59 MINUTOS
A SAM SE le había ocurrido un plan.
Tres, de hecho. En uno se planteaba la débil esperanza de que Jack alcanzara al pequeño Pete e hiciera algo horrible.
En el segundo había que hacer una locura: elevar un contenedor enorme de misiles por el aire, soltarlo en el lugar adecuado, encontrar un vehículo con gasolina y una batería que funcionara, y entonces descubrir cómo disparar los misiles para salvar a tiempo la ciudad.
Era una locura.
En el tercer plan tenía que participar Dekka. Pero ese no iba ni a contárselo. Porque no solamente le parecía una locura: era algo monstruoso.
Ninguno de sus planes tenía la más mínima posibilidad de funcionar, Sam ya lo sabía.
Ya no sentía dolor en el pie, sino agonía. Dekka hacía por él todo lo que estaba en su mano, reducía la gravedad todo lo que podía, pero Sam tenía que seguir avanzando, y tan rápido como le fuera posible.
—¿Cómo estás, Dekka? —preguntó el chico jadeando, mientras cojeaba.
—Deja de preguntarme, Sam.
—Tienes que… —empezó a decir.
—¿Qué? ¿Qué tengo que hacer, Sam? Se me están comiendo por dentro, ¿qué quieres que te diga?
—Está diciendo la verdad…
—¡Cállate la boca, raro estúpido! —le espetó Dekka a Toto.
Estaban cerca, Sam lo notaba. Tenían que estarlo. Debían alcanzar el tren antes de que los bichos acabaran saliendo de Dekka y se la comieran viva.
Sam necesitaba que viviera un poco más. Hasta que llegara el amargo, amarguísimo final, la necesitaba. Dekka estaba pasando sus últimos minutos corriendo e intentando ayudarle, y él se sentía impotente: no podía hacer nada salvo esperar que siguiera viva, que siguiera sufriendo y venciera su miedo, y todo por un estúpido plan inútil y condenado al fracaso.
—¡Ahí! —exclamó Toto—. Veo el tren.
La luz era débil, gris, deslavazada e insuficiente. Pero sí, Sam veía el tren.
Apretó los dientes y echó a correr a toda máquina. A cada paso que daba, tenía la sensación como si le clavaran un cuchillo en el pie y el dolor le subiera por la pierna.
—Ni siquiera veo qué contenedor era, Spidey.
Sam ahuecó las manos e hizo una bola de luz teñida de un verde horrible.
La luz aumentó hasta que el chico logró ver las caras de sus compañeros. Se quedó horrorizado al descubrir que uno de los bichos ya se había comido la parte delantera de la blusa de Dekka. La chica temblaba.
—Dekka… —empezó a decir Sam—. No tienes que… yo puedo…
Dekka le agarró el brazo tan fuerte que le hizo daño.
—Estoy contigo, Sam. Parece que no podré optar por el camino fácil…
—Este es el contenedor con armas —informó Toto. Y, a continuación, se le ocurrió añadir—: Es verdad.
—Sam —empezó Dekka—. Si me muero…
—Entonces caeremos —afirmó el chico—. Tú y yo, Dekka. Si tengo que irme, será un honor hacerlo contigo.
Sam cerró el contenedor de golpe y los tres se encaramaron a la parte superior. No era totalmente plano por encima: tenía rebordes de acero que lo reforzaban. Pero los rebordes no sobresalían más de quince centímetros, y eran llanos en la parte superior.
—Allá vamos —anunció Dekka.
Abrió las manos, colocando las palmas hacia abajo, y el contenedor empezó a alzarse.
Sam miraba hacia el cielo, que no era un cielo real. Las estrellas estaban palideciendo. La luna se había puesto.
¿A qué velocidad se estaban elevando? La barrera quedaba bastante cerca, a pocas decenas de metros del tren. Por primera vez en la vida, Sam lamentó no haber prestado más atención en geometría. Sin duda había una fórmula para saber cuánto tardarían en rozar el límite de su mundo.
Si Astrid estuviera allí, podría…
¡Criiii!
El extremo del contenedor estaba rozando con algo y el contenedor entero se inclinó bruscamente.
—¡Aguantad! —gritó Sam.
Se agarró aún más fuerte a los rebordes, pero se dio cuenta, y le sorprendió agradablemente, de que no pesaba, de que se sujetaba para no salir flotando.
¡Clonc, clonc, criii!
