1 HORA, 39 MINUTOS
A PESAR DE su cojera, Sam avanzaba más rápido de lo que había esperado. Se apoyaba en Toto y también lo ayudaba que Dekka fuera caminando detrás de él, reduciendo la fuerza de gravedad.
Sam estaba alicaído. Incluso más que de costumbre, porque había llegado a albergar esperanzas. Se había permitido creer que, al encontrar el lago y el tren, las cosas podían llegar a mejorar.
Pero estaban en la ERA. Y por mucho que se merecieran tener buenas noticias, eso no significaba que fueran a recibirlas. En muy pocas horas habían pasado del máximo optimismo a la desesperación más absoluta.
Una y otra vez, Sam reproducía en su mente las situaciones más probables. Edilio contaría con sus chicos, además de con Brianna, Taylor y, con un poco de suerte, Orc. Si Jack llegaba a tiempo a la ciudad, también pelearía; realmente había mejorado.
Pero eso no bastaba. Aunque Dekka y él estuvieran allí, puede que no fuera suficiente. Así que en vez de llegar a la ciudad y mostrarles la salvación en forma de agua, fideos y Nutella, Sam sabía que se encontraría con la ciudad devastada.
Seguro que algunos sobrevivirían. Seguramente.
Puede que el pequeño Pete salvara a Astrid. Tenía el poder para hacerlo. Pero ¿lo sabía? ¿Llegaba algo de todo aquello a penetrar su mente, dondequiera que estuviera?
—¿Crees que lo hará? —preguntó Dekka—. Jack, quiero decir.
—No —dijo Sam.
—No.
Dekka estaba de acuerdo.
—Es verdad —dijo Toto, aunque Sam no sabía si estaba de acuerdo con ellos o se limitaba a certificar automáticamente que se creían lo que decían.
—No es esa clase de chico —explicó Sam—. No es implacable. En cualquier caso, ¿cuántas posibilidades tiene de llegar siquiera a la ciudad y encontrar al pequeño Pete? Y ¿quién sabe si Pete llegaría a asustarse tanto como para hacer algo?
—Tú lo harías, Sam.
—Sí, lo haría.
—Lo haría.
Toto estaba de acuerdo.
—Es tu don, Sam —opinó Dekka—. Lo ha sido desde el comienzo.
—¿Que soy implacable?
—Me parece que no suena muy bien dicho así —comentó Dekka, agotada—. Pero alguien tiene que hacerlo. Todos contribuimos con lo que tenemos.
Sam rozó una piedra con el talón y se estremeció.
—Probablemente tampoco funcionaría. Lo de Pete, digo.
—¿Y el tren? —sugirió Dekka—. Esos misiles…
—Ya lo he pensado —añadió Sam—. Pero ¿cómo los llevaríamos a la ciudad? ¿Cómo llegaríamos siquiera a averiguar cómo funcionan?
Sam dejó de caminar.
Dekka dio algunos pasos más y también se detuvo. Toto siguió avanzando, sin fijarse. En sus compañeros.
—¿Dekka?
—¿Sí?
—¿Cuán alto llega tu poder? Quiero decir que eres capaz de anular la gravedad, ¿no? Así que puedes hacer flotar las cosas.
—Sí, ¿y?
—Te he visto levitar… A ver, si anulas la gravedad bajo tus pies te elevas en el aire, ¿verdad? Vale pues, ¿cuán alto pues llegar?
—No lo sé —reconoció la chica—. Si lo proyecto, ya sabes, si quiero que le pase a alguien más, solo quince metros o así. Puede que un poco más.
—Vale, pero eso es cuando describes como un ángulo, ¿no? Me refiero a cuando te lanzas a través de la gravedad, que va directamente hacia abajo.
Dekka lo miró raro, y abrió las manos a los lados. Empezó a alzarse inmediatamente, junto con tierra y montones de piedras, formando una columna.
Sam la observó alzarse, manteniéndose apartado del remolino.
Estaba muy oscuro y no tardó en perderla de vista.
—¡Dekka!
Sam inclinó la cabeza hacia atrás, intentando verla en el fondo de terciopelo negro y luces minúsculas.
