NUEVE

54 HORAS, 9 MINUTOS

SAM ENCONTRÓ AL grupito con el que se suponía que debía estar.

Dekka casi sonreía. Y casi sonreír era algo exagerado en ella.

Taylor se miraba las uñas, fingiendo aburrimiento. Sam se preguntaba si debía decir algo acerca del beso. Algo así como:

—Perdona por haberte magreado.

Sí, eso seguro que serviría de mucho.

Mejor fingir que todo aquello nunca había sucedido. Por desgracia, Taylor no era conocida por dejar correr las cosas.

Además, Taylor irritaba a Dekka. Dekka era la amiga y aliada de Sam. Las tres personas con las que Sam sabía que podía contar siempre eran Edilio, Brianna y Dekka. Resultaba raro, porque no acostumbraban a pasar el tiempo juntos. Sam pasaba el tiempo solo o con Astrid. Apenas veía a Edilio últimamente. No tenía nada en común con Brianna: era demasiado joven, demasiado alocada, demasiado… demasiado Brianna para que Sam pasara el tiempo con ella.

Quinn había sido su mejor amigo en el pasado. Pero Quinn tenía un trabajo importante, un trabajo que le encantaba. Los amigos de Quinn eran todos sus pescadores. Y los pescadores estaban unidos, como una familia feliz.

El cuarto miembro de la expedición era Jack. Antes conocido como Jack el del ordenador, pues ya no quedaban ordenadores que funcionaran. Jack malgastaba el tiempo leyendo cómics y haciendo mohínes.

Su fuerza sobrehumana podía resultar práctica, pero Jack nunca había resultado muy útil.

Sin embargo, después de pensarlo, Sam se dio cuenta de que Jack sí que hizo un buen papel durante el gran incendio. Igual estaba madurando un poco. Igual apartarse del ordenador le había ido bien después de todo.

—¿Estáis listos? —preguntó Sam.

—¿De verdad tengo que ir? —se quejó Jack.

Sam se encogió de hombros.

—Albert te paga, ¿verdad? Es mejor que hacerle de musculitos todo el día, ¿no?

Los ojos de Jack relampaguearon. Albert había empezado a aprovecharse de su fuerza física —para llevar cargas al mercado, para mover muebles— y Jack estaba molesto. En su mente, Jack aún era un genio de la tecnología, un súper obseso de la informática, no un forzudo raro.

—¿Por qué tenemos que hacer esto en mitad de la noche? —preguntó Taylor.

—Porque no queremos que la ciudad entera sepa por qué nos vamos y adónde vamos.

—¿Cómo voy a contárselo a alguien si ni yo misma lo sé?

Taylor frunció el labio inferior.

—Agua. Buscamos agua —explicó Sam.

Casi podía ver la mente de Taylor procesando lo que acababa de decir.

—Ay, Dios mío, ¿se nos ha acabado el agua? —Taylor se mordió el labio, inspiró dos veces con aire melodramático y gimió—: ¿Quieres decir que vamos a morir todos?

—Ese sería un buen ejemplo del porqué lo mantenemos en secreto —dijo Sam muy seco.

—Solo tengo que ir…

—¡Oye, oye! —la interrumpió Sam—. No irás, Taylor. No saltarás a ninguna parte ni hablarás con nadie sin que yo te lo diga. ¿Te queda claro?

—Mira, Sam, eres un tío agradable. Y estás muy, muy bueno —comentó Taylor—. Pero no eres muy divertido.

—Salgamos de aquí mientras podamos —intervino Dekka—. Por cierto, he traído un arma.

—¿Corremos algún peligro? —exclamó Taylor.

—El arma es por si me atacas los nervios, Taylor —advirtió Dekka.

—Ay, qué graciosa… —dijo Taylor.

Sam sonrió. Por primera vez en bastante tiempo, estaba deseando hacer algo de verdad. Tenían una misión. Y al menos suponía una huida temporal de Perdido Beach.

—Dekka tiene razón. Salgamos de aquí antes de que pase algo a lo que tenga que enfrentarme —pidió.

Justo entonces oyó un ruido. Era como si algo grande se rompiera. A cierta distancia. Como si se partieran ramitas. Debía de ser algún idiota borracho.

Sam decidió ignorarlo. Era problema de Edilio, no de él.

Y se dirigió a las colinas oscuras por encima de la ciudad.

Al cabo de un rato, Dekka cogió a Sam del brazo y dejó que Jack y Taylor pasaran delante de ellos.

—¿Te lo ha contado Edilio o Astrid?

—No he hablado con Edilio. Lo he evitado. Se va a enfadar mucho cuando se dé cuenta de que me he ido de la ciudad sin advertírselo.

Dekka esperó.

—Vale —dijo Sam suspirando—. ¿Contarme el qué?

—Se trata de Hunter. Tiene alguna clase de… Bueno, como que tiene unos bichos dentro. Astrid dice que son parásitos.

—¿Astrid dice? —replicó Sam.

—Intuyo que la has visto antes de marcharte y no te lo ha contado, ¿verdad?

—Estábamos con otras cosas.

—¿Eh?

—No, con eso no. Por desgracia. Cuéntame lo de Hunter.

Dekka se lo explicó.

El rostro de Sam se fue oscureciendo a medida que escuchaba. Vaya con lo de salir de la ciudad antes de que algo se torciera: lo que le había contado pintaba muy, muy mal.

No parecía que Hunter fuera a pasar mucho más tiempo cazando. Lo que quería decir que a la ciudad se le acabaría la carne además del agua. Probablemente podrían sobrevivir sin las presas de Hunter, pero desde luego el pánico aumentaría.