El contenedor se agitó un par de veces y se inclinó aún más, pero seguía elevándose. ¡Elevándose!
De repente los nudillos, el pecho y la cara de Sam rozaron la barrera. Era como agarrar un cable eléctrico. El dolor impedía cualquier otro pensamiento. No era la primera vez que tocaba la barrera, pero sí la primera que tenía la cara pegada a ella.
—¡Dekka! —gritó Sam.
—¡Hago lo que puedo! —repuso la chica.
El contenedor se enderezó un poco, de modo que Sam pudo al menos soltarse de los rebordes de acero, colocar las manos a los costados y evitar así que se aplastaran contra la barrera, que gracias a Dios cada vez quedaba más lejos de su cara. Mientras tanto, el ruido chirriante que producía el acero al rozar con la barrera continuaba.
¡Criiii!
Seguían elevándose. Más rápido. El aire pasaba acelerado al aumentar la velocidad.
¿Cuánta altura alcanzarían? O se detendrían o caerían, o, si Dekka lograba mantener el impulso, seguirían elevándose siguiendo la curva de la cúpula. Al alcanzar la parte superior del arco, la cara volvería a quedarles aplastada contra la barrera. Sam no tenía ningunas ganas de que llegara ese momento.
Se dio la vuelta y se arrastró hasta el extremo del contenedor. No había mucho que ver debajo. No había luz. No había modo de saber exactamente dónde estaba. Ojalá tuviera el mapa de Albert; tal vez habría logrado entender un poco los patrones de las sombras y las alturas iluminadas por las estrellas, apenas perceptibles.
Al levantar la vista, ya no veía la barrera: ya no era lisa, perlada y translúcida como de costumbre. Le parecía más bien como si estuviera pegado a un cristal y viera las estrellas del otro lado. En parte se esperaba que las estrellas estuvieran pintadas encima, pero, claro que eso era una locura. La barrera mantenía la ilusión incluso allí arriba. Sam sentía cómo volaba, mirando hacia el espacio casi vacío.
—¿Cómo lo llevas, Dekka? —preguntó.
—No puedo creer que funcione, pero Sam…
—¿Qué?
—Estoy entumecida, no lo noto, no me duele, pero los oigo, Sam. Oigo cómo mastican sus bocas, Sam.
¿Y qué decir a eso?
—Aguanta, Dekka.
—Es como si flotáramos a través de las estrellas —comentó la chica—. Me imagino que flotamos hacia el cielo.
—Pues espero que no…
El chirrido había cambiado de tono al aumentar la velocidad. Y ahora la brisa soplaba muy fuerte, presionándole mientras, liberado de la gravedad, el contenedor volaba chirriando.
—Ojalá no me hubierais encontrado —intervino Toto—. Era más feliz solo.
—Ya. Lo siento… —dijo Sam.
El chico intentó adivinar la velocidad a la que iban a juzgar por el viento. Intentó imaginarse que estaba en un coche con la ventanilla bajada. ¿Con qué intensidad entraba el aire cuando el coche iba a cincuenta, sesenta o más de cien kilómetros por hora?
¿Soplaba igual de fuerte ahora?
—¡Ay, Dios mío, no, no! ¡Lo estoy viendo, lo estoy viendo! —exclamó Dekka.
El contenedor dio un fuerte bandazo y se hundió como un ascensor en caída libre, pero enseguida se estabilizó y volvió a elevarse hasta rozar la cúpula de nuevo.
Con una voz forzada, Dekka se disculpó:
—Lo siento. He mirado. Se me está comiendo… —No pudo acabar la frase—. No creo que me quede mucho, Sam.
—Pista de aproximación —susurró Sam.
Si se movían tan rápido como le parecía, ¿no mantendrían parte de ese impulso hacia delante aunque Dekka los dejara caer?
Sí. E impactarían contra el suelo a velocidad terminal y eso sería todo.
De pronto le pareció que se estaban elevando más lentamente y, cuando levantó la mano, Sam sintió una descarga espantosa. Ya se acercaban a la parte superior de la cúpula, y la bóveda se estaba aplanando. No tardarían en tocar con el cuerpo entero, pero ¿cuánto podrían aguantar? No mucho.
Cuando disminuyera la inclinación se reduciría la velocidad, y cada vez quedarían más pegados a la barrera.
—Ya está bien, Dekka —dijo Sam—. Empieza a bajarnos. Pero no despacio.
—¿Qué?