—¿Dónde está Dekka? —preguntó Toto.
—Ahí arriba.
—Eso es verdad.
—Sí. Cuidado donde pisas, si no quieres salir flotando tú también.
Pareció transcurrir un buen rato hasta que Dekka apareció entre la grava que caía del cielo. Bajó flotando con facilidad, recuperó el equilibrio y comentó:
—Vale, han sido más de quince metros, eso seguro. No sé lo lejos que he ido, pero bastante. Igual tienes razón. Igual va mejor cuando anulo la gravedad directamente desde abajo. Pero solo puedo volar hacia arriba. Así que si crees que puedo salir volando hasta la ciudad, eso no va a poder ser.
—Lo que estoy pensando es… que la ERA es una gran burbuja. Es como… ¿Cómo se llaman esas cosas que llevan agua dentro y que al agitarlas se llenan de nieve y…?
—Bolas de nieve —respondió Toto.
—Como una bola de nieve. Y si tienes una burbuja dentro de una de esas bolas de nieve, ¿qué hace? Asciende hasta arriba, ¿verdad?
—La parte superior de esa burbuja debe de estar directamente encima de la central nuclear —reflexionó Dekka—. Quiero decir, si la ERA es una esfera perfecta.
—Vale, dime si esto tiene sentido. —Sam frunció el ceño, intentando elaborarlo mientras hablaba—. El tren queda cerca de la pared norte de la ERA. Así que si estuvieras allí y anularas la gravedad…
—Iría rozando la pared (sintiendo mucho dolor) hasta llegar a la parte más alta de la esfera. Como una burbuja que se elevara hasta alcanzar el punto más álgido de la bola de nieve.
—En la central nuclear hay coches. Quiero decir los que han usado recientemente, el mes pasado. Edilio los condujo hasta allí. Así que aún tendría que funcionarles la batería. Muchos se han quedado sin gasolina, pero no necesitaríamos mucha.
Sam pensaba en voz alta. No prestó atención cuando Toto repitió:
—Él cree que sí, que es verdad, Spidey.
—No puedo vencer a esos bichos —continuó Sam—. Mi poder no funciona con ellos. Al menos no lo bastante bien. Pero puedo aplastarlos. Y creo que igual podemos conseguir que estallen.
—¿Estás pensando en los lanzamisiles del tren? —preguntó Dekka.
—En eso estoy pensando precisamente. Elevas el contenedor con los misiles. Lo elevas hasta la parte superior de la cúpula, y luego lo haces descender junto a la central nuclear. Encontramos un vehículo con gasolina suficiente y salimos pitando hacia Perdido Beach. —Sam se encogió de hombros—. Y entonces veremos si a esos bichos les gusta el M3-SAMAA, el sistema de armas multipropósito antiblindaje y antitanque.
Caine recorrió solo las pocas manzanas que separaban el ayuntamiento de la carretera, como un pistolero sacado de una vieja película de vaqueros.
Los chavales lo seguían, pero a una distancia prudencial. Una docena de ellos se había apiñado tras el vidrio cilindrado roto de la ventana de una compañía de seguros. Un par más se habían acomodado en coches aparcados.
«Bien, que miren mientras les salvo el pellejo», pensó Caine.
Pero ahora que estaba solo, en mitad de la carretera que marcaba la antigua línea divisoria, ya no se sentía tan seguro. ¿Cuántas criaturas vendrían? ¿Qué tamaño tendrían? ¿Y cuánta fuerza? ¿Ya lo estaban observando agazapadas en la oscuridad?
¿Y qué pasaba con Drake? ¿Tendría oportunidad de vencerlo? Aún podría serle útil como número dos. Eso suponiendo que no estuviera empeñado en ser el número uno.
¿Tendría que enfrentarse a los superbichos y también a Drake? De repente la isla parecía muy apetecible.
Tal vez podría marcharse ahora mismo con Diana, y quedarse los dos solos en la isla. Que los de la ciudad se quedaran con Penny y Bug. Él viviría solo con Diana: comida, lujo, sexo… ¿No era todo eso infinitamente mejor que aquella batalla?
