CINCO

62 HORAS, 18 MINUTOS

LESLIE-ANN, INTENTA LIMPIAR un poco mejor mi orinal, ¿vale? —pidió Albert a la chica de la limpieza—. Sé que no es un trabajo divertido, pero me gusta limpio.

Leslie-Ann asintió sin levantar la vista. Le tenía un poco de miedo y Albert lo sabía. Pero al menos no parecía odiarlo.

—No hay mucha agua —murmuró Leslie-Ann.

—Usa arena —sugirió Albert, paciente. Ya se lo había dicho antes—. Usa arena para fregarlo.

La chica asintió y salió disparada de la habitación.

No a todos les gustaba Albert. No todos estaban contentos con que se hubiera convertido en la persona más importante que había. Muchos estaban celosos de que Albert tuviera a una chica que le limpiaba el orinal de porcelana donde hacía sus necesidades de noche, cuando no quería salir al único excusado exterior de Perdido Beach. Y que pudiera permitirse mandar la ropa a lavar con agua fresca del irónicamente denominado lago Evian.

Y desde luego había personas a las que no les gustaba trabajar para Albert, tener que hacer lo que les decía o pasar hambre.

Ahora Albert se desplazaba con guardaespaldas. El guardaespaldas se llamaba Jamal. Llevaba un rifle automático colgado del hombro, un cuchillo de caza enorme en el cinturón y un palo que era la pata de una silla de roble a la que habían clavado unos pinchos para convertirla en una especie de maza.

A diferencia de todos los demás, Albert no llevaba ningún arma. Jamal le bastaba.

—Vamos, Jamal.

Albert se dirigía hacia la playa, y Jamal, como siempre, iba unos pocos pasos por detrás, volviendo la cabeza a izquierda y derecha, con el ceño fruncido, dispuesto a enfrentarse a cualquier problema.

Albert rodeó la plaza. Allí siempre había chavales y siempre querían algo de él: un trabajo, un trabajo distinto, crédito, algo.

Pero no sirvió de nada. Dos peques, Harley y Janice, se pusieron justo delante de Albert mientras avanzaba a toda marcha.

—¿Señor Albert, señor Albert? —lo llamó Harley.

—Llamadme Albert —dijo el chico lacónicamente.

—Janice y yo tenemos sed.

—Lo siento, pero no llevo agua encima.

Albert forzó una sonrisa tensa y siguió avanzando. Pero ahora Janice estaba llorando y Harley suplicaba.

—Antes vivíamos con Mary y nos daba agua. Pero ahora tenemos que vivir con Summer y BeeBee y dicen que debemos tener dinero.

—Entonces supongo que más os vale ganar dinero —replicó Albert.

Intentó suavizarlo para que no sonara tan duro, pero tenía muchas cosas en la cabeza y le salió un tono muy desagradable. Y Harley también se puso a llorar.

—Si tienes sed, deja de llorar —le chistó—. ¿De qué crees que están hechas las lágrimas?

Al llegar a la playa, Albert examinó el lugar donde estaban construyendo. Parecía un desguace. Un depósito de propano ovalado de casi dos mil litros yacía abandonado en la arena. Y tenía un agujero chamuscado en un lateral.

Justo en el borde del agua, un segundo depósito un poco más pequeño debería haberse erguido sobre patas de acero. Pero descansaba volcado en la playa. Un tubo de cobre salía de la parte superior y se encajaba en otro un poco más pequeño que se inclinaba hacia el suelo. Un tercer tubo aún más estrecho estaba pegado con cinta adhesiva y alcanzaba la arena húmeda.

En teoría, al menos, este tosco artilugio improvisado era un alambique.

El principio era bastante sencillo: hervir agua salada, dejar que el vapor ascendiera por el tubo y dejarlo enfriar. Lo que saliera sería agua potable.

Fácil, en teoría. Pero casi imposible de conseguir en la práctica. Sobre todo después de que algún idiota lo hubiera volcado.

