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Londres, julio de 2010.

El día en Londres era gris, lluvioso y oscuro. En España se diría que estaban «cayendo chuzos de punta», pero aquello no desmejoraba el estado de ánimo del grupo de amigas reunido en un bar de lo más chic, en Oxford Street.

—Brindo por mi separación de Jeffrey —gritó alegremente Montse—. Dios mío de mi alma, ¡casi la cago al pensar que era el hombre de mi vida! No volváis a dejar que se me nuble la razón por otro petardo que sólo encuentre divertido estar más estupendo y guapo que yo.

—Amen, linda —aplaudió Juana.

—Brindo por ti y por esa sensatez que a veces brilla por su ausencia —añadió Julia, levantando su copa—. Porque esta vez se manifestara y te hiciera ver que era mejor convivir con él un tiempo antes de celebrar la boda, llena de azahar y glamour, en la catedral de San Pablo. Si hubiera sido así, ahora todo sería más complicado, te lo aseguro.

¡Qué razón tenía Julia! Meses atrás, les había confesado, emocionada, que Jeffrey y ella estaban planeando casarse y celebrar un bodorrio por todo lo alto en la misma catedral en la que, años atrás, se habían casado el príncipe Carlos y lady Diana Spencer. Aquello les dejó atónitas. Sus amigas pensaban que si había algo destinado al fracaso, era aquella relación.

Jeffrey era un inglés demasiado adinerado para ella. Montse se había criado con un padre feriante que apenas la cuidó durante su infancia. Su madre murió cuando ella nació, por lo que para él, la niña siempre fue más un estorbo que un beneficio.

Cuando llegó a Londres, el primer trabajo que encontró fue de camarera en una taberna irlandesa. Durante años trabajó sin descanso, incluso se matriculó en un curso de informática y en otro de karate. Allí fue donde conoció a Juana, una muchacha canaria, bajita y divertida que, al igual que ella, había emigrado a Londres para buscarse la vida como peluquera. Precisamente, gracias a Juana y a sus contactos, consiguió un trabajo en EBC, una cadena de tiendas de ropa de jóvenes diseñadores.

Allí pudo demostrar que, además de tener buen gusto para conjuntar y vestir los modelos, sabía aconsejar a otras jóvenes. Por eso acabó siendo la encargada de ventas del departamento de grandes firmas.

Años después, en una de las competiciones de karate, conocieron a Julia y Pepe. Un matrimonio de madrileños que rondaba la cincuentena, sin hijos y que, debido al traslado laboral de él, acabaron viviendo también en Londres. Pepe era contable y Julia médico de familia.

—Vamos a ver chicas. No lo negaré. Tuve unas buenas consejeras —asintió Montse mirando a sus amigas—. Menos mal que os escuché y no me casé con él. Dios mío, ¡sois las mejores!

Julia y Juana se miraron y sonrieron. Jeffrey y Montse no estaban hechos el uno para el otro y cualquiera que pasara con ellos una sola tarde lo veía. Aunque a ellos les costó más de dos años de relación.

—Nunca imaginé que Jeffrey pudiera hacerme algo así. Qué cayera tan bajo… Me ofendió cuando dijo «que la juventud de esa chica le había nublado la razón». Y ya, cuándo el muy imbécil apostilló «que yo ya tenía una edad como para entender que esa chica le gustara», me remató. ¡Me estaba llamando vieja! Pero, Dios, si sólo tengo veintinueve años.

—¡Gilipollas! —bufó Julia al escucharla.

—¡Me llamó vieja a la cara! Cuándo, precisamente con veintinueve años estoy en mi mejor momento —gruñó Montse—. Cómo alguna vez se le vuelva a ocurrir a alguien llamarme vieja, os juro que le arranco la cabeza.

—Hombres, mi niña, hombres —suspiró la canaria.

—Cariño, don Tiquismiquis y tú no teníais futuro. Te lo dije cientos de veces, pero nunca quisiste escucharme —murmuró Julia, con la sinceridad y la seguridad que le daban las canas—. Ese engreído nunca me gustó. A Juana y a mí nos miraba por encima del hombro cada vez que nos veía, y luego, cuándo tú estabas delante, disimulaba como un auténtico gañán. Como decimos en Vallecas, ¡ese pijo no era trigo limpio!

Montse asintió. Sus amigas le habían hecho muchas veces aquel comentario. Pero ella no quiso escucharlo. Por amor. No es que estuviera locamente enamorada de Jeffrey, pero le quería y se lo pasaba muy bien con él.

—No le des más vueltas. ¡La cagó y le pillaste! —asintió Juana al ver el gesto de su amiga.

