CUARENTA

25 MINUTOS

SAM NOTÓ ALGO mojado. Estaba por todas partes; era una nube que se alzaba desde debajo. Caía como si estuviera atrapado en un tornado de barro. Liberadas por la falta de peso, el agua salada y la arena volaban hacia arriba.

—¡Abrid brazos y piernas! —gritó Sam.

Fricción. La dolorosa bofetada del agua y el roce con la arena. Era como estar en el interior de un tornado.

Sam tenía la sensación de que lo estuvieran despellejando. Cerró los ojos, volvió la cabeza para evitar que la nariz y la boca se le llenaran de arena húmeda, y chocó estrepitosamente contra una superficie tan sólida e inflexible como el cemento.

El aire salió disparado de sus pulmones, como si lo hubiera pateado una mula.

La espalda se le arqueó demasiado, los tendones se le tensaron y la cabeza le cayó hacia atrás. Cada centímetro del cuerpo le escocía y el agua se cerraba en torno a su cabeza.

Instintivamente, pataleó hacia la superficie. El agua se había llevado la arena que lo recubría. Sam consiguió abrir un ojo. Se encontraba a menos de una docena de metros de la costa, en un lugar donde el agua no tenía ni metro y medio de profundidad.

De pronto, la columna de agua y arena que se había elevado bajo sus pies cayó como un aguacero.

Sam buscó frenético a Dekka y Toto. Se dirigió chapoteando hacia la playa, bajo un chaparrón cegador que duró un minuto entero.

Toto estaba echado boca arriba, en la orilla, gimiendo de dolor. Sam se arrodilló a su lado.

—¿Te has hecho daño?

—Las piernas… —se quejó Toto, y se echó a llorar—. Quiero irme a casa.

—Escúchame: te has roto las piernas, pero podemos arreglarlo.

Toto lo miró sorprendido, se limpió la arena de la cara y añadió:

—Dices la verdad.

—Traeré a Lana. En cuanto pueda. Solo tienes que aguantar un poco. —Sam se levantó y gritó—: ¡Dekka, Dekka!

No le respondió, pero la vio nadar hacia la orilla. Sam corrió hacia la chica y la ayudó a llegar hasta la arena seca.

—Lo siento mucho, Sam —jadeó la chica.

—Estoy bien. Y Toto también. Solo se ha roto las piernas, eso es todo.

Sam miró a izquierda y derecha y descubrió el contenedor estampado contra un risco bajo. Los cajones oblongos y su mortífero contenido se habían volcado.

—No sé dónde estamos —reconoció Sam—. Creo que al sur de la central nuclear.

Miró alrededor, frenético. Su plan era temerario y desesperado, pero albergaba la esperanza de caer cerca de la central nuclear. Puede que allí aún hubiera algún coche útil. Pero ¿en la playa? Ni siquiera estaba seguro de dónde se encontraban.

Y el contenedor estaba destrozado, así que muchos de los misiles también lo estarían.

—¡Sam! —gritó una voz procedente del mar. Desde una barca.

Sam vio a cuatro personas dentro, remando hacia ellos.

—¡Quinn!

La barca llegó a la orilla y la hicieron encallar. Quinn salió de un salto.

—¿De dónde venís?

—No me creerías si te lo dijera —respondió Sam—. Quinn, cuéntame rápido: ¿qué está pasando en la ciudad?

Quinn parecía abrumado por la pregunta.

Sam lo agarró.

—Sea lo que sea, cuéntamelo. Igual a Dekka no le queda ni media hora más. ¡Rápido!

—Edilio está enfermo. Mucha gente está enferma. Es muy chungo, caen chavales por todas partes. Edilio me ha mandado que llevara a Caine a la ciudad. Para que luche contra los bichos.

Sam soltó aire, aliviado.

—Gracias a Dios que lo ha hecho, Quinn. Creo que yo no puedo vencerlos, pero él sí.

—Pero… —empezó a decir Quinn.

Sam lo interrumpió.

Puede que el Plan Dos se hubiera frustrado, pero a Sam aún le quedaba un as bajo la manga, un último esfuerzo alocado. No para salvar a la ciudad, pero sí para salvar a su amiga.

