TREINTA Y UNO

3 HORAS, 49 MINUTOS

SAM REMÓ HASTA encontrarse a treinta metros de la costa.

—Supongo que lamentáis no haberme quemado entero, ¿eh? —le gritó Drake.

—Yo sí —gruñó Dekka.

Sam tuvo que controlar la rabia furiosa que ardía en su interior. ¿Cómo había escapado Drake? ¿Había encontrado un modo de sobornar a Howard?

—No estaría aquí provocándonos si no pensara que puede vencernos —afirmó Sam sin perder la calma—. Y no fui capaz de matar a esos bichos cuando eran mucho más pequeños. —Miró a Toto—: El único poder que tienes es ese de atrapar trolas, ¿verdad? ¿No tienes ningún otro?

Toto respondió a la cabeza de Spidey ausente.

—No tengo armas.

—¿Y esas cosas saben nadar? —se preguntaba Jack.

—Si supieran, ya estarían persiguiéndonos —señaló Sam.

—¿Crees que Drake puede controlarlas, conseguir que hagan lo que él quiere? —quiso saber Jack.

—Supongo que no tardaremos en averiguarlo —respondió Sam.

Todos se quedaron callados, mirando expectantes a Drake.

Sam pensó que por el momento debían de encontrarse a salvo. De no ser así, Drake ya habría ido tras ellos. Si se acercaban a la costa, habría pelea. Y Drake se había puesto bastante gallito: no paraba de pavonearse y provocarlos desde la orilla.

Sam podría llevar la barca hasta el otro lado del lago. Podría desembarcar, rodear al ejército de insectos de Drake y llevarlo a un lugar donde luchar sin destruir el puerto deportivo.

—Tenemos que salir de aquí —indicó Sam.

—¡Oye, Sam! ¡He pensado que te gustaría saber que este no es todo mi ejército!

Sam no lo dudaba.

—Tu chica, Brianna, ha intentado pararnos. —Drake agitó el cuchillo Bowie en el aire—. Le he cogido esto. La he azotado, Sam. —Drake chasqueó su mano de látigo. El chasquido sonó como el disparo de una pistola—. Le he roto las piernas para que no pudiera correr. Y luego…

Dekka ya se estaba lanzando por la borda, dispuesta a nadar hasta la costa, pero Jack la agarró y se lo impidió.

—¡Deja que me vaya! —gritó Dekka.

—Sujétala —ordenó Sam a Jack—. No seas estúpida, Dekka. Quiere que salgamos tras él.

—Yo puedo vencerlo —afirmó Jack—. Dekka y yo, juntos, podemos matarlo.

Sam tomó nota de que Jack acababa de formular una amenaza física. No recordaba haberle oído hacer nunca un comentario semejante. Pero la que más le preocupaba era Dekka.

—Lo voy a matar —aseguró la chica con una voz profunda, parecida al rugido de un animal—. Lo mataré, lo mataré —repitió y entonces gritó—: ¡Voy a matarte, Drake, voy a matarte!

Drake sonrió y añadió:

—Creo que le ha gustado. Gritaba, pero le ha gustado.

—Está mintiendo —afirmó Toto.

—¿Quién? —intervino Sam.

—Él —respondió señalando a Drake—. No ha matado a la chica ni le ha hecho daño.

Dekka se relajó, y Sam y Jack la soltaron.

—Toto el atrapatrolas —susurró Sam—. Sabe cuándo la gente miente.

—Acabo de decidir que me gustas —dijo Dekka a Toto—. Puedes resultar muy útil.

Toto frunció el ceño.

—Es verdad: acabas de decidir que te gusto.

—Sigue escuchando, Toto. —Sam pensó durante un minuto, hasta que gritó—: Puede que Brianna esté muerta, pero aún tenemos fuerza más que suficiente para enfrentarnos a ti.

Drake echó la cabeza hacia atrás y se rio.

—Ya, el resto de mi ejército está rematando a los pocos chavales que quedan en Perdido Beach. Ha sido una masacre bonita, Sam, tendrías que haber estado allí.