La misión se había vuelto más importante, no menos.

—¿Dice que las verdosas están en el lado de la mañana? ¿Junto a la carretera del lago? ¿Eso ha dicho?

Dekka asintió.

Sam llamó a los otros dos, que se estaban peleando por alguna estupidez.

—¡Taylor! ¡Jack! Girad directamente hacia allí. Paramos para ver a Hunter.

Hunter se despertó de repente. Había oído un ruido.

No se parecía a nada que hubiera oído antes.

¡Estaba cerca! Muy cerca.

Como si lo tuviera encima. Como si estuviera…

En una oreja.

Volvió la cabeza. Era noche cerrada. Los bosques alejados de la luz de las estrellas estaban oscuros como boca de lobo.

No veía nada.

Pero sentía algo con las manos. La cosa que tenía en el hombro.

Y la oreja había… ¡desaparecido!

Un miedo terrible le hizo gritar de horror.

No se notaba la oreja, ni el hombro. No sentía con nada excepto con los dedos. Se tocó debajo de la camiseta, sintió la carne de la barriga que latía, que palpitaba.

Como si tuviera algo dentro.

No, no, no, no era justo. ¡No era justo!

Era Hunter. El cazador. Y lo estaba haciendo lo mejor que podía.

Se echó a llorar. Las lágrimas le rodaban por las mejillas.

¿Quién llevaría carne a todos esos chavales?

No era justo.

El ruido de mascar volvió a empezar. Solo en una oreja.

Hunter no tenía más que un arma: el poder calorífico de sus manos. Lo había utilizado muchas, muchas veces para quitarle la vida a sus presas.

Había alimentado a los chavales con ese poder. Y, en un instante de miedo y rabia, quitó la vida accidentalmente a su amigo Harry.

Igual podía matar a la cosa que se le estaba comiendo la oreja.

Pero puede que fuera demasiado tarde para eso.

¿Y si se mataba a sí mismo?

Vio la cabeza del puma con los ojos cerrados, allí donde la había colgado para despellejarla. Si el viejo puma podía morir, él también podía morir.

Puede que entonces volvieran a encontrarse, ahí arriba, en el cielo.

Hunter apretó ambas palmas contra la cabeza.

¡Drake estaba libre! Delante de él se abría la puerta rota y, por encima de su cabeza, el suelo hundido. Su propio carcelero había destrozado su celda.

Pero ahora Drake estaba preocupado. Brittney la cerdita podría aparecer en cualquier momento. Podría pedir ayuda, correr hasta Sam, algo, cualquier cosa.

Drake tenía el arma de Jamal. Le pasó el látigo por encima. Le encantaba su tacto, le encantaba el peso que notaba en la mano. Con el arma y su látigo sería imparable.

Pero no estaba solo: lo acompañaba Brittney.

Las ideas se agolpaban febrilmente en su cabeza. ¿Qué podía hacer?

Jamal gruñó. Se iba a levantar, pero al apoyarse en un brazo, oyó un crujido horrible.

Jamal chilló de dolor. El brazo izquierdo le colgaba, flácido: se había dislocado el hombro. Le salía sangre a chorro de la nariz. Y de las orejas. «Ah, sí —pensó Drake—; el chico se había hecho daño al caer».

Drake se puso a horcajadas sobre Jamal y enroscó el látigo que tenía por brazo en torno a su garganta, interrumpiendo sus gritos de dolor. Entonces colocó el cañón de la pistola sobre la frente del chico.

—Tienes tres segundos para decidirte —dijo Drake con voz aterciopelada—. ¿Estás conmigo o contra mí?

Jamal no tardó tres segundos en responder:

—¡Te ayudaré, te ayudaré! —le espetó en cuanto Drake aflojó un poco la presión de la garganta.

—¿Sí? Vale, pues escúchame bien, imbécil, porque yo no doy segundas oportunidades. Si me provocas, si me desobedeces, si dudas siquiera, no te mataré.

Jamal arrugó la frente, confundido.

—No, mira, la muerte es el fin del dolor —explicó Drake—. No, no te mataré. Pero te azotaré.

Y, llevado por una ferocidad repentina, Drake retrocedió y atacó con su mano de látigo. Atravesó los pantalones de Jamal y le marcó un latigazo en el muslo.

Jamal aulló.

Drake volvió a atacar dos veces más mientras Jamal se estremecía e intentaba protegerse con su único brazo bueno.

—Quería que supieras qué se siente —explicó Drake—. Duele, ¿verdad?

Ahora Jamal lloraba, lloraba y estaba demasiado aterrorizado para contestar.

—He dicho que duele, ¿verdad?

—¡Sí, sí! —sollozaba Jamal.

—Hagas lo que hagas, Jamal, por muy listo o muy duro que creas que eres, si me traicionas, si parece siquiera que vayas a traicionarme, te azotaré, y haré que dure. Horas. Y te dejaré donde la curandera no pueda encontrarte. ¿Crees que lo haré, Jamal?

Jamal asintió frenéticamente.

—¡Sí! ¡Me lo creo!

—No se me puede matar, Jamal.

—¡Lo sé!

Drake le entregó un arma y observó atentamente para ver si Jamal lo había entendido de verdad. Detectó el momento en que el chico pensaba: «Puedo dispararle y salir corriendo».

Pero también vio que los pensamientos de Jamal se agolpaban en su cabeza y acababa llegando a la conclusión inevitable.

Y entonces percibió que la resistencia de Jamal se esfumaba.

—Chico listo —dijo entonces Drake—. Bien: esto es lo que tienes que hacer.