicheó con un extraño acento escocés.
—¿Cómo? —preguntó Juana, anonadada.
—Si John Kilgan repara en vosotras, no podréis escapar. ¡Marchaos!
Sin entender nada, Juana miró a sus amigas. Montse se agachó junto a la muchacha.
—¿Quién es John Kilgan?
La joven volvió su cara hacia el hombre que ellas habían mirado con anterioridad.
—Él, y si no queréis problemas, procurad que no os vea.
Montse cada vez entendía menos lo que estaba ocurriendo. Aquello parecía tan real que hasta le puso la carne de gallina. Entonces Julia metió baza.
—Vale… Te hemos entendido: estáis en mitad de una escena. ¿Pero esto es para una peli o una serie?
La muchacha la miró sorprendida. Iba a contestar cuando, de pronto, aparecieron en la plaza unos hombres a caballo, organizándose un gran revuelo. Aquellos guerreros, de aspecto no menos desaliñado que el de los borrachines que ya estaban allí, comenzaron a pelear contra éstos duramente, desenvainando las espadas. La veracidad de la interpretación las impresionó.
—¡Corred! ¡Corred mientras podáis! —les gritó la mujer.
Con un gesto divertido, Montse y sus dos amigas se alejaron corriendo. En la plaza había comenzado la acción. ¡Y qué acción! No querían estropear la toma, así que harían de extras gratuitamente.
—¡Qué increíble! —exclamó Julia, riendo, mientras caminaban después calle abajo—. No me extraña que luego, cuando vemos las películas en la tele, todo parezca tan real. ¡Ha sido la leche! ¿Has visto cómo ha luchado ese tipo con la espada? Uf, parecía que le iba la vida en ello.
Pero lo que en un principio comenzó como algo divertido, según pasaban los segundos se volvía más real. La gente corría a su lado con gesto de terror y al doblar una esquina la canaria se paró en seco.
—Ay, mi niña, creo que me va a dar un amago de infarto de un momento a otro.
Ante ella había una gran extensión de terreno plagado de árboles, fogatas y viejas casuchas de madera y paja, cuando lo que allí debería de estar era la ciudad nueva de Edimburgo, con sus luces y sus puentes.
—A ver, ¿qué te pasa ahora? —se quejó Montse, cansada de andar por aquellas calles empedradas, sin quitar el ojo a una señora que parecía gritar algo en otro idioma.
Juana, plantándose ante sus amigas, que seguían mirando a la gente que pasaba a su lado corriendo, gritó histérica.
—¡¿Dónde está lo que tenía que haber aquí?! ¡Se supone que en este punto debería de comenzar la New Town! Y… y… Pero… pero, Dios mío… ¡¿dónde están las carreteras, los semáforos y los coches?!
—Estamos en la zona vieja de la ciudad. No te pongas histérica, te habrás equivocado —susurró Montse acercándose a ella.
Juana sacó del bolsillo de su falda un mapa de la ciudad y lo abrió con cuidado, pues aún estaba mojado.
—¡No! ¡No me he equivocado! —gritó fuera de sí—. Sé dónde estamos, y aquí debía de estar la New Town, no esas casuchas tercermundistas de paja —dijo señalando el empapado mapa—. Allí tendría que estar el McDonalds en el que cenamos hace unos días —vociferó Juana—. Y allí, la tienda de licores donde Julia le compró a Pepe el whisky escocés. Y… y… nuestro hotel tenía que estar allí… ¡Allí!
—¡Ay, madre! —murmuró Montse mirando a su alrededor.
—¡Joer! —chilló la canaria con horror, señalando hacia su derecha—. Pero… pero si el Hub, el edificio del cachirulo, tampoco está.
Montse y Julia se miraron asustadas y un viento extraño les puso la carne de gallina.
—Ay, Dios… —susurró Julia al mirar al frente y ver las casuchas.
Montse se dio la vuelta para mirar el sombrío y sólido castillo de Edimburgo en la cima de la colina.
—¿Pero dónde estamos? —preguntó en voz queda.