—Dekka está infestada. Están incubando en ella. Le he prometido que… que se lo pondría fácil. ¿Entiendes?

Quinn asintió solemnemente.

—Pero tengo una idea. ¿Cuánto tardarías en llevarnos a la ciudad?

—Quince minutos —respondió Quinn.

Remaron como si les fuera la vida en ello. Y Sam sabía que en cierto sentido así era. Si los bichos salían del cuerpo de Dekka mientras aún estuvieran en aquella barquita, ninguno de ellos sobreviviría.

Toto gimió. Yacía en el fondo de la embarcación, cubierto por cinco centímetros de agua que olía a pescado. Dekka se apoyaba en Sam, en la popa. Él la rodeaba con los brazos y le susurraba al oído que no se rindiera.

Sam notaba la presión de los bichos a través de la ropa. Procuraba eludir las bocas que sobresalían, pero no podía evitar sentir un horror creciente al pensar que los cuerpos de insectos se movían dentro del cuerpo de Dekka.

—Sam, me lo prometiste… —gimió Dekka.

—Y lo haré, Dekka. Te prometo que lo haré. Pero todavía no, todavía no. —Entonces Sam pidió a Quinn—: En cuanto lleguemos al puerto, vete a por Lana.

—Lana no puede ayudar —gruñó Quinn, sin aminorar—. No puede matarlos.

—No tiene que hacerlo.

—Me llevaré al niño, Orc —amenazó Drake—. ¿Dónde está Astrid?

Orc miró a Drake. Había tantas emociones en su cerebro cansado y aturullado…

Drake era la causa de todos sus problemas. Si no se hubiera escapado…

Pero ¿acaso él mismo no acababa de subir como un vendaval para descargar su furia contra Astrid? Y, aun así, al ver la sonrisa burlona, sádica y arrogante de Drake tuvo la sensación de que su cuerpo se iba llenando de algo parecido al vapor.

—¿Quééé quieres del niño? —Orc arrastró las palabras.

—¿Has bebido demasiado? —lo provocó Drake—. Una amiga mía quiere al petardo ese. Así que, ¿dónde está la hermana?

—Déjala en paz.

Drake se rio.

—Chico de piedra, no voy a dejar a nadie en paz. Tengo un ejército fuera. Haré lo que quiera con Astrid la genio.

—Ella no te ha hecho nada.

—No te hagas el héroe, Orc, no te pega. Eres un degenerado sucio y borracho. ¿Te has olido? ¿Qué te crees que eres, su caballero de brillante armadura? ¿Crees que te dará un gran beso húmedo en la cara de grava? —Drake miró más detenidamente a Orc, como si quisiera ver en su interior—. No, Orc, el único modo en que conseguirás a Astrid es el mismo que el que usaré yo. Y en eso estabas pensando, ¿verdad?

—Cállate.

Drake se rio, encantado.

—Ah, eres un desastre, triste y enfermo. Lo veo en tus ojos inyectados en sangre. Pues te diré algo: te puedes quedar con lo que quede después de que yo…

Orc le golpeó rápido, a una velocidad sorprendente. El puño de piedra alcanzó a Drake solo de refilón a un lado de la cabeza, quizá demasiado arriba.

Sin embargo, un puñetazo de refilón de Orc era como un mazazo.

Drake dio un traspié hacia un lado y chocó contra la pared, pero no llegó a caerse.

Orc fue tras él, volvió a golpearle, y esta vez falló. Su puño hizo un agujero en la pared, justo donde había estado la cabeza de Drake, que ahora se encontraba detrás de él, alejándose.

—¡Pedazo de idiota! ¡Estúpido! No puedes matarme. ¿Es que no lo sabías? Dale, Orc. Vamos, montón de mierda pesada y apestosa.

Entonces Drake lo atacó. No le hizo mucho daño, pero Orc lo sintió.

El chico de piedra avanzó tambaleándose hacia él, pero Drake fue rápido y ágil. Se apartó, volvió a arremeter contra Orc, y esta vez le enroscó el tentáculo alrededor del cuello.

