3 HORAS, 50 MINUTOS
SAM HABÍA IDO y vuelto con la barca hasta el final del lago. En total encontraron dos zonas de acampada pequeñas, pero no las exploraron a fondo. Debía de haber una docena de autocaravanas grandes, y unas pocas tiendas desgastadas en distintas fases de deterioro. Sin duda debía de haber comida, refrescos, cerveza, café, todo lo que la gente se llevaba de acampada.
Y gasolina en algunos de los depósitos. Rica, rica gasolina.
Ya se estaba imaginando los pasos que tendría que seguir. Llevarían las autocaravanas hasta la zona del puerto deportivo y las dispondrían en un círculo, o dos concéntricos. Tendrían que cavar fosas sépticas profundas muy apartadas del lago, para que las filtraciones no contaminaran el agua potable.
Y racionar la gasolina con cuidado, con mucho cuidado: deberían guardársela para transportar los alimentos frescos procedentes de los campos y el pescado del océano. Seguirían necesitando el suministro regular de murciélagos azules de Quinn para apaciguar a los bichos. Además, tendrían que procurar no pescar demasiado en el lago.
Basta de errores estúpidos. Esta vez lo harían bien.
Sam reconoció que ese trabajo era para Albert. Sin duda se enriquecería aún más, pero era el único con la capacidad de organización necesaria para ese trabajo.
Si, funcionaría. Lo construirían y organizarían todo, y esta vez lo harían bien.
Por su parte, Sam debía encontrar la manera de destruir a las verdosas voladoras. Pero seguro que con la fuerza de Jack y los poderes de Dekka y Brianna —quien probablemente sería capaz de atravesar una nube de verdosas sin que la alcanzaran— podrían sellar la cueva y aplastar o quemar las que sobrevivieran.
Ahora se dirigían hacia el puerto deportivo. El motor resoplaba lentamente: se tomaban su tiempo. El día ya estaba muy avanzado y Sam dudaba entre intentar poner en marcha uno de los vehículos aparcados en el puerto deportivo y volver con él aquella misma noche, o planearlo todo un poquito mejor e ir por la mañana.
Lo último que necesitaban era que trescientos chavales salieran disparados como locos en busca de caramelos. La mitad terminaría perdiéndose en el desierto o las colinas, y acabaría convirtiéndose en comida para los coyotes.
Tenían que dar la noticia del modo correcto. Edilio y el resto del Consejo debían planearlo un poco.
Entonces Sam propuso a Dekka:
—Creo que igual deberíamos cargar tanta agua como podamos en un todoterreno y volver con él esta noche.
—Ya te habrás dado cuenta de que no hay una carretera que vuelva directamente.
—Según el mapa, la carretera que bordea la orilla del lago se encuentra con la barrera, ¿verdad? Pero ahí debe de haber una carretera que baje a través de Stefano Rey y que luego se encuentre con la principal, ¿no?
Dekka se encogió de hombros. Tenía la mente en otro sitio.
No podía culparla. Pero se había convencido de que se preocupaba por nada.
Sam se concedió un instante de fantasía. Serían héroes: llegarían a la ciudad con agua, aunque no fuera mucha. A la gente le encantaría ver un todoterreno repleto de botellas de agua. Y puede que también unos cuantos tarros de Nutella, si se dirigían hacia el este, hacia el tren, antes de cortar hacia el sur.
Entonces se reunirían con el Consejo. Podrían empezar a transportar agua enseguida. Así todos estarían más calmados mientras elaboraban un plan.
—Entraremos en… —Pero entonces Sam dejó de hablar, y recorrió el puerto deportivo con la mirada—. Dekka, Jack. Mirad.
Y miraron.
Había un montón de criaturas, una especie de cucarachas gigantes plateadas, de cucarachas del tamaño de furgonetas pequeñas, apiñadas en la costa. Serían una docena.
