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—¡La madre que te parió, Montse! Mira que eres patosa —chilló Julia tras lograr salir del agua por una pequeña escalerita de madera rústica—. ¿Pero a dónde estabas mirando?

—… Asumo lo de patosa ¡Lo siento! —se disculpó, quitándose el pelo enmarañado de la cara mientras la gente a su alrededor continuaba corriendo para resguardarse de la lluvia—. He debido chocar contra alguien y… No sé… no sé qué ha pasado.

—Ay, Dios… Estoy congelada. Tengo los pezones como dos botones —murmuró Juana, con todo el pelo pegado en la cara.

De pronto, las tres se miraron y comenzaron a reír. La situación era de lo más rocambolesca. Estaban en el puerto de Edimburgo, caladas hasta los huesos, con el maquillaje corrido por la cara y un aspecto patético. Una vez que se tranquilizaron, miraron hacia donde minutos antes estaba el autobús que las llevaría directas al hotel.

—¡Perfecto, hemos perdido el bus! Ahora nos tocará pillar un taxi y, en cuanto escuchen nuestro acento guiri, nos van a clavar. Ya lo veréis —se lamentó Julia.

—Madre mía, qué oscuridad —susurró Montse mirando a su alrededor—. No hay ni una sola luz en toda la ciudad. ¡Menudo apagón!

—Uf, no se ve ni un puñetero coche —se quejó la canaria—. Pero si no recuerdo mal, podemos subir por allí hasta casi el castillo.

—¡Pero está diluviando! —se quejó Julia.

—¡Y qué más da! —replicó Montse—. Si ya estamos empapadas…

Ante ellas pasó una vieja carreta; debía de ser de los feriantes. Montse la paró y preguntó a los ocupantes:

—¿Van ustedes hacia el castillo?

El matrimonio, extrañado por su acento, observó a las tres muchachas y asintió. Montse volvió al ataque.

—¿Podrían llevarnos hasta allí? Se lo agradeceríamos mucho, mucho, muchísimo.

Cinco minutos después, las tres muchachas iban sentadas en la trasera de la carreta, empapadas y muertas de frío. Al rato, el rudimentario vehículo se detuvo y la mujer del feriante se bajó del pescante y se acercó a ellas.

—Se tienen que apear aquí. Nosotros seguimos viaje hacia Glasgow. Pero si suben por esa ladera, enseguida llegarán al lateral de la fortaleza.

Congeladas, se apearon y les dieron las gracias antes de echar a andar hacia donde la mujer les había indicado. Una vez que alcanzaron la muralla lateral del castillo, la rodearon y llegaron a una oscura y pestilente calle adoquinada.

—¡Qué peste! —se quejó Julia.

—Huele peor que el aliento de una hiena —corroboró Montse.

Las otras dos se pinzaron la nariz con los dedos y asintieron. ¿En dónde estaban, que había semejante peste a podrido? Cinco minutos después, una vez que dejaron atrás el mal olor, comenzaron a subir una cuesta.

—¡Vamos por buen camino! —gritó encantada Juana—. ¿Recordáis ese callejón y ese arco? —sus amigas negaron con la cabeza y ella prosiguió—. Si mal no recuerdo, el otro día nos paramos allí para contemplar El Hub. O como dijo Julia, «el cachirulo» ése que sólo tiene ciento cincuenta años. ¿Lo recordáis?

—Ah, sí —asintió Montse, mientras los dientes le castañeaban.

—Venga, ánimo, mis niñas. Detrás del Hub está nuestro hotel.

—Ay, Dios —susurró Julia—. Estoy deseando llegar para quitarme esta ropa y darme una ducha calentita.

Una vez llegaron al callejón, las tres se pararon en seco. Fue Julia la primera que habló.

—No veo nada, el apagón ha afectado a todo Edimburgo.

Montse y Juana se quitaron el agua que corría por sus caras, era extraño, pero ante ellas sólo había oscuridad. No se veía la cúpula del Hub.

—Qué raro —susurró la canaria, intentando ver más allá del diluvio—. Yo juraría que el Hub estaba allí…

—Pues una de dos, o ha encogido por la lluvia o no está —se quejó Julia.

