TREINTA Y NUEVE

38 MINUTOS

EDILIO YACÍA EN los escalones del ayuntamiento tan débil como un gatito. Apenas había escuchado el gran discurso de Caine. Le importaba un bledo. Él no podía hacer nada, no con lo que deliraba.

Tosió fuerte, demasiado fuerte. Sacudía el cuerpo cada vez que lo hacía, así que temía el siguiente ataque. Tenía el estómago agarrotado y le dolían todos los músculos del cuerpo.

Apenas era consciente de que balbuceaba entre tos y tos.

—Mamá, mamá, sálvame. Santa María, sálvame —suplicaba, y tosía tan fuerte que se daba con la cabeza contra los escalones.

La muerte estaba cerca, lo notaba. La muerte atravesaba su mente mareada y desordenada, y le agarraba el corazón con la mano helada.

—Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte.

Y entonces la vio en la oscuridad que se arremolinaba. Una figura con un vestido vaporoso blanco y azul. Tenía los ojos oscuros y tristes, y un brillo dorado salía de su cabeza.

La mujer levantó una mano, como si fuera a bendecirlo.

Edilio oyó su voz.

—Corre, Edilio —le dijo.

El chico empezó a repetir la oración:

—Santa María, Madre de Dios…

Pero ella lo agarró del brazo extendido y gritó:

—Sé que estás enfermo, pero corre. ¡Corre! ¡Yo no puedo salvarte!

Por algún motivo, la Virgen María tenía la voz de Brianna.

Edilio se puso en pie. Llevaba tanto rato echado, que el movimiento repentino le produjo un martilleo intermitente en la cabeza. Durante un instante perdió la visión, pero empezó a avanzar con los pies pesados. Se cayó, rodó por el suelo y volvió a levantarse, ciego, tambaleándose. Corrió y corrió y tosió hasta quedarse doblado en plena calle.

Se sentó durante un rato, esperando reunir fuerzas para seguir las órdenes de Brianna, para correr.

Levantó la vista y contempló la plaza. Vio a los enfermos desesperados y a los muertos pacíficos en los escalones.

Y vio demonios, monstruos enormes, cucarachas armadas con ojos rojos diabólicos, imposibles.

Que se apiñaban hacia las escaleras.

Brianna vio salir a Lana a toda prisa del «hospital», acompañada de Sanjit. Los bichos se estaban agrupando alrededor.

Edilio había echado a correr, gracias a Dios, pero ahí estaba Lana. Brianna soltó un par de tacos y gritó:

—¡Lana, corre! ¡Por la parte de atrás del edificio!

Lana sacó la pistola.

—Ni de coña.

Apuntó al primer bicho que vio y disparó tres veces. Uno de los ojos de rubí chorreó un pus blanco y rojo, pero la criatura no dejó de comerse a una chica que Brianna rezaba porque ya estuviera muerta.

—No seas idiota. Te necesitamos viva. ¡Vete! Tú… —Brianna agarró a Sanjit del cuello y le gritó—: ¡Sácala de aquí; la necesitamos viva!

Brianna había comprendido cuál era el modo más efectivo de matar a esos bichos, pero ella no era Caine. No tenía sus poderes.

Pero tenía otros.

Levantó la barbilla. Caine había quedado aplastado bajo la casa en ruinas y ahora todo dependía de Brianna.

El cuchillo brillaba en su mano. No iba a ganar esa pelea, pero tampoco pensaba huir.

Dekka había visto a las bestias en su interior.

«Muerte… Ay, Dios, déjame morir».

Había soportado demasiadas cosas. Muerte, tenía que morir, tenía que acabar con todo, matarlos y matarse y no ver nunca lo que estaban haciendo con ella.

Se le había escapado el contenedor. Le había entrado un ataque de pánico, de terror absoluto, y había perdido el control.

Ahora intentaba recuperarlo, pero estaba cayendo en picado: el viento la azotaba y daba vueltas en el aire como una peonza. Ni siquiera sabía qué estaba arriba y qué abajo.

Dekka abrió las manos y trató de centrarse, pero ¿en qué? ¿Dónde estaba el suelo? Las estrellas, las montañas pálidas y el mar negro no paraban de dar vueltas. El contenedor pasaba como una bala una y otra vez, como si marcara la hora en un reloj que fuera a toda velocidad. Y también dos figuras que se retorcían, agitando los brazos.

Tenía que salvar a Sam. Al menos eso.

Dekka respiraba entrecortadamente. Lloraba a lágrima viva, tanto que se le emborronaba la mirada. ¿Cómo podría dejar de dar vueltas?

Apretó los brazos contra el cuerpo y entrelazó las piernas. Así oponía menos resistencia al viento. Ahora lo entendía: estaba cayendo de cabeza. Seguía dando vueltas, pero más despacio, y desde luego caía de cabeza, como una flecha disparada hacia la tierra. De repente distinguió unas olas que quedaban justo debajo. Las veía claramente, demasiado.

