TREINTA Y TRES

3 HORAS, 47 MINUTOS

DIANA SE LEVANTÓ de la cama y, al hacerlo, destapó accidentalmente a Caine.

—¡Oye! —protestó el chico.

—No hay nada que no haya visto ya. Repetidas veces.

Caine se rio y entrecruzó los dedos detrás de la cabeza.

—Me podría acostumbrar a esta vida. Creo que me tomaré otra lata de melocotones.

Diana se dio una ducha rápida y salió chorreando. Se lo encontró esperándola con una toalla en la mano.

—De verdad: no. Ya está.

—Bueno, hasta que comamos algo.

La chica se secó y se peinó mientras él la observaba. Le molestaba un poco la falta de intimidad, pero se decía que valía la pena si a cambio tenían un poco de paz. En cualquier otro universo esa habría sido una habitación bonita de una casa bonita, en una isla bonita. Pero en la ERA todo aquello era exquisito, un milagro de belleza y comodidad.

Diana recordaba demasiado bien Coates. Sobre todo los últimos meses que pasaron allí, cuando se les acabó la comida, y el miedo, la depresión y el odio hacia sí mismos empezaron a dominarlos.

Este era un lugar hermoso. Y Caine era un chico —o un hombre joven— guapo, al menos por fuera.

Si las comodidades y el lujo y la propia Diana podían conseguir que mantuviera la calma, puede que entonces la vida continuara siendo así: tranquila.

Incluso cuidar de Penny y tratar con Bug eran problemas menores comparados con todo aquello a lo que había sobrevivido. Panda. Se estremecía con solo recordarlo, e incluso le entraban náuseas.

—¿Qué ocurre? —preguntó Caine.

—Nada. —Diana se obligó a sonreír—. Supongo que tengo hambre. —Entonces, al ver la expresión de Caine, puntualizó—: De comida.

Se pusieron ropa interior y se envolvieron en batas suaves y caras que llevaban iniciales famosas bordadas. Diana se puso las zapatillas de seda y, juntos, bajaron a la cocina.

Bug estaba allí, y parecía aún más trastornado que de costumbre. Respiraba ansiosamente. Diana lo fulminó con la mirada. Se preguntaba si los habría estado espiando.

—Viene una barca —anunció.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Diana.

—Una lancha. Está muy cerca.

Caine se plantó fuera en un segundo, y Diana tuvo que correr para alcanzarlo. El cielo estaba casi oscuro, y una espléndida puesta de sol proyectaba dedos rojos y dorados a través del agua.

Y allí, sorprendentemente cerca, había una lancha. Diana vio a una persona a bordo, a un chico, pero como tenía la cara a la sombra no pudo distinguir quién era.

Diana lanzó una mirada inquisitiva a Caine, y en su rostro vio lo que esperaba ver, la expresión que temía.

Se le habían iluminado los ojos, y su boca esbozaba una sonrisa salvaje. Su cuerpo entero parecía inclinarse hacia delante, anticipándose, dispuesto. Excitado.

—Sea quien sea, dile que se marche —pidió Diana.

—Vamos a averiguar al menos quién es.

—Caine, líbrate de él.

La barca asustaba a Diana. Se abrazó como si se protegiera del frío.

Y en ese momento el chico de la barca levantó la vista.

—Es Quinn —dijo Caine—. ¿Qué está haciendo aquí? Me esperaba que fuera Zil o uno de sus perdedores.

—¿Te esperabas? —Diana frunció el ceño—. ¿Qué quieres decir con que te esperabas?

Caine se encogió de hombros.

—Que tarde o temprano alguno de ellos vendría a buscarme.

—Pero ¿por qué te…?

Caine se rio. Era una risa arrogante y cruel.

—Hay solo dos cuatro barras en la ERA, Diana. Pensaba que tarde o temprano alguien se hartaría de que Sam les mandara, así que vendrían a buscarme.

Diana sintió que algo se retorcía en su interior.

—¡Oye, Quinn, aquí arriba! —gritó Caine. Entonces, aparte, añadió—: Bug, desaparece. Estate preparado. Puede que sea una trampa.