—Desplaza el campo de gravedad para que sea más fuerte por detrás y más débil por delante.
—Eso es lo que me he dedicado a hacer para que no nos inclináramos demasiado hacia la barrera.
—Ya, pues hazlo más. Disminúyelo en general, pero más por delante, ¿vale? Debería ser como deslizarse por una pista de esquí, ¿vale?
La propia Dekka se sorprendió al oír que se estaba riendo en voz alta.
—Si tengo que morir, que sea así. No me habría perdido esta locura por nada del mundo.
De repente, el chirrido constante cesó.
El contenedor se zarandeó tanto que Toto se soltó y bajó rodando hacia Sam. Como la gravedad era reducida, el chico cayó despacio y Sam pudo agarrarlo.
—A la gente del complejo le habría gustado conocer a Dekka —comentó Toto, con la cara a escasos centímetros de Sam.
—Seguro que sí.
Otra sacudida fortísima y, de repente, el contenedor empezó a deslizarse, a caer hacia delante. Era como un trineo bajando por la nieve compacta de una pista larga.
—No veo el suelo —advirtió Dekka—. No quiero moverme. Tendréis que avisarme cuando nos acerquemos.
Sam escrutó la oscuridad intentando distinguir dónde estaban, hacia dónde se dirigían. Pero todo eran colinas y montes y nunca los había visto desde el aire, a kilómetros de distancia.
Se estaban desplazando rápido, deslizándose por una pista invisible, dejando que la gravedad tirara de ellos hacia delante tanto como hacia abajo.
—¡Dios mi…! —gritó Dekka.
La parte inferior del contenedor se soltó, como si fuera un ascensor con un cable cortado. El contenedor se volcó, y Sam, Toto y Dekka cayeron en picado.
Sam agitó los brazos y las piernas en el aire. A ratos veía cielo y suelo y mar y cielo otra vez, caía y daba vueltas, convencido de una cosa: estaban demasiado arriba y la caída los mataría.
Las criaturas atacaban la casa como toros contra una pared. Ya habían echado abajo puertas y ventanas, y ahora también empezaban a abrir las paredes. El estruendo era horrible. La pared del comedor se agrietó y enseguida reveló las vigas rotas y una maraña de conductos retorcidos.
Caine y Brianna se agacharon en la cocina, que solo tenía paredes en dos lados. Uno de ellos se abría al rincón del desayuno, y un mostrador separaba la cocina del salón.
Caine miró frenético alrededor en busca de algo contundente para arrojar a las criaturas. Había algunos muebles, utensilios de cocina, pero nada lo bastante grande como para herir a unas bestias obstinadas y armadas capaces de atravesar paredes a golpes.
—Esto no es normal —comentó Caine.
—¿Tú crees? —gritó Brianna.
—Son animales. No tendrían que estar tan centrados. ¡Son inteligentes!
—¡Me trae sin cuidado que hablen latín y resuelvan problemas de trigonometría! —gritó Brianna—. ¡El caso es cómo los matamos!
—Tendrían que haberse frustrado y salido en busca de otra víctima a la que comerse.
—Igual somos súper sabrosos.
—Hay algo inteligente detrás de esto. Un plan.
—Ya, y el plan es matarnos a los dos y que no quede nadie para detenerlos.
—Exactamente. Los bichos no piensan así.
—¡Chist!
Brianna levantó una mano. Caine también lo había oído. Era ruido de disparos. Tres o cuatro armas por lo menos disparando.
—Los chicos de Edilio… —murmuró Caine.
Estaba furioso y aliviado al mismo tiempo. No quería que Edilio o sus polis compartieran la gloria de salvar a la ciudad, pero, por otro lado, hasta entonces no había ocurrido nada glorioso.
—¡Arriba! —exclamó Caine.
Salió corriendo hacia las escaleras. Sin embargo, para alcanzarlas tenía que pasar cerca de la puerta de la entrada, por donde uno de los monstruos había introducido completamente las mandíbulas y las hacía girar a derecha e izquierda, empeñado en ensanchar el orificio.
Caine consiguió esquivarlas y Brianna, que ya estaba en lo alto de las escaleras, volvió corriendo a agarrarle la mano y tiró de él hacia arriba.
—Cuidado, tienen… —empezó a decir Brianna.
Algo puntiagudo y doloroso golpeó a Caine en la espalda. El chico alargó la mano por encima del hombro y agarró una soga húmeda y pegajosa.