No resultaba fácil asfixiar a Orc, pero tampoco imposible. Drake estaba detrás de él y tiraba tan fuerte como podía, apretando la mano de látigo como una pitón, centímetro a centímetro, intentando estrujar su piel de piedra.

Orc clavó los dedos en el látigo y tiró de él, intentando arrancarla. Pero no lo conseguía. Por algún motivo, su fuerza se estaba debilitando. Intentaba respirar, pero no podía.

De repente, la mano de látigo lo soltó y se retiró, arrugándose. Orc se volvió a mirar a Drake cuando unos alambres de metal brillante pasaron a recubrir sus dientes. El cuerpo sin un solo gramo de grasa de Drake se convirtió en unos muslos rollizos y un rostro regordete.

—¿Qué? —preguntó Orc, parpadeando con fuerza.

Entonces lo entendió. Nunca había visto aparecer a Brittney, pero sabía que ocurría, había oído que una voz daba paso a otra.

—Hola, Orc —dijo Brittney.

—Brittney.

La chica miró alrededor, confundida. Entonces sus ojos repararon en el pequeño Pete.

—Así que él es el Enemigo.

—Es el pequeño Pete —dijo Orc.

—Tenemos que llevárnoslo —afirmó Brittney—. Es la única manera. Es la voluntad del Señor.

—No —dijo una voz.

—¡Astrid! —exclamó Orc—. Te estaba… buscando.

Astrid apenas lo miró.

—Salí huyendo. Pero he vuelto.

—Astrid, Dios ha dicho que necesita al pequeño Pete —afirmó Brittney con suficiencia—. Que es la única manera.

—Sé que crees que hablas con Dios…

—No, Astrid. Ha hablado conmigo. Lo he visto. Lo he tocado. Es un Dios oscuro, un Dios de lugares profundos.

—Si es un Dios, ¿por qué necesita al pequeño Pete? Pensaba que Dios no necesitaba nada.

Brittney la miró con picardía.

—Jesús necesitó a Juan el Bautista para anunciar su llegada. Necesitó a Judas para traicionarlo, y a Pilato y a los fariseos para crucificarlo y, así, poder redimirnos. Y el Padre necesitó al Hijo para pagar el precio del pecado.

Astrid estaba exhausta. Hubo una época de su vida en la que le habría encantado tener la oportunidad de enzarzarse en una discusión teológica. Sam nunca se había sentado con ella a debatir. La religión le era totalmente indiferente.

Pero aquel no era el momento. La triste criatura que era Brittney se había convertido en un instrumento de la malévola criatura a la que había confundido con Dios.

En cualquier caso, ¿por qué defendía Astrid al pequeño Pete? Se había mostrado dispuesta a verlo morir si eso significaba poner fin al sufrimiento.

—Dios no pide sacrificios humanos —argumentó Astrid.

—¿Ah, no? —se burló Brittney—. ¿Y yo qué soy, Astrid? ¿Qué somos todos nosotros? ¿Y qué fue Jesús? Un sacrificio para apaciguar a un Dios vengativo, Astrid.

Astrid no tenía nada que replicar. Se sabía todas las respuestas, pero ya no tenía voluntad para expresarlas. ¿Seguía siquiera creyendo en Dios? ¿Por qué discutir sobre una fantasía? Eran dos tontas discutiendo sobre mentiras.

Pero Astrid aún tenía su orgullo. Y no podía quedarse callada y dejar que Brittney tuviera la última palabra.

—Brittney, ¿de verdad quieres matar a un niñito? Te diga lo que te diga ese al que llamas Dios, ¿no te parece que está mal? Cuando tus creencias te piden que asesines, ¿no oyes una voz en tu interior que te dice que eso está mal?

Brittney frunció el ceño.

—La voluntad de Dios…

—Aunque lo sea, Brittney, aunque ese monstruo mutante que vive en una cueva sea realmente Dios, y aunque lo hayas entendido perfectamente y estés cumpliendo con su voluntad y quiera que mates…, ¿no te parece que está mal entregarle a un niñito para que mate? ¿No está mal y punto?