A Albert se le cayó el alma a los pies. Harley y Janice ya no serían las únicas que suplicaran por agua. El suministro de la gasolinera se había visto reducido a unos pocos miles de litros. Sin gasolina no podrían cargar la camioneta del agua. Sin camioneta del agua no habría agua.

Y lo que era peor: el diminuto lago Evian de las colinas se estaba secando. No había llovido desde la llegada de la ERA. Los chavales sabían que había un plan para realojar a todo el mundo en el lago Evian cuando se acabara la gasolina; pero no se habían dado cuenta de que las cosas iban mucho peor.

El primer depósito, el quemado, ya había servido para intentar hacer un alambique. Albert trató que Sam hirviera el agua usando sus poderes. Por desgracia, Sam no era capaz de reducirlos lo bastante como para calentarla sin destruirlo.

Y ahora necesitaban un fuego bajo el depósito. Lo que significaba que varios grupos de chavales tenían que arrancar madera de las casas que no se utilizaban. Y eso podía generar muchos más problemas que ventajas.

El grupo de la playa vagueaba. Arrojaba piedrecitas al oleaje leve, intentando que rebotaran.

Albert avanzó hacia ellos y se le llenaron los mocasines de arena.

—Oye —saltó—, ¿qué ha pasado aquí?

Los cuatro chavales —ninguno mayor de once años— parecían culpables de algo.

—Estaba así cuando hemos llegado. Creo que lo ha tumbado el viento.

—No hay viento en la ERA, pedazo de… —Albert se contuvo para no decir «idiota».

Tenía fama de controlarse. Era lo más próximo que había a un adulto.

—Os he contratado para cavar un agujero, no para jugar —les recordó.

—Cuesta mucho —se quejó uno—. No deja de llenarse.

—Sé que cuesta. Y luego no resultará más fácil. Y si queréis comer, trabajad.

—Solo nos estábamos tomando un descanso.

—El descanso se ha acabado. Coged las palas.

Albert se dio media vuelta y se marchó con Jamal tras él.

—Esos chavales te están sacando el dedo, jefe —le informó Jamal.

—¿Están cavando?

Jamal volvió la cabeza y le dijo que sí.

—Mientras hagan su trabajo pueden sacarme el dedo todo lo que quieran —comentó Albert.

Fue entonces cuando Roscoe se acercó a informarle de lo que había cazado Hunter. Y a contarle una historia descabellada acerca de que el hombro de Hunter lo había mordido.

—Mira —dijo Roscoe, y extendió la mano para que Albert la inspeccionara.

Albert suspiró.

—Ahórrate las historias de locos, Roscoe —le pidió.

—Mira, se ha puesto verde —se lamentó Roscoe.

—No soy la curandera ni Dahra —le recordó Albert.

Pero mientras se alejaba algo en el fondo lo preocupaba: la herida parecía realmente verduzca.

Pero eso era problema de otro. Él ya tenía muchos problemas propios.

Fue entonces cuando vio a alguien echado en la arena, echado como si estuviera muerto. Muy lejos, en la playa.

Buscó el mapa que llevaba en el bolsillo.

¿Había llegado la hora? Volvió a mirar el alambique. El alambique inútil.

Se estremeció un poco al pensar en lo que estaba a punto de hacer. El pánico no era aconsejable. Todo el mundo estaba muy nervioso, raro, pillado desde el dramático suicidio de Mary y el intento de asesinato masivo.

La gente no podría soportar otro desastre. Pero el desastre se avecinaba. Y cuando llegara, si el pánico se extendía, necesitaría a Sam en la ciudad.

Albert no podía confiar a nadie más la misión que tenía en mente. Sam tendría que ir. Y Albert esperaba que no se produjera ningún desastre nuevo en su ausencia.

Sam sintió que lo cubría una sombra.

Entornó un ojo. Había alguien de pie detrás de él, con la cara velada por el sol que lo iluminaba desde atrás.

