4 HORAS, 8 MINUTOS
BRIANNA SE SACÓ el cuchillo Bowie de la funda.
—Cortarte en tres trozos no sirvió de nada —señaló a Drake—. Así que te voy a hacer picadillo, como a una cebolla.
Se hizo un borrón y Drake se abrió por la cintura. No fue un corte limpio, pero ya lo remataría la siguiente vez.
—¡Cogedla! —gritó Drake.
Brianna describió un remolino en el aire, pateó la espalda de uno de los bichos y volvió a acuchillar a Drake; esta vez le cortó la mano de látigo, que se retorcía como una pitón rojiza aunque ya no estaba pegada a él.
¡Y lo atacó! ¡Otra vez! ¡Y otra! En un abrir y cerrar de ojos.
Pero ahora las criaturas reaccionaban formando una masa, se le acercaban aceleradas.
Despacio, demasiado despacio, pero, aun así, tuvo que esquivarlas y con ello perdió un segundo precioso.
Y Drake seguía vivo. O más o menos vivo.
Brianna se abrió paso entre bocas de dientes rechinantes y mandíbulas de guadañas y ensartó el cuchillo en el cráneo de Drake. El filo se hundió en el hueso y se quedó allí clavado.
Brianna tiró, pero a la cabeza iba enganchada la parte superior del cuerpo de Drake. El filo no salía.
¡Fiiiu!
Algo golpeó a Brianna en la pantorrilla. La chica se volvió y vio una cuerda larga y negra cubierta de púas que se extendía desde la boca del bicho más próximo. Brianna sacudió la pierna, pero no se soltaba.
—¡Qué asco!
Otro bicho intentó lo mismo, pero la chica dio una voltereta para esquivarlo. La primera lengua, sin embargo, aún no se había soltado, y Brianna notaba unos ganchos que se le clavaban en la piel.
Necesitaba su cuchillo Bowie, pero ahora estaba fuera de su alcance: Drake se alejaba arrastrándose con su único brazo.
Brianna detectó una piedra con el borde romo y la estampó contra la lengua con toda la fuerza que su velocidad le concedía. La lengua sangró, pero no se rompió. El bicho tenía sus ojos azules fijos en ella y adoptaba una expresión triunfal.
—Ah, no. Ni hablar.
Brianna machacó la lengua a golpes, le dio veinte veces en un segundo con la piedra, y la lengua se apartó tan rápido como la mano de látigo de Drake.
¡Zuuuum!
Pero ahora los bichos la rodeaban, intentaban morderla con sus espeluznantes lenguas de rana, unas lenguas rápidas incluso para los estándares de Brianna.
Los bichos se la habían jugado. Le habían ocultado que contaban con esa arma, y la chica se había confiado y se había puesto chula.
¡Fiiu!
Brianna pataleó y se retorció, pero tenía a dos bichos encima. Recurrió a la piedra para golpear la lengua que le agarraba la tripa y consiguió zafarse, pero al instante tres más se abalanzaron sobre ella.
¡Fiiiu, fiiiiu!
¡La tenían cogida! La retenían en una telaraña en la que gritaba, maldecía y golpeaba.
Drake se estaba recomponiendo, pero su mano de látigo aún se retorcía como una serpiente sobre la calzada caliente.
Media docena de lenguas inmovilizaban a Brianna, y el resto de los bichos se acercaban para morderla; abrían y cerraban las mandíbulas como sables.
Brianna sintió un miedo repentino. ¿Era posible que pudiera perder aquella pelea?
—No la matéis —ordenó Drake—. ¡Sujetadla! ¡Es mía!
El chico se había puesto en pie y buscaba su mano de látigo entre el tumulto desenfrenado.
De repente, el coyote se metió en la pelea. Saltó hacia la chica con las mandíbulas abiertas, exhibiendo el amarillo de sus dientes brillantes.
—¿En serio? —gritó Brianna.
Y apartó el hocico glotón con todas sus fuerzas. El movimiento tensó una de las lenguas que la tenían atada. La mandíbula potente del coyote no alcanzó el brazo de Brianna y se enganchó a la lengua, que reaccionó soltándose como un cable de alta tensión que hubiesen cortado de repente.
Brianna estaba sujeta, pero aún tenía velocidad.
Agarró al coyote por el collar y le dio la vuelta para engancharlo a otra lengua.
Ahora solo la sujetaban cuatro. No tenía fuerzas para seguir agarrándose al coyote. Temiendo que los bichos contraatacaran, el coyote se marchó aullando como si le hubieran pegado una patada.
Cuatro cuerdas sujetaban a la Brisa, todas desde el lado izquierdo, así que pataleó, empujando directamente en dirección a los insectos. Las lenguas aflojaron y Brianna dio una voltereta. Fue una maniobra torpe, mal ejecutada, y, aunque cayó de espaldas y se hizo daño, consiguió que las cuatro lenguas se retorcieran y la soltaran al unísono.