—… lengua —terminó de decir Brianna.
La chica sacó un cuchillo, cortó la lengua de un tajo y tiró de Caine.
El chico salió disparado hacia la ventana del dormitorio.
La casa estaba totalmente rodeada. Había por lo menos una docena de mastodontes aplastando el césped con sus patas puntiagudas y embistiendo el edificio con las mandíbulas, una y otra vez, como si fueran arietes.
A una manzana de distancia, Ellen y dos chavales más disparaban a las criaturas por la espalda. Los bichos los ignoraban.
—Sí, definitivamente están concentrados en nosotros —confirmó Brianna.
—Desde aquí no consigo llegar a ninguno de los coches —se lamentó Caine—. No tengo con qué atacarlos.
Y entonces se le ocurrió. Sí tenía algo.
Caine alzó las manos. Los bichos lo vieron y se levantaron sobre sus cuatro patas traseras para abalanzarse sobre la ventana donde Caine se encontraba.
El chico se concentró en la criatura más próxima y de repente sus seis patas puntiagudas de insecto se encontraban en el aire, moviéndose. Caine elevó la criatura tanto como pudo y, a continuación, la dejó caer. El bicho aterrizó bruscamente, pero se agitó y no tardó en volver a atacar sin haberse roto siquiera una pata.
—¡Dales la vuelta! —gritó Brianna.
Caine se dirigió hacia el mismo bicho agresivo, lo elevó y esta vez le dio la vuelta antes de dejarlo caer.
El bicho aterrizó boca arriba. Sus seis patas pataleaban locamente en el aire, como un escarabajo del revés.
—¡La lavadora! —recordó Caine—. ¿Está arriba…?
—Al final del pasillo —indicó Brianna.
Caine echó a correr, y chocó contra una pared cuando los bichos que estaban fuera coordinaron sus fuerzas y golpearon la casa. Encontró la lavadora y la elevó apartándola de la pared, mientras el cable eléctrico y la toma del agua se desconectaban. A continuación la hizo levitar por el pasillo hasta alcanzar el dormitorio.
Entonces la arrojó por la ventana. La lavadora aterrizó sin causar daños sobre la espalda de un bicho. Aquel al que había dado la vuelta se había enderezado, así que Caine hizo girar a un bicho distinto.
La criatura aún pataleaba como una loca e intentaba enderezarse de nuevo cuando Caine alzó la lavadora en el aire, muy arriba, y la estampó contra el abdomen visible de la criatura. La lavadora la aplastó como si fuera uno de esos yunques de los dibujos animados.
¡Pfff!
Una especie de pringue salió disparado de los costados del bicho, y de pronto las patas patalearon más despacio.
—Ah, vale: eso funciona —comentó Caine.
Dio la vuelta a un segundo bicho, elevó la lavadora abollada y volvió a estamparla. Esta vez la criatura no se desparramó inmediatamente, así que tuvo que volver a golpearlo.
Se oyó un estrépito enorme y luego un ruido como de arrancar a madera, retorcerla y romperla. La casa se agitó de arriba abajo. Tembló. Y Caine vio, horrorizado, que la pared que tenía delante empezaba a caer.
La casa entera se estaba hundiendo.
Brianna se hizo un borrón y desapareció. Caine intentó correr, pero el suelo se inclinó bruscamente y se derrumbó bajo sus pies. El techo cayó a pedazos y Caine aterrizó de espaldas mientras la casa se le venía encima formando un tornado salvaje de destrucción.
Algo le aplastaba el estómago. Tenía una placa de yeso pegada a la cara y las manos inmovilizadas. Buscó aire y respiró polvo. En su campo de visión inmediato no había más que placas de yeso y parte de un póster de Weezer enmarcado.
Pero se notaba los brazos y las piernas. No se había roto ni perforado nada.
Tenía el poder de quitarse los escombros de encima. Si lo hacía, las criaturas se le echarían encima en un abrir y cerrar de ojos.
Pero si se quedaba bajo las ruinas, tal vez se salvara.
Las criaturas acabarían dándolo por muerto e irían a buscar víctimas más fáciles. Entonces, cuando se hubieran ido, podría salir y pillarlos por sorpresa.
Caine respiró entrecortadamente bajo el polvo.
Hacerse el muerto implicaba dejar que algunos chavales murieran para que él pudiera vivir. Caine decidió que eso ya la parecía bien.