Sam le hizo un gesto a Dekka para que no replicara. Cuanto más hablara Drake, mejor.

—¡Pero aún tengo a Astrid viva, Sam! —gritó Drake—. Está en un sitio seguro. Quiero tomarme mi tiempo con ella.

Sam esperó y contuvo el aliento.

—Eso son mentiras —afirmó Toto.

—¿Todo lo que dice?

—Todo.

Sam respiró.

—¡Bueno, Drake! —gritó Sam desde el agua—. Siento oír eso. Supongo que solo te queda venir a cogerme.

Adoptó un tono tan desenfadado que Drake se quedó con la boca abierta. El psicópata tardó unos segundos en recuperarse.

—¿Qué te pasa, Sammy? ¿Estás asustado, gallina?

—¡No, la verdad es que pensábamos pescar un poco! —gritó Sam—. Me han dicho que la trucha de este lago es deliciosa. ¿Te gustaría apuntarte? Puedes nadar con la mano de látigo, ¿no?

Drake lo miró fijamente, y luego se quedó observando el cuchillo que sostenía en la mano, como si de algún modo lo hubiera traicionado. Y entonces entornó los ojos y fulminó a Toto con la mirada.

—Vamos, Drake. No seas crío. Ven a cogernos.

Mientras tanto, Sam había dejado que la barca se acercara cada vez más, pero sin hacerla encallar. Se encontraba a diez metros de Drake. No tenía que alzar la voz para que lo oyera.

Sin volverse hacia la chica, Sam preguntó en un susurro:

—Dekka, ¿lo alcanzas desde aquí?

—Apenas. Cuanto más cerrado es el ángulo, menos puedo hacer. Pero sí.

—Cuenta atrás —empezó Sam—. Tres…, dos…

Dekka alzó las manos y Drake se alzó débilmente del suelo. Lo sintió de inmediato y enseguida supo lo que estaba ocurriendo, así que se puso a patalear en el aire como una marioneta.

Sam alzó las manos y disparó dos rayos gemelos de luz verde. Los rayos alcanzaron a una de las criaturas que Drake tenía a su izquierda, a medio metro, pero entonces Sam viró hacia la derecha y dio a Drake en la pierna.

La pierna se iluminó y el humo que despedía se elevó arremolinándose en el aire.

Drake desenroscó su látigo y alcanzó a una de las criaturas. Tiró hasta quedar fuera del alcance de Dekka y fue dando tumbos entre las criaturas para protegerse así de los rayos de Sam.

—¿Se morirá? —preguntó Toto.

—Siento decir que no —respondió Dekka.

Y entonces oyeron que Drake bramaba furioso desde la costa:

—¡Cogedlos! ¡Venga!

Las criaturas respondieron al instante y corrieron hasta el borde del agua. A Sam le resultaba casi imposible verlas como seres vivos: más bien parecían robots. Sencillamente los insectos no eran tan grandes. No podían ser tan grandes.

Los bichos formaron un enjambre acelerado al entrar en el agua. Y siguieron corriendo una vez dentro.

—Flotan —comentó Jack—. Mala cosa.

—Sí, pero no saben nadar muy bien —señaló Sam.

Empezó a dar marcha atrás, poco a poco, con el motor resoplando hasta alcanzar una distancia prudencial. Las criaturas habían dejado de lanzarse al agua. Las que tocaban fondo se escabullían otra vez, ignominiosamente, hasta la tierra seca. Dos de las criaturas flotaban como balsas a la deriva, o como remolques atrapados en una inundación, dando vueltas lentamente, sin poder hacer nada.

Pero entonces una de las criaturas de la costa abrió las alas. Bajo el caparazón duro tenía alas como las de una libélula.

—No pueden volar, ¿verdad? —se preguntó Dekka.

La criatura despegó. Avanzaba con torpeza, lentamente, pero volaba.

Volaba hacia la barca.

—En cuanto hayáis descargado la pesca, volved al campamento —indicó Quinn a sus compañeros—. Os alcanzaré más tarde. Y si no… Bueno, pues seguid con la rutina.

