60 HORAS, 3 MINUTOS
CAINE HABÍA ENCONTRADO un telescopio en la casa. Lo llevó hasta el acantilado del extremo oriental de la isla. Por la tarde la luz era bastante buena, tenue: los rayos iluminaban oblicuamente la costa lejana. La luz del sol se reflejaba en las ventanillas y parabrisas de los coches de Perdido Beach. Los tejados de tejas rojas brillantes y las palmeras altas parecían muy normales. Como si fuera otro día cualquiera en la ciudad de Perdido Beach.
La central nuclear quedaba cerca. Y también parecía normal. El agujero de la torre de contención, que él mismo había hecho, estaba en el extremo más alejado y no se veía desde donde se encontraba.
Se sobresaltó al oír un ruido detrás, pero no se le notó. No mucho.
—¿Qué estás mirando, Napoleón? —preguntó Diana.
—¿Napoleón?
—Ya sabes, porque se exilió a una isla tras casi dominar el mundo —recordó Diana—. Aunque él era bajo. Tú eres mucho más alto.
Caine no estaba seguro de que le molestara que Diana lo pinchara. Mejor así que como la había visto últimamente: deprimida, rendida, odiándose a sí misma.
No le importaba que Diana lo odiara. Nunca iban a ser una pareja romanticona como Sam y Astrid: buena, honrada y todo lo demás, la pareja perfecta. Diana y Caine eran la pareja imperfecta.
—¿Y cómo le fue a Napoleón? —preguntó el chico.
Notó que Diana vacilaba un poco al buscar una respuesta fácil.
—Vivió feliz para siempre en su isla… Tenía una novia guapa que era mucho más de lo que merecía…
—Deja de preocuparte —le dijo Caine bruscamente—. No tengo intención de marcharme de la isla. Además, aunque quisiera, no podría.
—Encontrarías el modo —afirmó Diana sombríamente.
—Sí. Pero, sea como sea, aquí estoy.
Caine volvió a apuntar con el telescopio en dirección a la ciudad. Veía los restos ennegrecidos de las casas quemadas que quedaban al oeste del centro.
—No lo hagas —le pidió Diana.
Caine no le preguntó a qué se refería. Lo sabía.
—Déjalo estar.
Diana le puso la mano sobre el hombro y le acarició el cuello y la mejilla.
Caine bajó el telescopio y lo arrojó sobre la hierba demasiado crecida. Se volvió, la estrechó entre sus brazos y la besó.
Hacía mucho tiempo que no lo hacía.
La notó distinta al estrecharla entre sus brazos. Más delgada. Más menuda. Más frágil.
Pero su cuerpo respondía al de Diana como siempre.
Y ella no se apartó.
A Caine le sorprendía su propia reacción. Hacía tiempo que no reaccionaba. Que no sentía ningún deseo. Los chicos hambrientos ansiaban comida, no chicas.
Y ahora que estaba sucediendo, era abrumador. Como un rugido en el oído. Como un martilleo en el pecho. Le dolía todo el cuerpo.
En el último momento, cuando estaba a punto de perder el control, Diana lo apartó delicadamente, pero con firmeza.
—Aquí no…
—¿Dónde? —jadeó él.
Detestaba la necesidad que delataba su voz. Detestaba necesitar a alguien o algo con tantas ganas. La necesidad era una debilidad.
Diana se zafó de las manos de Caine y dio un paso atrás. Llevaba un vestido. Un vestido con el que mostraba las piernas y enseñaba los hombros. Era como una visita de otro planeta.
Caine parpadeó, pensando que quizá todo fuera un sueño. Diana estaba limpia y llevaba un vestido de verano amarillo. Se había lavado los dientes y cepillado el pelo. Aún lo tenía enmarañado después de cortárselo y dejárselo crecer luego cuando aún pasaba mucha hambre, pero al menos había recuperado parte de su antigua sensualidad oscura y alborotada.
Diana se arrodilló recatadamente, recogió el telescopio y se lo entregó a Caine.
—Tú eliges, Caine. Puedes tenerme o puedes intentar apoderarte del mundo. Las dos cosas no. Porque ya no puedo participar en eso. No puedo. Así que de ti depende.
Caine se quedó boquiabierto.
—Serás bruja…
Diana se rio…
—Sabes que tengo el poder… —amenazó el chico.
—Claro. Yo no tendría nada que hacer. Pero eso no es lo que quieres.