—¿Eres tú, Albert? —preguntó Sam.

—Soy yo.

—He reconocido los zapatos. No me encuentro bien —explicó Sam.

—¿Te importaría levantarte? Tengo que contarte algo importante.

—Si es importante, ve a decírselo a Edilio. Él está al mando.

Albert esperó, negándose a hablar. Hasta que, con un suspiro que se convirtió en gemido, Sam se dio la vuelta y se incorporó.

—Que esto quede entre nosotros dos, Sam —pidió Albert.

—Sí, como que siempre ha venido tan bien que ocultara secretos al Consejo… —recordó Sam con sarcasmo. Se frotó el pelo con fuerza para quitarse algo de arena.

—Ya no estás en el Consejo —le recordó Albert sin perder la calma—. Y se trata de un trabajo. Quiero contratarte.

Sam puso los ojos en blanco.

—Todos trabajan ya para ti, Albert. ¿Qué problema tienes? ¿Te molesta que yo no lo haga?

—¿Te gustaba más cuando nadie trabajaba y todos se morían de hambre?

Sam miró a Albert e hizo un irónico saludo militar.

—Lo siento. Estoy de un humor de perros. He tenido una mala noche seguida de una mala mañana. ¿Qué pasa, Albert?

—Hay un problema grave con el suministro de agua.

Sam asintió.

—Lo sé. En cuanto se agote la gasolina, tendremos que realojar a la ciudad entera en Evian.

Albert se subió las perneras de los pantalones y se sentó cuidadosamente en la arena.

—No. En primer lugar, el nivel de agua del lago Evian está bajando más rápido que nunca. No llueve. Y es un lago pequeño. Puedes ver cuánto ha bajado, como de tres metros a la mitad.

Albert se sacó un mapa del bolsillo y lo desplegó. Sam se apresuró a acercarse para verlo.

—Este mapa no es muy bueno. Es demasiado grande para mostrar los detalles. Pero ¿ves esto? —señaló—. El lago Tramonto. Es como cien veces más grande que Evian.

—¿Y está dentro de la ERA?

—He dibujado este círculo con un compás. Creo que por lo menos parte del lago Tramonto queda dentro de la barrera.

Sam asintió, pensativo.

—Tío, está como, ¿a qué?, ¿a quince kilómetros de aquí?

—Más bien veinticinco.

—Aunque quede dentro y aunque el agua sea potable, ¿cómo vamos a bajarla a Perdido Beach? Quiero decir, mira. —Sam recorrió las líneas con el dedo—. Para ir y venir hay que pasar por el territorio de los coyotes. Y para hacer este viaje gastaríamos mucha más gasolina. Quiero decir, mucha más.

—No creo que mi alambique de agua salada vaya a funcionar —reconoció Albert, y miró taciturno hacia la playa, en dirección a su equipo—. Y, aunque funcione, puede que no produzca lo bastante.

Sam le cogió el mapa y lo estudió atentamente.

—Es curioso. Casi me había olvidado de que existían cosas como los mapas de papel. Siempre usaba Google Maps. Maps punto Google punto com. ¿Te acuerdas de aquella época? ¿Qué es esto?

Albert miró por encima del borde del mapa.

—Ah, esa es la base de la fuerza aérea. Pero mira, casi toda queda al otro lado. La pista, los edificios, todo. ¿Por qué? ¿Esperabas encontrar un avión de caza?

Sam sonrió.

—Eso podría ser útil si viniera con piloto. Una cosa es que Sanjit haga un aterrizaje de emergencia con un helicóptero, y otra muy distinta pilotar un caza al doble de la velocidad del sonido dentro de una pecera de poco más de treinta kilómetros. No. No sé qué me esperaba. Igual un cañón mágico con un rayo que pudiera perforar la barrera.