Pero, antes de quedar libre, otros bichos la atacaron. Brianna los vio volando hacia ella como cobras.
Golpeó a uno en la cara, pateó fuerte una mandíbula que quería rajarla, y luego, pum, pum, pum, le dio tres patadas fuertes y se escapó de allí.
Tomó aliento en una cuesta a treinta metros de distancia. Tenía ampollas en todos los puntos del cuerpo donde las lenguas la habían tocado. Pero estaba viva.
Observó, jadeando, temblando, cómo el tentáculo de Drake se encajaba a la perfección en su hombro.
—Vamos, Brisa —la provocó Drake—. Ven a buscarme. ¡Aquí estoy!
Brianna nunca había sido de las que ignoraban una provocación. Nunca había huido de una pelea. Pero había conseguido escapar por los pelos. Por un pelo.
—¡Es el fin, Brisa! —se pavoneó Drake—. ¡Os voy a matar a todos, hasta al último! —Y bailó formando un círculo, movido por un regocijo desenfrenado—. ¡Corre, Brisa! ¡Cooooorre! ¡Porque cuando te atrape, te voy a hacer sufrir!
Y Brianna echó a correr.
Leslie-Ann alimentó a sus hermanos con los restos que encontró en las latas y dejó que se bebieran el agua.
«Vale —se dijo—, has hecho todo lo que has podido».
Pero no había hecho todo lo que había podido. Todavía no.
Nunca le había gustado mucho Albert. Era un poco estúpido con ella. Nunca le decía cosas agradables como «Buen trabajo, Leslie-Ann».
Pero no merecía morir de esa manera. Claro que puede que aún estuviera vivo.
—No soy más que una niña —se dijo Leslie-Ann en voz alta.
Pero sabía lo que sentía, y lo que sentía era que no había hecho lo correcto.
Salió a la calle sin saber realmente a quién debía buscar, o a quién debía contárselo, pero sabía que debía contárselo a alguien.
Desde donde se encontraba veía con mayor claridad la nube grande y extraña. Parecía que estuviera lloviendo. Y, justo entonces, pasaron dos chavales por su lado. Iban caminando en tándem, compartiendo la carga de una cuba grande de plástico. Rebosaba agua y ambos estaban empapados.
Uno de ellos se fijó en la chica y sonrió.
—¡Está lloviendo!
—Se supone que nadie tiene que salir —dijo ella.
El chico bufó.
—Ahora nadie le dice a nadie lo que tiene que hacer, y hay agua. Yo que tú iría a buscarla, pero rápido.
Leslie-Ann entró corriendo en su casa y localizó un cubo en el garaje. Entonces se dirigió hacia la nube de lluvia tan rápido como pudo. Si estaban todos allí, puede que encontrara a alguien a quien contarle lo de Albert.
Al acercarse más se dio cuenta de algo que, a su manera, era tan extraño como la existencia de la propia nube, que ahora casi le quedaba por encima de la cabeza: corría agua por la alcantarilla. Agua de verdad. Corriendo por la alcantarilla.
Leslie-Ann echó a correr y vio a un montón de chavales bailando y tonteando a unos metros de ella. Habían colocado un buen número de cubos bajo el aguacero. Los chicos se quedaban ahí boquiabiertos, o intentaban ducharse, o se limitaban a empujarse, a jugar y a salpicarse unos a otros. Ese era un sonido muy inusual en la ERA: la risa aguda de los niños.
Leslie-Ann dejó su cubo en el suelo y observó, maravillada, que varios centímetros de agua llenaban el fondo.
Cuando apartó la vista, se fijó en un chaval mayor. Lo había visto por ahí otras veces, pero normalmente estaba con Orc, y Orc la asustaba demasiado para llegar a acercársele.
Leslie-Ann tiró de la manga mojada de Howard. No parecía compartir la alegría generalizada. Tenía una expresión severa y triste.
—¿Qué? —preguntó el chico, cansado.
—Sé algo.
—Vale, pues qué bien.
—Se trata de Albert.
Howard suspiró.
—Ya me he enterado: está muerto. Orc se ha ido y Albert está muerto y estos idiotas están de fiesta como si fuera Carnaval o algo así.
—Creo que igual no está muerto.
Howard meneó la cabeza, enfadado, porque lo distrajeran, y se dispuso a marcharse. Pero de repente se paró y volvió caminando hasta la niña.
—Te conozco —dijo—. Tú limpias la casa de Albert.
—Sí, soy Leslie-Ann.
—¿Y qué me estás contando de Albert?
—Le he visto abrir los ojos. Y me ha mirado.
Albert estaba muerto.
Sam se había ido, y no sabían cuándo volvería.
