1 HORA, 45 MINUTOS
SAM SE ARROJÓ a la boca abierta de la criatura.
La cabeza y los hombros quedaron dentro de las fauces del bicho, que contrajo la garganta como si la tuviera de goma húmeda y dejó a Sam sin aire.
El muchacho tenía los ojos bien cerrados, pero no podía hacer lo mismo con las fosas nasales y a punto estuvo de vomitar cuando sintió un hedor a carne podrida, algas y amoníaco.
Sam extendió las manos con la intención de agarrarse a algo: tenía que meter las piernas dentro antes de que los dientes del bicho lo seccionaran, ¡ahora mismo, ahora mismo, rápido!
Entonces algo puntiagudo le presionó las pantorrillas. Pero no era nada; el bicho reaccionaba: se ahogaba y todavía no había intentado trocearlo. Sam intentó meter las piernas dentro, hasta el fondo de la garganta húmeda, apestosa y palpitante.
Pero no fue lo bastante rápido: los dientes se le clavaron en el talón derecho. No sintió el dolor; era todo demasiado horrible, asfixiante, angosto, piel quemada, negrura, sin aire.
Sam extendió las manos y disparó.
No veía la luz —tenía los ojos totalmente cerrados—, pero sintió el escalofrío que recorrió el cuerpo del bicho.
Sam volvió a disparar y a continuación desplazó las manos hacia los costados viscosos, sin dejar de lanzar sus rayos una y otra vez. Sentía que la piel le ardía debido a esa sustancia química parecida al amoníaco que contenía el interior de la criatura, pero el calor de su propia luz asesina resultaba mucho peor.
Tenía que parar o acabaría cociéndose vivo.
Sentía que el bicho se movía, y lo sacudía, como si estuviera en un coche de ruedas cuadradas. El bicho corría presa del pánico mientras sangraba y ardía por dentro.
Pero con eso no bastaba, no, y, al cabo de pocos segundos, Sam moriría por la falta de oxígeno.
«Ignora el dolor: ¡dispara!».
Sam entrelazó los dedos a ciegas y convirtió los dos rayos gemelos en uno solo. Lo dirigió hacia las tripas agitadas de la criatura y describió lo que le pareció que era un círculo.
Y entonces, gritando en silencio por culpa del calor intenso, la falta de aire en los pulmones y los espasmos violentos con que su propio cuerpo se rebelaba, Sam empezó a patear repetidas veces el interior del bicho, se hizo una bola bien cerrada, y, con las pocas fuerzas que le quedaban, descargó sus pies justo en los puntos que había quemado.
¡Aire!
Sam respiró y vomitó casi al mismo tiempo. Hizo esfuerzos por abrir un ojo y vio a Jack, que se encontraba por encima de él.
—¡Puaj! —exclamó Jack, asqueado ante la imagen de Sam envuelto en un caos humeante de tripas de bicho.
Jack le agarró la mano y tiró de él con tanta fuerza que Sam salió volando por los aires para acabar cayendo encantado al agua.
Salió a la superficie, cogió aire y volvió a sumergirse. Se lavó para librarse de la sustancia apestosa que le recubría el cuerpo y aliviar el dolor de las heridas. Pero tenía la piel rasgada. La criatura lo había cortado. Le dolía el talón, pero lo peor era el miedo terrible a sufrir el mismo destino que Hunter.
Cuando Sam volvió a emerger, vio que el bicho que había caído al agua no muy lejos de él se esforzaba por volver a la orilla.
La criatura muerta, la que Sam había matado desde dentro, yacía completamente inmóvil. Casi le parecía que tenía una expresión de sorpresa en el rostro. O lo que parecía ser un rostro. Sus ojos azules estaban vidriosos. Un bicho muerto, otro intentando llegar a la orilla, y un tercero aún muy peligroso.
—¡Jack! —gritó—. ¡El mástil! ¡El de ese barco!
