CUATRO

63 HORAS, 41 MINUTOS

SAM SE DESPERTÓ en el último lugar donde esperaba hacerlo: en su habitación.

Hacía mucho tiempo que no iba a su antigua casa.

La detestaba cuando vivía allí con su madre, Connie Temple, la enfermera Temple.

Apenas se acordaba de ella. Era de otro mundo.

Sam se incorporó en la cama y olió el vómito. Había vomitado en la cama.

—Qué bien —dijo con la lengua pastosa.

Su cabeza explotaba en supernovas de dolor.

Se limpió la boca en la manta. Nadie había asaltado ni destrozado la casa, ni tampoco se había instalado en ella. Le parecía que seguía siendo suya. Puede que aún hubiera medicamentos en el baño.

Se dirigió tambaleándose hacia allí, se apoyó en el lavabo y volvió a vomitar. No salió gran cosa.

En el armarito de los medicamentos no encontró nada salvo un frasquito de ibuprofeno genérico.

—Ay —gimió—. ¿Por qué beberá la gente?

Entonces se acordó. Taylor.

—Ay, no. Ay, no…

No, no, no había intentado abalanzarse sobre Taylor, ¿verdad? No la había besado, ¿verdad? El recuerdo era tan confuso que casi podía haber sido un sueño. Pero los fragmentos resultaban demasiado inmediatos y reales. Sobre todo el recuerdo de las yemas de los dedos de la chica sobre su pecho.

—Ay, no —gimió.

Se tragó dos ibuprofenos a palo seco. No le entraron fácilmente.

Sujetándose la cabeza, se dirigió a la cocina y se sentó a la mesita. Allí era donde comía con su madre. Aunque no muy a menudo, porque ella solía estar en Coates, trabajando.

Y vigilando preocupada a su otro hijo. Caine.

Caine Soren, no Temple. Lo dio en adopción. Nacieron con pocos minutos de diferencia. Caine y él eran gemelos falsos. Y su madre dio a Caine y se quedó con Sam.

Sin dar explicaciones. Nunca se lo había contado, a ninguno de los dos. Esa verdad no salió a la luz hasta después de la llegada de la ERA.

Y no tenían ninguna explicación respecto a lo que ocurrió con su padre. Ya no estaba con ella antes de que Sam y Caine nacieran.

¿Fue demasiado para su madre? ¿Decidió que podía encargarse de un chico sin padre, pero no de dos? ¿Pito pito gorgorito?

Ahora Sam tenía una nueva familia. Astrid y el pequeño Pete. Solo que a ellos tampoco los tenía. Y se preguntaba qué había hecho para merecer todo eso: la desaparición de su padre, las mentiras de su madre, el rechazo de Astrid.

—Sí —murmuró el chico—. Ahora toca autocompasión. Pobrecito de mí. Pobre Sam.

Quería decirlo con ironía, pero le salió cargado de amargura.

Caine también debía de estar resentido. Lo habían rechazado ambos padres: dos de dos.

Pero él al menos aún tenía a Diana, ¿verdad?

¡No era justo! Caine era un mentiroso, un manipulador, un asesino. Y, sin embargo, debía de estar echado con Diana entre sábanas de satén, comiendo comida de verdad y viendo un DVD. Sábanas limpias, barritas de caramelo, y una chica guapa y servicial.

Caine, que no había hecho una sola cosa buena o decente en la vida, vivía rodeado de lujos.

Sam, que lo había intentado una y otra vez y había hecho todo lo que estaba en su mano, estaba sentado en su casa con un dolor de cabeza tremendo, oliendo a vómito y con un par de ibuprofenos perforándole las paredes del estómago.

Solo.

El día que conseguía cazar alguna presa, Hunter la llevaba a la gasolinera. Aquel día, cuando el sol apenas había empezado a calentar las colinas, bajó del campamento que tenía en la ladera cargado con cuatro pájaros, un tejón, dos mapaches y una bolsa de ardillas. No recordaba cuántas ardillas había, pero la bolsa pesaba bastante.

Era mucho para cargar. Debía de pesar tanto como un chaval. Aunque no tanto como un ciervo: a esos tenía que bajarlos a trozos.

Pero ese día no había ciervos. Y aún no había desollado al viejo puma. Eso sería muy trabajoso. Quería la piel entera, así que tenía que tomarse su tiempo.

Se pondría la piel cuando se hubiera secado. Estaría caliente y le recordaría al viejo puma.

Hunter llevaba la bolsa de ardillas colgada de un hombro. Ató a los demás animales juntos y se pasó la soga por el otro hombro. Pero debía tener cuidado por la cosa que tenía en el hombro.

Se le acercaba el chaval llamado Roscoe. Empujaba una carretilla y no parecía muy contento. Cada vez que Hunter acudía a la gasolinera se presentaba Roscoe o una chica llamada Marcie. La chica era agradable. Pero Hunter sabía que le tenía miedo. Probablemente porque no hablaba bien.

—Oye, Hunter —dijo Roscoe—. Tío, ¿te encuentras bien?