Sintió las miradas de preocupación que lo seguían mientras recorría el muelle.

Había una lancha motora en la que aún quedaban unos cuantos litros de gasolina. Habían decidido que solo la usarían en caso de emergencia, pero a Quinn le parecía que lo que estaba ocurriendo lo era.

—¿Vienes? —preguntó a Brianna.

La chica meneó la cabeza.

—No puedo vencer a esas cosas, pero al menos puedo pelearme con ellas.

—¿Y si no quiere venir? —preguntó Quinn.

—Vendrá. Será su gran momento.

—¿Conseguirá parar a esas criaturas?

—¿Y yo cómo voy a saberlo? No ha sido idea mía. No soy yo la que cree que deberíamos traerlo. Igual Drake y él volverán a ser grandes amigos. ¿Quién sabe?

—Bueno, supongo que Edilio debe de creer que Caine puede salvarnos.

Ninguno de los dos dijo nada durante un rato. Ambos pensaban en Edilio y se preguntaban si sobreviviría. Desde el principio, Edilio había sido uno de los chicos buenos. Probablemente el mejor de todos.

Mary y él eran dos personas generosas, leales y decentes. Ella había muerto tras traicionarlos a todos. Y puede que él estuviera muriéndose ahora, ignorado y solo.

—Solo tengo otra pregunta más para ti, Brianna. Va en serio. No me des una de tus típicas respuestas de chica dura, ¿vale?

—¿Sí?

—¿Tú puedes vencer a Caine? Si vuelve a las andadas, si se dedica a atropellar a la gente, a hacer daño…, ¿tú podrás vencerlo?

Quinn vio que la chica empezaba a esbozar una sonrisa fanfarrona. Pero entonces dejó de fingir, suspiró y respondió:

—No lo sé, Quinn.

El chico aún dudaba. No quería ir. Y sabía por qué.

—Ahora que pesco como que le gusto a todo el mundo. Eso es a lo que me dedico, ¿vale?, y es algo necesario y por eso la gente me respeta. —El chico suspiró y desató el cabo de la lancha de su cornamusa—. Y ahora seré el tío que trajo a Caine.

Brianna asintió.

—Es un palo ser tú. Pero es aún más palo ser yo.

Impulsivamente, Quinn la abrazó. Como un hermano. Ella no le devolvió el abrazo, pero tampoco se hizo un borrón.

—Aguanta, Brisa.

—Tú también, Pescador.

Quinn se metió en la lancha y Brianna desapareció antes de que él pusiera en marcha el motor.

El chico se dirigió a la salida del puerto deportivo. La lancha avanzó despacio hasta que abandonó el puerto. Entonces Quinn empujó la palanca del acelerador al máximo y dirigió la proa hacia la isla lejana.

Astrid miraba alrededor preguntándose dónde estaban y adónde iban. Orc parecía tener algún sitio en mente. Pero también parecía confundido. Estaban en una zona de bosques enmarañados y valles abruptos, repentinos, invadidos por la maleza.

—¿Nos estás llevando a Coates? —preguntó Astrid.

—Sí —respondió Orc.

—¿Y por qué allí?

—Querías irte, ¿no?

—Quiero que mi hermano esté en un sitio seguro —afirmó Astrid, consciente de su hipocresía.

—Ese lo es.

—¿Cómo lo sabes?

—Es un secreto —refunfuñó Orc—. Quiero decir, que allí no hay nadie. Ninguno de esos chavales, vamos. Caine y todos esos tíos.

—¿Y si Drake va hasta allí?

Orc se encogió de hombros, y, al hacerlo, la cabeza del pequeño Pete colgó hacia atrás.

—Si Drake está allí, yo me encargaré de él.

Astrid apretó el paso para alcanzar a Orc y le puso la mano en el hombro. Él redujo la velocidad y se apartó para que ella pudiera caminar a su lado.

—¿Estás buscando a Drake? —preguntó Astrid—. Porque no creo que sea una buena idea.

—Drake no me importa —dijo Orc, enfadado—. Ya he tenido que soportarlo bastante. Pero tengo que salir de la ciudad. ¿Dónde más voy a ir?