Jack frunció el ceño, confundido, y a continuación asintió. Saltó al velero cercano, agarró el mástil de aluminio, plantó los pies en la cubierta y, con un esfuerzo hercúleo, arrancó el mástil. Fue como oír a una motosierra a cámara lenta.
Dekka alzó las manos y el bicho acelerado movió las patas en el aire sin poder evitarlo. Solo podría aguantarlo unos segundos, pero a Jack ya le bastaba.
—¡Vale, Dekka, suéltalo! —gritó Jack.
Dekka dejó caer a la criatura.
Jack levantó el mástil, convertido en una auténtica lanza de nueve metros de largo, por encima de la cabeza, y apuntó para clavárselo al bicho en la boca.
La primera vez falló, pero le arrancó uno de los ojos azules.
Jack retrocedió hasta el final del muelle y corrió hacia la criatura.
—¡Tooooma!
Le clavó el mástil en la boca y empujó como un loco, frenéticamente, partiendo los tablones del muelle, hasta que la parte superior del mástil atravesó de repente el costado de la criatura y se produjo una explosión pringosa de tripas y babas.
Sam empezó a subirse otra vez al muelle, pero tenía las manos cubiertas de ampollas. Jack tuvo que levantarlo por las axilas.
—¿Dónde está Brittney? —preguntó Sam.
Dekka meneó la cabeza.
—Ha huido —informó Toto—. Pero parecía estar cambiando. Un brazo era… —No parecía tener palabras para describirlo.
—Como una serpiente. Una mano de látigo —explicó Dekka.
—Sí —afirmó Toto, y añadió—: Ya estoy listo para volver a casa.
—Apenas puedo caminar —se lamentó Sam.
Tuvo que apretar los dientes para no llorar del dolor. Se había despellejado el talón, y le sobresalía un trozo de carne. Fue dejando un reguero de sangre por todo el muelle.
Se quitó la camiseta mojada y se envolvió torpemente el pie con ella, tratando de improvisar un vendaje.
—Salgamos de aquí mientras podamos. Drake volverá con el resto de su ejército, y entonces seguro que nos convertimos en alimento para todos esos bichos.
Sam empezó a cojear, pero Jack lo agarró y se lo subió a los hombros. Era ridículo: Sam le sacaba una cabeza y era bastante más ancho de hombros que él, pero llevarlo a cuestas era tan duro para Jack como transportar un bebé.
—Has estado de coña, Jack —le felicitó Sam.
Y Dekka le dio una palmada en la espalda.
—Bien hecho.
Aunque intentaba disimularlo, Jack estaba radiante. De pronto se puso verde, depositó a Sam en el suelo y vomitó en un arbusto.
—Lo siento —se disculpó—. Creo que me he mareado.
—Son los nervios, tío —dijo Sam—. A mí me ha pasado. Salgamos de aquí. Drake esperará que cojamos la ruta más directa hacia la ciudad, y si nos atrapa en un espacio abierto, estamos acabados.
—¿Qué pasará cuando llegue a la ciudad con esas criaturas? —preguntó Dekka.
—Edilio tiene a Orc… espero. Y a Brianna, y a Taylor. Tiene a sus soldados, aunque dudo que las armas les sirvan de nada si no logran dispararles en la boca.
Sam meneó la cabeza.
Entonces pensó en Astrid y un montón de imágenes horribles de lo que podría pasarle se arremolinaron en su cabeza.
¿Podrían llegar a la ciudad lo bastante rápido como para ayudar en la lucha? Quizá si Jack, Dekka y él se sumaban a los demás podrían detener a Drake. Quizás.
¿Se imaginaba siquiera Edilio la que se avecinaba? ¿Se estaba preparando? ¿Había encontrado un modo de hacerlo? Sam no. Lo había intentado una y otra vez. Había tratado de imaginarse la situación en la que derrotaría a ese enemigo.