Bug se desvaneció.

Quinn apagó el motor y se puso en pie. Se movía con facilidad pese al balanceo de la barca.

—Caine, ¿dónde la amarro?

—No hace falta. —Caine le sonreía de oreja a oreja—. Siéntate y espera.

Caine se dirigió hasta el borde mismo del precipicio y alzó las manos. La barca empezó a elevarse, chorreando y arrastrando un resto de algas. Fue flotando en el aire hasta que Caine la soltó sobre unas hierbas crecidas y la lancha se inclinó hacia un lado. Quinn saltó para no caer con ella.

—Bien, Quinn: ¿qué te trae a Isla Fantasía? —preguntó Caine.

—Hola, Diana —saludó Quinn.

Diana no respondió. Lo sabía, igual que Caine. Por algún motivo, a pesar de todo, Quinn había venido a llevarse a Caine.

—Me envía Edilio —informó Quinn.

Caine sonrió con escepticismo.

—¿Edilio? El último tío que esperaba que me mandara mensajes.

—Ahora Edilio es el alcalde.

Diana sintió una punzada en el pecho.

—¿Sam está muerto?

Quinn iba a responder, pero Caine lo interrumpió:

—No, no: déjame adivinar. Yo creo que… Sam se cansó de hacer el trabajo sucio de todo el mundo, de correr todos los riesgos, y de que luego le echaran la culpa de todo cuando las cosas no iban del todo bien.

Caine disfrutó al ver la confirmación muda del rostro de Quinn, se rio y añadió:

—Vamos, Quinn. Entra y come algo.

—Solo he venido a…

Caine lo interrumpió y continuó:

—No, no, no, tienes que entrar. No quiero quedarme aquí fuera en bata. A fin de cuentas, este es un gran momento en la historia de la ERA.

—¿Un gran momento? —preguntó Diana.

—Mi retorno triunfal, Diana. Por eso ha venido Quinn: para suplicarme que vuelva.

—Bueno, pues está perdiendo el tiempo.

Pero ni Diana se lo creía. Siguió a Caine y Quinn hasta la casa.

—¿Te apetecen unas galletas con queso? —sugirió Caine, muy animado.

Apenas podía contenerse. Mostraba una sonrisa enorme. Arrogante. Fanfarrona. Mientras, Diana sentía que la pequeña esperanza que había alimentado moría en su interior.

Le trajeron galletas saladas, queso y una galleta dulce para Quinn, que no se resistió, sino que se lo comió todo rápidamente, disfrutando de un modo que no era capaz de ocultar.

—¿Sabes?, aquí tenemos una vida muy agradable —explicó Caine—. Mucha comida. Agua. Incluso agua caliente para las duchas, aunque cueste de creer. De hecho, ahora mismo estábamos en la cama hablando de ello.

—Ya, qué bien —dijo Quinn mirando avergonzado a Diana.

Caine lo observó pensativo mientras el chico comía.

—Diana, creo que más vale que leas a Quinn. Por si acaso ha salido algo.

Diana llevaba mucho tiempo sin leer a nadie. Ese era su poder: la capacidad de leer si una persona era un raro o un normal, y de saber cuánto poder tenía. Era ella la que se había inventado el sistema de barras, medio en broma. Una barra, dos barras… Como un teléfono móvil.

La chica se acercó a Quinn y apoyó una mano en su hombro. Se concentró, y la imagen se formó en su mente.

—Nada —acabó diciendo.

—Eso ya te lo podría haber dicho yo —farfulló Quinn, con la voz amortiguada por la galleta dulce.

Diana dejó caer la mano hasta la cadera.

—Eres normal, Quinn. Ahora…

Se detuvo a media frase. Estaba a punto de decirle que se fuera a casa, que se marchara, que abandonara la isla enseguida, en ese instante.

Pero entonces… sintió algo. Notó algo, un poder.

Un raro.

Bug estaba cerca, aún invisible, pero no la tocaba, no había entrado en contacto físico con ella. Y Caine tampoco la estaba tocando. El poder de leer a los raros solo funcionaba con el contacto directo.