—Dios decide lo que está bien y lo que está mal.

—No. —Y ahora, a pesar de todo, a pesar de lo agotada que estaba, pese al miedo, pese a cuánto se detestaba y despreciaba a sí misma, Astrid se dio cuenta de que iba a decir algo que hasta entonces no había aceptado—. Brittney, estaba mal matar antes incluso de que Moisés trajera los mandamientos. El bien y el mal no vienen de Dios. Están dentro de nosotros. Y lo sabemos. Y aunque Dios se nos aparezca y nos diga a la cara que matemos, sigue estando mal.

Astrid se dio cuenta de que en realidad era así de simple. Así de simple. No necesitaba que la voz de Dios le dijera que no matara a su hermano. Bastaba con oír la suya.

—En cualquier caso, Brittney, si quieres llevarte al pequeño Pete, tendrás que pasar por encima de mí.

Entonces Astrid sonrió, y le pareció que era la primera vez que lo hacía en mucho tiempo.

Brittney también sonrió, pero su sonrisa era triste.

—No lo haré, Astrid. Pero Drake, sí. Sabes que sí. Los bichos tienen rodeado este edificio: están esperando. Y cuando aparezca Drake, se llevará al pequeño Pete y te matará.

Las dos chicas casi se habían olvidado de Orc, el monstruo de mirada borrosa que no paraba de balancearse. El chico de piedra se movió a una velocidad sorprendente, agarró a Brittney del cuello y la cintura y la arrojó por la ventana.

—No me gusta —dijo.

Astrid corrió hasta la ventana y vio a Brittney tendida en el suelo.

Los bichos volvieron sus ojos azules hacia arriba.

Indiferentes a Brittney, que ya se estaba levantando sin haber sufrido ningún daño, los bichos se apiñaron en la puerta en ruinas de la Academia Coates.

—Ya era hora —se rio Orc—. Vamos a terminar con esto.

—Orc, no dejes que te maten —pidió Astrid, poniéndole la mano en el brazo.

—Siempre eres agradable conmigo, Astrid. Siento que… —Entonces se encogió de hombros y añadió—: Ahora ya da igual. Más vale que salgas, si puedes. Seguro que no tardarán mucho.

Orc echó a correr hacia el pasillo. La última vez que Astrid lo vio, se estaba riendo de los bichos que esperaban ansiosos abajo.

Saltó por encima del pasamos del descansillo y se dejó caer en el enjambre.

—¿Queréis a Orc? —bramó—. ¡Pues venid a cogerme!

El chico, que se llamaba Buster, trató de escapar, trató de levantarse y huir, pero iba demasiado despacio, estaba demasiado enfermo. Tosió, tropezó y cayó de rodillas.

La lengua del bicho que tenía enganchada al cuello tiró de él y lo arrojó dentro de la boca brillante.

Una chica llamada Zoey tosió, se dobló por la mitad debido al dolor, y al cabo de un segundo la atraparon y se la comieron.

Era una masacre.

Brianna volaba como una loca blandiendo el cuchillo y ladrando con la recortada en la mano, pero los bichos ya habían subido los escalones y estaban entrando a empujones atraídos por el olor a carne fresca del hospital.

Una de las criaturas había crecido tanto que se quedó atascada en la puerta, bloqueando la entrada. Pero por lo menos uno de los bichos ya había entrado: Brianna oía los gritos apagados de terror desde debajo.

Salió disparada como un rayo, esquivó una lengua brillante, saltó por encima de unas mandíbulas de sable y acuchilló a un bicho en ambos ojos rojos. Entonces encajó la escopeta en la boca de dientes rechinantes y apretó el gatillo.

La criatura enorme se estremeció, pero no murió.

Brianna saltó justo a tiempo de que no la atraparan. Y entonces, por el rabillo del ojo, vio que una de las criaturas enormes se elevaba, giraba en el aire y aterrizaba bruscamente de espaldas.

—¡Caine! —gritó la chica.

La muchacha se abrió paso entre el enjambre, saltó ágilmente entre las patas que el bicho que había aterrizado boca arriba agitaba alocadamente, y le clavó el cuchillo en las tripas.

