54 HORAS, 21 MINUTOS
—¡MÁTALO, MÁTAME!
Sonaba amortiguado, pero aún se oía. Habían cerrado los conductos del aire acondicionado —¡como si todavía hubiera aire acondicionado!—, pero el lamento desesperado aún ascendía desde el sótano.
Howard había ido a alguna estúpida reunión por algún asunto importante. Howard siempre tenía asuntos importantes de los que encargarse.
Charles Merriman, al que todos llamaban Orc, rebuscaba en el revoltijo de cosas que había junto al sofá. Debía quedar algo en alguna de esas botellas. No quería tener que ir al armario del cuarto de atrás a coger otra.
—¡Es la única manera! ¡Sam! ¡Sam! ¡Dile que lo haga!
Orc no estaba borracho. No lo bastante como para ignorar el sonido de la voz de aquella chica estúpida. Para eso tendría que estar muy borracho, y por el momento solo estaba lo bastante como para no querer levantarse del sofá.
Sus dedos de piedra alzaron una botella. Wild Turkey. No quedaban ni dos centímetros de líquido marrón en el fondo. Retorció el corcho. El cuello de cristal de la botella se rompió al agarrarlo. Le pasaba a menudo. Orc tenía muchas dificultades para calcular su fuerza cuando estaba un poco bebido.
El chico se sacudió las esquirlas de cristal de la ropa y levantó la botella bien alto, procurando que las partes puntiagudas quedaran apartadas de su boca aún humana.
La única parte de su cuerpo que podía cortarse era la boca.
Bueno, la boca y los ojos.
Vació el líquido abrasador entre los labios y se lo tragó. Ah, sí, sí… Pero no bastaba.
Orc se incorporó. Era pesado, como cabía esperar de un chico hecho de grava húmeda. Como una criatura andante de cemento húmedo. No podía subirse a una balanza. Una vez Howard intentó pesarlo, pero la balanza se hundió bajo sus pies.
Orc se dirigió pesadamente hacia el armario de la bebida donde Howard guardaba su alijo. Con el cuidado exagerado de una persona que no controlaba su cuerpo, abrió la puerta del armario.
Había varias botellas de algo transparente, y otras de algo marrón. Lo primero eran un par de botellas de Cabka, el licor que Howard producía destilando repollo y naranjas podridas. Era asqueroso. Orc prefería la bebida marrón.
Agarró una botella y, tras maniobrar torpemente durante varios segundos, se rindió y le arrancó el cuello de cristal.
—¿Estás ahí arriba, Orc? Oigo tus pasos.
Era Drake. Brittney había desaparecido y Drake la había sustituido.
—¿Aún sigues vivo, estúpida montaña de piedra alcohólica? —lo provocó Drake—. ¿Aún obedeces las órdenes de Sam? ¿Haces lo que te dicen, Orc?
Orc avanzó con paso pesado hacia la puerta, enfadado.
—¡Cállate o bajaré y te aplastaré como a un bicho! —rugió Orc.
Drake se rio.
—Claro que sí, Orc. No te vas a quedar ahí como si fueras de pied… ¡Espera, qué gracioso! El monstruo de piedra que se queda de piedra.
Orc siguió avanzando pesadamente por la habitación. La casa entera temblaba a cada paso que daba.
Drake lo llamó de varias maneras, pero Orc ya se había tragado un cuarto de la botella. El calor se extendía por su cuerpo.
El chico gritó algo igual de grosero a Drake, se tambaleó hacia atrás, hacia el sofá, y se hundió pesadamente en él.
Drake no le importaba tanto. Al fin y al cabo era un chungo.
Era la chica la que le daba pena: con ella le entraban ganas de llorar.
Era un monstruo, como Orc. Y deseaba morir. Suplicaba que alguien la dejara ir con Dios.
«Mátame, mátame, mátame», rogaba cada día y cada noche.
Orc se bebió un buen trago.
Brotaron lágrimas de sus ojos humanos y cayeron por las grietas rocosas de su cara.
Alguien llamaba a la puerta. Normalmente habría contestado Howard. Pero entonces Orc oyó la voz de Jamal:
—¡Eh, Orc! ¡Abre, colega!
Jamal era una de las pocas personas que se acercaba a ver a Orc de vez en cuando, aparte de Howard. Vale, lo hacía solo para beber algo. Pero, aun así, era mejor compañía que escuchar a Drake o Brittney.
—¿Quieres beber algo, Jamal?
—Ya lo sabes. Albert se ha pasado el día agobiándome.