—Sí, definitivamente le pillé con las manos en la masa. ¡Y nunca mejor dicho! —susurró Montse al pensar en aquel fatídico día. Pero reponiéndose de aquello dijo, dando un trago a su bebida—: La verdad es que ahora me alegro de que mi relación con él haya acabado. Me ha abierto los ojos. Jeffrey sólo piensa en él, luego en él y, finalmente, en él. ¡Pero si se ha quedado hasta con los potos! ¡Así se lo coman vivo!

—Vamos a ver, cariño —suspiró Julia tras escucharla—, don Tiquismiquis se ha quedado con todo porque tú le has dejado.

Montse, acostumbrada a viajar por la vida sin apenas equipaje, asintió.

—No quería nada de él.

—¡Faltaría más! —se mofó Juana, que conocía muy bien a su amiga.

—Os juro que no necesito nada de él. Pero reconozco que me sorprendió su egoísmo. Casi nada de lo que había allí era mío. Y no, no quiero nada que no me haya ganado yo sólita.

—Bueno, momento L’Oréal —se guaseó la canaria.

Eso hizo reír a Montse, que aireó su oscura melena con comicidad.

—Por supuesto, «¡porque yo lo valgo!».

—Ésa es mi chica —coreó Julia—. Dignidad ante todo.

—No lo dudes —corroboró Montse—. Nunca me quedo con nada que no sea mío; no me gusta. Aunque el muy egoísta se ha quedado hasta con mis cremas. Con todas…

—No me digas que se ha quedado con la Sensai Cellular Performance de Kanebo ¿La que te regaló y le costó un ojo de la cara y parte del otro? —preguntó Juana.

Montse afirmó con un movimiento de cabeza.

—¡Será mariquita el jodío! De tonto no tiene un pelo —susurró Julia.

—Ah, y con la crema depilatoria de Elizabeth Arden. Siempre decía que le gustaba porque olía muy bien. Es más, últimamente pretendía que le depilara yo las piernas y las ingles.

—Uisss… ¡Qué fatiguita por Dios! —resopló Julia al escucharla—. Donde esté mi Pepe, con su exceso de pelo y kilillos, que se quiten estos nuevos guaperas que matan por una buena barra de depilatorio.

—Definitivamente —continuó Montse—, no me volveré a fijar en el exterior de un tío.

—Harás bien, mi niña —asintió Juana.

—Mira mi Pepe… No es un Adonis, pero me cuida y me mima; aunque a veces discutamos, como hacemos últimamente —bufó Julia.

—¿Has vuelto a pelearte con tu osito? —suspiró la canaria.

—Sí. Llevamos una temporada algo revolucionados.

—¿Pero qué os pasa? —preguntó Montse.

—Nuestro regreso a España nos va a costar el divorcio. Él no entiende que yo no quiera regresar. Me gusta vivir en Londres y…

—Venga, venga, respira y no te pongas nerviosa. No creo que Pepe lo haga para molestarte —la consoló Montse.

Pepe y Julia eran dos personas excepcionales. Y se querían muchísimo, aunque tras años de matrimonio les gustara hacerse la puñeta mutuamente.

—Respirar…, respiro. Pero es que me saca de mis casillas. Y encima, el otro día me viene con que quiere que para su cumpleaños, que es en febrero y estaremos ya en Madrid, hagamos un fiestorro en nuestra casa para celebrarlo con su familia. ¡Y no! No soporto a mi suegra. Esa mujer, con más bigote que una gamba, cuchichea a mis espaldas y no me gusta.

—Ya está, mi niña. Ya pasó. Es su madre y él la quiere. ¡Tienes que entenderlo! —dijo la canaria, divertida.

—Tienes razón —rió la implicada—. Por muy bruja que sea la susodicha, es la jodida madre de mi Pepe. Ay, Dios, qué complicado es esto del amor.

Después de un pequeño silencio, Montse fue la primera en romperlo.

—Obviando los problemas de Julia y su Pepe, a partir de ahora solo me fijaré en el interior de los hombres. ¡Me quiero enamorar! Pero necesito que sea de un hombre de los de verdad. De ésos que te abren la puerta y te retiran la silla para que te sientes. En fin, alguien diferente y especial.

—Yo quiero uno así también. Pero me temo que la mayoría de los hombres de hoy en día se sientan cuando ven una silla libre, no vaya a ser que se queden sin ella —se mofó Juana.

Animada por el momento, Montse recordó al hombre que aparecía en sus sueños desde que era pequeña. Nunca llegaba a verlo con claridad.

—Quiero un hombre que me mire con pasión y me haga temblar como a una boba. Uno de esos que, con su sola presencia, hace que te sientas protegida, querida y amada.