Luego introdujo la escopeta en el tajo más grande y apretó el gatillo.

¡PUM!

Brianna quedó cubierta de restos de tripas y trocitos de proyectil. Pero ahora las patas que se agitaban con tanta violencia empezaron a moverse cada vez más despacio, más despacio…

Caine había derribado a otro bicho. A este lo había machacado con un coche, tras levantarlo y estamparlo, levantarlo y estamparlo, hasta que la criatura se convirtió en un caos tremendo de patas como palitos y baba pringosa.

Las criaturas dejaron de darse un festín con los enfermos. Ahora solo quedaban siete bichos, sin contar el que había caído en el «hospital» y el que estaba atascado en la puerta. Siete.

—¡Les daré la vuelta a todos! —gritó Caine.

Brianna se quitó un trozo de tripa de bicho de la cara y asintió. Rápidamente, recargó su escopeta y salió como una flecha para encargarse de la última criatura que yacía patas arriba. Iba aprendiendo sobre la marcha. Las criaturas tenían puntos débiles, uno de los cuales era la parte inferior de lo que sería la barbilla. Le clavó el cuchillo ahí, lo giró para hacer una abertura, metió la escopeta en la herida abierta y apretó el gatillo.

Así estalló la cabeza del bicho.

—¡Ah, sí! ¡Ah, desde luego! —gritó.

Pero Caine había ido un poco lento, y ahora tres criaturas lo perseguían. Las tres lo tenían agarrado con las lenguas y el chico se desgañitaba pidiendo ayuda.

Brianna bajó a toda velocidad los escalones, ahora cubiertos de sangre humana y fluidos de los insectos. Cortó la primera lengua, y las otras dos se enroscaron a la defensiva.

—¡Ponlas pata arriba!

—Eso intento —dijo Caine apretando los dientes.

Volcó uno de los bichos, pero estaban aprendiendo rápido: un segundo bicho se abalanzó sobre el primero, se deslizó por debajo y levantó a su hermano hasta ponerlo en pie de nuevo.

—Ah, no, eso no —protestó Brianna.

Caine tuvo que retroceder otra vez cuando las criaturas atacaron. Si atrapaban a Caine, la batalla habría terminado.

Brianna echó a correr, agarró a Caine del brazo y tiró de él hasta ponerse temporalmente a salvo detrás de un árbol.

¡Crrraaac!

Una mandíbula enorme atravesó el árbol.

Caine levantó a la criatura y la puso patas arriba, pero ahora la multitud de bichos se estaba reuniendo.

—¡Nos seguirán! —gritó Caine a Brianna.

—Ya me he dado cuenta.

—La gasolinera —indicó Caine sin aliento.

Ya corría a toda velocidad, moviendo con fuerza los brazos. Brianna lo alcanzó enseguida. Los bichos salieron en tropel tras ellos, ocupando la calle.

—¿Lo entiendes? —jadeó Caine.

—No queda mucha gasolina —comentó Brianna.

—¡Vamos! —gritó Caine, y Brianna se marchó a toda velocidad.

Alcanzó la gasolinera. Había un candado pesado en el surtidor, y se quedó totalmente sorprendido cuando se encontró a uno de los chicos de Albert allí sentado, vigilándolo.

—¡Ábrelo! —gritó la chica.

—No puedo si Albert no… —empezó a decir el chaval.

Entonces Brianna le puso el cuchillo en la garganta y añadió:

—Te aseguro que no tengo tiempo para cháchara.

El chico abrió el surtidor. Brianna agarró la manivela (solo podía extraer la gasolina del surtidor manual) y le dio tan rápido como pudo. Por desgracia, no era el tipo de cosa que iba mejor a gran velocidad.

La chica agarró al guardia y gritó:

—¡Tú… dale! Dale si no quieres morir.

—No tengo depósito para meterla.

—Al suelo —le espetó Brianna—. Que caiga al suelo. Por todas partes. ¡Dale!

La gasolina salía del surtidor a chorros irregulares, y caía salpicando en el hormigón.

