El viaje hasta Edimburgo resultó una locura. Tuvieron que ir en el tren, rodeadas de varias familias plagadas de niños; los mocosos no dejaron de llorar y pisotearlas. Aunque los siguientes días, visitando las maravillas que aquella preciosa ciudad les ofrecía, consiguieron que se olvidaran de todo.
Porque, como auténticas giris, corretearon y se inflaron a hacer fotografías del impresionante castillo de la ciudad antes de quedarse medio sordas escuchando anonadadas las salvas de los cañones que, con puntualidad británica, atronaron la ciudad como venían haciendo desde hacía más de dos siglos cada día a la una de la tarde. Se patearon todas las calles que podían resultar históricas, compraron recuerdos y regalos, visitaron el parlamento y, cuando ya no podían con los pies, decidieron ir a darles un descansito mientras cuchicheaban en los bancos de la Catedral de St. Giles.
Pero lo que más les sorprendió fue que, cuando salían de visitar el museo medieval del predicador John Knox —fundador de la iglesia presbiteriana de Escocia—, se encontraron con el rodaje de una película.
Por lo visto la Metro Goldwyn Mayer, estaba filmando un largometraje sobre la vida de María II de Inglaterra y su esposo Guillermo III.
—¿Qué pasada? —susurró Montse, incrédula, observando toda aquella parafernalia.
—Ay Dios… Aquél de allí, vestido de cura, ¿no es Javier Bardem? —gritó Julia al ver a un actor.
Y allí, parapetadas en un lateral para que nadie las echara por molestas, perdieron el resto de la tarde mientras contemplaban perplejas a los extras de la película que, ataviados con harapos y ropajes de época, pasaban ante ellas con gestos tristes, caras sucias y espadas impresionantes.
Pero, antes de abandonar la capital y seguir su periplo por tierras escocesas, no pudieron resistirse a la tentación de visitar Cassmarket, uno de los barrios más antiguos. Mientras tomaban una típica pinta de cerveza en uno de los numerosos pubs de la zona, Juana comentó:
—¿Os imagináis esta plaza cuando la utilizaban de matadero municipal de villanos y ladrones? Aquí pone —dijo señalando su guía Trotamundos—, que en la antigüedad estaba llena de patíbulos y la gente venía en masa para presenciar las ejecuciones.
—¡Qué desagradable eres, hija! —respondió Montse, poniendo los ojos en blanco mientras intentaba borrar la imagen contemplando los muros del imponente castillo que se elevaba sobre sus cabezas—. Aunque, pensándolo bien… ¡de alguno de ésos colgaba yo a mi Jeffrey! ¡Qué plasta es el jodío, ni aquí me deja en paz!
Julia y la canaria soltaron una carcajada y, durante un buen rato, estuvieron haciendo bromas a costa del pobre Jeffrey, dando rienda suelta a su imaginación con un sinfín de torturas medievales.
—Chicas —interrumpió por fin Julia la broma—, vamos a quitarnos el mal sabor de boca en la fuente ésa que nos has comentado, Juana; esa tan antigua que anda por aquí cerquita.
—¿La West Bow Well?
—Sí, esa —contestaron al unísono Montse y Julia.
Y mientras recorrían las angostas callejuelas, perdidas entre los muros de piedra oscura de los edificios históricos, después de haberse hecho otra ingente cantidad de fotografías junto al bastión de la primera red de aguas de Edimburgo, toparon con algo que llamó poderosamente su atención. Especialmente a Montse, que era una fanática de las almonedas.
—Mirad cuántas tiendas de antigüedades. Vamos a verlas —gritó emocionada.
—Fiuuuuu… ¡La que va a caer! —silbó Julia, mirando hacia el cielo, que de pronto comenzó a ponerse oscuro y amenazante.
Se internaron en aquella calle y sus especiales locales lo más deprisa que pudieron. Allí se vendían cuadros, tapices, armaduras, lanzas… Todo; absolutamente todo lo que pudiera considerarse un objeto antiguo.
Mientras Juana y Julia, se probaban unas pulseras en uno de los comercios, Montse, se sintió atraída como un imán hacia una pequeña tienda. Al entrar, un olor a antigüedad y musgo fresco inundó sus fosas nasales. Eso le gustó. Y tras saludar con una sonrisa a la anciana que regentaba el comercio, comenzó a admirar la mercancía en venta. Vio pendientes, lámparas, anillos, colchas, cabeceros de cama y pulseras. Pero lo que realmente le maravilló fue un espejo ovalado de cobre y plata. Lo tocó con delicadeza y, sin saber por qué, sonrió.
—¿Busca algo especial señorita? —preguntó la mujer caminando hacia ella.
—No. Sólo admiro las cosas tan bonitas que vende. Tiene una tienda preciosa —susurró, mirando el espejo con curiosidad.
—Gracias —respondió la anciana—. Veo que le gustan las antigüedades.
—Me encantan —afirmó Montse—. Soy de la opinión de que todos estos objetos tan maravillosos tienen un pasado que perdurará en el tiempo mientras sean usados.
La mujer regresó al mostrador, metió las manos en un bolso color cereza y sacó algo envuelto en terciopelo azul. Luego regresó junto a la muchacha.