—Ya.
A Orc no le importaba. Agarró una botella y se la pasó a Jamal, que le dio un buen trago.
Orc se dejó caer sobre sus colchones, y el suelo gruñó bajo su peso. Jamal cogió una silla y se quedó con la botella.
—¿Quién está ahí arriba? —La voz de Drake llegó flotando—. ¿Jamal o Turk? Es demasiado pesado para ser Howard.
—¡Soy Jamal! —gritó el chico.
—No hables con él —dijo Orc sin mucha convicción.
—Oye, Jamal, ¿qué te parece dejarme salir de aquí? —preguntó Drake, casi juguetón.
Orc le replicó gritando algo soez.
—¡Solo si matas a Albert primero! —gritó Jamal; luego se rio y tomó otro trago.
—¿Por qué trabajas para Albert si lo odias? —preguntó Orc.
Jamal se encogió de hombros.
—Soy duro. Albert necesita a alguien duro.
—Ya.
—Pero me trata como una mierda.
—¿Sí?
—Tendrías que ver cómo vive ahora, colega. ¿Crees que vive como el resto de nosotros? Quédate con esto: de noche ni siquiera tiene que salir a mear. Tiene como un tarro en el que mea.
—Yo tengo un tarro en el que meo.
—Ya, vale, pero una criada lo saca y lo vacía por él.
A Orc le daba vueltas la cabeza. En realidad no prestaba atención, pero Jamal se estaba calentando al enumerar las quejas que tenía de Albert, empezando por el hecho de que comía carne todos los días y tenía chavales que limpiaban todo lo que ensuciaba.
—Mira, tío, le encanta como están las cosas, ¿vale? —opinó Jamal, que ya empezaba a arrastrar las palabras—. En el mundo de antes, Albert no era más que un renacuajo. Y aquí es un tío importante y yo soy su, ya sabes…
—Criado —añadió Orc.
La rabia brilló en los ojos de Jamal.
—Sí, sí. Del mismo modo que tú eres el criado de Sam, Orc.
—Yo no soy el criado de nadie.
—Haces de canguro de Drake todo el día y toda la noche, colega. ¿Qué te crees que eres? Haces lo que Sam el jefe te dice que hagas.
Orc no tenía ninguna respuesta preparada. Habría deseado que Howard estuviera en casa, porque era mucho más listo a la hora de hablar.
Jamal insistió.
—Los tíos como tú y yo, como Turk y Drake, antes mandábamos. Porque éramos duros y no teníamos miedo y no aguantábamos las gilipolleces de nadie. ¿No crees?
Orc se encogió de hombros. Estaba un poco incómodo.
—¿Dónde está Howard? —murmuró.
Jamal hizo un ruido desagradable.
—Howard no está aquí, condenado a hacer de carcelero, pero tú sí, Orc. El guardián de la prisión de Sam. Así te mantiene ocupado, ¿verdad?, y te tiene siempre atrapado aquí. Así que es como dijo Turk.
—¿Qué dijo Turk?
—Dijo que Sam os tiene a Drake y a ti encerrados a la vez.
—No es así.
Jamal se rio con sorna.
—Colega, lo único que tienes que hacer es ver quién es el pez grande y quién es el chico. ¿Ves?, en eso Zil se equivocaba: no es cuestión de mutis y normales, de raros y no raros, sino de pez grande y pez chico. Tú y yo, Orc, somos peces chicos. Deberíamos ser grandes.
Justo entonces se oyó la voz de Brittney procedente de abajo.
—¿Está Sam ahí? ¡Trae a Sam! ¡Tienes que llamar a Sam!
Orc se levantó de su cama y gritó:
—¡Cállate! ¡Ya tengo que oír a Drake todo el día y toda la noche!
Orc se balanceó e intentó recuperar el equilibrio, pero no pudo. Se deslizó y cayó de culo en el suelo. A Jamal le entró un ataque de risa.
Pero entonces Orc se puso en pie de un salto.
—¡Deja ya de reírte!
—¡Orc, trae a Sam!
—Ha sido divertido, colega —dijo Jamal sin dejar de reírse escandalosamente.
—Orc, Drake está intentando…
Orc maldijo en voz alta y se puso a patalear con todas sus fuerzas.
—¡Cállate, cállate!
Y, de repente, se oyó el ruido de algo desgarrado, roto, y el suelo se hundió bajo sus pies.
Orc cayó a través de la madera y el yeso. Aterrizó bruscamente, boca arriba, sin aliento, y quedó cubierto de astillas y polvo.