Pero una y otra vez había acabado concluyendo que solo había dos personas con poder suficiente para detener a esas criaturas.
Una de ellas era Caine. Y Caine estaba lejos, en la isla.
La otra era el pequeño Pete. Y también estaba lejos, en una clase distinta de isla, dentro de su mente dañada.
Caine y el pequeño Pete.
—Escuchadme, chicos —acabó diciendo Sam—. No sé cómo podemos ganar. Yo no puedo, vamos. Dependerá de Edilio y de la gente que está en la ciudad. Ni siquiera sé si saben lo que se les viene encima. Así que tenemos que advertirles.
—¿Cómo? —preguntó Dekka.
—Con Jack.
Hasta entonces, Jack había estado inclinado hacia delante, pero de repente se retrajo.
—Jack puede moverse más rápido que nosotros. Su fuerza implica cierta velocidad. Y no se cansará tanto como nosotros. No le cuesta subir las colinas, así que puede atravesarlas en línea recta.
—Ya —reconoció Dekka—. Eso tiene lógica. Y no me entiendas mal, Jack se ha convertido en un héroe y todo eso. Pero ¿bastará? He hecho mis cálculos, igual que tú. ¿Orc, Jack y Brianna?
—Hay dos que podrían —comentó Sam—. Caine. Él quizá podría.
Dekka gruñó:
—¿Caine?
—O él o el pequeño Pete.
—¿El pequeño Pete?
Jack parecía perplejo.
Sam suspiró.
—El pequeño Pete. No es solo el hermanito autista de Astrid.
Y se explicó brevemente mientras Toto añadía un coro de comentarios del tipo «Sam cree que es verdad».
—¿Y cómo conseguimos que el pequeño Pete haga algo? —preguntó Dekka.
—La última vez que sintió un peligro mortal creó la ERA —explicó Sam—. Tiene que estar en peligro mortal otra vez.
Jack y Dekka se miraron el uno al otro, recelosos. Cada uno se preguntaba qué sabía o había adivinado el otro del pequeño Pete.
—¿El pequeño Pete? —repitió Jack—. ¿Ese niñito tiene esa clase de poder?
—Sí —respondió Sam sin más—. Comparados con Pete, Caine, yo, todos nosotros… somos como pistolas de juguete al lado de un cañón. Ni siquiera sabemos cuáles son los límites de sus poderes. Lo que sí tenemos claro es que no podemos comunicarnos muy bien con él. Ni siquiera sabemos lo que está pensando.
—El pequeño Pete… —murmuró Dekka, y meneó la cabeza—. Sabía que era importante. Eso lo pillé hace tiempo. Pero ¿puede hacer lo que dices? ¿Tiene esa clase de poder? —Dekka se quedó pensativa durante un segundo, asintió y añadió—: Entiendo por qué lo mantuviste en secreto. Es como tener un arma nuclear en manos de… En fin, de un niñito autista.
Sam se puso en pie, y se estremeció al apoyarse sobre el talón herido. Se agarró al hombro de Jack y le dijo:
—Di a Edilio que traiga a Caine, si aún les da tiempo. Si no, Jack, ve y busca al pequeño Pete.
—¿Y qué hago con él? —preguntó Jack.
Era evidente que le horrorizaba la idea, y que aún no acababa de creerse que aquel niñito fuera el ser más poderoso de su universo.
Sam sabía la respuesta. Sabía cuál podía ser el único movimiento que los llevaría a la victoria. Había dicho a Brittney que no era un asesino despiadado. Y no lo era. Y ese ya ni siquiera era su trabajo, ¿verdad?
Y aun así… Aun así veía una solución posible.
—Lo coges, Jack, y lo llevas hasta el bicho más cercano que encuentres…
—¿Y…? —A Jack le temblaba la voz.
—Y lo arrojas dentro del bicho —respondió Sam.
El látigo de Drake estaba enroscado alrededor de la mandíbula de la criatura más grande.