—¿Sabes? —empezó Albert intentando parecer espontáneo, pero le salió como si soltara un discurso muy ensayado—, me leí un libro en el que contaban que, en los viejos tiempos (quiero decir, hace muchos, muchos años) los hombres de negocios contrataban a exploradores para inspeccionar nuevos territorios. Ya sabes, para encontrar oro, aceite o especias. Claro que esos exploradores tenían que ser duros y capaces de enfrentarse a toda clase de problemas.

Sam no tuvo ningún problema para entender lo que Albert quería decir.

—Me quieres contratar para explorar ese lago.

—Sí.

Sam miró la arena que los rodeaba y dijo:

—Bueno, como puedes ver, estoy muy ocupado.

Albert calló y se limitó a esperar y observar a Sam como un lagarto pendiente de una mosca.

—No quieres que el Consejo se entere de esto. ¿Por qué?

Albert se encogió de hombros.

—Cuando el Consejo se entera de algo, la ciudad entera tarda menos de diez segundos en enterarse. ¿Quieres que cunda el pánico? Sea como sea, esto no va con ellos. Soy yo quien quiere hacerlo. Tú y yo. Y un par de chavales de refuerzo.

—¿Por qué no mandas a Brianna? Llegaría rápido hasta allí.

—No me fío de ella. No para algo así. Quiero decir, Sam, puede que no tardemos mucho en quedarnos sin agua. Que no tardemos nada… Tengo un camión que saldrá más tarde, y después, puede que queden media docena de carreras más.

Sam se quedó callado y se puso a dibujar figuritas abstractas en la arena mientras pensaba.

—Lo haré —acabó diciendo—. Pero no me entusiasma ocultárselo a Edilio.

Albert apretó los labios formando una línea. Como si estuviera pensando. Pero Sam se dio cuenta de que ya tenía la respuesta preparada.

—Mira, los secretos no duran mucho en este lugar. Por ejemplo, Taylor se ha dedicado a contar una historia interesante por toda la ciudad.

Sam gruñó y se reprochó haberse enrollado con Taylor. ¿Qué iba a decirle a Astrid? Tampoco es que fuera asunto suyo. Nunca habían dicho que no pudiera ver a otras personas, enrollarse con otras personas. De hecho, una vez, en un ataque de rabia, Astrid le dijo que hiciera justamente eso. Solo que no empleó la palabra «enrollarse». Utilizó una expresión que le sorprendió oír en boca de Astrid.

—Sam, Edilio es un buen chico. —Albert interrumpió los pensamientos negativos de Sam—. Pero, como te he dicho, se lo contará a los demás. En cuanto el Consejo lo sepa, todo el mundo lo sabrá. Y si todo el mundo sabe lo mal que están las cosas, ¿qué crees que ocurrirá?

Sam sonrió sin ganas.

—La mitad de la gente se portará bien. Y la otra mitad flipará.

—Y siempre acabará muriendo alguien —afirmó Albert. Ladeó la cabeza, esforzándose porque pareciera que se le acababa de ocurrir esa idea—. ¿Y quién terminará peleándose con los demás, haciendo de papá para que luego se enfaden con él, le echen la culpa y acaben diciéndole que se vaya?

—Has adquirido habilidades nuevas —reconoció Sam amargamente—. Antes solo te importaba trabajar más duro que nadie y ser ambicioso. Ahora estás aprendiendo a manipular a la gente.

Albert torció la boca y sus ojos se iluminaron de rabia.

—No eres el único que se pasea por ahí con una gran responsabilidad sobre los hombros. Tú haces de papá malo que no deja que nadie se divierta, y yo hago de hombre de negocios codicioso que solo busca su provecho. Pero no seas idiota: puede que sea codicioso, pero sin mí nadie come. Ni bebe. Necesitamos agua. ¿Ves a alguien más en esta ciudad que lo vaya a conseguir?

Sam soltó una risa sutil.

—Sí, se te da bien utilizar a la gente, Albert. Quiero decir, que me ofreces la oportunidad de ir a ese sitio y salvar el pellejo a todos, ¿verdad? Volver a ser importante y necesario. Me tienes totalmente calado.