—Ábralo. Estoy segura de que le gustará.
Sorprendida, tomó lo que le entregaba, retiró con cuidado el terciopelo y, ante ella, apareció un fino colgante. Era la mitad de un corazón tallado en piedra blanca, rodeado por una filigrana de metal.
—¡Qué preciosidad! —exclamó maravillada.
—Sí. Es una pieza única que mi marido encontró hace unos años en el mar. Por su labrado y estas letras gaélicas se ve que perteneció a una antigua familia escocesa.
Montse suspiró al escucharla. Seguro que costaba un pastón y ella no se lo podía permitir.
—No me cabe la menor duda. Se ve que es algo diferente y especial, pero creo que yo no puedo comprarlo. Mi presupuesto no da para este tipo de caprichos —se quejó Montse, haciendo sonreír a la anciana de ojos claros.
—Pruébeselo —insistió la anciana—. Pruébeselo y mírese en ese espejo que tanto ha llamado su atención. Quizá podamos llegar a un acuerdo.
—Es usted una vendedora insistente —protestó Montse, riéndose.
Con el colgante en la mano, se acercó al pulido objeto que le devolvía su imagen y se lo probó. En ese instante, un rayo iluminó la tienda y el sonido del trueno la asustó, haciendo que saltara hacia atrás.
—Uf… qué susto me he llevado. Cómo ha retumbado todo —rió Montse, tocándose el corazón.
La anciana la miró a través del espejo con una cariñosa sonrisa.
—No se asuste señorita. Una antigua leyenda escocesa dice que las tormentas como ésta, liberan las almas.
—¿Las almas? —preguntó la joven, y la anciana asintió al tiempo que la tocaba con familiaridad el rostro para retirarle el flequillo de la cara.
—Mi bisabuela contaba que cuando un rayo azulado ilumina el cielo y retumba el trueno a la par, es porque algo del pasado está por comenzar.
—Qué cosas más raras dice usted —susurró Montse mirándola.
En ese momento sonó su iPhone. Al ver que era Jeffrey, suspiró y maldijo en voz baja. Apagó el aparato e intentó olvidarse de él. Era un plasta.
—Mi bisabuela era una estupenda contadora de leyendas —dijo la mujer consiguiendo que la muchacha se mirara en el espejo—. El colgante le favorece y le queda muy bien —murmuró la anciana con una sonrisa cómplice—. Según mi abuela, cuando a alguien le regalan un colgante, puede pedir un deseo al viento.
Sorprendida, Montse sonrió y pensó divertida: «Si es cierto, deseo que Jeffrey se enamore de otra persona y se olvide de mí. ¡Para siempre!».
—Si me compra el espejo —continuó la mujer—, le regalo el colgante para que el deseo que usted pida se cumpla. Boquiabierta, miró a la mujer.
—¡Está de broma…! Estas antigüedades cuestan mucho dinero y yo…
La vendedora no la dejó terminar.
—Si lo hago es porque sé que ambas cosas pertenecieron a la misma familia y no quiero que se separen.
—¿De veras? —murmuró Montse volviéndose a admirar en el espejo.
—Se lo prometo.
—¿Sabe de qué siglo son?
—El colgante creo que es del siglo XIV y el espejo del XVI o del XVII, pero no se lo puedo asegurar. Mi vieja cabeza no da para más, aunque recuerdo haber escuchado a mi bisabuela que el espejo perteneció al Duque de Wemyss.
—¿Duque de Wemyss?
En ese momento Juana y Julia irrumpieron en la tienda. Al ver a Montse hablando al fondo de la misma con aquella mujer, entraron con rapidez interrumpiendo su conversación.
—Madre mía, mi niña, ¡no veas cómo llueve! —dijo la canaria acercándose a su amiga—. Oh, ¡qué colgante más bonito! ¿Te lo vas a comprar?
—No sé. La señora dice que si le compro el espejo, me lo regala. Pero aún no me ha dicho el precio del espejo y, por la antigüedad que tiene, me imagino que será escandaloso.
—La verdad es que ambos son preciosos —asintió Julia. Y tras cruzar una mirada con Juana, se dirigió a la anciana que las observaba desde el mostrador—. Señora, ¿cuánto cuesta el espejo?
La mujer asintió con una dulce sonrisa.
—Les hago un precio especial. Les dejo las dos cosas por quinientas libras esterlinas. En euros, seiscientos; incluido el transporte hasta donde ustedes me indiquen.
—¡Vendido! —rió la canaria sorprendiendo a Montse—. Será un regalo de Julia y mío para tu nueva casa y tu nueva vida ¿qué te parece?
Montse no sabía qué decir.
—¿Estáis seguras? Es mucho dinero y… —susurró mirando a sus amigas, emocionada.
—Cierra el pico —la silenció Julia—. Siempre te han gustado los objetos antiguos y queríamos comprarte algo especial. Ahora creo que lo hemos encontrado.
La anciana confirmó aquello con un movimiento de cabeza y una encantadora sonrisa en los labios. Montse, finalmente, aceptó el presente de sus amigas.
—Pues ya ha escuchado, señora, ¡me lo llevo!