¿Estaba notando su propio poder? No, no, se trataba de algo distinto. Era débil, pero persistente.

Se volvió y se llevó la mano al estómago.

—Bueno, Quinn, cuéntame: ¿cuál es la gran crisis? —preguntó Caine.

Diana estaba a punto de desmayarse. Ahí estaba, más clara que antes. Una lectura de dos barras. Segurísima. Clara, inconfundible.

—Hay una enfermedad —estaba diciendo Quinn—. Como una gripe o algo parecido, pero los chavales están echando los pulmones por la boca, se están muriendo.

«No —pensó Diana—. No, por favor».

—Y hay unas criaturas que… bueno… la gente las llama cucas… y Drake…

—¿El bueno de Drake está vivo?

Caine se puso en pie de repente.

—En cierto sentido —respondió Quinn con aire siniestro.

—Tengo que… —dijo Diana débilmente—. Tengo que ir al baño.

Salió a toda prisa de la habitación y mantuvo la compostura hasta que llegó a su cuarto. Entonces se arrojó en la cama y se puso ambas manos sobre el vientre. Leyó su propio poder. Como siempre, dos barras. Pero ahí estaba, aún, segurísimo que estaba ahí. Un segundo poder.

No era posible. No ocurría tan rápido. Intentó recordar conferencias de educación sexual de hacía un millón de años. Palabras como «blastocito» y «embrión» revoloteaban en su cerebro.

Habían transcurrido veinticuatro horas desde la primera oportunidad de fecundación. Sabía por experiencia que un test de embarazo casero no serviría hasta diez días más tarde.

Qué absurdo. Le estaba entrando el pánico. Lo estaba interpretando mal. No podía ser, de ninguna manera. No, era imposible, no podía haber ocurrido tan rápido…

«Imposible —dijo una voz cruel en su interior—. Tan imposible como una cúpula impenetrable. Tan imposible como que desaparecieran todos los mayores de catorce años. Tan imposible como que los coyotes hablaran…».

«Tan imposible como un novio que pudiera burlarse de las leyes de la física y levantar una barca del agua solo con el pensamiento».

* * *

Al pequeño Pete le estaba subiendo la fiebre otra vez. Astrid había encontrado un termómetro en el antiguo despacho de la enfermera de Coates.

Sintió una punzada al percatarse de que era la enfermera Temple, la madre de Sam. Allí era donde trabajaba. Claro que, como todo lo demás en Coates, su despacho estaba destrozado: habían vaciado el armarito de las medicinas, hecho añicos las puertas de cristal, manchado las sábanas de la cama y arrojado los libros de consulta por ahí, sin motivo aparente.

Alguien había quemado los registros médicos. Las cenizas estaban desperdigadas cerca de la ventana.

Un pájaro se había hecho un nido en una estantería elevada, y luego lo había abandonado. Había plumitas por el suelo, mezcladas con las cenizas.

Y así fue como encontró el termómetro, al fijarse en las plumas. No había modo de esterilizarlo, claro, pero hacía mucho tiempo que nada estaba limpio en la ERA.

El pequeño Pete estaba a 39,5, y su tos estaba empeorando.

—¿Qué vas a hacer, Petey? ¿Te vas a dejar morir?

¿Era siquiera consciente de que podía estar muriéndose? El pequeño Pete no sabía nada de virus. ¿Cómo podía defenderse de un enemigo que ni siquiera sabía que existía? No entendía de gérmenes, pero sabía que estaba acalorado. Empezó a soplar una brisa. ¿Cuánto tardaría en volar ese tejado?

Astrid oyó a Orc aullando una canción en el piso de abajo. Ya no podía verlo. Si quería beber hasta matarse, ¿por qué detenerlo? ¿Por su alma inmortal?

El Orc borracho era un Orc peligroso. Había visto que la miraba con un brillo intenso y extraño en los ojos.

Entonces se dio cuenta de que estaba llorando. Déjalo que se mate. ¿Acaso no querría Astrid morirse de haber sido Orc? ¿Y no quería ella morirse también?

Todo era una broma macabra.