—Quizá te has equivocado de callejón —suspiró Montse sacando su iPhone violeta del bolsillo—. Venga, continuemos andando.

Mientras caminaban en la oscuridad, intentó encender el aparato. Fue inútil. El móvil estaba empapado por el chapuzón en el puerto.

—¡Joder! ¿Pero dónde se meten los puñeteros taxis cuando se les necesita? —gruñó Juana buscando a su alrededor.

La calle estaba vacía y oscura como la boca de un lobo, a excepción de un par de hombres y algunas mujeres con una pinta desastrosa.

—Mi iPhone no se enciende ¡Ha entrado en coma! Intentadlo vosotras; a ver si vuestros móviles pillan cobertura y podemos llamar a un taxi.

Juana sacó el suyo del bolsillo y, tras intentar encenderlo, inició una sarta de blasfemias.

—¡Mierda! Mi Blackberry está empapada y no furula. Con el pastón que me costó.

—Mi móvil tampoco va —suspiró Julia—. Pero no me extraña, con el bañito que nos hemos dado, es para eso y más.

De pronto, Juana reconoció algo y gritó.

—¡Mirad, eso es el Grassmarket! Allí está la West Bow.

Felices al encontrar un punto de referencia, las tres corrieron hacia la fuente. Estaban seguras de que si había un taxi libre en la zona, estaría allí; pero se sorprendieron al encontrar el lugar sombrío y solitario.

—Uf, verdaderamente Edimburgo es tenebroso por la noche —suspiró Julia mirando a su alrededor—. Se me están poniendo los pelos como escarpias.

—Y que lo digas —asintió Montse.

De pronto se escucharon gritos y, ni cortas ni perezosas, corrieron hacia donde parecía haber disturbios. Calle arriba, cuatro hombres asaltaban a una mujer y una niña. Las tenían acorraladas contra una pared y, por sus gestos, Montse pudo ver que éstas tenían miedo. Un hombre se bajó de un coche de caballos e intentó acudir en su auxilio, pero los agresores le golpearon y derribaron de inmediato. Uno de los ladrones se montó en el coche y, azuzando a los caballos, desapareció con él. Mosqueada por aquello y sin pensárselo dos veces, Montse se plantó ante ellos, sorprendiéndoles.

—Eh, vosotros, ¿qué narices hacéis?

Los hombres la miraron. El que parecía el jefe de la banda se adelantó hacia Montse.

—Por Dios ¡qué pinta de guarro tienes! —murmuró, al ver su aspecto sucio y desaliñado.

Nadie rió a excepción de ella y Juana. Los hombres, alejándose de sus primeras víctimas, se encararon a Montse y las otras dos jóvenes.

—Tres mozas y, por lo que veo, con ganas de pasarlo bien —dijo otro acercándose al jefe.

Sorprendidas por sus malas pintas, Juana susurró a sus amigas.

—¿Pero de dónde salen estos tíos?

—A juzgar por su peste, de la cloaca más cercana —respondió Montse atenta a sus movimientos. Estaba claro que las iban a atacar.

Uno de ellos se movió por el lateral derecho de Montse y ella, sin darle tiempo, le propinó una patada en el estómago que le dejó sin conocimiento. Impresionados, el resto de la banda entró en acción. El segundo atacó con un palo que Montse eludió, con una maestría increíble, agachándose y quitándoselo de las manos, para golpearle con él en las piernas. El agresor cayó de bruces contra el suelo. En ese momento, Julia, tras interpretar una mirada de Montse, corrió a ponerse junto a la anciana para protegerla y asistirla.

—Tranquila señora —susurró Julia, sentando a la mujer en un escalón—. Es karateka, y de las buenas.

La mujer la miró con gesto extraño y comprobó que la pequeña estaba bien. Iba a preguntar algo cuando el grito del tercer hombre atrajo su atención. La muchacha que se enfrentaba a ellos le había cogido del cuello y, como si de una pluma se tratara, le tumbó en el suelo y le dio un puñetazo seco en el pecho. Después se quitó al cuarto atacante de encima barriéndole de una patada. No tuvo que hacer más. Juana había cogido el palo que Montse había soltado momentos antes y le dio un golpe en la espalda. El hombre quedó despatarrado en el suelo junto a sus amigos.