Tenía que ser una ilusión. Un truco. Era imposible. Como una pesadilla sacada de una película antigua de ciencia ficción.
Sam cogió los prismáticos que había encontrado a bordo, en una caja cerrada, y los concentró en un punto.
—Son los bichos de Hunter —indicó. No pudo evitar que su voz delatara su asombro—. Pero son enormes.
Movió los prismáticos y entonces vio una figura humana por encima de una de las criaturas. No le veía bien la cara para identificarlo, pero el tentáculo largo que se agitaba airosamente era inconfundible.
Drake ya no estaba encerrado en la prisión del sótano.
El Jardín del Edén de Sam tenía su propia serpiente.
El primer impulso de Howard fue dirigirse al «hospital» y encontrar a Lana. Pero ¿de qué podría servir a Howard?
Orc estaba ahí fuera, en alguna parte, flipando, borracho, pedo, pasado de vueltas. Volvería cuando se le acabara el alcohol, pero por ahora no estaba, y la huida de Drake era una especie de mancha para Howard.
En el fondo de su mente calculadora, Howard se preguntaba si Orc no habría decidido «hacer un Mary» y terminar con todo. Aún le faltaba mucho para cumplir los mortíferos quince años, pero puede que llegara el día en que se metiera en una pelea en la que acabara muerto.
O que bebiera hasta matarse. ¿Y luego qué? ¿Qué le quedaría a Howard si no tenía a Orc?
En el fondo, sentiría auténtica tristeza si Orc lo abandonara. A fin de cuentas eran colegas. Amigos. Habían pasado de todo juntos. Orc no solo era la baza principal de Howard: era su único amigo.
Orc le importaba. De verdad. Pero obviamente a Orc no le importaba mucho Howard.
El chico se tomó su tiempo para decidirse. Se tomó su tiempo y acabó dándose una ducha totalmente vestido. Pero finalmente se decidió y se alejó de la nube, empapado, pero moderadamente limpio, sin que los chavales que jugueteaban por allí se dieran ni cuenta.
La casa de Albert no quedaba lejos. Se encontró la puerta abierta, y no tardó en localizar a Albert.
Los ojos del joven magnate estaban cerrados. Desde luego parecía muerto. Muy muerto.
Howard avanzó con cautela, como si Albert pudiera levantarse de repente y ponerse a gritarle por haberse colado en su casa. Colocó dos dedos sobre el cuello de Albert. No notó pulso.
Pero sintió calidez. El cuerpo debería estar más frío.
Howard se agachó delante de Howard y le abrió un párpado. El iris oscuro se contrajo.
—¡Vaale! —exclamó, y cayó hacia atrás—. ¿Estás vivo, tío?
No hubo respuesta. Nada.
Howard estaba frustrado, porque, de seguir vivo Albert, había esperado negociar un trato. A fin de cuentas, si le salvaba la vida, sería lógico que Albert le debiera alguna cosita.
Howard dudó. No podía hacer nada, y, tarde o temprano, Albert estaría cien por cien muerto, tieso como un palo. ¿Y si trataba de encontrar a Lana? Tal vez hubiera alguna recompensa. Albert era rácano con el dinero, pero seguro que si Howard llegaba a salvarle la vida…
—Vale, no sé si me oyes o no, Donald Trump, pero si te salvo el pellejo, me deberás una. —Howard frunció el ceño y decidió añadir—: Ah, por cierto, es Howard quien te habla. Así que se la deberás a Howard.
Cuando el chico llegó al «hospital» se encontró con una imagen muy perturbadora: Edilio sentado en los escalones de piedra, temblando y murmurando, sin nadie que lo atendiera. Era solo uno entre las varias docenas de chavales que tosían, carraspeaban y tiritaban, víctimas de la enfermedad.
Lo último que quería Howard era acercarse a ellos.
—¡Oye! —gritó hacia las escaleras.