El chico parpadeó, demasiado perplejo para entender lo que acababa de ocurrir. Lo primero que pensó fue que Howard se iba a cabrear. Lo segundo, que Sam aún se cabrearía más.
Brittney estaba por encima de él, mirándolo.
Boca arriba. Borracho y estúpido. Un monstruo. Y desde arriba le llegaba la risa de burro de Jamal.
Orc extendió la mano para tocar la piel que aún se extendía por una parte de su cara. Estaba sangrando. No era grave, no mucho, pero sangraba.
Preso de un ataque de ira ciega, se puso en pie y golpeó a Brittney con todas sus fuerzas. La chica salió disparada por la habitación y se estampó de cabeza contra el bloque de hormigón. Un golpe que habría matado a cualquier chica real… viva.
Pero Brittney no podía morir.
Eso fue la gota que colmó el vaso. Algo hizo clic en el cerebro de Orc. Dio un salto para intentar agarrarse al suelo que quedaba por encima de su cabeza y subirse por ahí, pero le resbalaron las manos y volvió a caerse. Jamal lo señalaba sin parar de reír y Orc corrió hacia la puerta, la puerta cerrada con una barricada que mantenía prisionera a aquella cosa que era Drake y Brittney. Empujó la puerta con el peso de su cuerpo… y la puerta aguantó, aunque a duras penas. Orc retrocedió y se puso a patear la puerta una y otra vez hasta que empezaron a salir astillas disparadas.
—¡No, no! —gritó Brittney—. ¡Se escapará!
Orc dio un paso atrás, alzó ambos brazos con piel de grava y corrió derecho hacia la puerta.
No se abrió de golpe, sino que se deshizo sin más. El marco quedó destrozado y astillado. La puerta se partió y Orc la atravesó.
—¿Quieres reírte de mí? —rugió mientras subía retumbando las escaleras hasta llegar a la cocina.
Jamal seguía de pie junto al agujero, riéndose.
—¿Quieres reírte? —rugió Orc.
Jamal se dio la vuelta al darse cuenta demasiado tarde del peligro que corría. Orc medía más de dos metros y era casi tan ancho como alto. Sus piernas eran como troncos de árbol, y sus brazos, como los cables de un puente.
Jamal buscó su arma, pero Orc no pensaba permitírselo. Lo agarró del cuello, lo levantó en el aire y lo arrojó por el agujero.
Jamal cayó bruscamente. El arma salió disparada y patinó por el suelo.
Orc jadeaba, sudaba, y el corazón le retumbaba en el pecho. La realidad empezaba a penetrar en su rabia alimentada por el alcohol y comenzó a darse cuenta de lo que había hecho.
Howard. Debería… O Sam… Alguien, tendría que decírselo a alguien, traer a alguien…
Ya todo había terminado para Charles Merriman. Se había redimido, le habían dado algo importante que hacer. Pero ahora todo eso había acabado. Volvía a ser otra vez Orc.
Quería echarse a llorar. No podría soportarlo. No podría soportar la decepción y la pena de Howard. La ira fría de Sam.
En el fondo del sótano, un tentáculo largo y rojizo se extendía para alcanzar el arma.
Orc se dio la vuelta y echó a correr.
Sanjit Brattle-Chance no disfrutó de su primera semana en Perdido Beach, y Virtue Brattle-Chance, aún menos.
—Es como un manicomio gigante —opinó Virtue.
—Sí, eso parece —repuso Sanjit, dándole la razón.
Se pasaron la tarde inspeccionando el helicóptero. Edilio les había asignado la tarea de informar del estado del aparato: si estaba completamente roto o solo en gran parte.
De momento parecía completamente roto. Ambos frenos —esa especie de esquís sobre los que había aterrizado— estaban abollados. Parte del vidrio de la cabina se había hecho añicos, había desaparecido, y el resto estaba estrellado y partido.
Cayó la noche y ya no pudieron inspeccionar nada más. Virtue quería irse directamente a casa, pero Sanjit lo retuvo.
—Quedémonos y hablemos, Choo —propuso Sanjit—. Quiero decir… Mira, hemos pasado mucho estrés, ¿verdad? Pero ahora Bowie se encuentra mejor…
Virtue hizo un ruido desagradable.
—Si te crees a esa que llaman curandera.
—Me la creo totalmente.
La chica llamada Lana se había presentado y puesto la mano sobre Bowie.
Apenas habló: se limitó a responder a preguntas educadas con respuestas monosilábicas, gruñidos y algún que otro silencio que indicaba que estaba molesta.