Ahora corrían hacia el sur, alejándose del lago. Drake tenía que ponerse casi plano para permanecer encima, con las piernas abiertas por detrás.
¿Dónde estaba Sam Temple? Ya tendrían que haberlo atrapado, si había tomado ese camino.
«Tráeme al Enemigo».
La voz que resonaba dentro de la cabeza de Drake era más fuerte, más insistente que nunca.
Con la mano libre, Drake se daba golpes en un lado de la cabeza, intentando apartarla, acallar la demanda insistente.
«Tráemelo».
En sus pensamientos, Drake vio Coates, su antigua escuela, su antiguo hogar. El lúgubre edificio principal, de estilo gótico, el valle sombrío que lo rodeaba, la puerta de hierro. La imagen era su propio recuerdo, pero la Oscuridad le exigía que la mirara, la viera, la entendiera.
El Enemigo estaba allí. ¡Allí!
«Tráemelo».
Pero Drake tenía otras necesidades. Tal vez su dueña necesitara al Enemigo, quienquiera que fuera, pero Drake tenía una necesidad igualmente imperiosa: la de matar a Sam Temple.
Por su culpa había perdido el brazo. Sam había destruido su antigua vida, y lo había dejado atrapado en aquella unión desagradable con Brittney la cerdita.
Sam lo había tenido encerrado como a un animal.
Y ahora el chico había vuelto a escapar de la muerte. Había vuelto a vencer a Drake. ¡Y no se le veía por ninguna parte! ¡Había desaparecido!
—¡Sam! —aulló Drake, frustrado—. ¡Sam!
El bicho se movía rápidamente y el viento se llevó su grito lejos, muy lejos, pero Drake volvió a aullar en la noche:
—¡Sam! ¡Voy a matarte!
No hubo respuesta. Y no se veía a Sam ni a ninguno de los demás. Debían de estar volviendo a toda prisa a Perdido Beach, pero no los encontraba, y a cada segundo que pasaba Drake podía estar alejándose más de ellos.
«¡Tráeme al Enemigo!».
No, el Enemigo podía esperar. Drake servía a la Oscuridad, pero era algo más que el chico de los recados. Tenía sus propias necesidades.
Si no podía atrapar a Sam en un espacio abierto, entonces tendría que derrotarlo en Perdido Beach. Estaría esperándolo cuando Sam llegara. Esperando con el látigo enroscado alrededor de Astrid.
En la mente de Drake se agolpaban las imágenes, imágenes fantásticas de Sam indefenso bajo su látigo. Pero no mataría a Sam Temple, no, no antes de que hubiera visto cómo dejaba a Astrid convertida en un espantoso monstruo despellejado.
Lo veía tan claro, era una visión tan maravillosa que lo llenaba de luz y alegría y le proporcionaba un placer que no podía ni describir.
«¡El Enemigo!».
—Te traeré a tu Enemigo —murmuró Drake—. Pero primero…
El ejército de Drake se alejaba del lago a una velocidad vertiginosa, correteaba por la larga cuesta que conducía a las tierras secas que se extendían más allá del lago.
Y entonces Drake sintió una oleada de furia que iba dirigida justo a él. Una rabia que lo estremecía hasta lo más profundo de su ser. El zarcillo oscuro le envolvía el cerebro, le ocupaba los pensamientos, le exigía, lo amenazaba.
«¡El Enemigo!».
—¡No! —gritó Drake.
La reacción fue inmediata. El enjambre paró en seco.
—¡Son mi ejército, mi ejército! —aulló Drake.
Sus propios odios eran demasiado intensos para negarlos. Incluso habría sido capaz de desafiar a la gayáfaga por ellos. Pero cuando se quedó parado, agonizando, y el odio se enfrentó al miedo, perdió la capacidad de decidir.
Tendría que ser Brittney quien tomara la determinación: perseguir al Enemigo o aterrorizar Perdido Beach.