Tenía que descender más que Sam. Toto y él seguían dando vueltas como locos por debajo de ella, pero, al oponer menos resistencia al viento, Dekka empezó a caer un poquito más rápido y consiguió colocarse por debajo de Sam. ¡Ahora!

Dekka abrió los dedos, se concentró y anuló la gravedad por debajo de sus pies. Pero continuó cayendo: había anulado la gravedad, no el impulso. En pocos segundos, alcanzarían el agua o la tierra. Y, en cualquier caso, se estamparían como gelatina.

Caine se quitó los escombros de encima. Todos los bichos se habían ido. Aún veía la cola de uno alejándose a toda velocidad.

Si iba tras ellos, probablemente lo acabarían matando.

Pero si se quedaba donde estaba, ¿qué haría? Ya estaba a salvo en la isla. No había vuelto para estar a salvo.

Podían ocurrir dos cosas: o los bichos se los cargaban a todos (y entonces ¿sobre quién reinaría Caine?) o algún otro los derrotaba (y entonces ¿cómo recuperaría el control?). El poder quedaría en manos de quien ganara esa pelea.

Pero Caine dudaba. Una cama grande y cálida. Una chica guapa con la que compartirla. Comida. Agua. Todo lo que necesitaba quedaba a unos pocos kilómetros de distancia, en la isla. La respuesta lógica y racional era evidente.

—Por eso el mundo sigue hecho un lío —dijo Caine entre dientes—. La gente no es racional.

Respiró hondo varias veces para tranquilizarse, y se preparó para morir por el poder.

Orc no había conseguido matarse. De nuevo.

Lloró un poco al darse cuenta de que iba a vivir. Lo intentaba con ganas, pero los vómitos y los desmayos se interponían en sus planes de matarse bebiendo.

Se levantó porque tenía ganas de mear, pero se dio cuenta de que ya se estaba meando, así que no hacía ni falta.

Algo se movió. Orc volvió la cabeza lenta y pesadamente. Había un monstruo en el fragmento resquebrajado del espejo que apenas se sostenía en la pared.

Orc miró su reflejo. Era un metro ochenta, puede que más, de grava gris y húmeda. Echó la cabeza hacia atrás, con los brazos abiertos, y aulló:

—¿Por qué, por qué?

Se puso a llorar y se golpeó la cara con los puños. Y entonces, con los dedos de piedra, se arrancó lo que le quedaba de carne en la cara. Corrió la sangre roja, y de nuevo Orc aulló ante su propio reflejo.

—¿Por qué?

Se alejó dando bandazos. Corría hacia las escaleras pegando saltos alocados.

Hacia Astrid.

No tenía una idea clara de lo que haría cuando la encontrara. Solo pensaba en que era la única que lo había ayudado alguna vez. Era la única que había llegado a verlo no solo como Orc, sino también como Charles Merriman.

Debería sentir su dolor.

Debería sentirlo.

Alguien debería sentir su dolor.

Orc llegó hasta lo alto de las escaleras. Llamó a la puerta de la habitación abierta del pequeño Pete y miró sin comprender, confundido. Un viento azotaba la habitación. El pequeño Pete se alzaba varios metros en el aire por encima del catre. Y brillaba.

Astrid no estaba allí.

—¡Astrid! —bramó Orc.

A través de la ventana abierta, oyó una respuesta clara e inconfundible procedente de fuera.

—¿Eres tú, Orc?

Orc se plantó de un salto junto a la ventana. Estaba abierta y, aunque no lo hubiera estado, los cristales se habían hecho añicos.

Tardó un instante en fijar la mirada para entender lo que estaba viendo. Y no se lo podía creer.

Ahí abajo, iluminado por el primer brillo débil de la mañana, se encontraba Drake.

Y un montón de bichos que parecían cucarachas gigantes aguardaban justo detrás de él, diseminados alrededor de la escuela.

Todo eso tenía que ser una alucinación.

—¿Drake? —dijo Orc, parpadeando fuerte para comprobar que era de verdad.

—Me ha parecido oírte, Orc —sonrió Drake—. ¿Y tienes a Astrid ahí arriba contigo? Excelente. No podría ser mejor.

—¿Eres de verdad? —preguntó Orc.

Drake se rio, encantado.

—Sí, soy de verdad, Orc.

—Vete.

Era lo único que se le ocurría a Orc.

—No, me parece que no.

Drake corrió sin hacer ruido hasta la puerta de la entrada y desapareció de su vista.

Orc estaba completamente perplejo. ¿Drake? ¿Ahí?

Al cabo de pocos segundos, Drake apareció en la puerta de la habitación. Su mirada fría ignoró a Orc y se concentró en el pequeño Pete.

—Vaya, vaya… El Enemigo —comentó.