Pero Sanjit se había quedado fascinado. Desde entonces apenas pensaba en nada más. Al fin y al cabo, ¿cómo no sentirse atraído por una chica que podía curar con las manos y que, sin embargo, se paseaba por ahí con una pistola automática enorme metida en el cinturón?
Era su tipo de chica.
Se enteró de que vivía allí arriba, en Clifftop. De hecho, Edilio le había advertido repetidas veces que no la molestara mientras inspeccionaba el helicóptero.
Sus palabras exactas habían sido:
—Por el amor de Dios, no te metas en el camino de Lana.
Ante lo cual Sanjit preguntó:
—¿Es peligrosa?
Edilio le había dedicado una mirada extraña.
—Bueno, una vez me disparó. Pero estaba bajo la influencia de la Oscuridad: Lana intentó matarla ella sola con una camioneta repleta de gas. Y luego me curó. Así que no sé decirte si es peligrosa. Pero si fuera yo, desde luego no la haría enfadar.
Así que Sanjit y Virtue estaban sentados en la hierba, contemplando cómo se escondía el sol y aparecían las estrellas. Y Sanjit observaba en secreto el hotel.
—¿Has oído hablar de los coyotes parlantes? —preguntó Virtue.
Como si fuera culpa de Sanjit que tal cosa existiera.
—Sí. Qué mal rollo, ¿eh?
—¿Y de esa cosa que llaman la Oscuridad?
Virtue meneó la cabeza, acongojado. Siempre había sido pesimista: la nube que ocultaba el sol que era Sanjit, el pesimista respecto al optimismo de Sanjit. Eran hermanos adoptados, de Congo y Tailandia, respectivamente. De un campo de refugiados terrible, y de las duras calles de Bangkok.
—Sí. Me pregunto qué será.
—La gayáfaga. También la llaman así. «Gaya» como el mundo y «faga» como un gusano o bicho que se come algo. Me voy a aventurar y te diré que, en mi opinión, algo que se hace llamar la «comemundo» no puede ser bueno.
—¿No me digas?
Sanjit puso cara de inocente, para provocar a propósito a su hermano.
—Vale. —Virtue hizo un mohín—. Pero ¿has visto el cementerio que han cavado en la plaza? Hay como una docena de tumbas allí.
Sanjit se retorció para mirar atrás, en dirección al helicóptero. Ese aparato los había salvado. Era una lástima que se quedara ahí muerto.
—Necesito un par de llaves inglesas de las grandes. Una escalera. Un martillo. Y luego, ya sabes, alguien que sepa realmente qué hacer con todo eso.
—Vale: ya veo que no quieres hablar.
Habían hecho aterrizar el helicóptero —bueno, en realidad se había estrellado— detrás del hotel Clifftop. Sobre unos árboles y arbustos descuidados, justo a continuación de la zona de aparcamiento.
La barrera quedaba muy cerca. Así que, aunque el helicóptero pudiera volver a volar —y Sanjit no podía imaginarse para qué— tendrían mucha suerte si no acababan estampándose directamente contra la barrera.
La barrera era engañosa. Aunque parecía traslúcido, el suelo era opaco.
En lo alto quedaba el cielo. Pero cuando estabas allí arriba, tampoco es que pudieras ver a través de la barrera. Si lo intentabas, la barrera se volvía otra vez opaca.
Menudo engaño. Sanjit pensó que era como el juego de manos de un mago callejero.
Y entonces se dio cuenta de que Virtue estaba hablando otra vez.
—… En cuanto Bowie esté del todo bien. Puede que Caine no sea completamente irracional. Quiero decir que antes se moría de hambre, y eso haría perder la razón a cualquiera.
—Choo —intervino Sanjit—, Caine es la esencia pura y destilada de la maldad. Pero ¿de qué me hablas?
—Vale, pero, aunque sea malvado, igual podemos hacer algún tipo de trato con él.
—No te lo crees ni tú…
Virtue se reclinó, abatido.
—Ya…
—No vamos a volver a la isla, hermano. Nos han echado. Ahora este es nuestro hogar.
Virtue asintió. Parecía como si acabaran de decirle que iban a fusilarlo al amanecer.
—Anímate, Choo —dijo Sanjit—. Este lugar tiene muchas cosas buenas.
—Has oído hablar de la zombi, ¿verdad? ¿La que tienen encerrada en el sótano? La mitad del tiempo es una buena chica cristiana, y la otra mitad, un psicópata con el brazo de látigo.