Una vez que pasó el peligro, Montse miró a su amiga, riéndose.

—Vaya leñazo que has atizado al greñas.

—En cuanto puedas lávate las manos, mi niña —susurró Juana, soltando el palo—. Esos tipos tienen más mierda que el palo de un gallinero.

Tras cruzar una cómica mirada entre ellas, se encaminaron hacia donde estaba Julia. La mujer y la niña las miraban alucinadas.

—¿Estáis todas bien? —preguntó Montse acercándose a ellas, mientras Julia auxiliaba al cochero malherido, que parecía recuperar la conciencia.

Las desconocidas la miraron, incrédulas por lo que aquella joven había hecho. Pero fue la señora mayor, una mujer de pelo canoso, la que habló con voz preocupada.

—¿Muchacha, estás bien?

—Sí, señora, no se preocupe. Las clases de karate sirven para algo.

Una niña de unos seis o siete años, rubita y con unos preciosos ojos azules, salió de entre sus faldas.

—Eres tan fuerte como mi padre —dijo, con una sonrisa encantadora.

Aquel comentario hizo sonreír a Montse y le guiñó un ojo. La niña respondió con simpatía.

—Gracias cielo. Y porque llevaba esta ropa tan incómoda —dijo señalándose la vestimenta—, porque si me pilla con mis vaqueros y las Nike, me los cepillo a los cuatro en un santiamén.

Julia ayudó al hombre a levantarse y le miró la brecha.

—Creo que vas a necesitar un par de puntitos en la frente. Lo mejor sería que te miraras la herida cuanto antes, ¿de acuerdo? —le recomendó.

El hombre asintió.

—Thomas, ¿está bien? —preguntó la mujer de pelo canoso.

—Sí, milady, pero… Pero… se han llevado el… —susurró él, tocándose el enorme chichón que crecía por momentos.

Al escuchar «milady», Montse y Juana se miraron y sonrieron. La mujer, preocupada se acercó al hombre con gesto angustiado.

—Thomas, no te preocupes por nada. Lo importante es que te encuentras bien y esos canallas se han marchado.

—Pero el equipaje… Señora yo… —balbuceó. La anciana le cortó de nuevo.

—Eso no importa, Thomas. Sólo me preocupa saber que todos estamos bien. Entra en la casa y que Margaret te mire esa fea herida. Después ordena que preparen el otro carro. Quiero salir cuanto antes de Edimburgo.

—¿Vienen ustedes también de la cena medieval? —preguntó Julia.

Su indumentaria era parecida a la de ellas, aunque parecía mejor confeccionada y, sobre todo, de mejor calidad. Pero lo que realmente llamó su atención es que estaban secas.

—Marchábamos de viaje cuando esos hombres nos abordaron —contestó la mujer.

—¿Les han robado el equipaje? —preguntó Julia. Ellos asintieron.

—¡Qué sinvergüenzas! —susurró Juana.

Comenzó a lloviznar.

—¿Quieren pasar y secarse un poco? —preguntó la anciana algo nerviosa.

Las chicas se miraron entre sí, pero tras comunicarse en silencio, Montse rechazó la oferta mientras comenzaban a caminar calle arriba.

—Se lo agradecemos señora, pero no queremos ocasionar más estorbo, y máxime cuando está a punto de salir de viaje. Además, si le soy sincera, no veo el momento de llegar a nuestro hotel para darme una ducha calentara, tomarme un cafetito ardiendo y meterme en la camita.

—No es buena idea deambular por las calles. Corren malos tiempos —les apremió la mujer, mirando a su alrededor.

—No se preocupe. Pobrecito el que se atreva a tosernos —replicó Montse, sonriendo.

Sin más, se despidieron de ellas y continuaron su camino mientras la anciana, apostada en la puerta de su casa, las miraba con preocupación.