Astrid estaba segura de que en parte le decía la verdad. Pero no toda.

—Gracias por ayudarnos —añadió—. Pero no tienes que salir de la ciudad. No es culpa tuya que Drake se haya escapado.

—No he dicho eso.

—Entonces ¿por qué?

Orc no dijo nada y continuó avanzando pesadamente. Sus pies de piedra pisoteaban la maleza como un pequeño Godzilla.

—Es por ese chaval —añadió.

—¿Qué chaval?

—Ese chaval, el chavalín, estaba enfermo o yo qué sé, y yo… Pues supongo que estaba borracho.

—¿Qué ha pasado con el chaval?

—Se ha metido en mi camino.

Costaba interpretar la expresión de Orc. Pero Astrid percibió angustia en su voz.

—Ah…

—Tengo que salir de la ciudad. Es la ley. Tienes que saberlo, tú hiciste esa ley.

—Yo no me inventé lo de «No matarás» —dijo Astrid poniéndose a la defensiva.

El tono moralista de su voz la ponía enferma. La misma Biblia que decía «No matarás» también decía: «El que odia a su hermano es un asesino».

¿Acaso ella no odiaba a su hermano? ¿No se había planteado el asesinato? ¿No había retado a Turk y a Lance para que lo hicieran por ella? Si Orc tenía que exiliarse, ¿no debería hacerlo ella también?

¿Estaba dispuesta a vivir cargando con el pecado mortal que supondría la muerte de su hermano y, sin embargo, no quería acostarse con Sam? ¿No era algo absurdo? Asesinato, claro, pero ¿fornicar? De ninguna manera.

Astrid no se había sentido tan mal en la vida. Se quedó rezagada para que Orc no viera las lágrimas en sus ojos. Ay, Dios, ¿cómo se había convertido en esa persona? ¿Cómo había podido fallar tan estrepitosamente?

Hipócrita. Asesina de corazón. Una bruja fría y manipuladora. Eso es lo que era. ¿Astrid la genio? Más bien Astrid la farsante.

Y ahora avanzaba trabajosamente a través de bosques sombríos en busca de un refugio frío, en compañía de un asesino borracho y su hermano. El primero mataba por rabia y estupidez, ¿y el segundo por qué? ¿Por ignorancia? ¿Por indiferencia? ¿Por el simple hecho de tener mucho más poder del que nadie podría manejar, y mucho menos un niño autista? La chica se rio, pero parecía feliz.

—¿Qué te hace tanta gracia? —preguntó Orc, receloso.

—Yo.

Entonces, a través de los árboles, vieron los tejados oscuros y embrollados de Coates y cogieron la carretera que llevaba a la puerta principal.

Era un lugar sombrío, inquietante. La piedra pálida encalada mostraba señales de violencia. Había un agujero enorme en la fachada, como una herida de bala fatal. Habían destrozado y arrancado la puerta.

Orc avanzó a grandes zancadas, subió los escalones y gritó:

—¿Hay alguien ahí?

Su voz resonó en la entrada en forma de arco.

—Arriba hay camas. Hay que coger las escaleras de atrás.

Orc iba delante: no cabía duda de que la distribución del lugar le resultaba muy familiar. Astrid se preguntaba cómo había llegado a conocerla tan bien. Orc no era un chaval de Coates.

Encontraron un dormitorio colectivo que no estaba quemado, ni destrozado, ni tampoco había servido de baño.

Orc arrojó despreocupadamente al pequeño Pete sobre un colchón desnudo. Astrid buscó algo para cubrirlo y encontró una manta hecha jirones. Se la echó por encima.

Le tocó la frente. Seguía teniendo fiebre, pero puede que no estuviera peor que antes. Astrid no tenía termómetro. Al niño le entraban accesos de tos. No estaba peor, pero tampoco mejor.

—¿Y ahora qué, Petey? —le preguntó.

Si Lance hubiera apretado el gatillo, ¿habría matado la bala al pequeño Pete? ¿Habría tenido poder para detenerla? Claro. Pero ¿habría sabido lo que estaba ocurriendo?