Una antigua sospecha ensombrecía sus pensamientos: ¿se la estaban jugando? La Oscuridad ya lo había utilizado en el pasado. ¿Era este el modo en que la gayáfaga volvía a alcanzar su mente?
No lo notaba. No había sentido a la Oscuridad durante todo el tiempo que había estado en la isla. Ni siquiera antes. De hecho, desde el momento en que Caine la desafió, la gayáfaga lo dejó en paz.
No. Esto era decisión suya. Pero ¿por qué? ¿Por qué abandonar la isla? ¿Para qué? ¿Para que lo destrozaran unos monstruos incubados en cuerpos humanos? Aunque sobreviviera, ¿con qué se encontraría? Con alcachofas y pescado, resentimiento, una pelea probable con Sam, y la actitud huraña de Diana.
—¡El rey Caine! ¡Sí!
Caine se dio la vuelta rápidamente, enfadado. Daba por hecho que era una pulla. Un chico que estaba donde la compañía de seguros alzó un puño y gritó:
—¡Uuuo!
Caine asintió mirándolo.
Ovejas. Mientras tuvieran un pastor que mantuviera apartados a los lobos, estarían contentas. Débiles, indiferentes, estúpidas, sin carácter: costaba no sentir un desprecio absoluto por ellas.
Claro que, si fracasaba, se volverían contra él en un abrir y cerrar de ojos.
Pero claro, si fracasaba estarían todas ocupadas huyendo para salvar la vida.
Caine distinguió un fogonazo plateado en la carretera.
Escrutó la oscuridad. No se veía ninguna luz, claro, ni siquiera un sol de Sammy junto a la carretera principal. Solo una lunita, algunas estrellitas y muchísima oscuridad.
Pero sí, había algo. Algo que se movía.
Y un ruido. Un clic clic muy rápido sobre el asfalto.
Caine vio unas bocas de acero brillantes, como machetes iluminados por la luna.
No sabía cuántas criaturas enormes había. Pero por lo menos eran media docena, cada una del tamaño de un autobús urbano, y estaban lo bastante cerca como para ver que lo observaban con sus miradas rojas y malignas.
Caine señaló un par de espectadores que esperaban repantigados en un coche aparcado.
—¡Salid del coche! —les ordenó.
Los dos chavales se encogieron de hombros, como si no vieran por qué debían obedecerle. Entonces se oyó el ruido de unos resortes que se aflojaban y luego un gruñido metálico, y el coche empezó a flotar sobre el suelo.
De repente, los chicos comprendieron y se alejaron a la carrera.
Caine fue alzando cada vez más el coche. Costaba ver de qué color era con aquella luz, pero parecía azul. Era un todoterreno azul pequeño.
—Esperemos que funcione —murmuró.
Echó la mano hacia atrás y lanzó el coche por los aires. El vehículo pasó zumbando por encima de su cabeza y fue dando tumbos por el aire hacia la criatura más cercana.
Pero no la alcanzó. Se oyó un crujido metálico y el ruido de cristales rotos: se había estampado contra el pavimento. Luego fue dando vueltas hasta alcanzar las mandíbulas del bicho.
Caine no tuvo tiempo de comprobar qué había pasado, porque una segunda criatura se subió correteando al todoterreno y perforó el techo corredizo con una de sus patas puntiagudas.
—Tengo muchos coches —anunció el chico.
Caine alzó la ranchera en la que habían estado sentados los dos chavales y la arrojó sin levantar el brazo por encima del hombro. El coche dio una vuelta en el aire y alcanzó al bicho líder casi al nivel del suelo.
—¡Sí, chúpate esa! —gritó Caine.
No le pareció precisamente un comentario muy regio, pero lo primero era la batalla. Luego ya vendría la propaganda.
Caine no distinguía el rostro de la criatura, pero sí la veía patalear a lo loco.
—Uno menos.
Iba a resultar más fácil de lo que esperaba.
Pero cuando aún se estaba felicitando por su logro, otro grupo de criaturas se abrió paso por encima de las dos primeras. Y, lo que aún era peor, una docena más subía a toda prisa hacia la carretera, justo por detrás de Caine.
¡Lo tenían rodeado!