Sanjit tenía una expresión pensativa.
—Creo que he oído algo al respecto. Pero, en serio, Choo, tampoco es que una zombi doctor Jekyll y míster Hyde que vive en un sótano sea algo tan inusual…
Virtue sonrió a su pesar.
—Vale. Que así sea, Wisdom.
—No uses mi nombre de esclavo.
Era una vieja broma entre ellos. Sanjit se llamaba Sanjit al nacer, cuando aún era un niño hindú de la calle en la Bangkok budista. Cuando los actores Jennifer Brattle y Todd Chance lo adoptaron, le pusieron un nombre con pretensiones: Wisdom.
Pero nunca le pegó. Porque Wisdom, en inglés, significa «sabiduría».
—No ves el lado bueno de las cosas, Choo —le riñó Sanjit.
De hecho, él acababa de verlo.
—¿El lado bueno? No hay lado bueno. ¿Qué lado bueno?
—Las chicas, Choo. —Sanjit sonrió generosamente—. Dentro de unos años lo entenderás.
Lana acababa de doblar la esquina que daba a la parte trasera del hotel y arrojaba una pelota de tenis a su perro. Sus figuras quedaban recortadas contra el brillo débil del horizonte occidental, y la luz de la luna que asomaba detrás de las colinas las iluminaba.
—Me negaré a pasar por la pubertad —gruñó Virtue—. Te vuelve estúpido.
Pero Sanjit apenas lo oyó. Ya había echado a andar hacia Lana.
—¿Qué estás haciendo aquí? —le espetó ella—. Nadie viene a Clifftop sin que yo lo diga.
—Te has perdido un atardecer muy hermoso —observó Sanjit.
—Es una ilusión —repuso Lana—. No es un sol de verdad. Nada es de verdad. Ni la luna, ni las estrellas, ni nada.
—Pero es bonito.
—Falso.
—Pero bonito.
Lana lo fulminó con la mirada. Sanjit tenía que reconocerlo: esa chica sabía fulminar con la mirada. La pistola que llevaba en la cinturilla contribuía a darle una imagen de chica dura, pero lo más importante era sin duda la expresión herida pero desafiante de su rostro.
—Así que si te pido que des un paseo bajo la luz de la luna conmigo, ¿me dirás que no?
—¿Qué? —Lana volvió a fulminarlo con la mirada—. Vete. Deja de hacer el idiota. Ni siquiera te conozco.
—Estás curando a mi hermanito Bowie.
—Ya, pero eso no significa que seamos amigos.
—Así que nada de luna llena…
—¿Eres retrasado?
—¿Y el amanecer? Yo me levanto temprano.
—Vete.
—¿El atardecer mañana?
—Pero ¿qué problema tienes? ¿Sabes quién soy? Nadie se mete conmigo.
—¿Sabes cómo me llamo?
—¿Qué es lo que no entiendes de la palabra «vete»? Podría dispararte y nadie protestaría.
—Me llamo Sanjit. Es un nombre hindú.
—Basta que le diga una palabra a Orc y se pondrá a jugar a baloncesto con tu cabeza.
—Significa «invencible».
—Pues qué bien.
—Invencible. Que no soy vencible.
—Nadie dice «vencible».
Lana hizo rechinar los dientes. Obviamente estaba molesta consigo misma por haber picado y seguirle el juego.
—Inténtalo: intenta vencerme —la retó Sanjit.
Justo entonces Patrick se acercó corriendo. Dejó caer la pelota a los pies de Sanjit, sonrió loco de alegría como hacen los perros, y esperó.
—No juegues con mi perro.
Sanjit agarró la bola y la lanzó, y Patrick salió como un bólido tras ella.
—No me asustas. —Sanjit levantó una mano, interrumpiendo a Lana antes de que pudiera replicarle—. No digo que no debería tenerte miedo. He oído algunas historias sobre ti. Sobre lo que pasó. Te enfrentaste a la gayáfaga esa tú sola. Lo que significa que eres la segunda chica más valiente que he conocido en la vida. Así que probablemente debería tenerte miedo. Pero no lo tengo.
Sanjit se dio cuenta de que Lana trataba de resistir la tentación de preguntárselo, pero no lo consiguió:
—¿La segunda más valiente?
—Te contaré la historia cuando vayamos a pasear —añadió Sanjit, y señaló el helicóptero con el pulgar—. Más vale que vuelva a la ciudad. Edilio quiere que le informe.
Sanjit dio media vuelta y se marchó.