—Necesitamos agua, Sam —dijo Albert sin más—. Si la encuentras en el lago Tramonto y cuando vuelvas le dices a la gente que tienen que mudarse allí, lo harán. Si les aseguras que todo saldrá bien te creerán.

—Porque me quieren y me admiran tanto… —comentó Sam con sarcasmo.

—No es un concurso de popularidad, Sam. La gente te quiere cuando te necesita, y diez minutos más tarde ya se ha cansado de ti. Dentro de muy poco van a darse cuenta de que estamos a punto de morirnos todos de sed. Y allí estarás tú con la solución.

—Y me querrán. Durante diez minutos, hasta que hayan bebido lo bastante.

—Exacto. —Albert se puso en pie—. ¿Trato hecho? —dijo extendiendo la mano para dársela a Sam.

Sam se levantó.

—¿Y el lago? Quiero decir, ¿y si está allí?

—Si está allí, será mi lago —afirmó Albert fríamente—. Venderé el agua y controlaré el acceso. Puede que así no acabemos otra vez en el mismo aprieto.

Sam le dio la mano y se rio con ganas.

—De entre todos, eres el que menos se anda con gilipolleces, Albert. Si está allí, lo encontraré. Saldré esta noche.

Y Sam cogió el mapa.

—¿Quieres que vaya alguien contigo?

—Dekka. —Sam pensó un poco más—. Y Jack.

—¿Quieres a Jack, el del ordenador? ¿Por qué?

—Es buena idea que te acompañe alguien más listo que tú.

—Supongo… También necesitas a alguien para comunicarte. Llévate a Taylor.

—A Taylor no. Me llevaré a Brianna.

Albert meneó la cabeza.

—La has besado: supéralo. Necesitamos a alguien en la ciudad que pueda luchar si hace falta. Quiero decir, al nivel de los raros, sin ánimo de ofender a Edilio. Taylor no sirve en ninguna batalla; en cambio, Brianna puede cargarse prácticamente a cualquiera.

Sam asintió. Parecía lógico. Si quería llevarse a Dekka, tenía que dejar a Brianna. Pero ¿Taylor?

De repente, ese viaje que ya empezaba a imaginarse parecía mucho menos divertido.

* * *

A Lana no le gustaba ir a la ciudad. En la ciudad la gente le pedía cosas. Pero necesitaba llevarse una garrafa de agua a Clifftop, así que le pareció que también podía pasar por el «hospital» y rematar el trabajo atrasado: chavales con brazos rotos, manos quemadas y lo que se rumoreaba que eran las venas de una muñeca cortadas.

No estaba muy segura de que tuviera que arreglar a alguien tan idiota como para intentar cortarse las venas. A fin de cuentas, la ERA no tardaría en matarte, ¿por qué adelantarlo? Y si querías salir rapidito de la ERA siempre podías hacer como Mary y tirarte por el acantilado.

Dahra Baidoo estaba leyendo su libro de medicina y diciéndole a un chaval al que le dolía un diente que se callara.

—Solo está suelto: se caerá cuando se tenga que caer —le insistía, irritada.

Dahra alzó la vista y esbozó una sonrisa cansada cuando vio a Lana.

—Eh, Lana.

—Eh, D.B. ¿Cómo va la carrera de medicina?

Era un chiste viejo entre ellas. Habían trabajado codo con codo en momentos de crisis, durante la gripe que circuló un par de semanas atrás, y en las diversas batallas e incendios y luchas y envenenamientos y accidentes.

Dahra sujetaba las manos de los niños heridos y les daba Tylenol mientras esperaba que viniera Lana. El incendio fue lo peor. Las dos se pasaron días enteros juntas allí abajo, sin apenas ver el sol.

Fueron días realmente muy malos.

Dahra se rio y dio unos golpecitos al libro.

—Estoy lista para hacer trasplantes de corazón.