—¿Te han echado alucinógenos en la bebida? —se burló la canaria al escucharla.

—Y sobre todo, y muy importante —concluyó Montse despertando de sus anhelos—, que no se le ocurra llamarme «¡vieja!». Porque juro y rejuro que la próxima persona a la que se le ocurra llamarme «¡vieja!», le hago tragarse los dientes.

En ese momento se abrió la puerta de la taberna y entró un hombre alto, guapo e impecablemente vestido de negro y gris; muy del estilo de Jeffrey y sus refinados amigos.

—Uf… Qué bien le sienta ese traje de Armani. —Al ver el gesto de sus amigas, Montse aclaró haciéndolas reír—. Pero no. No quiero más metrosexuales en mi vida ¡se acabó!

Sus amigas se miraron con complicidad. Si algo tenían claro, era que ella no iba a cambiar nunca. Era espontánea, loca y divertida, y eso la hacía especial.

—Déjame decirte que no todos los hombres son iguales —aclaró Julia. Puede que encuentres uno tan guapo como los que a ti te gustan y que además sea sensato, varonil y galante. Tipo Clooney.

—¿Dónde está ese tío? Que me lo quedo yo —bromeó Juana.

—Lo que pasa, Montserrat de mi alma…

—No me llames así que lo odio —se quejó mientras su iPhone le indicaba que había recibido un mensaje. Era de Jeffrey. Don Tiquismiquis. Su ex.

«Tengo ganas de verte».

Incrédula, lo volvió a leer y, sin hacer el menor caso, lo cerró y sonrió a su amiga Julia, que continuaba hablando.

—Decía, querida amiga, que sueles fijarte en cada espécimen, hija mía, que es para echarte de comer aparte. Porque ahora ha sido don Tiquismiquis pero ¿qué me dices de René, el sueco?

—Uisss… ¡Qué guapo era René! —corroboró Juana.

—Y qué limpito iba siempre. Y lo bien que le sentaba la ropa de Adolfo Domínguez y las camisetas de Custo —asintió Montse, divertida, al recordarle.

—Sí, pero todo se le iba en la fachada. Era un vago de tres al cuarto —recordó Julia.

—Tienes razón. Era tan guapo que me daba hasta vergüenza ver cómo me miraban las chicas por la calle cuando íbamos con él. Me hacían sentir fea y más bajita —se mofó Juana.

—Fueron seis meses… ¡Pero qué seis meses! —suspiró Montse al recordarle.

—¿Y Robert? —siguió enumerando Julia—. ¿Qué me decís de él?

—¿Aquél que sólo comía pollo y arroz? —preguntó la canaria, y Julia asintió mientras se atragantaba de risa.

—Era un idiota creído, aspirante a Gran hermano —admitió Montse—. Eso sí, estaba de muy buen ver. Eso no lo voy a negar.

—¿Lo ves? —interrumpió Juana—. A ver si cambias tus gustos y te fijas en hombres. Pero hombres de verdad. No en guaperas metrosexuales que se horrorizan si se ven un pelo fuera de lugar o engordan unos kilillos.

—Lo sé, lo sé —asintió Montse al recordar los ataques de Jeffrey cuando la báscula subía cien gramos—. Tengo que cambiar.

—Necesitamos encontrarte a un hombre como los de antes —sentenció Julia.

—Ya lo encontré. Lo malo es que sólo vive en mis sueños —se rió de sí misma—. Oye, ya que estamos, ¿y si aprovechamos esa búsqueda y localizamos otro para Juana?

La aludida al escuchar su nombre soltó una carcajada.

—Ay, Montse, ¡ya me gustaría! Pero yo no soy el prototipo de mujercita que suele gustar. Soy graciosa y, no bajita, sino recogidita —todas rieron—, pero no tengo muchos encantos. Y mira que me joroba reconocerlo, pero es la verdad. Solo atraigo a mequetrefes con nombres insultos, como «Chino», «Juanito» o «Yuls». No puedo competir con vosotras, las estilizadas. Eso sí, si yo fuera alta y espigada… Uf, ¡otro gallo cantaría!

Aquello hizo que las tres se partieran de la risa. Al final, la canaria, levantando de nuevo su copa, miró a sus amigas y dijo en tono alegre y jovial:

—Pero como de ilusiones también se vive, brindo porque alguna vez un tío de verdad, con un nombre contundente y una mirada cautivadora, se fije en mí. Pero sobre todo, brindo por la tarde de rebajas que nos espera en Oxford Street.

—Tú lo has dicho —jaleó Montse—. ¡Vivan las rebajas!

Diez minutos después, bajo el aguacero, tres mujeres divertidas corrían y se metían en una tienda de ropa casual. Tenían mucho que comprar.