3 MINUTOS
ASTRID OBSERVABA, IMPOTENTE.
Ya no veía a Orc. Puede que ya estuviera muerto ahí debajo.
Jack parecía incapaz de aflojar el látigo de Drake que lo estaba ahogando. Y Drake lo sabía.
Miró a Astrid y le guiñó un ojo.
Astrid había decidido no hacer daño al pequeño Pete, dejarle vivir, aunque eso significara que los demás murieran.
Esa era la decisión correcta y moral.
Pero en menos de un minuto, Jack se asfixiaría. Y Drake la atraparía. No se engañaba respecto a lo que el psicópata pretendía hacer.
Drake y su ejército matarían y seguirían matando. ¿Y qué podría detenerlos? ¿Quién podría detenerlos?
Astrid se dio cuenta de que casi no podía respirar.
De su cuerpo entero parecía emanar una energía extraña. ¿Era miedo? ¿Así se sentía uno cuando era presa del pánico?
El rostro de Jack se estaba oscureciendo. Parecía menos concentrado en zafarse. Clavaba los dedos, impotente. Los ojos le sobresalían, como si fueran a salírsele de las cuencas.
Drake iba a matarlo. Y no precisamente deprisa.
Y seguiría matando a muchos, muchos más, mientras la ERA existiera.
Basta. Tenía que terminar. Todo aquello tenía que terminar.
Astrid se acercó al pequeño Pete y lo cogió en brazos. Se dirigió hacia la ventana y se quedó delante de ella, dudando, con el cuerpo flojo y sudoroso de su hermano en brazos.
Drake la vio y perdió el color de la cara.
Aflojó el tentáculo de la garganta de Jack.
—¡No! —gritó Drake. Desenroscó el brazo de pitón y se puso a correr hacia ella, gritando—: ¡No, no!
—Lo siento —susurró Astrid—. Lo siento mucho, Petey.
Drake estaba en la puerta de la habitación.
—¡No! —volvió a gritar cuando la chica arrojó a su hermano hacia el mar de insectos.
—¡Cogedlo! —gritó Drake.
Empujó a Astrid para abrirse paso hacia la ventana. El pequeño Pete ya estaba cayendo.
—¡No le hagáis…! —gritó Drake.
Sus palabras se vieron interrumpidas por el puñetazo débil, pero certero, que le dio Astrid.
El pequeño Pete casi tocó el suelo, pero se detuvo a pocos centímetros de impactar. Abrió mucho los ojos y se quedó mirando a una docena de ojos azules inquietantes.
—¡No le hagáis daño! —gritó Drake—. ¡La Oscuridad lo necesita!
Pero era demasiado tarde. Los bichos se apiñaban alrededor del pequeño Pete. Chasqueaban las lenguas. Hacían rechinar los dientes.
No se produjo ninguna explosión.
No hubo ningún destello de luz.
Los bichos desaparecieron sin más.
Estaban ahí, y al cabo de un instante habían desaparecido.
El pequeño Pete cayó al suelo. Tosió una vez, con una violencia increíble. Y entonces él también desapareció sin más.
Astrid y Drake estaban uno al lado del otro, contemplando la escena horrorizados. Astrid cerró los ojos. ¿Había terminado? ¿De verdad había terminado?
—Te mataré —amenazó Drake, pero su voz se estaba apagando.
Astrid abrió los ojos y vio que el rostro de Drake ya estaba cambiando, fundiéndose. Sus duros rasgos de tiburón daban paso a un rostro mucho más suave y redondo.
Jack subió pesadamente las escaleras.
Boca arriba, sin una pierna, Orc gruñía de dolor.
—¿Dónde está? —preguntó Brittney—. ¿Dónde está el Enemigo?
Astrid apenas lo oyó.
Lo había hecho. Lo había matado. Había sacrificado al pequeño Pete.
—Salgamos de aquí antes de que vuelva Drake —indicó Jack a Astrid, cogiéndola del brazo.
Pero Astrid no quería irse con él. Todavía no.
—Lo has matado —afirmó Brittney.
Más que una acusación, sus palabras reflejaban asombro.
Astrid suspiró y se estremeció. Le corrían las lágrimas por la cara. No tenía palabras.
Brittney se estaba poniendo nerviosa.
—Te hará pagar por esto, Astrid. Su rabia te encontrará. Tarde o temprano.
—¿Drake o la gayáfaga? —preguntó Jack.
Brittney exhibió su aparato dental en una sonrisa salvaje.
—Somos el brazo de la Oscuridad —afirmó—. Nos mandará que os derribemos. A los dos.
—Vámonos, Astrid —insistió Jack sin apartar los ojos de Brittney.
Astrid sintió la fuerza con que la agarraba, y cedió.
Las lágrimas la cegaban, y en su mente las emociones se confundían: odio, repulsión, ira. Y lo peor de todo: alivio.
Había desaparecido. El pequeño Pete había muerto. Y ahora todo por fin terminaría. La pared de la ERA desaparecería. La locura habría acabado.
Alivio. Y le asqueaba percatarse de que se alegraba de haberlo hecho.
Jack la condujo escaleras abajo. Levantó sin esfuerzo a un Orc terriblemente herido y destrozado. El chico de piedra gruñía de dolor e insistía en que deberían dejarlo morir entre sollozos.
—Nadie se va a morir —dijo Jack duramente—. Ya hemos tenido bastantes muertes.
Astrid avanzó obediente detrás de Jack mientras el chico cargaba con Orc colina abajo, hasta la ciudad.