Caine detectó una roca grande no muy lejos. Tremendamente grande. Levantó una mano, con la palma hacia fuera, y la roca se desprendió del suelo con un crujido y se elevó por los aires.
—¡A veces te odio! —gritó entonces el chico.
Con solo hacer girar el puño, la roca salió disparada por el acantilado y cayó al agua.
—¿Solo a veces? —Diana alzó una ceja con escepticismo—. Yo te odio casi siempre.
Intercambiaron una mirada cargada de odio, pero también de algo más, algo mucho más incontrolable.
—Somos personas heridas. —De repente Diana se puso triste y seria—. Personas horribles, «tocadas» y malvadas. Pero yo quiero cambiar. Quiero que los dos cambiemos.
—¿Cambiar? ¿Y ser qué? —preguntó Caine, desconcertado.
—Personas que ya no sueñen con ser Napoleón.
Diana volvió a adoptar una actitud de suficiencia y repasó a Caine con la mirada, lentamente, tanto que el chico llegó a sentirse avergonzado y tuvo que superar un impulso púdico de cubrirse.
—No lo decidas ahora —acabó diciendo la chica—. No estás en condiciones de pensar con claridad.
Y, tras volverse, se fue hacia la casa.
Caine arrojó muchas más rocas grandes al mar.
Pero eso no lo ayudó.
Sam estaba en una esquina de la calle, observando a Lana y Astrid mientras entraban en la casa que compartía con Astrid. Lana llevaba una jarra con agua. Patrick se detuvo y miró en dirección a Sam, pero las chicas no lo vieron y enseguida perdió el interés.
Sam había ido a contar a Astrid que se iba de la ciudad. Ella le guardaría el secreto. Y quería que alguien además de Albert supiera dónde estaba y qué estaba haciendo.
Al menos eso fue lo que se dijo a sí mismo, porque reconocer que, después de todo lo que había sucedido y lo que no había sucedido, que no podía separarse de Astrid… significaría admitir descaradamente su debilidad.
No podía no contarle que se iba. Tenía que saber que Sam aún estaba… lo que fuera que estuviera…
El chico dio una patada a una lata arrugada de refresco que fue dando tumbos por la calle repleta de basura.
¿Por qué había ido Lana a ver a Astrid? El pequeño Pete no debía de encontrarse bien. Pero ¿cómo podía alguien saber cómo se encontraba el pequeño Pete?
Sam frunció el ceño. No quería tener una escena con Astrid delante de Lana.
El cielo se estaba oscureciendo. Sam no tardaría en irse. Dekka, Taylor y Jack se encontrarían con él al otro lado de la carretera. Y se suponía que cada uno de ellos debía mantener todo aquel asunto en secreto.
Claro que, en realidad, Jack se lo contaría a Brianna. Taylor no abriría la boca porque no sabía lo que estaba pasando, y, para cuando lo supiera, todos estarían ya lejos de la ciudad. Dekka no se lo diría a nadie. ¿Y Sam? Se lo contaría a Astrid.
Sam llamó a la puerta.
No hubo respuesta.
Aunque tenía una sensación extraña, como si estuviera haciendo algo malo, Sam abrió la puerta de la que había sido su casa hasta hacía muy poco y entró.
Astrid y Lana estaban arriba: oyó el murmullo de voces.
Subió las escaleras de dos en dos y dijo:
—Astrid, soy yo.
Se encontraban en la habitación del pequeño Pete. Astrid y Lana estaban de pie, separadas por pocos centímetros, de espaldas a Sam.
Sentada en la cama, una mujer —una mujer adulta— sostenía la cabeza del pequeño Pete en el regazo.
—¿Mamá? —llamó Astrid.
La mujer tenía treinta y tantos años, el pelo rubio con reflejos y la piel pálida translúcida de Astrid, aunque algo envejecida por el sol. Los ojos de color pardo. Sonreía tristemente y acunaba la cabeza del pequeño Pete, acariciándole el pelo.
—¿Mamá? —volvió a decir Astrid, y esta vez se le quebró la voz.
La mujer no hablaba. No levantó la vista para mirar a Astrid. Mantenía la atención concentrada en el pequeño Pete.
—No es real —dijo entonces Astrid, y dio un paso atrás.
Lana fulminó a Astrid con la mirada. Entonces detectó a Sam ahí de pie.
Lana entornó los ojos.
—Tú sabías esto, ¿verdad? —lo acusó.