—¿Cuánto sabes, Petey? ¿Cuánto entiendes?

Astrid necesitaría sábanas limpias para cuando Petey mojara la cama. Y ella también necesitaba ropa: aún iba en camisón. Y, aunque probablemente ya no quedaría comida en aquel sitio, seguro que había un poquito de agua.

Astrid llamó a Orc, pero él no la oyó. Sus pasos pesados resonaron en el silencio inquietante.

Mejor dejarlo estar. En otra habitación encontró ropa más o menos de su talla. No le iba mal del todo. No estaba limpia, pero al menos hacía tiempo que nadie se la había puesto. Coates llevaba abandonado una buena temporada. Se preguntaba si pertenecía a Diana.

Entonces fue a buscar agua. Pero se encontró a Orc. Estaba en el comedor. Había subido sus piernas enormes a una pesada mesa de madera. Había tenido que juntar dos sillas para soportar su peso y desparramarse.

En la mano tenía una botella de cristal transparente llena de un líquido transparente.

La habitación olía a carbón y a algo asquerosamente dulce. Era evidente de dónde procedía el olor: en la esquina, junto a una ventana, había un artilugio que solo podía ser un alambique. Debían de haber robado los tubos de cobre del laboratorio de química, y ahora salían curvados de una tina de acero que descansaba sobre un caballete de hierro, dispuesto encima de los restos fríos de un fuego.

—Aquí es donde Howard hace su whisky —dijo Astrid—. Por eso conoces el sitio.

Orc bebió un buen trago. Parte del licor se le salió de la boca.

—Aquí no viene nadie desde que Caine y todos los demás se fueron. Por eso Howard lo instaló aquí.

—¿Qué usa?

Orc se encogió de hombros.

—No importa mucho mientras sea alguna clase de verdura. Hay un huerto de maíz que pocos conocen. Y también alcachofas. Y repollos. No importa.

Astrid cogió una silla y se sentó a cierta distancia de él.

—Te has cambiado de ropa —señaló Orc.

—Tenía frío.

El chico asintió y volvió a beber. La observaba, la escrutaba con la mirada. La chica se alegraba mucho de no ir ya en camisón.

Se preguntaba si Orc era lo bastante mayor como para tener que preocuparse por eso. Le parecía que no. Pero era una posibilidad aterradora.

—¿Es bueno beber tan rápido?

—Tiene que ser rápido. Si no, me desmayo y entonces no bebo suficiente para que haga lo suyo.

—¿Que haga lo suyo? —preguntó Astrid.

Orc esbozó una sonrisa triste.

—No te preocupes por eso, Astrid.

Astrid no quería preocuparse por eso. Ya tenía bastante con sus propias preocupaciones. Así que no dijo nada y dejó que él bebiera y bebiera hasta que se vio obligado a tomarse un descanso.

—Orc, ¿intentas matarte?

—Como te he dicho, no te preocupes.

—No puedes hacer eso… Está… está mal.

Astrid se dio cuenta de que había dos botellas más en el suelo, justo donde Orc podía alcanzarlas sin moverse.

—Es un pecado mortal —insistió la chica.

Se sentía como una idiota, como una estúpida. La propia palabra «pecado» parecía un pecado al decirla.

«Hipócrita —se riñó a sí misma en silencio—. Farsante».

—Si lo haces, no podrás arrepentirte —continuó—. Morirás con un pecado mortal en tu conciencia.

—Eso ya lo tengo.

—Pero tienes remordimientos. Has pensado en ello. Y tienes remordimientos.

Orc sollozó de repente, ruidosamente. Inclinó la cabeza hacia atrás y Astrid lo vio apurar lo que quedaba de la botella.

—Si has pedido perdón, y tienes remordimientos de verdad, entonces Dios te ha perdonado por lo de ese niñito.

Las botellas no tenían corcho: estaban selladas con film transparente y una goma elástica. Orc quitó el plástico a la segunda botella.

—No hay Dios en la ERA, ¿lo sabías? —dijo el chico.