Nadie respondió. El chico se estremeció, se dispuso a marcharse y se volvió otra vez, como si estuviera practicando el paso de algún bailecito. Le costaba arriesgar la vida sin saber siquiera cuál sería la recompensa. A fin de cuentas, uno tenía que saber si le pagarían.
¡Cooof!
De repente, un chaval que estaba en lo alto de las escaleras tosió con una violencia que Howard no había visto, oído ni imaginado en la vida. Al toser, el chico salió disparado hacia atrás, aterrizó bruscamente y al estamparse contra el granito hizo el ruido de un melón al caer al suelo.
Entonces se dio la vuelta, se puso de rodillas y tosió de nuevo, soltando esta vez un reguero de sangre sobre una chica que se encontraba cerca.
—Ni de coña —dijo Howard—. Ni de coña.
El chico nuevo, Sanjit, el chico del helicóptero, apareció en lo alto de las escaleras. Bajó corriendo hasta el chaval que no paraba de toser y lo agarró de los hombros por detrás.
Entonces vio a Howard ahí de pie.
—Échame una mano: tengo que sacarlo de las escaleras.
—No, no pienso tocarlo —advirtió Howard.
Sanjit le lanzó una mirada furiosa, pero luego se ablandó, como si lo entendiera.
Sanjit intentó que el chaval subiera caminando las escaleras, pero el chico volvió a toser con tanta violencia que se le escapó de las manos y acabó bajando dando tumbos.
En esta ocasión rodó escaleras abajo hasta detenerse a los pies de Howard y ahí se quedó, tiritando y gimiendo. Un chorreón de sangre le brotaba de las orejas, la nariz y la boca.
Sanjit bajó los escalones a toda prisa y se quedó a su lado.
—Apártate del camino —ordenó a Howard—. Tengo que arrastrarlo por la calle.
—¿Está muerto?
—No, está en perfecta forma —replicó Sanjit.
Agarró al chaval por las muñecas y comenzó a tirar de él en dirección a la plaza.
—¿Ves a Edilio por ahí? —señaló Howard.
—Sí, lo he visto…
—¿No tendrías que…? —empezó a preguntar Howard, gesticulando de forma vaga.
—Sí, debería pedir una camilla y llevarlo directamente a la unidad de cuidados intensivos —afirmó Sanjit con furia contenida—. Lo pondré en la máquina de oxígeno y lo atiborraré de antibióticos. O igual me limitaré a ver si vive o muere, porque eso es lo que realmente puedo hacer, ¿vale?
Ante la ira de el chico delgado, Howard dio un paso atrás.
—No pretendía… —empezó a decir, y lo siguió a una distancia prudencial mientras Sanjit arrastraba al chaval del bordillo al asfalto.
Sanjit se detuvo a mitad de camino y levantó la mirada hacia el cielo.
—¿Qué es eso? ¿Una nube?
—Ah, ¿eso? Sí, está lloviendo. Otra cosa rara.
—¿Qué? ¿Está lloviendo? ¿Agua?
—Sí, agua. A mí también me ha sorprendido. Como esto es la ERA, uno se esperaría que lloviera fuego o cacas de perro o algo así.
—¡Choooo! —gritó Sanjit con todas sus fuerzas—. ¡Chooooo!
Unos segundos más tarde, su hermano africano regordete bajó corriendo las escaleras, con cara de susto.
—¡Agua! —exclamó Sanjit.
—¿Dónde? —preguntó Virtue.
Sanjit señaló con la barbilla.
—Trae un cubo. ¡Trae todos los cubos que encuentres!
Virtue lo miró boquiabierto y echó a correr.
Sanjit continuó arrastrando el cadáver.
—Escucha, tío —insistió Howard—. Necesito a Lana. ¿Sabes de quién hablo? De la curandera.
—¿Tienes una heridita? —se burló Sanjit—. Como que está ocupada ahora mismo intentando salvar a un par de chungos a los que Edilio disparó.
—¿Dónde?
—En casa de Astrid. No sé dónde es. ¿Por qué no me ayudas o te piras?
