5 HORAS, 1 MINUTO
DRAKE NO VEÍA a Tanner.
La gayáfaga no necesitaba ilusiones angelicales para alcanzar la mente enfebrecida de Drake. El chico sabía todo lo que necesitaba saber. Los bichos, las criaturas, le servirían. Tenía su ejército.
Y en su mente había una lista de nombres. Primero los raros. Y luego los normales. Todos.
Todos menos uno, le había dicho la gayáfaga. Mata hasta que no quede a nadie por matar. Pero no hagas daño al Enemigo.
A Drake lo embargaba una alegría pura que no había sentido en la vida, una energía desenfrenada. Se había pasado la vida esperando un momento como aquel. Era como si todo lo que había hecho, todas las palizas que había recibido y todas las que había dado él, el placer que sentía al quemar ranas y meter algún cachorrito en el microondas y dibujar sin parar todas aquellas imágenes encantadoras de armas, lanzas, cuchillos e instrumentos de tortura, todo aquello, todos los odios, toda el ansia abrasadora, toda la locura y la rabia, se hubieran reunido para formar aquel momento perfecto, supremo, de alegría cristalina.
Era tanto el placer que sentía, tantas las emociones que lo recorrían como un torrente, como una tormenta, ¡como si los planetas chocaran!, que creyó que quizá moriría. Drake era la muerte, al fin desatada.
Hizo restallar su látigo, echó la cabeza hacia atrás y aulló hasta que la garganta le quedó en carne viva.
Entonces echó a correr, dio un salto y se dedicó a dar vueltas entre las mareas arremolinadas de insectos, corriendo y saltando, indiferente a las piedras puntiagudas que le laceraban la carne que se negaba a morir.
¡A matarlos a todos!
Se enfureció cuando trató de trepar hasta alturas que no podía alcanzar, pero entonces las criaturas se apresuraron a levantarlo y le ayudaron a recorrer las cavernas interminables a una velocidad vertiginosa.
¡Un ejército!
¡Su ejército!
Salieron disparados del pozo de la mina y Drake cayó sobre un montón de piedras. Un solo coyote lo esperaba allí.
—¿Dónde está, líder de manada? —preguntó Drake.
—No líder manada. Líder muerto.
—No me importa cómo te llames: ¿dónde está?
—¿Quién? —preguntó el coyote.
Drake sonrió.
—El de manos asesinas, perro estúpido. ¿Quién crees? ¡Sam!
—Manos Brillantes está lejos. Junto agua grande.
El coyote sonrió tontamente, describió un círculo y a continuación señaló con el hocico hacia el oeste.
—Excelente —susurró Drake.
Justo entonces se le acercó un torrente de bichos, una nueva columna de criaturas procedente de la cresta que se sumó a la masa que formaba el ejército de Drake. Eran distintos. Estos tenían los ojos del color de la sangre.
Pero no estaban solos.
Brianna estaba ahí de pie, con los brazos en jarras, fulminando a Drake con la mirada desde la cima.
—¡Tú! —exclamó Drake.
—Yo —dijo Brianna.
Entonces Drake ordenó a las criaturas:
—¡Ojos rojos, servidme! A la ciudad. ¡Matad a todos menos al Enemigo!
—¿Ahora hablas con estos bichos? Tengo que decirte que no creo que hablen psicópata.
—¡Ojos azules, venid! —ordenó Drake—. Dos columnas, dos ejércitos: los azules conmigo, los rojos, a la ciudad y a matar. ¡A matar!
—¿Qué crees que estás haciendo? —le preguntó Brianna.
—¿Yo? —Drake soltó una risa estentórea—. Voy a cargarme a todo el que se me ponga por delante; será la rehostia.
—Tendrás que pasar a través de mí… —lo retó Brianna.
—No me gustaría que fuera de otra manera.
Astrid, Orc y el pequeño Pete salieron de la lluvia. La nube no los siguió. Y no apareció ninguna otra. La que se había formado se quedó donde estaba, sin expandirse más, descargando aún la lluvia sobre la calle y la casa destrozada.
El pequeño Pete tosió directamente sobre el rostro de Orc. Estaba empeorando, lenta pero constantemente. Puede que se muriera.
«Adelante. Mátalo. Mata al pequeño Pete».
Astrid se dijo a sí misma que no había querido decir eso. Que no había sido más que una táctica.
A fin de cuentas, cuando alguien te amenazaba, tenías que restar importancia a sus palabras, fingir que no te importaban.
El disparo en la cara de Lance. La sangre la había salpicado.
Turk gimiendo de dolor, retorciéndose sobre la alfombra húmeda.
Tenía que parar. Tenía que terminar. ¿Una muerte para salvar a docenas, puede que centenares de chavales?
Un simple asesinato.
Astrid se vio a sí misma asfixiando a Nerezza. Volvió a sentir que le clavaba los dedos en el cuello blando, que las puntas encontraban espacios entre tendones y arterias.
Nunca hasta entonces había sentido nada parecido a aquella rabia teñida de rojo. Astrid había odiado en el pasado: odiaba a Drake. Y también había sentido miedo, muchas otras veces. Pero nunca había creído que sería capaz de sentir esa rabia asesina.
Lo que en realidad le resultó revelador fue la alegría que le produjo aquel instante. La alegría absoluta y despiadada, sin complicaciones, que la embargó al sentir el bombeo de la sangre de Nerezza intentando pasar a través de las arterias que sus manos bloqueaban. Al sentir los espasmos en la tráquea de Nerezza.
Astrid soltó un gemido. Tenía que terminar.
—¿Te encuentras bien? —preguntó Orc.