—No es real —repitió Astrid—. Esta es no es mi madre. Es… es una ilusión. Está enfermo. He salido, así que… la ha hecho aparecer. Para que lo consolara.
—La ha hecho aparecer. —Lana prácticamente escupió las palabras—. La ha hecho aparecer. Claro, porque cualquiera puede hacerlo, todos podemos conseguir que aparezca una mamá tridimensional para que nos abrace cuando nos encontramos mal.
—Para, Petey —rogó Astrid.
La mujer —la ilusión de una mujer— no reaccionó y siguió acariciando la cabeza del pequeño Pete.
—Cúralo, Lana. Cúralo y parará —le suplicaba Astrid—. Tiene fiebre. No para de toser.
Y, como para demostrárselo, el pequeño Pete tosió varias veces.
Era raro. No se tapaba la boca ni cambiaba de expresión. Tosía sin más.
—Inténtalo, Lana —la instó Sam—. Por favor.
Lana se volvió contra él.
—Qué poder más interesante para un autista, ¿verdad? Sobre todo cuando piensas en todas esas historias que circulan por ahí sobre cómo la cúpula desapareció unos segundos cuando el pequeño Pete se desmayó.
—Hay muchos mutantes —comentó Sam tan inexpresivo como pudo.
—¿No estaba Pete en la central nuclear cuando llegó la ERA? —preguntó Lana.
Astrid y Sam intercambiaron una mirada. Ninguno de los dos habló.
—Estaba allí —insistió Lana—. La central es el centro de la ERA. El mismo centro.
—Por favor, intenta curarlo —la urgió Astrid.
—Tiene fiebre y tose, ¡menudo drama! —lo desdeñó Lana—. ¿Por qué es tan urgente curarlo?
Una vez más, Sam no tenía respuesta.
Lana se acercó al niño. La mujer seguía con la mano sobre la frente de Pete, pero no reaccionó cuando Lana colocó la suya en el pecho del pequeño Pete.
—Así que esta es tu madre —dijo Lana más calmada.
—No —dijo Astrid.
—Qué raro ver a un adulto, ¿verdad?
—Es una ilusión —repitió Astrid débilmente—. El pequeño Pete tiene el poder de… de hacer que sus visiones parezcan reales.
—Ya… —dijo Lana muy seca—. Y eso es todo. Ese momento en que todos vieron el exterior no fue más que una ilusión. Y tu mamá, que está aquí, es una ilusión.
La mujer desapareció de repente. La cabeza del pequeño Pete cayó otra vez sobre la almohada.
—Lo estás ayudando —intervino Sam—: está mejorando.
—¿Sabes lo que me parece muy interesante? —comentó Lana en tono burlón, como quien está de cháchara—. El sol, la luna y las estrellas de aquí también son todo ilusiones. Tantas ilusiones… Tantas coincidencias… Tantos secretos…
Sam no miró a Astrid. Ojalá no hubiera ido. Más aún, ojalá Astrid no se hubiera traído a Lana aunque lo entendía.
Al cabo de un rato, Lana se apartó del pequeño Pete.
—No sé si lo he arreglado o no.
—Gracias —contestó Astrid.
—Lo noto, ¿sabes? —dijo Lana suavemente.
—¿Que lo has curado?
Lana meneó la cabeza.
—No. Noto eso, a esa cosa. Lo toca. Lo observa. La noto. Lo alcanza… —Lana arrugó la frente y casi pareció estremecerse de dolor—. Como me alcanza a mí.
Y, sin mirar a ninguno de los dos, Lana salió a toda prisa de la habitación.
Se quedaron callados: ninguno de los dos sabía qué decir.
—Voy a estar fuera un par de días —acabó diciendo Sam—. Por lo del agua… Voy a buscar otro lago.
Una lágrima cayó por la mejilla de Astrid.
—Debe de haber sido duro, aunque supieras que no era real… —comentó Sam.
Astrid se secó la lágrima con un dedo.
—Lana es lista. Acabará entendiéndolo todo —suspiró—. Si las cosas se ponen feas, irán a por él. Los chavales vendrán a por Petey.
—Antes de irme, pediré a Brisa que esté pendiente de ti —propuso Sam.
Astrid miraba sombríamente a su hermano. El niño tosió dos veces y se quedó callado.
—Es que no sé lo que ocurriría…
—¿Si se pusiera enfermo?
—Si muriera. No lo sé. No lo sé…