Y mientras caminaba, Astrid se preguntaba cómo era posible que la ERA hubiera terminado y Jack siguiera conservando toda su fuerza.
Dahra Baidoo salió del «hospital» por primera en vez desde lo que parecían ser días.
Virtue la sostenía, aunque temblaba tanto que apenas podía caminar.
Ambos estaban cubiertos de sangre. El hospital era un matadero. El único bicho que había logrado entrar había masacrado a todos los chicos que estaban demasiado enfermos para ponerse en pie, ya no digamos para echar a correr.
Virtue se dijo que, de todos modos, la mayoría de aquellos chavales estaban demasiado enfermos para sobrevivir. Pero saberlo no le servía para olvidar ese horror.
Se había metido en una esquina, detrás de un catre, agazapado, y no había dejado de rezar y suplicar por su salvación. Trató de arrojar varias al bicho, pero las cuñas y las botellas no parecían hacerle nada.
Y, de repente, en un instante, la criatura había desaparecido.
Sus mandíbulas sangrientas rascaban la pared tratando de dislocar a Virtue. Se encontraba a escasos centímetros y a pocos milisegundos de una muerte horripilante.
Y de repente… nada.
Había desaparecido.
De pronto, lo único que oía Virtue eran sus propios sollozos.
Y luego a los demás llorando.
Y un alarido insistente, alocado, de desesperación.
Dahra estaba gritando cuando la sacó delicadamente de debajo de un cuerpo.
—Ha desaparecido —le dijo el chico.
Dahra no podía parar de temblar. No podía dejar de gritar. Y Virtue volvió de repente a aquel campamento de refugiados del Congo, recordó cosas que había presenciado cuando aún era demasiado joven para entenderlas.
Una furia terrible se acumulaba en su interior. Una rabia incontrolable contra todos y todo lo que hacía que el mundo fuera un infierno de miedo, dolor y pérdidas.
Quería destrozar cosas. Quería aullar como un animal salvaje.
Pero Dahra había dejado de gritar, y ahora tan solo lo miraba: necesitaba a alguien, alguien que por fin cuidara de ella.
Virtue le cogió la mano y la rodeó con el brazo.
—Salgamos de aquí —le dijo delicadamente.
Había chavales que gritaban de dolor. Pero Virtue sabía que Dahra ya no podía responderles. Así que la condujo hacia fuera, hacia el aire fresco.
Todos los cuerpos de los bichos habían desaparecido. Los cuerpos de sus víctimas, sin embargo, no.
Virtue no sabía dónde llevar a Dahra. A fin de cuentas, era a ella a quien los chavales confiaban a otros chavales. No conocía a nadie que pudiera ayudarla. Puede que nadie pudiera.
Condujo a Dahra hasta la iglesia en ruinas. El interior estaba en silencio, aunque también había sido un escenario de lucha. Despejó un espacio para ella en un banco. La hizo sentarse, se acomodó a su lado, exhausto, cerró los ojos y rezó.
—Padre nuestro que estás en los cielos, mira y apiádate de esta chica. Ya ha hecho suficiente. —Virtue suspiró y añadió, dudoso—: Amén.
No se quedó mucho rato. Aún había chavales que necesitaban su ayuda.
Se encontró con su hermano de camino al hospital. Sanjit lo estrechó entre sus brazos y dijo:
—Han desaparecido, Choo. Han desaparecido todos.
Virtue asintió y le dio un golpecito en la espalda, tranquilizándolo.
Sanjit le cogió la mano y lo miró a la cara:
—¿Estás bien, hermano?
—He tenido días mejores.
—Así que supongo que la isla parece mejor ahora, ¿eh? Tenías razón, es como un manicomio gigante al aire libre.
Virtue asintió solemnemente y miró hacia la iglesia.
—Sí, pero hay un par de santas entre los locos.
Caine volvía caminando rígidamente hacia la ciudad. Tenía quemaduras, rasguños, pinchazos, moretones, y puede que se hubiera roto un par de costillas.
Pero había ganado.
El único inconveniente, aparte de los diversos dolores que lo hacían estremecer a cada paso, era que no lo había hecho solo. Brianna se había marcado un tanto. No la soportaba, pero tío, sí que era buena peleando.
Y una fuerza invisible y desconocida había hecho desaparecer a los dos bichos a los que acababa de cargarse. Incluso las patas rotas, los fluidos y las tripas habían desaparecido. Como si los hubieran borrado de la faz de la tierra.
Brianna se marchó disparada y lo dejó solo, cojeando. Sin duda debía de estar alardeando y atribuyéndose todo el mérito.
Pero no le saldría bien. No, todos lo habían visto avanzar hacia la amenaza. Y ahora, tal y como había prometido, la amenaza había desaparecido. Había cumplido. Se había ganado el lugar que le correspondía.
Tras cruzar la carretera hacia la ciudad, los primeros chavales se le acercaron corriendo, agradecidos, atolondrados, deseando chocar los cinco con él.
—¡Lo has conseguido, tío, lo has conseguido!
Pero él rechazó sus saludos, se quedó mirándolos muy quieto y se limitó a esperar.
Los chicos parecían indecisos, incluso algo preocupados. Y entonces lo entendieron.
El primero inclinó la cabeza. Fue un gesto brusco, torpe, pero a Caine le bastó: ya aprenderían.
El segundo chaval, y luego un tercero y un cuarto, se le sumaron rápidamente, e inclinaron la cabeza ante Caine. El chico asintió solemne, reconociendo su gesto, y siguió avanzando. Ya nada le dolía tanto como antes.