«Le chemin de rocs est semé de cris sombres.»
P. J. JOUVE
Castillo de piedras grises, escasas ventanas, torres cuadradas, laberintos subterráneos, castillo emplazado en la colina de rocas, de hierbas ralas y secas, de bosques con fieras blancas en invierno y oscuras en verano, castillo que Erzébet Báthory amaba por su funesta soledad de muros que ahogaban todo grito.
El aposento de la condesa, frío y mal alumbrado por una lámpara de aceite de jazmín, olía a sangre así como el subsuelo a cadáver. De haberlo querido, hubiera podido realizar su «gran obra» a la luz del día y diezmar muchachas al sol, pero le fascinaban las tinieblas del laberinto que tan bien se acordaban a su terrible erotismo de piedras, de nieve y de murallas. Amaba el laberinto, que significa el lugar típico donde tenemos miedo; el viscoso, el inseguro espacio de la desprotección y del extraviarse.
¿Qué hacía de sus días y de sus noches en la soledad de Csejthe? Sabemos algo de sus noches. En cuanto a sus días, la bellísima condesa no se separaba de sus dos viejas sirvientas, dos escapadas de alguna obra de Goya: las sucias, malolientes, increíblemente feas y perversas Dorkó y Jó Ilona. Éstas intentaban divertirla hasta con historias domésticas que ella no entendía, si bien necesitaba de ese continuo y deleznable rumor. Otra manera de matar el tiempo consistía en contemplar sus joyas, mirarse en su famoso espejo y cambiarse quince trajes por día.
Dueña de un gran sentido práctico, se preocupaba de que las prisiones del subsuelo estuvieran siempre bien abastecidas; pensaba en el porvenir de sus hijos —que siempre residieron lejos de ella—; administraba sus bienes con inteligencia y se ocupaba, en fin, de todos los pequeños detalles que rigen el orden profano de los días.