Había elegido un mal sitio para la pelea. De repente saltaba a la vista. Lo último que debía haber hecho era ponerse a pelear al descubierto, donde podían acercársele desde cualquier parte, justo como estaba ocurriendo.
El corazón de Caine retumbaba y apretaba tanto la mandíbula que empezaron a crujirle los dientes. Había dado por supuesto que las historias sobre esas criaturas eran exageradas. Y no, no lo eran.
El chico echó a correr. Se alejaba en ángulo recto respecto a las dos fuerzas que se aproximaban. Saltó una zanja, aterrizó bruscamente, se puso en pie con cierta dificultad y siguió corriendo como un poseso por la carretera de acceso a la ciudad, dejando atrás a la multitud estupefacta y confundida que se había escondido en la compañía de seguros. Caine les gritó:
—¡Corred, idiotas!
Dos de las criaturas correteaban para interceptarlo. Caine agarró una camioneta de reparto que se encontró a su paso y la arrojó impulsivamente, tanto que la lanzó demasiado baja y a punto estuvo de darle en la cabeza.
La multitud de la compañía de seguros fue víctima del pánico. Todos salieron en tropel por la puerta estrecha. No se dejaban pasar los unos a los otros y no paraban de maldecir y gritar.
Un chico resbaló y, aunque consiguió no caerse, esos segundos de retraso fueron fatales: un bicho lo atravesó con una pata y se lo metió en la boca de dientes rechinantes.
—¡No, no, noooo! —gritó el chaval.
Sus gritos se interrumpieron de repente, y fueron sustituidos por otro ruido parecido al de un triturador de basura machacando huesos de pollo.
Caine bajó corriendo por San Pablo seguido por los demás chavales, y la multitud de bichos se vio obligada a meterse por el espacio más estrecho de la calle.
Las cosas empeoraban mucho más rápido de lo que Caine podría haberse imaginado.
Algo parecido a una lengua de rana negra salió disparada de uno de los bichos y atrapó a otra muchacha, que no dejó de gritar hasta que el bicho se la llevó a la boca.
Caine se detuvo en mitad de la calle. Le temblaba todo el cuerpo. Tenía la mandíbula apretada. No podía correr más rápido que ellos, y ese lugar era tan bueno como cualquier otro: en mitad de una manzana. Por lo menos, no podrían atacarlo por los flancos.
La multitud de la compañía de seguros se dispersó: los chavales corrían en todas direcciones. Todos gritaban. Algunos golpeaban inútilmente puertas cerradas y suplicaban que les dejaran entrar. Otros saltaban como podían las vallas de los patios traseros.
Caine levantó uno de los coches que había allí aparcados y lo arrojó por los aires. A continuación hizo lo mismo con otro, y luego otro: fueron tres coches seguidos. Parecía uno de esos choques en cadena de la autopista: los vehículos chocaban, las carrocerías se abollaban, los cristales salían disparados, los retrovisores saltaban, las llantas rodaban por la acera.
Puede que su contraataque furioso hubiera detenido a algunos de esos bichos, o incluso servido para matar a varios, Caine no estaba seguro en esa oscuridad, pero el enjambre no aflojaba. Las criaturas seguían saltando en oleadas por encima de los vehículos.
Temblando, Caine permaneció donde estaba y alzó las manos. Si no podía aplastarlos, puede que al menos pudiera contenerlos.
El bicho más cercano chocó contra una pared invisible de poder telequinético. Movía las patas como un loco, abriendo boquetes en el asfalto, pataleando contra los coches estrellados, incapaz de avanzar.
—¡Eso, inténtalo! —gritó Caine.
Llegaron una segunda, una tercera y una cuarta criaturas, y la barrera de Caine las contuvo a todas, pese a que los bichos trataban, incansables, de levantarse, de empujar. Mientras, Caine estaba ahí solo en mitad de la calle.
Pero ¿durante cuánto tiempo? No parecía que los bichos se estuvieran cansando. De hecho, intentaban levantarse trepando unos encima de otros, formando un caos enloquecido de patas, enormes caparazones plateados, mandíbulas como sables, omnipresentes bocas de dientes rechinantes y ojos brillantes de rubí.