Astrid se había marchado con el pequeño Pete y Orc.
Dekka estaba con Sam y Jack.
Y ahora Edilio, anonadado por las dimensiones del desastre, se había quedado sentado, exhausto, en las escaleras del «hospital». No necesitaba el termómetro de Dahra para que le confirmara lo que ya sabía: que tenía fiebre, que estaba ardiendo, que estaba débil.
Edilio tosió y miró a Brianna con ojos inexpresivos. La chica llegó zumbando hasta detenerse bruscamente ante él.
—¡Bichos! —gritó—. Me los he encontrado viniendo hacia aquí. Drake y unos cuantos bichos más siguen en el pozo de la mina. He visto que iban hacia el oeste, pero me parece que es mentira; seguramente él también viene.
—¿Cómo los pararemos? —preguntó Edilio, y tosió sobre su mano.
—Necesitamos a Sam —indicó Brianna.
—No… —Edilio volvió a toser y se esforzó por no quedarse grogui. Tenía unas ganas desesperadas de echarse—. No sé dónde está.
—Yo lo encontraré —aseguró Brianna.
—Eres lo único que me queda —afirmó Edilio—. Eres la única rara con poderes de verdad. No creo que la Sirena sirviera de mucho contra… —Tosió otra vez—. Contra esas criaturas.
—Pero igual podría hacer algo a Drake —propuso Brianna, y se rio como si ignorara lo que estaba ocurriendo alrededor. De hecho, cuando Edilio volvió a toser, ella parpadeó, frunció el ceño y preguntó—: ¿Están enfermos todos estos chavales?
—Cuando la Sirena canta, afecta a todo el mundo; no es más que un botón de pausa.
Edilio tosió fuerte. Le dolía el pecho.
Estaba enfermo. Tenía el cuerpo y el corazón enfermos.
Había visto y hecho tantas cosas terribles desde la llegada de la ERA… Pero nada había sido tan terrible, tan a sangre fría, como apuntar a la cabeza de Lance y apretar el gatillo.
Era lo que tenía que hacer. Probablemente. Era lo que tenía que hacer para vencer. Eso parecía, ya que tanto Astrid como el pequeño Pete habían sobrevivido.
Pero había sido una decisión implacable. Un mal menor. Era lo que Sam habría hecho en su lugar.
Pero le envenenaba el corazón.
—No puedo salvarnos —insistió el chico—. Y tú tampoco, Brianna. Y Sam… tampoco sé si puede. Así que igual este es el fin. Igual esto es todo, y al final perdemos.
Brianna se dio un golpe en el pecho.
—¡Yo no pierdo!
—No puedes vencerlos sola, Brisa. —A Edilio le entró un ataque de tos, el peor que había tenido hasta entonces. Tardó varios minutos en poder continuar—. Ya no puedo más. No sé si esto me matará o no, pero no puedo ni levantarme.
—Oye, no podemos rendirnos —protestó Brianna—. Ahora mismo esas cosas son grandes como ponis, al menos algunas de ellas. ¡Y están creciendo! No puedes rendirte, Edilio. Tú eres el que está al mando.
Edilio la miró, pero le daba vueltas la cabeza. Brianna era un rostro furioso y desenfocado.
—Dame un trozo de papel y un boli —le pidió Edilio.
La chica volvió en menos de un minuto.
A Edilio le temblaron los dedos cuando un escalofrío le recorrió el cuerpo. Le costaba mucho aguantar el bloc y sostener el bolígrafo. Pero, haciendo un gran esfuerzo, garabateó algo, dobló el papel y se lo entregó a Brianna.
—Quinn —indicó.
Brianna leyó el mensaje y enrojeció, furiosa. Le arrojó el papel a Edilio y le alcanzó en la cara.
—¿Estás loco? ¡Esto no lo voy a hacer!
—Yo estoy al mando —susurró el chico. Se inclinó con los dedos temblorosos y recogió la nota—. Yo decido. Es la única manera. Hazlo. Brisa: hazlo.
—No, no, de ninguna manera.
Edilio la agarró del brazo y apretó los dedos con las pocas fuerzas que le quedaban.
—Por una vez en la vida, piensa. ¿Puedes detenerlos? ¿Puedes evitar que esos bichos lleguen a la ciudad y maten a todos los que están aquí? ¿Sí o no?
—Puedo intentarlo.
—¿Sí o no?
La chica ahogó un sollozo repentino y meneó la cabeza.
—No.
—Pues vale —dijo el chico, con voz áspera—. ¿Estás dispuesta a que todas esas muertes que acontecerán sean culpa tuya, solo para poder hacerte la dura?
Brianna no tenía respuesta. Miró alrededor como si viera a los enfermos y a los muertos, la iglesia destrozada y el cementerio triste por primera vez.
—No —dijo.
—Pues ve, Brisa. Ve.