Brianna volvió atrás disparada y se encontró a Caine jadeando, a punto de alcanzar la carretera. Apenas había conseguido mantenerse a la cabeza. En el espacio abierto, los bichos podrían emplear toda su velocidad y lo atraparían mucho antes de que llegara a la gasolinera.

—¡Sigue corriendo! —gritó la chica.

Y salió disparada directamente hacia la criatura que iba más avanzada. El bicho la atizó con la lengua, pero Brianna la agarró en el aire, y, sujetándose a ella tan fuerte como pudo, se metió bajo las patas de la criatura.

El bicho tropezó y se detuvo, confundido. Brianna soltó la lengua, pasó volando por debajo y salió por las patas traseras. Había conseguido unos tres segundos para Caine. Más no.

Brianna apuntó a los ojos demoníacos de rubí del bicho siguiente, le disparó a quemarropa y volvió zumbando a la gasolinera.

Pasó como un rayo junto al guardia nerviosísimo, que seguía ocupado vertiendo la preciada gasolina en el suelo.

Brianna rebuscó como una loca entre la basura y los restos de lo que antiguamente había sido la tienda de la gasolinera y salió triunfante con un mechero azul Bic.

Enseguida vio a Caine, que apenas lograba adelantar a sus perseguidores.

—¡Tienes que salir de aquí, chaval! —le gritó al guardia—. ¡Cooorre!

El olor a gasolina era muy fuerte. La gasolina fluía en pequeños riachuelos hacia la zona de aparcamiento, llenando las grietas del hormigón y formando charcos poco profundos en algunos puntos.

Caine pasó acelerado, chapoteando por encima de la gasolina.

Brianna sonrió.

La avanzadilla de criaturas alcanzó la gasolinera, y sus patas puntiagudas se clavaron en los diminutos ríos de gasolina sin plomo.

Los vapores llenaban el aire.

Brianna sabía algo acerca de la velocidad. Sabía que eso que se veía en tantas películas de Hollywood, lo de la gente que escapaba de las explosiones, era una tontería. Ni siquiera la Brisa podía huir de una bola de fuego.

Pero una cosa era quedarse en pleno incendio, y otra muy distinta alejarse de él a la velocidad del sonido. La explosión no se produciría de inmediato.

Debería salir bien. Sobre todo si se protegía un poco.

Brianna se escondió detrás de un surtidor y dejó que la primera criatura la alcanzara.

Entonces se volvió de repente, encendió el mechero y se agachó cuando el bicho pasó corriendo.

¡Fiiiu!

No fue una explosión de dinamita, pero sí una bola de fuego.

Una ola de calor le chamuscó el pelo y las cejas, y la onda expansiva le reventó los oídos. Pero la mole del bicho la protegió de la peor parte.

La criatura más avanzada alcanzó a Caine, pero el chico se había lanzado por los aires y la bola de fuego, la criatura y Brianna salieron disparados por debajo de él.

Y, al caer, Caine hizo girar al bicho.

La bola de fuego alcanzó a tres de las criaturas. Las llamas les rizaron las antenas y agrietaron sus frágiles caparazones.

Dos de las criaturas iban lo bastante rezagadas como para sortear el fuego, pero el calor y el humo las tenía confundidas. Se apartaron, pero no lo bastante rápido.

El fuego se deslizó hacia la manguera del surtidor y se encontró con el vapor denso de la gasolina que llenaba el enorme depósito subterráneo.

¡BUUUM!

Los surtidores, el hormigón, el refugio, la tienda y las criaturas estallaron en una bola de fuego, de modo que la primera explosión no parecía más que la de un petardo húmedo.

Partes de insectos, metal retorcido y trozos de cemento salieron disparados y cayeron al suelo.

Solo quedaba vivo el bicho principal. Yacía boca arriba, pataleando en el aire.

Brianna hundió el cuchillo en su barbilla, le metió la escopeta dentro y dijo:

—Cuando llegues al infierno, saluda a la gayáfaga de parte de la Brisa.

Entonces le metió dos descargas, y la cabeza del bicho estalló como si fuera un melón.