—Elijo la opción B.
En casa de Astrid. Vale. Eso sería… pues directamente debajo de la nube.
Vale, vale, pensaba Howard, al percatarse de lo que significaba.
—El pequeño Pete. O sea que ya se sabe. Bueno, prepárate Howard, prepárate.
Quinn y su tripulación remaban hacia la orilla, mucho más tarde de lo habitual. Habían tenido un día duro. Tras pasar una noche terrible acampados, les costó poner a flote una de las barcas. La subieron a la orilla sin darse cuenta, y el casco topó con una roca oculta. Se había abierto un tajo en el fondo, y tardaron horas en averiguar cómo arreglarlo.
Por suerte, era uno de los cascos de madera; de haber sido de metal o fibra de vidrio, no podrían haberlo arreglado sin volver a la ciudad en busca de equipo.
Aun así, tuvieron que utilizar sus navajas suizas para tallar la madera que encontraron en la playa y convertirla en tablas que fueran lo bastante planas y lisas. Y entonces se dieron cuenta de que no tenían tornillos, así que tuvieron que sacarlos de otras barcas. Luego perforaron los tablones nuevos y el casco y utilizaron los tornillos para sujetar los tablones. Rascaron y fundieron un poco de pintura para emplearla como sellador.
Cuando terminaron, se sorprendieron al comprobar que la barca estaba en condiciones de navegar. Se quedaron muy satisfechos de su trabajo, pero aún tenían que pescar.
Cuanto más avanzado estaba el día, más costaba encontrar peces. Cuando el sol calentaba la capa superior del agua salada, gran parte de los que solían pescar habitualmente buscaban aguas más profundas o simplemente perdían el apetito.
Así que no hubo ni los chistes ni las risas ni los fragmentos de canciones que a menudo los acompañaban al volver remando a casa.
—¡Aún no han recogido la pesca de ayer! —gritó Quinn cuando se acercaron lo bastante para verla.
Y, efectivamente, gran parte del pescado que tanto les había costado desembarcar el día anterior seguía en el muelle, pudriéndose al sol.
Esta revelación suscitó una retahíla de palabrotas entre la tripulación, seguida de un estado de preocupación más inquietante. Costaba imaginar que Albert hubiera dejado que pasara algo así.
—Algo va muy mal —señaló Quinn—. Quiero decir, peor que de costumbre.
Aún les quedaban doscientos metros para alcanzar la costa cuando Quinn vio un borrón que se detuvo en seco y se convirtió en Brianna. Estaba al final del muelle.
Llevaba algo en la mano.
—¡Chicos, esperad! —gritó Quinn a las demás barcas—. Nos acercaremos a ver qué pasa.
La barca de Quinn alcanzó el muelle y lanzó una lazada por encima de una de las cornamusas.
—Ya era hora —se quejó Brianna.
—Oye, lo siento: estábamos ocupados —replicó Quinn—. Y no sabía que debía seguir un horario.
—No me gusta lo que tengo que hacer —anunció Brianna, y le entregó la nota a Quinn.
El chico la leyó. Y la volvió a leer.
—¿Qué es esto, una broma? —exigió saber.
—Albert ha muerto. Asesinado.
—¿Qué?
—Está muerto. Sam y Dekka se encuentran en el campo, en alguna parte. Edilio tiene la gripe, e igual se muere; muchos chicos la tienen. Muchos. Y hay unos… unos monstruos… una especie de bichos… nadie sabe cómo llamarlos… que se acercan a la ciudad. —El rostro de la chica se contrajo mostrando rabia, pena y miedo al mismo tiempo, hasta que soltó—: ¡Y yo no puedo pararlos!
Quinn la miró fijamente y volvió a concentrarse en la nota.
Sintió que su pequeño universo feliz se inclinaba y se alejaba irremediablemente.
Solo había tres palabras escritas en el papel: «Trae a Caine».