—¿Qué tenemos? —preguntó Lana—. He oído que tenías un suicidio frustrado.

—Nada de suicidios. Costillas rotas. Y una quemadura. No demasiado mala, y probablemente debería dejarla sufrir porque se la ha hecho intentando pegar fuego a una bolsa de caca para luego arrojársela a alguien.

Lana oyó una tos perruna procedente de una chica que parecía muy enferma.

—¿Eso qué es?

Dahra le lanzó una mirada elocuente.

—Creo que la gripe ha vuelto. O nunca se fue. —Llevó a Lana aparte, donde los pacientes no pudieran oírla—. Pero creo que esta vez puede ser peor. Esta chica alucina. Se llama Jennifer. Ha venido arrastrándose esta mañana. No deja de hablar de otra chica llamada también Jennifer que tosía tan fuerte que echaba trozos de pulmón. Y que se ha roto el cuello en uno de esos ataques de tos.

—A veces la gente se vuelve loca con la fiebre —comentó Lana.

—Sí. Pero, aun así, ojalá tuviera a alguien que pudiera ir a echar un vistazo a su casa. Para ver si está pasando algo.

—¿Dónde está Elwood?

Dahra suspiró.

—Eso ha terminado.

A Lana nunca le había gustado mucho Elwood y quería saber qué había ocurrido; Dahra y Elwood llevaban saliendo mucho tiempo. Pero no parecía que Dahra tuviera ganas de darle a la lengua.

Lana curó las costillas rotas, y luego fue a ver a la chica con los dedos quemados.

—No hagas estupideces como esta —le espetó Lana—. No quiero perder el tiempo con tonterías. La próxima vez te dejaré sufrir.

Pero le curó las quemaduras y dio un repaso rápido a la chica que no paraba de toser.

—¿Puedo llenar una garrafa antes de salir? —preguntó Lana.

Dahra se estremeció. Tenía una fuente vieja de agua fresca en una esquina con una garrafa transparente de casi veinte litros encima. Pero ni de lejos había veinte litros de agua ahí dentro.

—¿Y dos litros? —propuso Dahra.

—Trato hecho. Albert tiene que tenerte mejor provista. Y a mí también, ya que hablamos del tema. Se supone que tiene que mandarme a uno de los suyos con una garrafa al día. Han pasado dos días. Considerando que es hipocondríaco, no es muy astuto por su parte que Albert me ataque los nervios.

Entonces, tras saludar a Dahra con la cabeza, Lana volvió hacia su aguilera solitaria.

Tomó un atajo que la llevó hasta Clifftop por la colina. Era un sendero que corría a través de los arbustos, un lugar donde podría haber algún coyote hambriento. Pero Patrick la alertaría antes de que se topara con uno de esos animales. Y, en cualquier caso, Lana llevaba una pistola automática que no tenía ningún reparo en usar.

De repente, Patrick gruñó. En menos de medio segundo, Lana se sacó la pistola y apuntó con ambas manos.

—Sal donde pueda verte —dijo.

Pero no era ningún coyote. Era Hunter, que merodeaba.

Parecía avergonzado de estar allí. Lo habían desterrado de la ciudad, aunque podía ir a visitarla cuando quisiera. Pero él prefería que no lo viera nadie.

A Lana le gustaba Hunter. En primer lugar, porque siempre le guardaba algún bocado suculento, un conejo o un par de ranas regordetas. Y le llevaba estómagos e intestinos para Patrick.

Y, en segundo lugar, porque, aunque tenía el cerebro dañado, al menos sabía que no debía hacerle perder el tiempo. Si la buscaba era por algún motivo.

—¿Qué pasa, Hunter? —preguntó. Y volvió a meterse la pistola en la cinturilla—. Uau. Veo que tienes unos arañazos muy feos ahí.

—No —dijo el chico—. Es otra cosa.

Y tiró del cuello de la camiseta.

Lana no respiró durante varios segundos.

—Sí. Es otra cosa.