¿Volvería a ser ella misma algún día? ¿O Astrid, la antigua Astrid, había muerto y había sido sustituida por esta criatura nueva, por esta bruja furiosa y asustada?
Una vez más se dio cuenta de que esa había sido la vida de Sam desde la llegada de la ERA. ¿Cuánta rabia y miedo había tenido que soportar? ¿Cuánta vergüenza amarga por sus fracasos? ¿Cuánta culpa le devoraba el alma como ahora devoraba la de Astrid?
Deseaba que estuviera con ella en ese momento. Quizá podría preguntarle cómo vivía con todo aquello.
Pero entonces se dijo que no era a Sam a quien necesitaba, sino a un cura. «Tienes que confesarte y hacer penitencia y recibir el perdón».
Pero ¿cómo iban a perdonarla si incluso en ese momento en que Orc subía trabajosamente la cuesta, en ese momento en que veía la cabeza colgante de Peter, se preguntaba una y otra vez si había querido decir lo que había dicho?
«Vamos. Dispárale».
Astrid se dijo que Dios oía los rezos, incluso los de aquellos que no se habían arrepentido. Quería rezar. Pero cuando lo intentaba, no conseguía ver la cara de un Cristo paciente como le había sucedido hasta entonces. Veía recuerdos de crucifijos, cuadros, estatuas. Pero el Dios en el que creía ya no estaba allí.
¿Estaba perdiendo la fe?
¿O ya la había perdido?
Un simple asesinato…
Leslie-Ann sabía que había cuarentena. Pero también sabía que ya no aguantaba el hambre y la sed, y sus dos hermanos, tampoco.
Lo bueno de ser la criada de Albert era que él se aseguraba de que tuviera suficiente comida. Albert siempre tenía comida y agua. No dejaría que se muriera de hambre.
Así que Leslie-Ann salió de la casa que compartía con sus dos hermanos y se dirigió a la de Albert, que era un lugar mucho más elegante.
Percibió algo extraño hacia el oeste: una nube. Leslie-Ann frunció el ceño y se preguntó por qué le parecía tan extraño.
Pero no tenía tiempo para hacerse preguntas: la ERA estaba llena de cosas extrañas. Cuando uno había visto a Sam disparando luz con las manos, y ella lo había visto, dejaban de asombrarle las cosas extrañas.
La puerta principal de la casa de Albert estaba abierta. Eso, a su manera, parecía aún más extraño que la nube. Albert nunca dejaba la puerta sin cerrar con llave. Nunca. Y por supuesto nunca quedaba abierta.
Leslie-Ann se acercó con cautela y cerró los dedos alrededor de la empuñadora del cuchillo que llevaba. Tenía nueve años, y no era precisamente grandota ni daba miedo. Pero una vez apuntó con el cuchillo a un chaval que quería robarle el cantaloup, y el chico tuvo que salir corriendo.
—¿Albert? —llamó.
Leslie-Ann abrió la puerta del todo, sacó el cuchillo y lo sostuvo delante de ella.
—¿Albert?
Le pareció oír algo procedente del comedor. Entonces resbaló al pisar una de las baldosas de estilo hispano. Leslie-Ann bajó la vista y vio una mancha roja.
Sangre. Era sangre.
La chica dio media vuelta y corrió otra vez hacia la puerta, hasta salir afuera, agitando el cuchillo como una posesa.
Entonces miró alrededor de la casa, deseando que apareciera Edilio o alguien. Claro que si eso sucedía, se metería en un lío por haber salido durante la cuarentena. Sus hermanos seguirían pasando sed y hambre, y ella, también.
Leslie-Ann se armó de valor y volvió a entrar blandiendo el cuchillo.
Se saltó la mancha de sangre y dio una patada a una lata, que rodó haciendo ruido. ¿Una lata en el suelo de casa de Albert? ¿Quién podría haber provocado un desorden semejante? Tendría que limpiarlo o Albert la despediría.
Así que la chica se inclinó y recogió la lata con la mano libre.
Olía a comida. A Leslie-Ann se le hizo la boca agua. Sostuvo con torpeza el cuchillo mientras rebañaba el interior de la lata con el dedo en busca de lo que pudiera quedar. Consiguió sacar lo que debía de corresponder a una cucharada de salsa de tomate y se relamió el dedo con gula.
Le supo a gloria.
Se llevó la lata al comedor y allí le quedó claro el alcance del desorden: había latas y envoltorios por todas partes. Y salsa de tomate derramada encima de la alfombra blanca.
Solo que no era salsa de tomate, y Leslie-Ann lo sabía.
Entonces vio a Albert, sentado de cara a la pared, que estaba salpicada de sangre.
Tenía los ojos cerrados.
No se movía.
—¿Albert?
Leslie-Ann reprimió el deseo de salir corriendo, seguir corriendo y no dejar nunca de correr. Pero aún tenía sed y hambre. Y allí había una maravillosa botella de agua a la que aún se podían dar unos sorbos. Bebió. No le bastó, pero al menos era algo.
Se dirigió a la cocina y, una vez allí, extrajo con dedos temblorosos las bolsas de basura. Entonces, rápido, muy rápido, antes de que alguien la detuviera, reunió todas las latas y botellas que pudo y las metió en una bolsa. No era gran cosa, pero sus hermanos podrían sacar unos gramos de comida.
Miró a Albert. Le daba lástima y se sentía un poco culpable y…
Los ojos. Los tenía abiertos.
—¿Albert?
Se acercó un poco. ¿La estaba siguiendo con la mirada?
—¿Estás vivo?
No contestó. Pero cerró lenta, muy lentamente, los ojos. Y luego volvió a abrirlos.
Leslie-Ann salió corriendo de la habitación y luego de la casa, pero no soltó la bolsa ni por un momento.