—Sí.

—Estás lleno de arañazos, colega. Quiero decir, ¡jo! Eso tiene que doler.

Hunter siguió la dirección de la mirada de Roscoe. Tenía la camiseta rota y se le veía el estómago. Dos zarpazos, profundos, sangrantes, que apenas habían empezado a cicatrizar, le atravesaban el vientre.

Hunter se tocó la herida con cuidado. Pero no le dolió. De hecho, no la notaba en absoluto.

—Eres un tío duro, Hunter —señaló Roscoe—. Bueno, parece que hoy llevas una buena caza.

—Sí, Roscoe —dijo Hunter.

Hablaba tan cuidadosamente como podía, pero las palabras seguían sin sonar como antes. Era como si tuviera la lengua cubierta de pegamento.

Hunter se descolgó la cuerda del hombro procurando que no le rozara, y depositó los animales en la carretilla. Luego volcó la bolsa de ardillas encima de las demás presas. Todas parecían iguales. Grises y con la cola poblada. Todas estaban un poco cocidas por dentro. Lo bastante. A veces les cocía la cabeza y, a veces, el cuerpo. No resultaba fácil apuntar aquella cosa invisible que irradiaba de sus manos.

Se había olvidado de cómo se llamaba. Astrid le había puesto nombre. Pero era una palabra larga.

—¿Estás bien, Hunter? —volvió a preguntar Roscoe.

—Sí, traigo comida. Y el saco de dormir se ha secado después de lavarlo en un arroyo.

—Tienes agua fresca para lavarte, ¿eh? —comentó Roscoe—. ¡Qué envidia! Toca esta camiseta.

Invitó a Hunter a tocar la camiseta rígida que había lavado con agua salada.

—Está bien —dijo Hunter receloso.

Roscoe hizo un ruido desagradable.

—Sí, claro. Lavada con agua salada. Tócate la tuya.

Y Roscoe alargó la mano hacia la camiseta de Hunter. Tocó el hombro del chico. El hombro equivocado.

—¡Aaaah! —gritó Roscoe, estupefacto y dolorido—. Pero ¿qué…?

—¡Yo no quería! —gritó Hunter.

—¡Me ha mordido algo!

Roscoe extendió el dedo para que Hunter lo examinara. Había marcas de dientes. Sangre.

Roscoe se miró fijamente el dedo y luego se concentró en el hombro de Hunter.

—¿Qué es eso que tienes en el hombro, colega? ¿Qué es eso? ¿Es alguna clase de animal?

Hunter tragó saliva. Nadie había visto su hombro. No sabía qué ocurriría si alguien lo veía.

—Sí, Roscoe, es un animal —respondió Hunter, aferrándose encantado a esa explicación.

—¡Pues me ha mordido!

—Lo siento.

Roscoe agarró los mangos de la carretilla y la levantó.

—Ya no voy a hacer más este trabajo. Marcie lo puede hacer todos los días. No quiero saber nada de estas cosas.

—Vale —dijo Hunter—. Adiós.

Jennifer B. salió de la casa en algún momento del amanecer.

Si se quedaba en ella estaba segura de que se moriría. Llevaba durmiendo en el suelo no sabía cuánto tiempo —¿horas, días?—, con las mantas arrebujadas a su alrededor.

A ratos sentía escalofríos. Tenía demasiado calor y pataleaba para quitarse las mantas. Entonces la fiebre empezaba a subir otra vez y notaba frío, frío por todo el cuerpo.

Jennifer H. estaba muerta. Jennifer L. no respondía cuando Jennifer B. gemía para que se fuera con ella.

—Jen… me voy al… hospital.

No le respondía.

—¿Estás viva?

Jennifer L. tosió. No estaba muerta y tosió con normalidad, no de la forma que había matado a Jennifer H. Pero no respondía.

Así que Jennifer Boyles salió sola. Se deslizó escaleras abajo envuelta en mantas, tiritando, incapaz de evitar que los dientes le castañearan continuamente.

Consiguió mantenerse en pie el tiempo suficiente para llegar a la puerta de la calle y abrirla. Pero de repente volvió a venirse abajo en el porche. De golpe. Se quedó allí sentada hasta que se le pasaron los escalofríos.

Tropezó al bajar los escalones y, al caer, se hizo mucho daño en la rodilla izquierda. Ese dolor destruyó la poca fuerza de voluntad que le quedaba para ponerse en pie. Pero no las ganas de vivir.

Jennifer empezó a gatear. A cuatro patas. Por la acera. Las mantas le obstaculizaban el avance. La tos la retrasaba. Tenía que parar cuando la asaltaban los escalofríos; la sacudían tan fuerte que lo único que podía hacer era gemir y toser y echarse de lado.

—Sigue avanzando —murmuraba—. Tienes que seguir.

Tardó dos horas en arrastrarse solo hasta Brace Road.

Se quedó allí echada, boca abajo. La tos le destrozaba el pecho. Pero aún no era la tos sobrehumana que había matado a Jennifer H.

Todavía no.