Caine titubeó al ver aquellos ojos, y de repente el bloque de bichos se aproximó un metro.
Caine redobló su concentración, pero sintió algo que no había sentido antes al utilizar su poder: un empujón físico, como si lo estuviera conteniendo tanto con los músculos como con su capacidad telequinética.
Sin darse cuenta siquiera, había plantado los pies firmemente en el suelo, y notaba el peso en las pantorrillas, los muslos, y más aún en los brazos. No se limitaba a proyectar su poder como siempre lo había hecho, sino que empujaba llevando al límite sus fuerzas, como si soportara la presión de miles de kilos de patas puntiagudas que no paraban de empujar.
Tan solo estaban a seis metros, y se apilaban contra la barrera invisible que él formaba. De pronto, Caine se percató, horrorizado, de que se estaban encaramando unas encima de otras para conseguir sobrepasar la pared invisible de energía.
Y entonces se dio cuenta de algo peor: algunas de las criaturas habían dado la vuelta por Golding Street y se le acercaban a toda prisa por detrás.
Caine cambió de postura: orientó una mano hacia la multitud de bichos y la otra, hacia el ataque que se cernía sobre él por detrás. Pero no bastaba. No podía contenerlos.
«Tendría que haberme quedado en la isla», se dijo a sí mismo. Había apostado y perdido.
Las dos paredes invisibles se estaban cerrando en torno a él. Caine contenía el avance de toneladas de monstruos que no dejaban de empujar, y no podía seguir aguantando, no podía. Es que no tenía ese poder. Y, en cuanto cediera, le saltarían encima antes de que pudiera pestañear.
—¡Oye, imbécil!
Caine miró en dirección sur. De pie, con los brazos en jarras, subida al tejado plano de un edificio de apartamentos de dos pisos, se encontraba Brianna.
—¿Vienes a regodearte? —consiguió decir el chico.
—¿Ves la puerta de entrada de esa casa?
—¿Qué?
—Ahí es donde vamos.
—¡No me da tiempo!
—¡No me da tiempo! —se burló Brianna—. Por favor, suéltalo y listo.
—¿Que lo suelte?
—Sí: suéltalo. Ah, y por cierto: te va a doler.
Caine no la vio moverse, pero sintió un fuerte impacto cuando Brianna lo alcanzó a una velocidad vertiginosa.
Caine salió volando. Se le rompió la camisa por detrás, dio vueltas como un loco y cayó bruscamente sobre el césped. Los ejércitos de bichos chocaron entre sí como dos olas, detrás de él. Como se cerró el mar Rojo tras Moisés.
El chico intentó ponerse en pie, pero enseguida sintió unas manos sobre la espalda, empujándolo, propulsándolo hacia delante a una velocidad de locura. Se dio contra la jamba de la puerta al entrar. Los bichos se abalanzaron tras él, pero la puerta ya estaba cerrada y una silla hacía de barricada.
Brianna se encontraba en el centro de la habitación examinándose las uñas con una calma teatral.
—Toda esta historia de la supervelocidad a veces resulta útil —acabó diciendo.
—Me parece que me has roto la espalda —protestó Caine.
Sentía un dolor agudo en las costillas. Pero era mucho mejor eso que la alternativa.
La puerta se hizo añicos y apareció una maraña de bichos.
—¡Puedo contenerlos, pero no matarlos! —gritó Caine.
—Ya. Cuesta matarlos. ¿Tienes un plan?
Caine se mordió ferozmente el pulgar, concentrándose en la cutícula. Estaban rodeados. Los bichos aporreaban las paredes. Destrozaban todas las ventanas. No podían pasar por la puerta, pero no tardarían en ensancharla.
Caine y Brianna se encontraban en la cocina, en el centro de la casa, tan alejados como podían de las ventanas, pero ahora los bichos introducían las mandíbulas por las puertas y ventanas, persiguiéndolos, perforando el aire, agitando como locos sus lenguas de cuerda.
La casa entera era como un tambor que golpearan una docena de palillos.
—¿Sabes? Estoy un poco decepcionada —comentó Brianna—. En una situación así, a Sam se le habría ocurrido un plan.