La ERA: todo ruido y furia, y no significaba más que muerte y desesperación. ¿Por qué aferrarse a esa vida?

Astrid intentó imaginarse en el mundo exterior. Trató de recordar imágenes de sus padres y de su antigua casa. Claro que su hogar había ardido hasta los cimientos. Y sus padres ya ni la reconocerían, y ya no digamos a su hermano.

No, eso no era cierto. La reconocerían y también a él, y seguirían pensando que querían a esos chavales. Pero acabarían entendiendo en qué se habían convertido: se habían vuelto feos por dentro como Orc lo era por fuera.

Puede que si la ERA terminara, Orc recuperara su forma normal, pero ¿cómo la recuperaría ella? ¿Cómo podría la chica a la que le encantaban las mates y las ciencias, la chica que podía pasarse la noche leyendo, esa chica de ensoñaciones dulces y románticas y grandes planes para salvar el mundo volver a existir alguna vez?

—Termina con todos nosotros muertos, ¿verdad? —preguntó al pequeño Pete—. Termina cuando el mal gana y todos nos rendimos.

Lo triste era que ya estaban todos perdidos: todos.

Astrid veía su propio aliento. La habitación estaba cada vez más fría.

Volvió a meter el termómetro en la boca del pequeño Pete, pero lo escupió.

—Ya, vale. Petey, yo… creo que si no puedes parar esto… Todo esto… Petey, tiene que parar. Hay chavales que se mueren por culpa de esta tos. Y todo está pasando por este sitio que te inventaste, por esta ERA. Cambiaste las reglas, y eso tiene consecuencias.

El pequeño Pete no respondió.

Y Astrid no esperaba que lo hiciera. Había una almohada. Podía presionarla contra su cara. Probablemente ni siquiera se enteraría. No tendría miedo. No sufriría. Pasaría sin dolor de la vida a la muerte y la barrera bajaría y entrarían rápidamente la policía y las ambulancias, la comida y las medicinas. Y no se moriría nadie más.

—Mamá… Papá… Estoy viva. He sobrevivido. Pero Pete, no. Lo siento mucho, pero…

Astrid hizo un movimiento brusco hacia atrás. Estaba temblando. Podría hacerlo si Pete no la detenía. Podría. Y nunca la atraparían. Nadie se lo reprocharía jamás.

—No —susurró, con voz temblorosa y vacilante. Y luego añadió, más fuerte—: No.

Eso tendría que haberla hecho sentir bien. Puede que antiguamente hubiera sido así. Puede que se hubiera felicitado por tomar la decisión moral elevada. Pero en el fondo de su corazón sabía que esa decisión supondría una condena a muerte para muchos. La policía y las ambulancias no entrarían a toda prisa al abrirse la barrera. Continuarían extendiéndose la plaga, los monstruos, el sufrimiento y la muerte.

Astrid juntó las manos con la intención de rezar y pedir así consejo. Pero no le salían las palabras.

Del fondo de su mente extraordinaria extrajo un texto muy, muy antiguo. Un fragmento de una clase a la que asistió, de uno de los griegos antiguos. ¿De Aristóteles? No, de Epicúreo:

¿Está dispuesto Dios a evitar el mal, pero no puede?

Entonces es que no es omnipotente.

¿Puede, pero no quiere?

Entonces es que es maligno.

¿Puede y quiere?

Entonces ¿de dónde viene el mal?

¿Ni puede ni quiere?

Entonces ¿por qué lo llamamos Dios?

Solo había un Dios en la ERA. Dios era un niño enfermo, agitado e inconsciente que yacía en un catre sucio de una escuela abandonada.

—No puedo quedarme, Peter —dijo Astrid—. Si me quedo… Lo siento, Petey, no puedo más.

Astrid se echó a temblar, se frotó las manos para entrar en calor —la brisa era entonces totalmente helada— y salió de la habitación.

Atravesó el pasillo.

Bajó las escaleras.

Y cruzó la puerta de la entrada.

—No puedo —volvió a decir, desde los escalones de piedra—. No puedo.

Y se adentró en la noche que caía.